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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 132 - marzo 2020

 

© 2011 Christine Rimmer

Falso noviazgo

Título original: A Bravo Homecoming

© 2012 Christine Rimmer

Su gran amor

Título original: The Return of Bowie Bravo

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2012

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Tiffany y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-435-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Falso noviazgo

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Su gran amor

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Si te ha gustado este libro…

Falso noviazgo

1

 

 

 

 

 

–Cariño, ¿estás saliendo con alguien?

Travis reprimió un gruñido. Debería haber aplazado la llamada.

Claro que ya lo había hecho. En dos ocasiones. Seguidas. Aleta Bravo era una madre paciente y comprensiva, y no demasiado insistente a la hora de mantener el contacto, pero también tenía sus límites. Y tras la tercera llamada sin respuesta empezaba a preocuparse.

Travis la amaba y además, si Aleta Bravo empezaba a preocuparse, podría implicar a su padre. Y cuando su padre se implicaba, se adoptaban medidas. Sus padres podrían acabar en un helicóptero buscándolo en medio del Golfo.

Y no era broma. Sus padres tenían dinero y contactos, y si te buscaban, te encontraban.

De modo que no le quedaba más remedio que llamar a su madre de vez en cuando.

–Solo te lo pregunto –continuaba la mujer en tono alegre y cariñoso– porque hay unas chicas estupendas que quiero que conozcas. ¿Te acuerdas de mi amiga, Billie Toutsell?

Travis la recordaba vagamente, aunque no importaba. Sabía qué tenían en común todas las amigas de su madre: hijas. Al menos una, y seguramente dos o tres.

–Billie y yo nos conocemos desde hace años –seguía su madre–. Y he visto a sus dos chicas. Son brillantes, educadas y hermosas. Cybil y LouJo. Y da la casualidad de que ambas estarán en la ciudad el fin de semana de Acción de Gracias –«en la ciudad», significaba en San Antonio, donde vivía la familia Bravo–. Y he pensado que estaría bien invitarlas al rancho el viernes o el sábado. ¿Qué te parece? –antes de que su hijo pudiera decirle que no quería salir con ninguna de las hijas de sus amigas, prosiguió–: Quizás Billie y sus chicas podrían venir a la cena de Acción de Gracias y a la renovación de los votos.

Tras cuarenta años de matrimonio, sus padres iban a renovar sus votos. Años atrás habían pasado por algún bache, llegando a separarse. Seguramente tenía sentido celebrar haber superado los momentos difíciles y seguir felizmente casados.

Pero ¿por qué tenía que invitar su madre a todas las mujeres solteras del sur de Texas?

¿Por qué era él tan especial? Su madre tenía otros seis hijos y dos hijas, y todos habían podido elegir a sus cónyuges. De hecho, él era el único que quedaba soltero y eso, seguramente, le había despertado la necesidad de buscarle esposa.

¿No había hecho ya suficiente? Ella le había presentado a sus dos anteriores prometidas. Rachel, a la que había amado con locura, había muerto atropellada hacía ocho años por un conductor borracho.

Pero tres años atrás, había conocido a Wanda en una fiesta familiar. Su madre y la de la chica eran amigas. Jamás debería haberse liado con Wanda, pero lo había hecho. Y no había terminado bien.

–Me alegro tanto de que vengas, Travis.

Su madre debía de pensar que a la tercera iba la vencida.

–No me lo perdería jamás –murmuró él–. Pero, mamá, escucha, no necesito ayuda para encontrar novia.

–Por supuesto que no, pero la oportunidad lo es todo. Y tú siempre estás en alguna plataforma petrolífera. ¿A cuántas mujeres puedes conocer en una plataforma petrolífera?

–Mamá, yo…

–Han pasado años –lo interrumpió ella–. Debes pasar página, y lo sabes.

–Ya he pasado página.

–Bueno, pues nunca está de más conocer a gente nueva –la mujer suspiró–. He estado trabajando como guía voluntaria en El Álamo dos veces al mes. Y resulta que he conocido a una joven encantadora, que también es guía, Ashley McFadden. Sé que os llevaríais bien. Es perfecta. Tiene una gran personalidad y es muy lista. Y divertida.

Travis dio un respingo y miró desesperado a su alrededor. No le vendría mal un poco de ayuda. Alguien que lo rescatara de su madre.

Sin embargo el rescate no iba a llegar. Estaba solo frente a un enorme televisor de pantalla plana, máquinas de aperitivos y bebidas, varios sofás y sillas, y dos mesas de pimpón. Al otro lado del salón un par de tipos duros jugaban a los bolos con la Wii.

Oía ruidos y golpes mecánicos y un parloteo incomprensible que salía del sistema de megafonía. Sonidos todos que formaban parte de la vida en el Deepwater Venture, una plataforma petrolífera semisumergida a poco más de cien kilómetros de la costa de Texas.

Su madre seguía parloteando, nombrándole más jóvenes encantadoras. Estaba a punto de inventarse una excusa para no asistir a la cena de Acción de Gracias.

«Lo siento, mamá. Ha surgido algo importante y no podré ir…».

Pero en ese momento oyó un juramento y fuertes pisadas de botas en las escaleras.

Reconoció la voz al instante. Era la de Sam Jaworski, directora de la plataforma, a cargo del departamento de perforaciones. Sam era una de las ocho mujeres de la plataforma. El jefe de seguridad también lo era. Las demás trabajaban en la cocina o en la limpieza.

Sam, vestida con un mono, gafas de protección y casco, irrumpió en el salón soltando juramentos a pleno pulmón en un lenguaje casi soez y muy imaginativo.

–Podrás conocer a unas cuantas chicas muy majas y atractivas –su madre seguía hablando.

Sam lo saludó con la mirada y Travis levantó una mano para devolverle el saludo. La joven también saludó a los tipos duros antes de abalanzarse sobre la máquina de café y servirse una taza. En la parte trasera del pantalón, sobre la nalga izquierda, llevaba cosido un parche con una inscripción: Yo no soy tu mamaíta. Durante un instante, tuvo que interrumpir los juramentos para tomar un sorbo de café.

–Y luego hundiré su lamentable y escuálido culo en un barril de crudo hirviendo –volvió a la carga.

Por primera vez desde que hubiera descolgado el teléfono para llamar a su madre, Travis sonrió. Los juramentos de Sam solían ser más entusiastas que obscenos.

–Mamá –se oyó decir a sí mismo de repente sin pararse a considerar las consecuencias–. Ya tengo una chica.

Por así decirlo.

Sam se quitó el casco y las gafas, y se volvió hacia él apoyando una cadera contra el mostrador antes de tomar otro trago de café… y proseguir con los juramentos.

–¡Travis, eso es estupendo! –al otro lado del teléfono su madre soltó un grito de alegría–. ¿Por qué no me lo habías contado?

–Bueno, no puede decirse que me hayas dejado meter baza, mamá.

–¡Cariño! –exclamó la mujer–. Lo siento. Es que estaba tan contenta de saber de ti. Y quería… bueno, eso ya no importa. Perdóname por no saber escuchar.

–Siempre te perdono.

–¿Cómo se llama? –preguntó su madre con entusiasmo–. ¿La conozco?

–Samantha, mamá, Samantha Jaworski –susurró él para que Sam no lo oyera.

–Ya la has mencionado unas cuantas veces, ¿no? –preguntó su madre.

–Sí, ya la había mencionado –hacía más de diez años que conocía a Sam.

–Y además es agradable, ¿verdad? Si no recuerdo mal, sois amigos desde hace mucho.

–Es verdad. Ella es… encantadora –Travis miró de reojo a Sam, que se frotaba la nariz con el dorso de la mano impregnada de grasa–. Y muy refinada.

Sam medía metro ochenta y dos y era más fuerte que la mayoría de los hombres… no había tenido más remedio que serlo para conseguir haber llegado tan alto en la industria petrolífera. La mayoría de los capataces de perforación eran mayores que ella. Y hombres.

Sam pertenecía a la plantilla de perforación. Hacía de todo, desde asegurarse de que se cumplieran los horarios de trabajo hasta poner en marcha maquinaria y equipos. Preparaba informes de producción. Recomendaba contrataciones y despidos y decidía quién estaba preparado para un ascenso. Formaba a los trabajadores en sus puestos y en medidas de seguridad. Se encargaba del material y los suministros. Y, si hacía falta, era capaz de cargar con una tubería y conectarla como el mejor de los hombres.

Travis tenía el privilegio de trabajar muy cerca de ella. Era el hombre de la compañía, al que pagaban para defender los intereses de la empresa petrolífera South Texas Oil Industries. Algunos capataces no se llevaban bien con el hombre de la compañía. No les gustaba tener que dar explicaciones. Pero a Sam no le importaba. No solo gozaba del respeto de sus hombres, sino que trabajaba muy bien en equipo.

Sam Jaworski era una mujer increíble, pero… ¿refinada?

En absoluto.

–Ya lo veo –continuó su madre–. No he parado de hablar mientras tú intentabas decirme que ibas a traerla a la cena de Acción de Gracias y a la renovación de nuestros votos.

Mierda. Debería haberlo previsto. De repente su bromita empezaba a complicarse.

–Eh… bueno…

–Cariño, comprendo lo duro que ha sido para ti –en realidad no lo comprendía, pero lo decía con buena intención–. Comprendo que tengas miedo de iniciar una relación seria con Samantha. Pero no pasa nada. Invítala a casa. Empieza por ahí.

–Bueno, yo… –Travis buscó desesperadamente las palabras mágicas que desanimaran a su madre. Pero las palabras no surgieron–. Mamá, de verdad, no creo que sea buena idea.

–¿Por qué no?

–Porque no, y ya está.

–De acuerdo –la mujer al fin se rindió–. Si no quieres invitarla, si vuestra relación aún no ha llegado tan lejos, no pasa nada –suspiró antes de animarse de nuevo–. Al menos Cybil y LouJo, y Ashley, se pondrán contentas al saber que siguen teniendo una posibilidad.

Estaba atrapado. El estómago le dio un vuelco y el pulso inició una alocada carrera.

–En realidad –las palabras surgieron de su boca sin control–. Sam y yo estamos prometidos.

Pestañeó perplejo con la mirada fija en la pared. ¿De verdad había dicho eso?

–¡Travis, es maravilloso! –su madre gritó de alegría–. No me puedo creer que no me lo hayas contado hasta ahora.

¿Lo habría oído Sam? Miró de reojo hacia la joven. No, se estaba lavando las manos.

Pisando con fuerza y con la taza de café en la mano, Sam se sentó frente a uno de los televisores y empezó a cambiar de canal con el mando.

–Pues entonces decidido –al otro extremo de la sala, su madre no soltaba la presa–. Debes traerla a casa. Y no aceptaré un no por respuesta.

–Eh… –Travis leyó de nuevo la inscripción en el parche que Sam lucía en el trasero del mono. Luego se fijó en los cabellos castaños y cortos, aplastados por el casco y en las enormes botas con puntera de acero. ¿Acaso había perdido la cabeza? No saldría nada bueno de mentir a su madre, sobre todo sobre un noviazgo.

–Por favor, Travis, invítala. Me alegro tanto por ti. Y todos querremos conocerla.

–Mamá, yo…

–Por favor –insistió la mujer con voz dulce y cargada de esperanza. También había una nota de tristeza, como si supiera que al final su hijo iba a defraudarla y que Sam no lo acompañaría por mucho que lo animara a hacerlo.

Travis se sentía como un idiota por mentir. Por desilusionar a su madre. Por todo.

–Escucha, mamá. Lo consultaré con Sam, ¿de acuerdo?

¡Por Dios santo! ¿De dónde habían salido esas palabras? Mala idea. Muy mala.

–¡Oh, Travis! –su madre volvía a parecer feliz–. Eso es maravilloso. Os esperamos.

–¡No, no! ¡Un momento! No empieces a esperar nada. He dicho que lo consultaría con ella.

–Y yo sé que aceptará. Dentro de dos semanas. Te quiero. Adiós.

–Mamá, lo digo en serio. No… ¡Espera! Yo… –pero su madre ya había colgado.

Travis contempló el auricular con gesto airado antes de empezar a marcar de nuevo el número de su madre. Sin embargo, se interrumpió antes de terminar.

¿Qué conseguiría atrayendo más problemas? ¿Acaso no tenía ya bastantes?

Colgó el teléfono y se dejó caer en una silla que había junto a la mesa.

 

 

Sam esperaba a que Travis terminara. Los dos tipos duros terminaron la partida y se marcharon.

Mejor así. No quería que nadie escuchara la conversación.

Oyó que Travis colgaba el teléfono y arrastraba una silla. Apagó el televisor y se volvió hacia él.

–Ese gañán de Jimmy Betts… Un descerebrado. Un peligro andante. Dale un trozo de tubería y alguien terminará con un golpe en la jodida cabeza.

Hundido en la silla, Travis parecía distraído. El atractivo rostro estaba marcado por un profundo surco en el entrecejo.

–Ya aprenderá –contestó él al fin–. Siempre lo hacen… o se marchan.

Sam soltó un bufido antes de dejar el mando del televisor y acercarse a Travis. Se sentó a horcajadas en una silla y apoyó una mejilla en el respaldo. Travis la miraba, pero aún parecía estar muy lejos de allí.

–¿Tu madre? –preguntó ella al fin–. ¿Otra vez volviéndote loco?

–Eso es.

–¿Aún intenta encontrarte el amor de tu vida?

Travis emitió un gruñido y miró a Sam con un extraño gesto. La joven captó el mensaje: no estaba de humor para hablar de su madre y sus planes para encontrarle una esposa.

Sam se entendía muy bien con Travis. A fin de cuentas eran amigos íntimos desde que ella tenía dieciocho años y él diecinueve, cuando él trabajaba para el padre de Sam en el pozo petrolífero del rancho familiar en Dakota del Sur. No había ningún problema en no hablar de su madre. Además tenía otra cosa en la cabeza.

Sam miró a su alrededor con gesto sombrío. El salón era enorme, pero los techos bajos, la ausencia de ventanas y los tubos fluorescentes le daban un aspecto subterráneo. La luz también hacía que Travis pareciera cansado, apagando el tono de su piel bronceada. Y ni siquiera se atrevía a pensar en qué haría con su propia piel.

–¿Te preocupa algo, Sam? –Travis frunció el ceño.

–No tienes ni idea de lo jodidamente harta que estoy de esto. Me vendría bien un trago.

Ambos soltaron un gruñido. En la plataforma no estaba permitido el alcohol.

La mayoría de los empleados trabajaba en turnos de dos semanas y libraba otras dos. Pero no el capataz. Sam llevaba más de un mes en aquel lugar, trabajando en turnos de doce horas los siete días de la semana. En una semana volvería a tierra y no podía esperar. Además, según los ingenieros, casi habían terminado las perforaciones. Su trabajo en el Deepwater Venture llegaba a su fin y ni pensar en firmar un contrato para otra plataforma.

–Travis, he estado pensando…

Él esperó pacientemente sin dejar de mirarla.

Sam se irguió sobre la silla y extendió los brazos en un gesto que pretendía abarcar, no solo el salón, sino también cada centímetro de la plataforma.

–¿Sabes qué? Me encantaban los desafíos. Hacer el trabajo de un hombre, y hacerlo bien. Ganarme el respeto de los hombres, a pesar de ser una mujer. A pesar de ser más joven que la mayoría. Pero últimamente, bueno, empiezo a pensar que ha llegado la hora de cambiar. Tengo treinta años y es el momento de plantearse ciertas cosas.

–¿Qué clase de cosas? –Travis ladeó la cabeza.

–Cosas como volver al mundo real, como vivir en tierra firme, como… no sé, dejarme crecer el pelo, llorar a gritos, conseguir un trabajo en el que no acabe cubierta de grasa y barro a diario. En una oficina con ventanas por las que se vea algo más que agua.

Travis hizo un ruido. ¿Había sido un ruido de incredulidad? ¿Acaso no la creía capaz de trabajar en un despacho?

–Ya puedes dejar de mirarme así, Travis Bravo –ella lo miró furiosa mientras deslizaba los dedos entre los cortos cabellos–. Ya sé cómo será trabajar en un despacho. Sé que tendré que cuidar mi vocabulario y a lo mejor incluso ponerme un maldito vestido de vez en cuando. Y estoy preparada.

Él no dejaba de mirarla, de estudiarla. ¿En qué demonios estaría pensando?

–¿Qué pasa? –Sam volvió a extender los brazos mirando a su alrededor.

–Sam… ¿te apetece asistir a la boda de mis padres? –sugirió él en tono casual mientras apoyaba los pies sobre la mesa.

–¿La boda de tus padres? –Sam lo miró aturdida–. ¿No se habían casado ya? ¿Algo así como hace cien años? Travis, no sé de qué me estás hablando.

–Es verdad –él le dedicó una sonrisa torcida–. Técnicamente se llama renovar los votos y será en el Rancho Bravo –no era la primera vez que le hablaba del Rancho Bravo, el rancho que la familia poseía cerca de San Antonio–. Iré allí para Acción de Gracias.

Sam se echó hacia atrás y cruzó los brazos sobre la cintura. Siempre había sentido curiosidad por la poderosa familia Bravo de San Antonio. Sería interesante conocerlos.

–No creo que… –por otro lado no le parecía tan buena idea.

–Venga, ¿por qué no?

–Pues, para serte sincera, por lo que me has contado de tu familia, no creo que encaje.

–Estoy seguro de que lo harás.

–Ni siquiera tengo ropa apropiada para un acontecimiento como ese, por no hablar de mis modales. No tengo pedigrí. Seguramente te avergonzaría.

–Jamás podrías avergonzarme. ¿Y a qué te refieres por «pedigrí»? Esto es América. Somos todos iguales, ¿recuerdas? Y si lo que te preocupa es la ropa, yo me encargo.

–¿Y exactamente cómo piensas encargarte de mi ropa? –ella lo miró de reojo.

–Te compraré ropa nueva.

–De eso nada. Yo me pago mis cosas. Pero aunque vaciara mi tarjeta de crédito, seguiría sin saber qué jodido cubierto utilizar.

–Te buscaré un profesor –Travis bajó los pies de la mesa y se inclinó hacia Sam–. Unos pocos días en Houston deberían bastar.

–Travis, sigo sin entender exactamente qué pretendes.

–Ya te lo he dicho. Tendrás tiempo suficiente. Toda una semana para prepararte, para comprar ropa y trabajar con el profesor.

–El profesor –repitió ella perpleja.

–Sí, el profesor. Un experto en cosas como ropa, maquillaje, el manejo de los cubiertos, lo que sea. Para cuando conozcas a mi madre estarás más que preparada.

–Más que preparada ¿para…?

–Para todo –Travis sonrió, aunque no resultó una sonrisa muy sincera.

–Travis, corta el rollo –Sam se frotó las sienes. Empezaba a sentirse mareada–. ¿Exactamente qué pretendes?

–Antes de entrar en detalles –él desvió la mirada antes de posarla nuevamente en la joven–, me gustaría que mantuvieras la mente abierta sobre todo el asunto, ¿de acuerdo?

–De acuerdo, pero antes de abrir mi mente necesito saber sobre qué debo mantener la mente abierta.

–La cuestión es –Travis volvió a apoyar los pies en la mesa– que quiero que me ayudes a deshacerme de mi madre.

–Supongo que te refieres al asunto de encontrarte una chica adecuada…

–Necesito que seas mi acompañante –él asintió–. Durante una semana, incluyendo Acción de Gracias.

–¿Crees que, si apareces con una chica, tu madre dejará de intentar encontrarte novia?

–Pues… sí. Al menos durante un tiempo –Travis se rascó la nuca–. Si la chica fuera… algo más que una chica.

–¿Y qué se supone que quiere decir eso?

–Te lo diré claramente. Quiero que finjas ser mi prometida.

 

 

La expresión que se reflejó en el rostro de Sam no resultaba nada alentadora.

Tras soltar un sonoro juramento, saltó de la silla, se acercó a él y le sacudió un manotazo en la parte de atrás de la cabeza.

–¡Ay! –Travis apartó la mano–. ¡Ya basta!

–¿Te has vuelto loco?

–Escucha –Travis la sujetó con ambas manos–. Se me… escapó mientras hablaba con ella.

–¿Se te escapó? ¿El qué?

–Me estaba agobiando, presionándome, repasando la lista de las mujeres que quería presentarme. Y entonces apareciste en la sala y, bueno, de repente le dije que ya tenía novia. Le dije que eras mi novia y que estábamos prometidos.

Sam reanudó los juramentos antes de regresar a la silla y sentarse.

–¿Qué has fumado?

–Nada. Ya lo sabes. ¿Podrías considerarlo, por favor? No digas que no sin pensar en ello. Tendrás un profesor y nueva ropa para ayudarte a cambiar de vida. También tengo algunos contactos, lo justo para conseguirte el trabajo que deseas.

–Solo hay un pequeñito problema –Sam tenía los brazos fuertemente cruzados.

–¿Cuál?

–Que se trata de una enorme mentira cochina.

–Lo sé, pero no puede evitarse.

–Claro que se puede evitar. Llama a tu madre y dile que mentiste y que no soy tu chica. Y dile que cuando quieras una, ya te la encontrarás tú solito.

–Sam, vamos…

Sam apretó los labios con fuerza, suspiró y lo miró despectivamente.

Sin embargo, Travis se negaba a rendirse. Cuanto más pensaba en ello más le parecía la solución a su problema. Una solución temporal, desde luego, pero mejor que nada.

–Por favor –insistió–. Hazlo por mí. Calculo que obtendré un año de paz y tranquilidad por parte de mi madre.

–¿Y por qué no hablas con ella? Dile cómo te sientes, dile que te deje en paz y que se meta en sus propios asuntos.

–¿Y crees que no lo he hecho ya? Pero lo que yo diga no importa. Ella cree que está haciendo lo correcto, que es por mi propio bien. Y cuando mi madre cree que lo que hace es por el bien de alguno de sus hijos, no hay manera de pararla.

–Pero una mentira no es la solución. Y no es propio de ti. Tú vas siempre de frente, sin rodeos. Siempre me ha gustado eso de ti.

–Sam –Travis se lo expuso claramente–, estoy desesperado. Necesito un respiro, poder regresar a casa sin tener a un montón de texanas de carita dulce esperándome con sus mejores vestidos de fiesta. Necesito poder llamar a mi madre sin que me atormente con todas las mujeres que quiere presentarme.

–A lo mejor, si le dieras una oportunidad a alguna de ellas, descubrirías que…

–No sigas. Sabes que ya conocí al amor de mi vida. Y murió. Y lo he intentado con la mujer que jamás podría ocupar su lugar.

–Pero han pasado años desde que perdiste a Rachel. Y solo porque no funcionó con Wanda, no quiere decir que no exista por ahí la mujer adecuada para ti.

–Empiezas a hablar como mi madre –Travis desvió la mirada.

–Travis, yo solo…

–Ayúdame, Sam –él la miró de nuevo a los ojos–. Ayúdame y yo te ayudaré. Todo saldrá bien. Tendrás la nueva vida con la que sueñas. Solo tendrás que hacerle un pequeño favor a un amigo.

2

 

 

 

 

 

Una semana después, Sam entraba en el vestíbulo del hotel Four Seasons de Houston.

Llevaba un traje de pantalón color gris con una blusa blanca y zapatos planos negros. Nada glamuroso, pero al menos se salía del mono de trabajo, las botas y el casco.

Desgraciadamente, aquel día sus cabellos habían decidido ser todo un problema. A pesar de ser muy cortos se empeñaban en rizarse en todas direcciones.

¿Y el maquillaje? No llevaba. Pero no porque no lo hubiera intentado. En tres ocasiones se había aplicado colorete, brillo de labios y rímel, comprado el día anterior en Walmart, en un intento por tener un aspecto más apropiado para la gran aventura a la que jamás debería haber accedido. Pero cada vez que se maquillaba tenía que quitárselo porque no le quedaba nada bien. Al final decidió no aplicarse nada.

¿Dónde demonios estaba Travis? Le había prometido esperarla allí.

Intentó no quedarse con la boca abierta, como el patán que sabía que era. Se dijo que el conserje y el botones no la miraban fijamente preguntándose qué hacía allí. Era su imaginación. ¿Qué podía importarles que fuera grande como un caballo y toda llena de músculos? ¿Y qué si tenía un aspecto más masculino que la mayoría de los hombres que había en ese lugar? Tenía tanto derecho a estar allí como los demás.

Alzó la barbilla, se ajustó el bolso y pasó ante la recepción para dirigirse a un sofá de aspecto cómodo con cojines de color amarillo, situado bajo un enorme candelabro.

Se sentó con cuidado en el sofá manteniendo las rodillas juntas y los zapatos plantados sobre el suelo. Muy quieta y muy recta, juntó las manos sobre el regazo y esperó.

«Travis, ¿dónde estás, grandísimo hijo de perra?».

Más le valía aparecer enseguida o no la encontraría allí. Apretó los labios con fuerza y sintió el sudor provocado por los nervios deslizarse por el interior de los brazos.

¿No había un viejo dicho según el cual había que desconfiar de cualquier situación que requiriese ropa nueva?

«Travis, o apareces ahora mismo o me marcho y te dejo plantado. Y la próxima vez que te vea te voy a sacudir…».

–Sam, estás aquí. Estupendo…

Sam dejó escapar el aire que había estado conteniendo inconscientemente. Travis se acercaba a ella vestido con unos bonitos vaqueros negros y chaqueta deportiva, y con aspecto de ser el dueño de aquello. Junto a él caminaba un hombrecillo bajito y delgado que vestía camisa de rayas, pantalones de lino y tirantes. Los espesos cabellos rubios abultaban más que él. No le costaría ningún esfuerzo levantarlo y llevárselo bajo un brazo.

–Tienes buen aspecto –exclamó Travis mientras la abrazaba, antes de volverse hacia el hombrecillo–. Jonathan, Sam. Sam, Jonathan.

El hombrecillo la miró de arriba abajo con sus ojillos de pájaro.

–Hola, Samantha. Ya veo que tenemos trabajo.

Era el profesor. Menudo imbécil estirado. Sam iba a decir algo para ponerlo en su sitio, pero cambió de idea. Por muy pretencioso que fuera, no le faltaba razón y no serviría de nada matar al mensajero. Si quería iniciar una nueva vida, tenía mucho que aprender.

–Sí –contestó secamente–. Espero que esté a la altura.

–Lo encontré por Internet –intervino Travis–. No hay tiempo que perder. ¿Subimos?

 

 

La suite era espectacular, decorada en tonos cálidos. Desde la ventana se veía el centro de Houston. Había dos dormitorios. Uno para ella y otro para el profesor.

Travis tenía su propia vivienda en la ciudad.

Sam contempló el paisaje desde la ventana, preocupada por el precio de todo aquello.

–Bonita vista, ¿verdad? –Travis se unió a ella.

–Sí. ¿Dónde está Jonathan? –murmuró.

–Se está instalando en su habitación.

–Travis, esto parece muy… caro –observó sin rodeos.

–Y lo es –sonrió encantado–. Te prometí un curso acelerado sobre cómo vive la otra mitad.

–Solo digo que bastaba con contratar a un profesor y comprarme ropa. No hacía falta alquilar una suite en el Four Seasons.

–Todo lo mejor para mi novia favorita –Travis la rodeó con un brazo.

–Me estás asustando.

–No es verdad.

–Es que, ya sabes, esto es excesivo. Quiero decir que sé que tienes inversiones y todo eso, pero no me gusta ver cómo desperdicias un dinero que has ganado con tanto trabajo.

–Pues deja de preocuparte. De todos modos, esto no sale de mi trabajo –Travis se inclinó y habló en un susurro–. ¿Nunca te he hablado de mi gigantesco fondo de inversión?

–Sí, pero siempre dices que…

–Que jamás lo tocaría. Y no lo he hecho. Nunca. Hasta hoy.

–¿Has liquidado tu fondo de inversión para esto? –ella lo miró a los ojos.

–Ya era hora de que lo hiciera –él sonrió–. Y no lo he liquidado. Es mío y estaba allí para el hijo pródigo que al fin se va a aprovechar de los privilegios de ser un Bravo.

–El hijo pródigo –Sam le devolvió la sonrisa–. Nunca te había visto así. Siempre había pensado en alguien pródigo como en un derrochador.

–Yo me refería más bien al hijo que abandonó su hogar.

–Ese sí eres tú.

–Y lo único que quiere mamá es que vuelva a casa.

–Para casarte con alguna jovencita de Texas…

–Menos mal que te tengo a ti para salvarme.

–Sí, bueno –contestó ella tímidamente sintiendo un enorme impulso de acariciar esa suave y recién afeitada mejilla, aunque no le pareció apropiado–. Ya veremos…

–Esto… –Jonathan los interrumpió. Estaba de pie en el salón con un ordenador portátil contra el pecho–. Muy bien, empecemos –se sentó en el sofá, dejó el ordenador sobre la mesita de cristal y le dio unas palmaditas al cojín–. Samantha, siéntate a mi lado.

Sam miró a Travis con expresión de reproche, pero obedeció.

–Tú también –le indicó el instructor a Travis–. Siéntate.

–Y bien, Jonathan, ¿cuál es tu apellido? –a Sam empezaba a divertirle la idea de tener un instructor. A pesar de su pequeño tamaño, sus gestos y palabras eran grandilocuentes.

–Solo Jonathan, querida –el instructor la miró enarcando las cejas.

–De acuerdo –¡de modo que de repente era «querida»!

–Hice venir a Jonathan desde Los Ángeles –Travis se levantó de la silla y eligió una manzana del frutero–. Viene muy recomendado –concluyó tras dar un gran mordisco a la pieza de fruta.

–Tengo mi propio programa en la televisión por cable –Jonathan esbozó una tímida sonrisa mientras encendía el portátil. En la pantalla apareció su imagen. Estaba sentado en un sillón de cuero en una habitación con las paredes rojas. A su espalda había una estantería repleta de libros encuadernados en oro–. Es mi página web –señaló–. Solojonathan.com.

–Qué bonito –observó Sam.

–Gracias, querida –Jonathan hizo clic con el ratón y en la pantalla apareció una pelirroja de aspecto triste. Tenía la piel enrojecida, los cabellos rizados y el rostro redondo como un plato–. Esta es Amanda Richly… antes. Y… después –apostilló con orgullo.

La segunda imagen era la de la misma pelirroja, aunque transformada. Sus cabellos eran espesos y ondulados, y su piel rosada y de complexión perfecta. Los azules ojos estaban enmarcados por unas espectaculares pestañas. Ya no tenía aspecto triste. En realidad, su sonrisa de felicidad había descubierto unos bonitos hoyuelos en las mejillas.

–Vaya, Jonathan, qué cambio –Sam le dio un pequeño codazo en las costillas.

–Por favor, querida, no me hagas daño –el instructor estuvo a punto de caerse de lado–. Confía en mí, sé lo que hago.

–Ya lo veo –Sam soltó una carcajada y le dirigió una mirada significativa a Travis.

–Si vamos a trabajar juntos –Jonathan apagó el portátil–, necesito poder ser franco contigo.

–Adelante –ella se preparó para las malas noticias.

–Cielo, eres un desastre –él le tomó las manos y dio un pequeño respingo horrorizado–. Mira esto. ¿Qué haces con estas manos? ¿Arrancar percebes del casco de un barco?

–Más o menos –admitió ella.

–No importa –Jonathan sacudió la cabeza–. No lo digas, no necesito conocer los detalles –sentenció mientras devolvía las manos de Sam a su regazo y les daba una palmadita.

A continuación le tocó los cabellos haciendo un gesto de desagrado y por último le tomó el rostro entre las suaves manos.

–Debemos llevarte de inmediato al spa –anunció–. Te hará falta de todo: peeling, mascarillas, barro, el pelo, las uñas y el maquillaje. Luego habrá que ir de compras. Por supuesto te acompañaré para aconsejarte y protegerte de ti misma por si se te ocurre comprarte otro traje de pantalón tan desafortunado como este.

–¿Desafortunado? –exclamó ella–. Pero si lo compré ayer. Ya sé que no es nada extraordinario, pero pensé que sería mejor que «desafortunado».

–No lo olvides –él agitó un dedo ante sus ojos–. Sinceridad absoluta.

–De acuerdo. Suéltalo.

–Debes aprender a comprar ropa hecha con tejidos naturales, mi amor –Jonathan agarró la manga del traje y se estremeció–. No solo tiene mejor aspecto, también permite respirar a la piel y no retiene los malos olores.

–Olores –repitió ella con un hilillo de voz, consciente de la humedad de las axilas.

–Me he dado cuenta de que no traes equipaje.

–Bueno –Sam se encogió de hombros–, solo traje un par de mudas y unos pijamas. Pensé que compraríamos el resto.

–Muy bien. Excelente. Fuera con todo lo viejo y el poliéster. Dentro con lo nuevo. Para cuando haya acabado contigo, no tendrás miedo de lucir unos Manolo Blahnik de más de doce centímetros, ni de añadir algo de color a tu persona.

Sam conocía a Manolo Blahnik. Había visto algunos episodios de Sexo en Nueva York.

–Eh, Jonathan… quizás no te hayas dado cuenta, pero no llevo tacones porque soy más alta que la mayoría de la gente.

–En efecto, lo eres. Tienes una estatura espectacular.

–Desde luego –Travis se reclinó en la silla, sonriendo abiertamente.

–¿De verdad? –ella pestañeó.

–También posees una excelente estructura ósea –Jonathan le dio una palmadita en el brazo–. Y unos pómulos fabulosos.

–Al menos hay algo bueno –Samantha sintió que su ánimo mejoraba.

–Y veo que estás en una forma física envidiable. Podremos utilizarlo.

–Eh… ¿podremos?

–Desde luego. Atrás quedaron los días en que una mujer debía ser pequeñita y frágil. Hoy están plenamente de moda los músculos, los hombros anchos y las piernas fuertes.

Sam pensó que la cosa podría no ser tan mala como parecía y se atrevió a sonreír.

–No te relajes demasiado, cielo –Jonathan frunció el ceño y se recolocó la enorme melena–. Tienes mucho que aprender. Y muy poco tiempo para hacerlo.

 

 

A requerimiento de Jonathan, Travis se marchó pocos minutos más tarde.

–No verás a Samantha hasta el sábado por la noche –anunció en un tono que a Sam se le antojó hosco–. Para la prueba final.

–¿Prueba? –exclamó ella con un hilillo de voz.

–No hagas preguntas –el instructor había adoptado un semblante mortalmente serio–. Aún no. Esto es solo el principio. Nos queda mucho camino antes de hablar de la prueba final.

Travis la abrazó antes de marcharse. Era la segunda vez que la abrazaba aquel día. Como norma, no se abrazaban demasiado, sobre todo durante los últimos meses en los que habían estado trabajando juntos. Los abrazos no resultarían profesionales.

Sin embargo, en esos momentos, descubrió el placer de estar entre sus brazos. Travis medía unos cinco centímetros más que ella y la superaba en envergadura. Podría abrazarlo con fuerza sin hacerle daño. Y eso, para una chica de su tamaño, no era habitual.

–¿Estarás bien? –él la sujetó por los hombros, apartándola para mirarla a los ojos.

–Márchate –Sam asintió y le dedicó una sonrisa forzada–. Estaré bien.

Travis abrió la puerta y salió. De inmediato, Sam sintió el impulso de regresar a sus brazos. Siempre le había parecido una persona reconfortante y en esos momentos era justo lo que más necesitaba. Asomándose al pasillo lo vio dirigirse hacia el ascensor.

No dejaba de ser divertido. A diario arriesgaba la vida en el trabajo. Una plataforma petrolífera era un lugar muy peligroso, pero jamás se había sentido tan asustada como en esos momentos, en la suite de un hotel, viendo cómo Travis se alejaba de ella.

La idea de aprender a ser femenina la horrorizaba, pero con Travis a su lado hubiera sido más fácil.

–Cierra la puerta, Samantha –la voz de Jonathan resultaba casi dulce.

Ella obedeció, apoyando la frente contra la puerta mientras reflexionaba sobre lo buen amigo que había sido Travis durante los últimos años.

A punto de cumplir los diecinueve, él la había ayudado a iniciarse en el negocio del petróleo, respaldándola en su primer trabajo como peón en una plataforma terrestre. La empresa no quería contratarla porque una mujer no tendría la fuerza necesaria para realizar un trabajo tan físico.

Pero gracias a Travis había conseguido un trabajo de lo que llamaban, «gusano», el puesto más bajo del escalafón. Y se había mantenido a la altura de cualquier hombre. Cargaba con tuberías y cavaba zanjas, limpiaba el barro y el petróleo, y cualquier cosa que ensuciara el equipo. Trabajaba a todas horas y jamás se quejaba.

Allí había conocido a Zachary Gunn, enamorándose por primera y única vez en su vida. Cuando Zach resultó ser un imbécil y un bocazas que contó a todo el mundo que lo había hecho con ella y que era realmente mala, Travis había estado allí.

Travis le había dado una buena paliza al muy hijo de perra… antes de despedirlo.

Sam solía librar sus propias batallas. Pero en aquella ocasión significó muchísimo para ella sentirse respaldada por Travis Bravo.

–Hora de empezar –Jonathan interrumpió sus pensamientos–. Dime que estás preparada.

–Estoy preparada –Sam cuadró los hombros y se volvió hacia él–. Vamos allá.

3

 

 

 

 

 

El primer día fue realmente duro.

Antes de empezar, Jonathan le hizo un montón de fotos desde todos los ángulos. De pie, sentada, de frente, de espaldas. De cuerpo entero y también primeros planos.

Sam era consciente de que se trataba de las fotos del «antes». Y sabía que eran horribles.

Esperaba sinceramente que las fotos de «después», fueran mucho mejores.

En cuanto Jonathan decidió que tenía suficientes fotos horrendas, le hizo firmar un papel en el que le autorizaba a utilizarlas para su página web y después la llevó al spa del hotel.

A Sam le gustó la sencillez de aquel lugar. Solo con estar allí ya se sentía relajada…

Hasta que comenzó la tortura.

Fue sometida a una limpieza profunda seguida de un peeling químico. Le envolvieron el cuerpo con barro ardiente y toallas húmedas. Le hicieron la cera en las piernas y las axilas. Pero lo peor fue la zona del biquini.

Hubiera preferido bañarse en petróleo que volver a repetir la experiencia.

–Te harán la cera, cariño –Jonathan había reído al saberlo–, y con regularidad. Una mujer deber tener la piel suave. El exceso de vello no es en absoluto femenino.

El masaje, en cambio, no estuvo nada mal.

Después le llegó el turno a la manicura y la pedicura. Durante lo que le pareció una eternidad tuvo que sumergir los pies en agua para después ser exfoliados de toda callosidad y dureza, de las cuales tenía un montón.

Horas después tenía el rostro rojo como una langosta. Durante una semana, debería aplicarse una crema en manos y pies antes de irse a dormir y ponerse luego guantes y patucos.

Cuando al fin regresó a la suite, se moría de hambre. Lo que más le apetecía era una hamburguesa con patatas fritas acompañada de un batido de fresa. O al menos un buen filete con una tonelada de puré de patata y unas saludables judías verdes. En la plataforma, la cocina estaba abierta permanentemente y podía conseguirse toda la comida caliente que se deseara. Comida repleta de grasa e hidratos de carbono y carnes rojas.

Sin embargo, allí la cosa era diferente y fue Jonathan quien pidió la cena para ambos.

Al verla, Sam sintió ganas de llorar. En el plato solo había una pizca de brócoli apenas cocido, tres diminutas patatas y salmón a la plancha.

En realidad estaba delicioso, pero no bastaba ni para alimentar a una mosca.

Suplicó y suplicó, pero Jonathan se negó a darle siquiera una ridícula patatita más. Al parecer no había hecho el ejercicio suficiente para ingerir su ración habitual de comida.

–Jonathan –gritó ella exasperada–, me sentiría jodidamente feliz de poder hacer un poco de ejercicio. Bajaré ahora mismo al gimnasio y me destrozaré el culo si me juras por tu vida que a mi regreso a esta jodida y elegante habitación habrá un enorme filete en ese plato acompañado de patatas asadas bañadas en mantequilla.

Él se limitó a sacudir la cabeza. Era un auténtico negrero.

Tras la porquería de cena, comenzaron las lecciones de gramática. Jonathan le hizo jurar que no volvería a emplear la expresión «jodido», en lo que le quedara de vida. Después la enseñó a comer con innumerables e irreconocibles cubiertos.

En realidad, una vez se lo hubo explicado, fue bastante sencillo. Se empezaba por el tenedor, cuchara o cuchillo más alejado del plato y a partir de ahí se iba uno acercando de fuera hacia el plato. En caso de duda, se observaba atentamente a los otros comensales.

–Se les observa sutilmente –puntualizó Jonathan–. Y por sutil me refiero de reojo. No con la boca abierta. Querida, uno debe aprender a alcanzar su objetivo de esta manera, sin anunciar a bombo y platillo la propia ignorancia.

–Pillado –contestó ella con un ligero resentimiento. Cierto que tenía mucho que aprender, pero no era de las que se quedaban mirando con la boca abierta.

–«Pillado» –suspiró él–, es otra palabra que deberías eliminar de tu vocabulario.

–Jonathan, si sigues así, no me quedará ni una jod… esto… maldita palabra.

–Pero, querida, aprenderás otras nuevas. Yo me encargo. Y en cuanto a esos codos…

–¿Qué pasa con mis codos? –Sam se subió las mangas–. Me los han untado con cremas y raspado casi hasta llegar al hueso.

–En efecto, tienen mucho mejor aspecto.

–Gracias, pero no me refería a eso.

–Aquí no importa a lo que tú te refieras. Eres la alumna. Debes observar, escuchar y aprender. Bajo ningún concepto pueden apoyarse los codos sobre la mesa mientras se come. ¿Entendido?

–Sí, eso ya lo sabía –aunque nunca le había preocupado demasiado.

–Sin embargo –los ojillos de Jonathan brillaron–, durante la conversación que sigue a una comida en buena compañía, sí se pueden apoyar los codos delicadamente sobre la mesa.

–¿Delicadamente? –ella no pudo evitar sonreír.

–Sí, bueno, habrá que trabajar en ello.

Tras las lecciones de cubertería, pasaron a la ropa. El instructor anunció que al día siguiente irían de compras y le hizo reflexionar sobre qué colores le iban mejor.

–Brillantes y algunos neutros –le adelantó–, pero bajo ningún concepto el gris. El gris no te favorece, Samantha. Hace que parezcas embalsamada.

–Vaya, pues me alegra saberlo.

–El sarcasmo no es apreciado.

–Lo recordaré, Jonathan… si tú también lo haces.

Hubo alguna lección más sobre los tejidos naturales. Debería vestir algodón, seda, lino y lana… y nada más.

–Y nada de adornos. Contigo lo que funciona es la sencillez. Nada que sea demasiado… precioso. Porque, querida, tú no eres de esa clase.

Por supuesto tenía miles de ejemplos ilustrativos en el portátil. Dado que Sam estaba absolutamente de acuerdo con él en el apartado vestimenta, se limitó a escuchar e intentar asimilarlo todo.

A las nueve y media de la noche, se le permitió tomar una taza de té sin edulcorar y una naranja. Por supuesto fue amonestada por el modo en que sujetaba la taza, y por cómo bebía. Por último le recordó que jamás se masticaba con la boca abierta.

Ese hombre tenía la cualidad de sacar la niñata que llevaba dentro. Sam sintió un irrefrenable deseo de abrir bien la boca y sacarle la lengua antes de tragarse el pedazo de naranja que tan delicadamente masticaba.

Sin embargo no lo hizo. Mantuvo la boca cerrada, se tragó la naranja y bebió un sorbo de té sin hacer el menor ruido.

Por fin su instructor la mandó a la cama, no sin antes prestarle un libro para que se lo leyera: La guía para el nuevo milenio de la señorita Modales. Sam lo hojeó con las manos enguantadas tras haberles aplicado la crema proporcionada en el spa.

El libro le arrancó alguna que otra carcajada. La señorita Modales utilizaba palabras casi idénticas a las empleadas por Jonathan.

 

 

El día siguiente fue peor.

Sam odiaba ir de compras.

Creía haber asimilado las normas en el vestir señaladas por Jonathan la noche anterior, pero en la tienda no resultó tan sencillo aplicarlas. Debía elegir algo colorido y sencillo, en algodón, seda, lino o lana, de unos colgadores abarrotados con faldas, blusas y vestidos, y todas las malditas cosas que a una podría ocurrírsele ponerse encima.

Deseó estar de vuelta en la plataforma con su mono, las botas, embadurnada de petróleo y soltando juramentos mientras Jimmy Betts casi la descalabraba con una tubería.

Además, estaba jodidamente hambrienta aunque no, no pronunció la palabra prohibida en voz alta.

Necesitaba una comida decente y no ir más de compras.

Pero Jonathan era implacable y no le permitió regresar al hotel.

A mediodía la llevó a un lugar de lo más remilgado para comer. Allí le pidió una ensalada y un té helado con limón. Sam sintió ganas de matarlo. De oír chascar ese diminuto cuello suyo entre las manos.

Pero luego se recordó que iba a llegar hasta el final de ese ridículo cursillo acelerado para convertirse en una novia adecuada para el hijo pródigo de Aleta Bravo.

Lo necesitaba. Quería la oportunidad de vivir una nueva vida.

Y si para ello tenía que ser exfoliada, depilada y matada de hambre. Si tenía que comprar durante todo un día hasta al fin conseguir elegir algo sencillo, colorido y en tejidos naturales. Si debía ser adiestrada en cómo beber té y sentarse a la mesa con los ricos…

Si tenía que hacer todo eso para empezar de nuevo, lo haría. No se rendiría.

De modo que se comió la ensalada… lentamente. Con calma. En pequeños bocados y masticando con la boca cerrada. Y después se bebió el té helado.

Y se fueron otra vez de compras.

Al final, tras horas y horas de mantenerse al margen observándola, sutilmente, de reojo, Jonathan acudió a su rescate y empezó a elegirle cosas para que se probara.