Mario Heredia



Las machincuepas de Silvestre y su pierna biónica



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© Mario Heredia



D.R. © 2011 Arlequín
Editorial y Servicios, S.A. de C.V.



Se editó para publicación digital en julio de 2017



ISBN 978-607-9046-48-4



Editado en México

 





J
ACQUES: lo han adivinado, un balazo en la rodilla,

y sólo Dios sabe las venturas y desventuras traídas

por este balazo. Están unidas unas a otras como los

eslabones de una cadenilla. Sin este balazo, por ejemplo, creo que no hubiera estado enamorado en toda mi vida, ni hubiera sido cojo.



Jacques el fatalista
D. DIDEROT

 





Primera parte

 

La historia del soldado que perdió una pierna





1

Mi madre adoraba a las muñecas. Tanto las adoraba que el primer recuerdo que tengo de mí es el de estar sentado frente a un espejo, confundido entre muchos rostros, adornado con moño rojo y colorados cachetes, largas pestañas, vestido de encaje color violeta y pulseras de vidrio. Y claro, con mi madre sonriente a un lado, mostrando su hermosa colección. Ahora, cuarenta y cinco años después, podría decir que sigo en el mismo lugar, rodeado de las mismas muñecas, confundido entre los mismos rostros, pero sin mi madre a un lado. Y yo por fin, sin adornos, sin pintura, sin mi pierna derecha y vestido de la forma más convencional, solamente gozo.

La pierna sigue aquí, la siento. No la veo, pero la siento como de niño sentí a Cristo Jesús tantas veces, a Juan Pestañas y a la patria. No me sirve, pero la presiento, me duele, me pellizca, me insulta, y me ignora. Eso es lo que más rabia me da, que una parte de mi cuerpo me ignore.

Doris entra con la misma sonrisa cansada y tiesa de todos los días. ¿Cómo amaneció? Sin ningún pudor me arranca las sábanas como si ya estuviera muerto y deja al descubierto mi cuerpo mutilado. Vivo, aún, le contesto con esa voz entre gruesa y aguda que, sin saber por qué, sé que le afecta. No es la respuesta; tanta ironía que debe de haber escuchado en sus años de enfermera. No, es el tono de mi voz, como de ropero viejo y a punto de desbaratarse, eso, porque mis respuestas ya ni siquiera la hacen sonreír. Es tan triste el muchacho, debe pensar, es tan absurdo que siga con vida como esos árboles que crecen en los pequeños camellones del centro, ridículos y enfermos. Va desenrollando la venda. ¿En qué pensará? Carajo, y sola, porque debe vivir sola. Ya no apesta, dice; eso es buena señal, está sanando.

Por la ventana entra un rayo que golpea directamente la mejilla de Doris, tan ensimismada en quitarme la venda, tan sonriente y estúpida, como la mayoría de las mujeres que se dedican, de algún modo, a servir. Mi madre podría haber sido igual, pero tuvo la delicadeza de morirse joven. Todo bien, dice, como si estuviera dando su opinión sobre un pastel o un vestido; la herida está drenando y ya no se nota la infección. Infección, no me hablen de infecciones.

Silvestre perdió la pierna en el ejército, pero no en combate. Así como mi madre me vistió de muñeca, mi padre me vistió de soldado. Y él fue, precisamente, quien lo convenció a que se dedicara a la lucha, aunque hace años que en este país no hay lo que se dice luchas, más que libres. Pero lo que son luchas intestinas, o sea guerras civiles, o con otros países, nada. El trabajo del soldado en este país se avoca a quemar plantíos de mariguana, perseguir y proteger a los narcotraficantes, y eso sí, lo que más le entusiasmaba a Silvestre, desfilar frente al palacio nacional cada año vestido de militar, como esos hermosos soldados del Imperio austrohúngaro —que mi padre me enseñaba en sus libros—, rubios y de ojo azul, altos como torres. Un, dos, un dos. Y luego los soldados de los documentales del cine y de las series: Combate, ah, Combate, cómo se le antojaba andar recorriendo los pueblos de Francia en blanco y negro, claro, en blanco y negro. Así que entró a la academia militar. Quería ser médico militar, porque aparte de soldado hay que ser algo más. Me convenció mi padre, quien no había pasado de ser un vendedor de aparatos electrodomésticos en una tienda departamental.

El agua y la esponja verde limpian mi herida, la mano de Doris es muy blanca y al enjabonar el muñón se pone roja, muy roja, como manzana madura, como el mismo muñón, y entonces podría ser una especie de guante que encajaría perfectamente ahí, pero… Te voy a dar un baño completo, me dice. Yo asiento con la cabeza y cierro los ojos. Ahí estoy, en la alberca, moviendo mis piernas dentro del agua, mis brazos en el agua fresca. Siento todo aquel espacio tan dúctil presionando mi cuerpo. Miro hacia abajo, el agua es muy azul, los gritos de los niños y el sol sobre mi cabeza me llenan de júbilo, de ganas de estar, solamente. Pero bueno, entonces tenía solo ocho años y soñaba con el espacio y los cohetes. ¿Podré volver a nadar? ¿Por qué no? Si hay hasta olimpiadas para minusválidos.

Silvestre sufre la pérdida de su pierna, y no es tanto por el hecho de haberla perdido, sino el cómo la perdió. Si hubiera sido en una trinchera, una granada que al caer desfiguró a su mejor amigo con el que dormía abrazado en la casa de campaña tratando de que el miedo se saliera por algún lado, una granada que le arrancó la mitad del cuerpo a aquel gordo que se la pasaba mirando el retrato de su novia, una granada que despanzurró a tres mocositos que tenían la costumbre de masturbarse a la luz de la luna y que hizo que ese comando juvenil y valiente se hiciera famoso en las fotografías de la prensa, no la sufriría tanto. Al contrario, estaría muriendo de ganas de salir con su pierna color carne de muñeca y sus muletas y su bastón a recibir la medalla al mérito, y ahí, bien firme, escuchar el himno nacional con la mirada fija en el horizonte y el pecho salido. Pero haber perdido la pierna porque al compañero que aparte de ser el amor de su corta vida —aun con ese sudor de esos que pican la nariz por el exceso de grasa que tragaba el muy cerdo— se le había disparado sin querer el fusil sobre su peroné, eso no lo podía soportar. No, eso sí era injusto. Pero fue un accidente, fue sin querer. Eso era lo más injusto, eso precisamente. Porque perder un miembro o ser asesinado o robado o violado con toda la intención de hacerlo tiene su valor, pero quedarte cojo por un error, eso es en verdad injusto.

Doris se limpia el sudor de la frente con el dorso de la mano, después seca la herida con varias gasas, la embarra con la grasosa crema desinfectante y la empieza a vendar de nuevo. Suspiro. De los pocos gozos que he tenido en estos últimos días es eso precisamente, el cambio de vendajes, el cambio de sábanas de la cama, ese placer que siento al recostarme sobre las telas limpias, la almohada con su ligero olor a desinfectante y aroma a pino. Todo fresco, muy fresco y volátil, porque el placer dura apenas minutos, el tiempo que tarde en recorrer con mi única pierna y mis brazos, con mi cabeza y mis nalgas, los espacios fríos de la cama.

Por fin termina, ¿cuántos pacientes le faltarán? Claro, debe faltar esa señora que no para de supurar por allá abajo. Esa sí que le debe dar asco y miedo. Sabe que no hay problemas de contagio al limpiarla, lo que le da miedo es pensar que de un momento a otro puede pescar una cosa parecida. Pero no paras, mujer, le debe decir su amiga Melisa mientras se fuma un cigarro en el cuarto de limpieza; con tanto hombre no faltará el día que se te va a pegar un chancro. Pero sí me cuido, o qué crees. Pues aunque te cuides, te lo digo por experiencia, ¿por qué crees que dejé la putería? Sonríe, ah, debe sonreír de recordar la risa de su amiga mientras me cura, es una risa tan franca. Bueno, todo listo. Se seca el sudor y se levanta. Yo también sonrío, soy tan guapo y tan joven. Ay, si vieras cada vez que lo baño como me pongo, le debes contar a Melisa; tan bien dotado, tan musculoso. Lástima de muchacho. Pero es sólo una pierna. Pues sí, una pierna. Pero te juro que no podría, ay, no, nada más de pensarlo.



Los árboles a diario me anuncian que voy a descansar entre ellos.

En el centro del lago surgen las manos entre cientos de gotas de agua cristalina. Unas manos muy pálidas esperan que, como la famosa Excálibur, surja mi pierna girando, girando por el cielo mi pierna y descienda sobre ellas (como un Jesús entre los hombres buenos, como un Santo Grial). Que la tomen entre las dos y la ahoguen, que la hagan descansar en la tranquilidad que sólo dan las aguas mansas de los bosques.

Los árboles. Los árboles pueden cantarnos imágenes más placenteras que la muerte.



2

Fue el estruendo y un golpe al principio, un duro golpe, seco. La pierna se le durmió y luego se empezó a poner muy caliente; le quemaba. Miró hacia abajo. Su pantalón hecho un amasijo de hilos rojos, verdes y blancos. Quiso mover la pierna. No te muevas, oyó; voy por el doctor. Pero movió la pierna y ésta se movió. El muslo se levantó un poco, la rodilla rotó lenta y aquel amasijo de sangre y carne dejó ver una especie de madera astillada que al moverse se abrió chirriando entre ese telón de teatro miserable. Entonces vio la sangre que se iba extendido a su alrededor, entonces vio lo que quedaba de la tibia y el peroné: eran cartones rotos, eran retazos de mueble, trozos de piedra de demolición que a cada movimiento se iban desmoronando un poco más. Y sin saber por qué, le llegó la voz de su maestro de anatomía: la tibia está unida al peroné formando la parte inferior de la pierna, estos dos huesos se unen en la parte superior con la rótula por medio del cartílago… por la parte inferior con el tobillo. ¿Mi tobillo? El tobillo, y por consecuencia el pie, no se movieron. El tobillo y el pie descansaban sobre el piso a unos treinta centímetros de distancia. Separados de todo, ajenos, independientes conformaban su espacio muy personal sin que les faltara nada. Y entonces vino el dolor, como un pellizco primero, rápido y punzante, luego más prolongado, más y más hasta hacerlo sentir náuseas, vomitar. Ahí está el desgarre del hueso y el cartílago, el músculo, las venas reventando y todo se oscurece.

¿No se te ofrece nada más? No, le contesto a Doris. ¿Te duele? Un poco, le digo con tal de seguir un rato más la conversación. Siempre anda tan apurada, siempre andan todos tan apurados en los hospitales que no sé si en verdad tienen tanto trabajo o es la forma de esta gente de nunca estar realmente aquí, de vivir como seres volátiles que no pertenecen a este mundo de camas y destrozos. Y yo aquí, acostado por quién sabe cuánto tiempo más, esperando que llegue la famosa prótesis. Las prótesis actualmente son como nuestras piernas, me dijo el doctor; por medio de impulsos eléctricos puedes moverlas como si fueran tu propia extremidad. Son una maravilla. Sí, me dieron ganas de contestarle; ¿por qué no se corta una pierna y se pone una de esas putas maravillas? Pero no, no puedo decir cosas así. Doris me da una pastilla color rojo brillante. Gracias. Cierro los ojos y espero la tarde, quizá ver un rato televisión o leer. No, por el momento quiero pensar, sólo pensar. Siempre pienso lo mismo desde que estoy aquí, siempre me pregunto sobre las injusticias, sobre los accidentes, sobre la mala leche que tiene el destino, o Dios, o lo que sea. Cómo me hubiera gustado perder no sólo la pierna, también un brazo y un ojo, pero en la batalla, o luchando contra unos narcotraficantes o en un bombazo de la nueva guerrilla que debe formarse ya en este país de mierda. Abro los ojos y puedo mirar, en la ventana, la cara del imbécil de Mario, escucho su voz entrecortada: perdón, amigo, fue un accidente, voy a buscar al doctor, no te muevas, mira que no se ve tan grave. Yo… Cierro los ojos, imbécil, mi venganza no será un accidente, aunque trataré de que parezca. Y no por el miedo a que se den cuenta que fui yo quien te hizo lo que estoy planeando, no. Sino para que sufras y entiendas que son peores los accidentes a las venganzas. Las venganzas tienen nobleza, tradición. Las venganzas las realizan los hombres de verdad, como hubiera querido ser yo, un hombre de verdad que caminara por el hospital militar con mi bata y mi estetoscopio colgando del cuello. Doctor, buenos días, me dicen los pacientes. Mi general, se me cuadraría algún cabo, un coronel. Y yo caminando gallardo del brazo de mi esposa por el centro comercial, con mis tres hijas… Carajo, y es que tengo valor, soy valiente pero no para estar en una cama, esto sí me da mucho miedo. Me da mucho miedo que me miren en la calle, que se compadezcan del lisiado, me da miedo que los perros quieran mearse en mi pata de palo, me da miedo que alguien sonría al ver el vaivén que hará mi cuerpo. Eso me da miedo. La guerra no, la guerra, la sangre, la muerte; eso. Morir no me da miedo, al contrario, morir por una causa o morir porque uno lo quiere. Pero el accidente, el futuro, ay…

Viéndolo bien, a mis escasos veintidós años, con una madurez de un anciano de cincuenta, me pregunto si me hubiera convenido más mantener el traje de muñeca de mi madre que el traje de soldado de mi padre. Después de todo, con los vestidos y las pestañas, las chapas y las pelucas, no creo que hubiera perdido una pierna de forma tan ridícula. Tal vez lo peor que me hubiera pasado habría sido que me arrollara un camión al salir triste, solo y borracho de un burdel en donde le rompería una silla a un marinero tuerto que quiso entregarme una flor con su boca apestosa y reseca, y al torcerse aquel tacón inconmensurable, me hubiese caído dejando mi larga y sedosa pierna a merced de las llantas del camión de volteo lleno de albañiles de torsos brillantes y asquerosos. Rechinido, miradas de asombro, comentarios en lo bajo sobre aquella beldad que yace en el pavimento con la pierna destrozada y la peluca un poco fuera de lugar que agranda su frente, agranda su belleza y su misticismo, cual virgen de algún templo de barrio de quien todos se enamoran. Hubiera sido más dramático, más divertido que el balazo del pendejo aquel. Pero las cosas son como son y son difíciles de cambiar.

Doris cierra la puerta y ya no la veo caminando cansada por ese pasillo, un pasillo tan largo. Cómo debe suspirar, al fondo debe entrar una rica resolana y, sin pensarlo, ella debe caminar con rapidez hacia allí. Frente a la ventana sentirá el sol y cerrará los ojos. Se calentarán sus huesos y sus labios, sudarán sus axilas y volverá a suspirar. Hay que seguir, murmurará y se acomodará la cofia.