Después de treinta años sin pisar el pueblo donde veraneaba, la protagonista sin nombre de este relato se ve obligada a regresar a él a causa de una herencia familiar. Una vez allí, deberá enfrentarse a unos recuerdos que voluntariamente había mantenido enterrados todo este tiempo: los primeros amoríos de una niña de quince años, su controvertida amistad con Fidela, ahora madre superiora en un convento, su relación con una tía beata que odiaba, y, sobre todo, la escena de un hombre ahorcado que tuvo la mala suerte de contemplar cuando solamente tenía cinco años.
Tiempo muerto es una novela corta escrita con un estilo exquisito, que se mueve como pez en el agua en las laberínticas grutas emocionales de sus personajes y cuya lectura nos deja sin aliento.
Tiempo muerto
© 2017, Beatriz Martínez
© 2017, Ediciones Oblicuas
EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª
08870 Sitges (Barcelona)
info@edicionesoblicuas.com
ISBN edición ebook: 978-84-16967-44-5
ISBN edición papel: 978-84-16967-43-8
Primera edición: mayo de 2017
Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales
Ilustración de cubierta: Héctor Gomila
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Tiempo muerto
Beatriz Martínez
La autora
La niña está sentada en la puerta de su abuela, la niña se aburre y mira las moscas que le suben por las piernas morenas y churretosas, las moscas hacen cosquillas, no pican como las avispas y los tábanos, ni como las abejas o las primas mayores cuando quieren que se las deje en paz y no se escuche lo que hablan. La niña se aburre porque ya hace mucho tiempo que ha desayunado el pan con leche que da arcadas, pero que hay que tomarlo porque es muy sano, no como las galletas de la ciudad, que sabe Dios lo que llevan dentro. La niña mira al cielo muy azul, y al sol guiñando los ojos, y al fondo de la calle, donde no aparece el tractor rojo que lleva a un hombre encima, el tractor que entra en la calle con la nube de polvo, con el ruido, como un dragón que no da miedo, porque se para delante de la puerta y el hombre la iza en lo alto, y ve las cosas que no se ven desde abajo, ve las huertas detrás de las tapias, los tejados, las ramas de los árboles que le dan en la cara, y el hombre la besa en la mejilla y es amable con ella y a veces le da cerezas o caramelos.
La niña se aburre y se levanta, da unos pasos de puntillas, avanza hasta la esquina de la calle y, entonces, echa a correr. Sabe dónde se esconde el tractor, dónde duerme por las noches, lo ha visto cuando pasea de la mano con la madre, mirando entre las tablas del portón, en un corral con gallinas, junto a una casa vieja con una bruja dentro. La madre tira de ella cuando se asoma a mirar, porque las niñas no deben ser chismosas y la Ramona no es amiga de niños ni forasteras, la Ramona es como es.
La casa está en silencio y el portón no tiene la tranca puesta, se puede empujar la puerta y asomar la nariz y ver a las gallinas canturreando y al tractor parado, tan aburrido como ella porque hoy no lo han sacado de paseo. Se acerca a verlo y lo acaricia como a un animal, como al perro del tío, que no muerde pero que no se puede tocar porque está infestado de pulgas que no se ven, pero ella lo acaricia a escondidas y le da chorizo y pan de la merienda, a veces la pillan y se lleva un cachete y el perro una patada, y los dos se ponen tristes, por eso acaricia con cuidado al tractor, mirando por si aparece la bruja. Cuando se cansa de acariciarlo, intenta subirse a la cabina, pero necesita la ayuda del hombre, la rueda es más alta que ella y se cae de culo cada vez que lo intenta.
La puerta de la casa está entreabierta, no se oye nada, se acerca para ver si el hombre se ha dormido, como aquella vez que se durmió la madre y llegaron tarde al colegio pero nadie las regañó porque la madre dijo mentiras y no pasó nada. La niña se asoma a un pasillo oscuro y espera para ver algo, como cuando entra en el cuartón donde se curan los chorizos, la abuela se acerca a las vigas y allí están, colgando del techo con una cuerda, la corta y se lo da, y ella sale tan contenta con su chorizo que gotea grasa roja y hay que tener cuidado para no mancharse. Mira al fondo del pasillo y ve algo que cuelga, es el hombre que juega con las vigas y se tropieza con él, porque es más largo que un chorizo, sus pies le dan en la cara y ve que está descalzo y que tiene las uñas largas, algo le gotea por la pierna pero no es grasa, es pis que huele muy fuerte, y el hombre tiene la cara rara y la lengua fuera y no se baja de la viga y no responde cuando ella le llama, y ya no le gusta ese juego y se quiere ir y corre hasta la puerta, pero ahora no ve con la luz tan fuerte del corral y se choca con la bruja, que la agarra del pelo porque la ha asustado al salir corriendo de su casa, como una ladrona, y se asoma al pasillo y ve al hombre que ella llama hijo y empieza a chillar como una loca y le clava las uñas en el brazo para que no se escape, y ella también chilla y llora llamando a su madre, y viene mucha gente del pueblo, y alguien la suelta de las uñas de la bruja, y corre y se tropieza con la abuela, que la coge en brazos y la lleva a casa y habla con su madre, pero nadie la regaña.
En la cocina le quitan la ropa y la bañan en silencio, entra una mujer hablando bajito de la guardia civil, y ella siente que ha hecho algo tan malo que ni siquiera la van a castigar por ello.
Después de dar muchas vueltas, decidió aparcar fuera de las murallas, la vista de la catedral le resultó mucho menos imponente que como la recordaba, sacó la maleta y avanzó por la calle empedrada, cuesta arriba, bajo el sol de las cuatro de la tarde. La luz le hizo bizquear y el ruido de la maleta sobre los adoquines le resultaba incómodo. No había nadie en las calles, y pensó en cómo las ciudades inmortales duermen la siesta, a veces un visillo se mueve, sintió los ojos en la nuca y el temor absurdo de que alguien la hubiera reconocido después de tantos años.
Le sorprendió acordarse de cada esquina, de cada plaza, solo los árboles del paseo habían cambiado, ya no eran inmensos ni daban sombra, no era su memoria, aquellos árboles ya no eran los mismos de su infancia. Cuando vio un bar abierto, decidió entrar, no soportaba el calor ni el traqueteo estruendoso de la maleta y sentía el irresistible deseo de beber algo muy frío, de ganar tiempo después de haber corrido tanto, tan fuera de vueltas por la autopista para terminar cuanto antes con el asunto. Tenía que parar.
Al correr la cortina, cuentas de colores entrechocaron anunciando la entrada de una extraña, no veía nada, era una sensación que odiaba, sentirse observada en la penumbra, entrar en un lugar desconocido, con la precaución de no tropezar, de resultar ridícula en sus titubeos, sintiendo el silencio de los otros. El bar estaba casi vacío, algunas moscas volaban en círculo, alguien le preguntó que qué deseaba, pidió un café con hielo porque fue lo primero que se le vino a la cabeza, inmediatamente recordó el ardor de estómago que traía desde Madrid, pero no rectificó, sin saber por qué se sentía violenta.
En una esquina se reanudó el ruido de una partida de dominó, los golpes de las fichas sobre la mesa parecidos al sonido estridente de la maleta, se sentó a esperar que le preparasen el café, deseaba irse cuanto antes pero el hombre no tenía prisa. Una mujer se acodó en la barra y empezaron las preguntas. Que si le gustaba la ciudad, que si venía sola, que si iría a Santiago, y ella que ya la conocía, que venía sola y que no iría a Santiago porque allí no se le había perdido nada, cotillas de mierda, pero esto no lo dijo, aguantó con corrección, sonriendo, sabiendo que era la novedad, la atracción de circo de las cuatro de la tarde, la alternativa a una siesta que los del bar no tenían derecho a echarse. Era el castigo a la forastera que entra en un bar de parroquianos, apartado de la plaza mayor o de la calle de la catedral donde solo van turistas y no hay preguntas.
Al llegar a la altura de la muralla vio los árboles que la circundaban, apenas daban sombra, ridículos, esmirriados, absurdos. Un hombre paseaba al perro, el animal se acercó a olisquearla, el hombre se disculpó explicando que el bicho no hacía nada, con el tedio de alguien que hace las cosas desganado, ella aprovechó para preguntarle por los árboles, los gigantescos olmos que sustentaban las murallas de su memoria, con la misma desgana le dijo que habían muerto hacía por lo menos veinte años, que los mató la grafiosis, lo dijo con el tono de lo inevitable, sin pena ni añoranza por lo que ella había perdido, sin una nota de compasión por su recuerdo.
En aquel tiempo los niños y los perros eran tratados de la misma forma, seres irracionales apartados con un pescozón o una patada.
Era extraño que una niña asistiese a una conversación de adultos, por eso está muy callada, en la esquina del banco, mimetizada con la madera. Aún tiene el pelo mojado y le escuecen las rodillas, frotadas con estropajo para sacar los churretes de la tierra mezclada con el sudor, después de bañarla aparecían los arañazos y los cardenales ocultos bajo la mugre, era un pequeño eccehomo en boca de la abuela, que ahora susurra con la madre la historia del hombre ahorcado, porque la madre es forastera, no sabe ciertas cosas del pueblo y hay que explicárselo todo: cómo sacar agua del pozo sin sentir el vértigo de lo hondo, cómo apartar a una vaca del camino, un ser pacífico que ni siquiera necesita del palo, cómo no temer a una culebra de agua que en nada se parece a una víbora. La madre es como una niña pequeña sin educar y a la que no se puede enseñar ni a pescozones, ni a patadas, porque es la mujer del hijo, la que trajo de la ciudad y que todos los veranos viene al pueblo a pasar su propio calvario, alejada del agua corriente, de las tiendas, de las calles, metida en una aldea del siglo pasado donde las mujeres no pisan la taberna, lavan en el río y van tapadas como las moras para no tragar un polvo que a veces se mastica, ella busca el término medio sin encontrarlo, todo la asusta, aquel mundo minúsculo a ella le viene grande.
Están las tres en la cocina, la niña envuelta en la toalla, como un diminuto insecto dentro del capullo, la madre haciendo la cena y la abuela pelando berzas para los cerdos y contando en voz baja la historia del Bartolín, el único hijo que le quedó a la viuda, porque Ramona es viuda desde hace más de cuarenta años, ha enterrado a cuatro hijos y a un marido, al último hijo lo tuvo bajo sus faldas desde niño.
La abuela va desgranando la historia como desgrana el maíz de las gallinas, lentamente pero sin pausa, con el conocimiento del que sabe lo que hace o lo que dice, la niña siente los párpados pesados pero escucha en silencio, sin atreverse a decir que tiene hambre y sueño, sin moverse del capullo, sin las protestas de sus cinco años, escucha.
Llegó al portal, tan conocido y lejano en el recuerdo, la calle había cambiado, no existía ya la mercería, el escaparate de botones y cintas bordadas, de lanas, cremalleras, de olor a madera pulida en el mostrador a la altura de su nariz, el tiempo lo había convertido en una tienda de chinos donde aún colgaba un todo a cien anacrónico desde la entrada del euro.