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A mi abuela Florinda, otra santa en el cielo
a quien no le alcanzó la vida para ver este libro.
A mi familia y a mis amigos, por toda su fe
.

La santa y el periodista

Hay una intuición afortunada en el libro de José Alberto Mojica cuando inicia su relato en la habitación en donde la madre Laura agoniza. Para ella el momento de su muerte no fue el fin sino el comienzo.

Según la visión que el creyente llega a hacer suya, el hombre no nace para morir sino para renacer, según la oportuna expresión de la filósofa Hannah Arendt. En esa habitación que el reportero detalla con minuciosidad de notario,Laura murió al cabo de un arduo y apasionante recorrido por el mundo y comenzó a vivir de otra manera.

Todos los detalles que el periodista acumula en ese capítulo inicial sumergen en la historia de ese momento pero, a la vez, tienen fuerza interpretativa y de premonición. Es el caso de su descripción con detalles poco o nada conocidos, sobre la enfermedad que sobrellevó la religiosa a lo largo de su vida y que finalmente causó su muerte, la linfagitis, una infección que sobreviene cuando colapsa el sistema linfático. Es un dato que debe tenerse en cuenta para entender el heroísmo que fue necesario para que la madre Laura persistiera en su empeño de ir hasta los sitios más escabrosos y distantes de la selva para hacer presente a Dios en la vida de los indios. La propia religiosa cuenta, por ejemplo, aquel escalofriante viaje por el río Mutatá en plena creciente, y la escalada de un peñasco que les sirvió de refugio. Si fue una hazaña para la corpulenta religiosa escalar ese peñasco, fue aún más difícil bajar: "Si habíamos dormido como los cóndores, sobre el peñasco, no teníamos alas para bajar. Aquello fue un tanto difícil y no dejé de hacerles un poco de gresca a los campesinos", apuntó con un humor a toda prueba.

Son episodios que para el reportero se convierten en una trampa. Acostumbrado al registro de hechos, el periodista puede dejarse deslumbrar por el hecho insólito, o revelador, o gracioso, o extravagante, mientras queda intacta y desconocida esa otra dimensión a la que accede el intérprete con el escalpelo fino de sus razonamientos y contextualizaciones.

Es, quizás, la dificultad mayor del periodista que actúa como hagiógrafo, porque desde el comienzo debe admitir que pisa un terreno que para él, y para la mayoría de sus lectores, es ajeno.

Tienen elementos comunes que facilitan la incursión del reportero, las vidas de los deportistas, de los escritores, de los artistas, de los políticos o de los científicos,pero con los santos esos elementos comunes son escasos y se corre el peligro de quedarse en la trivialidad de las historias piadosas y de los detalles pintorescos, ante la escasez de elementos de interpretación.

Mojica no retrocede ante esa dificultad: a la vez que abandona el lugar común de los hagiógrafos para quienes los santos nacen y ya desde la cuna revelan su condición de santos prematuros, el reportero hace concesiones al mito al registrar, sin crítica, la expresión del sacerdote que al bautizarla con el nombre de Laura, inexistente en el santoral, dijo que ese nombre comenzaría a figurar con la pequeña bautizada.

En cambio los detalles que el reportero acumula con pasión de coleccionista, van en contravía de las piadosas leyendas rosa. La dura infancia de la niña arrimada en la casa de un abuelo que no la quería, la pregunta franca por el señor Uribe por quien rezaban el rosario todos los días, que da lugar a la respuesta desconcertante y ejemplar: "Es el asesino de tu padre con quien cumplimos el deber cristiano de amar a los enemigos".

Para el reportero el hecho crudo tiene una fuerza documental que permite al lector acceder a las realidades y a su rico contenido, sin adiciones ni adjetivos innecesarios.

Es, quizás, la forma más profesional de manejar periodísticamente el tema de los santos.

José Alberto, reportero y escritor, ante la difícil tarea de convertir en crónica periodística la vida de la madre Laura, echa mano de los recursos que le ofrece su larga experiencia periodística. Hace reportería en Belencito, habla con la más anciana de las lauritas y explora en el pozo de sus recuerdos, entra en la habitación en donde murió la santa y va situando en ese lugar de peregrinación el suceso que recrea a partir de lo que tiene delante y de los datos que lleva en su memoria, va en busca de datos a Jericó y se interna por la vieja ciudad en busca de las huellas de la santa en la catedral, en la casa donde nació, por la calle de los carrieles, por las opiniones del padre Nabor en el Centro de Historia, por las calles llenas de peregrinos, llega a Roma en donde un grupo de colombianos da vivas a la santa, habla con ellos, registra su agradecido asombro por los milagros; reconstruye con la abogada Silvia Correale, promotora de santos, todo el proceso de canonización; se interesa por las exhumaciones del cuerpo de la santa y por una piadosa y macabra costumbre de repartir pedazos de su cadáver; investiga la historia de la fastuosa limusina Ford de siete metros de larga que trasladó, en Medellín, los restos de la santa. Son hechos que el periodista sigue con cierta fascinación de cazador de novedades; es lo que no se ha dicho en los numerosos artículos publicados con motivo de la canonización, y en esto obedece a sus impulsos y formación de reportero.

También tenía a su disposición todo el instrumental técnico de la interpretación, para desentrañar los hechos claves de la vida de la santa: se lo ve lidiando con la Laura mística y se adentra al hecho con las cautelas de quien sabe que se mueve por un territorio desconocido; sabe que es un tema central en la vida de la santa, al que le dedica un capítulo en que, como los buenos reporteros, se acoge a fuentes seguras. Esos son para él Guillermina Betancourt, monseñor Alfonso Urrea, el padre Juberías y L. Hernando Alzate. Sabe que es un tema difícil y delicado y lo maneja con guantes de seda. Le resulta más cercano el amor de la religiosa por los indios, lo mismo que las persecuciones y contradicciones que le generó esa dedicación exclusiva. Aporta elementos que permiten situar la acción de la misionera en un contexto histórico en el que aún no se ha disipado el áspero olor a pólvora dejado por la guerra de los mil días, pero este sería tema para un especialista: ahondar en ese contexto y en el de la vida de la Iglesia en esos años; pero el reportero no es un especialista, y por fortuna es así, porque su lenguaje adquiere la vivacidad y cercanía del testigo que cuenta su experiencia y comunica sus sentimientos, que es lo que sabe hacer un reportero.

Y eso es José Alberto. Para hacer un periodismo con comunicabilidad se vale de las técnicas del buen narrador, usa un lenguaje fluido y rico y, sobre todo, se deja guiar por la pasión que le inspira el tema que trabaja. No es solo un testigo de los hechos que rodearon el nacimiento de la primera santa colombiana, además es un entusiasta de esta mujer en quien se revelaron las mejores posibilidades de un ser humano. Y así se lo hace sentir a sus lectores.

No busquen ustedes en este libro el pensamiento denso del teólogo o del ensayista, porque Mojica no es lo uno ni lo otro, tampoco pretendan encontrar una página de historia porque de eso no se trata, lo que ustedes tendrán delante es una crónica, esa visión ágil, sincera y descomplicada de un hecho que está marcando la vida de los colombianos.

Es un hecho que se la investigación, que comenzó en agosto de 2012, se ha llevado a cabo tanto en Medellín, en Jericó, en Roma o en las selvas de Dabeiba, en Antioquia. En todos esos lugares, con la ubicuidad propia del reportero, estuvo José Alberto, haciéndose y respondiendo las preguntas de quien está frente al fenómeno desconcertante de una vida santa, que desborda las categorías usuales y sumerge en un mundo distinto, dominado por el espíritu y por la presencia de Dios.

Es un tema que, como sucede en ciertos templos, exige que los devotos se quiten los zapatos y hablen en voz baja. José Alberto entra con los zapatos puestos y hace sus preguntas sin bajar la voz, porque se ha empeñado en asumir la visión y el asombro del hombre común ante esa rareza y esplendor que es una santa. Es lo que muestra, como una revelación, en este libro.

JAVIER DARÍO RESTREPO

Capítulo uno
LA AGONÍA DE UNA SANTA

A María Laura de Jesús Montoya Upegui ya no le cabía tanta devoción en el espíritu ni kilos en su humanidad. Murió de gorda. Muy gorda. Unos 170 kilos. Aunque en una carta enviada a su hermana Carmelita, meses atrás, le dijo que estaba pesando doscientos.

No se podía levantar de su cama, que hoy se conserva intacta como esperando a su dueña, con el tendido de hilo perfectamente liso, muy blanco, al otro lado del cristal, donde está el cuarto en el que cayó enferma ocho meses antes de su deceso y del que no pudo salir nunca más por su propia cuenta. Las monjitas, los curas que la visitaban o los ayudantes del convento tenían que alzar ese tonel en el que se había convertido su cuerpo para llevarla a los aseos.

En ese mismo cuarto se despidió de este mundo el 21 de octubre de 1949, cinco meses después de que cumpliera 76 años. La santa murió luego de una incesante agonía de 72 horas. El corazón se le apagó a las 6:45 de la tarde.

Sí, la madre Laura, la primera santa que tiene Colombia, murió con la liviandad en el alma que da una vida buena —guerreada pero ya tranquila, con pasaporte directo a un cielo ganado a punta de tantos martirios en nombre de Dios—, pero tan pesada como un piano de cola.

—Murió de gorda —dice la hermana Estefanía Martínez Velilla, y luego corrige—: fue la linfangitis, también conocida como "elefantiasis", una infección causada por el colapso del sistema linfático, que al obstruirse el drenaje de los fluidos, se aumenta de manera exagerada el volumen de las extremidades, causando, además, terribles dolores.

De las piernas, los brazos, el estómago y la espalda brotaba un torrente de agua espesa, que acabó por inundar y paralizarle el corazón.

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Estefanía es de Medellín y cumplió noventa años el 14 de febrero de 2013. Sus familiares y amigos le organizaron una fiesta en la que hubo misa y champaña. Y es una de las pocas religiosas que conocieron en vida a Laura Montoya. Sus compañeras dicen que es una biblioteca ambulante, capaz de recitar la vida y obra de la santa colombiana. No en vano su labor, después de más de cuarenta años de misionera con los indígenas del Amazonas colombiano y de Ecuador, consiste en escribir memorias sobre la madre Laura. Ha escrito —hace cuentas moviendo los dedos— unos veinte libros.

Las rodillas ya las tiene chuecas y solo puede caminar apoyada en un bastón de roble café. Lleva gafas oscuras de pasta sobre sus ojos, de esas que venden en la calle a cinco mil pesos, porque le acaban de escarbar una catarata en el ojo izquierdo y no le puede entrar la luz del sol. Se ve muy pintoresca con su estampa de monja —hábito gris ratón enterizo hasta debajo de las rodillas, tenis negros, la escofieta desde el nacimiento de un pelo muy blanco que apenas le llega a los hombros— y esos lentes baratos en forma de ojos de zancudo. Sus votos perpetuos de obediencia, y sobre todo de pobreza, no le permiten comprarse unas Ray-Ban.

—Ya tengo gravedad —dice con la voz como impulsada por un motor a media marcha. Toma aire y aclara—: Grave-edad.

Y suelta una carcajada.

Pero su mente, pese a las nueve décadas que carga sobre un cuerpo pequeñito y encorvado, es brillante y lúcida, como la de una estudiosa quinceañera.

Era una cándida novicia, una adolescente que había decidido seguirle los pasos a la madre Laura en lugar de estudiar medicina, cuando le asignaron varias tareas que le permitieron estar a su lado durante sus últimos ocho meses de vida. Bachiller del colegio de La Enseñanza, en Medellín, era buena escribiendo a máquina, así que le encomendaron la labor de teclear en una Remington negra, dura como un riel, los pensamientos que le dictaba Laura desde su lecho de enferma.

Lampos de luz, ese era el nombre del libro que transcribió, una de las más de treinta obras de su autoría, unas cien páginas de hojas blancas en las que planteaba reflexiones sobre el Evangelio.

Pero su misión principal era plasmar, en un diario, la bitácora de los últimos tiempos de Laura: su agonía y la romería en la que se había convertido el convento por tanta gente que quería ver a la santa antes de que se muriera y comenzara su camino hacia los altares. En la Medellín parroquiana de la época, Laura Montoya era tan o más reconocida, venerada y polémica que el mismo arzobispo de turno.

La concurrencia anhelaba conocer a esa monja regordeta y porfiada que se le había enfrentado con uñas y dientes a la propia Iglesia a la que pertenecía, a la que le tiraron piedras y blasfemaron, a la que le escupieron que era una loca, masona y anticlerical, la monja que empuñó un cuchillo caliente y desgarró su pecho para tallarse un crucifijo y consumar de esa forma su comunión con Cristo, a quien llamaba "el esposo". La maestra de escuela que estuvo dispuesta a arrancarse los ojos —negrísimos, bellos y muy admirados— para que los hombres no la miraran. La paisa intrépida, recia y atravesada que descuajó selvas y amansó culebras para dignificar a la casta más despreciada de ese entonces: los indios. Y que se moría "en olor a santidad", término común en el ámbito religioso para describir a un moribundo que fue un santo en vida y al que, con toda seguridad, algún día podrán encenderle veladoras y clamarle por milagros.

Laura logró proezas que ni ella llegó a imaginar: fundó una comunidad de monjas misioneras que ayudan a las personas más marginadas de veintiún países en tres continentes: los indígenas, los negros, los desplazados por la violencia, las víctimas de las guerras. Anunció que la Iglesia debía descolgarse de los altares para untarse del pueblo. Eso además de ser dueña de una fe a prueba de todo, de acero, y de consagrar su existencia a Dios.

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Y siendo una difunta sigue haciendo prodigios: sana enfermedades incurables y les da un soplo de vida a los moribundos por los que los médicos no dan un peso. Así lo ha certificado la Iglesia Católica, que le asignó una silla en su selecto santoral y que la proclamó oficialmente santa el 12 de mayo de 2013 ante miles de fieles congregados en la emblemática y ceremoniosa Plaza de San Pedro, en el Vaticano, de la boca del recién elegido papa Francisco.

Ese día también les dieron un puesto en el cielo a otros (802) santos: la monja mexicana María Guadalupe García Zabala y el zapatero italiano Antonio Primaldo, quien a al igual que otros ochocientos civiles católicos que no eran curas ni religiosos, murió en el siglo XV a manos de los turcos por resistirse a negar su fe en Cristo. No hay que enfundarse en un hábito para ser santo, solía decir Laura.

Estefanía señala el rincón donde se sentaba a contemplar a la santa en el santuario ubicado en el barrio Belencito Corazón, en plena comuna trece de Medellín, una de las zonas más violentas de la ciudad. Ahí, sentada en una butaca, la vio despedirse de este mundo.

Es 20 de febrero de 2013 y al lugar arriban cientos de peregrinos, por curiosidad o por devoción, a visitar los vestigios de Laura.

A unos seiscientos metros se celebra una misa fúnebre en memoria de dos niños de once años que fueron asesinados —los descuartizaron y los enterraron en una fosa común— por haber transgredido una de las más grandes infamias inventadas por los hampones que gobiernan el sector: las fronteras invisibles. Los niños pasaron a un barrio que ninguno de los de su zona puede tocar por tratarse de dominios de las pandillas vecinas. Si pones un pie en ese territorio, y no eres de ahí, te matan.

Estefanía se echa cruces cuando se entera de semejante crueldad y cuenta que, en más de una oportunidad, a las monjas del convento las balas les han rozado los hábitos. En la famosa Operación Orión, en la que la fuerza pública intentó recuperar el control del sector los días 16 y 17 de octubre de 2002, las religiosas no tuvieron sosiego en medio del crujir de las bombas y del estruendo seco de los disparos.

Se incorpora y empieza a mostrar la habitación de la santa: la cama de metal café, de un metro con veinte centímetros de ancha por dos de larga, una foto enmarcada que recrea la agonía, rodeada de un cura y de cinco monjas, tendida, con los ojos apagados y el rostro castigado por el dolor, un crucifijo de treinta centímetros de alto, incrustado en una enorme cruz de madera dentro de un marco de vidrio, es el mismo crucifijo, sobre el que cuelga un Cristo agonizante plateado, que no despegaba de su pecho y que atestiguó sus últimas palpitaciones.

En un cofre de vidrio, con bordes y soporte de madera, se destaca una figura de porcelana de Cristo recién nacido, durmiendo sobre su costado derecho con las manos anidadas sobre una almohada azul.

El muñeco era su muñeco, el único que tuvo en toda su vida. De niña, Laura no supo de juegos y menos de juguetes. Más tarde hablaría de lo amarga que fue su niñez: huérfana de padre, separada de su madre, despreciada y muy infeliz. Aparece en una foto arrullándolo, como si fuera un niño de verdad. Se lo trajeron de regalo cuando tenía más de sesenta años y lo conservó como un tesoro. Le decía: "Mijito, no duerma tanto, despierte. Mire que se están perdiendo las almas de los indios y de los infieles. ¡Despierte!", recuerda Estefanía y sigue el recorrido por el recinto.

Luego, una réplica del lienzo de la Inmaculada Concepción, del pintor español Bartolomé Esteban Murillo —cuyo original reposa en el Museo del Prado, de Madrid— y un retrato del papa de la época, Pío XII, a quien años más tarde se le adelantaría en el camino hacia la santidad. Benedicto XVI, el papa que proclamó la fecha de canonización de la colombiana el mismo día en que sorprendió al mundo entero con la histórica y controvertida renuncia a su pontificado, lo distinguió con el título pontificio de "venerable" el 19 de diciembre de 2009, el segundo de los cuatro espinosos escalones de un aspirante a santo, todos ya transitados y coronados por Laura.

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Debajo está la silla de ruedas de madera, con la base y el espaldar de mimbre, en la que se desplazaba desde unos ocho años atrás y varios metros a la derecha penden un cuadro de Don Bosco, que le regalaron para que le encomendara todos sus males, y otro de san José, uno de sus santos preferidos.

Hay un archivador de documentos que ella misma se ingenió, con un nicho para cada letra del abecedario, y el escritorio con una tajada de madera rebanada para que le cupiera su enorme estómago, que era una pelota gigante, cuando se entregaba al santo oficio de la escritura. Ella narraba sus batallas, sus experiencias místicas y sobrenaturales con Dios y con el mismo demonio —sí, con el demonio— porque para ella escribir era hacerle honor a las glorias y virtudes concedidas por Dios. "Me parece que a la hora de la muerte, el único y último adiós que diré, de este lado de la tumba, será a mis dolores", narró en su autobiografía de 988 páginas, gruesa y pesada como un ladrillo.

La autobiografía fue la penitencia impuesta por uno de sus confesores, el sacerdote claretiano francés Esteban L'Dousal, entonces rector del Seminario de Pamplona (Norte de Santander), después de una confesión en la que descubrió, como quien descubre un tesoro, que Laura no era una persona común y corriente sino una iluminada.

La penitencia tardó once años. Empezó a escribir sus memorias en 1924 y terminó en 1933, dieciséis años antes de morir, pero solo se conocieron después de 1960. Eran sus confesiones más íntimas y nadie más que las hermanas que dirigían la congregación sabían de la existencia de esos documentos.

Argumentando un castigo, encerraron a dos monjas a transcribir a máquina los textos escritos sobre papel pergamino tostado con la letra cursiva, bonita y elegante de Laura. La tarea duró más de un mes. Solo podían salir a comer.

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Ya transcrita empezó a circular, primero en el gremio religioso y después en las librerías de Medellín, no solo como un impresionante testimonio de fe sino como una exquisita obra literaria. Ya lleva seis ediciones, con miles de unidades vendidas. No se sabe cuántas. Y se siguen vendiendo, mucho más que antes, desde que se supo que será oficialmente santa.

El cuarto de la madre Laura es un museo. Está dividido por una puerta de vidrio que separa el dormitorio de un salón con treinta sillas blancas de plástico, donde los peregrinos se sientan a rezar la novena, a pedirle la sanidad de todo tipo de padecimientos o para agradecerle favores o milagros. La puerta de vidrio está cerrada con llave, para que nadie intente acostarse en la cama o sentarse en su silla de ruedas ni en la mecedora que está al lado.

Existen testimonios de personas que aseguran que esos muebles tienen poderes especiales, capaces de curar cualquier enfermedad. Dicen que ha habido casos de paralíticos que se levantan caminando después de que los acuestan en la cama y de mujeres infértiles que logran quedar preñadas tras sentarse en una de las sillas.

Tocar las reliquias de la santa es un privilegio al que no accede todo el mundo. Solo se permite en casos excepcionales, después de tramitar una solicitud formal ante la congregación. Como exquisitas joyas, las pertenencias de un santo no pueden estar al alcance del público.

—Laura no hace milagros. Ningún santo hace milagros. Los santos lo que hacen es interceder ante Dios para que se cumplan los milagros —gruñe la hermana Estefanía y, como guía de museo, muestra las demás piezas que allí se conservan.




Sobre una repisa en el dormitorio hay una lupa de vidrio grueso porque le fallaba la visión y tuvieron que operarla de cataratas. También un busto de mármol crudo que no se parece ella y que se asemeja, más bien, a una deidad griega.

Dentro de un estante están sus hábitos de color blanco curtido con un velo azul celeste sobrepuesto y, sobre el pecho, el escudo de la congregación, bordado a mano, con la palabra "Sitio", que en latín significa "Tengo sed" y que fue el lema de Laura y lo sigue siendo para sus casi mil discípulas repartidas por el mundo.

Está también su aparatosa máquina de escribir Remington y al lado las disciplinas.

—Las disciplinas son —explica Estefanía—, los instrumentos con los que se mortificaba Laura.

Un rejo de cuero color caramelo con el que se laceraba la espada a latigazos y el cilicio, una maraña de alambre en forma de collar, con chuzos puntiagudos capaces de enterrarse como sanguijuelas en cualquier parte del cuerpo —un brazo, la axila, el muslo— hasta sacar sangre o provocar heridas.

—Debió ser un cilicio para brazo, ni modo que fuera para cintura, con semejante cinturota que tenía la madre Laura —suelta la monja con simpatía.

La flagelación ya no se usa entre las Misioneras de María Inmaculada y Santa Catalina de Siena, o mejor, entre las "lauritas", como son conocidas las religiosas de la comunidad fundada por la madre Laura. Pero en las épocas de ella era casi una obligación. A Estefanía le tocó.

La santa, dice, se mortificaba para domar la voluntad y para vivir en carne propia la pasión y el sufrimiento de Cristo. El placer en el dolor.

Dicen que no ha habido santo sin cilicio. Dos ejemplos: Teresa de Ávila o Juan de la Cruz, santos de la devoción de Laura y con quien la relacionarían más adelante por poseer, como ellos, virtudes similares en la mística y la escritura. Otro: Juan Pablo II, de quien se dice que se flagelaba con un cinturón metálico de puntas filosas, se azotaba la espalda y dormía desnudo sobre las frías baldosas de su habitación.

Eso lo dijo en el libro Por qué es santo el obispo italiano Slawomir Oder, postulador de la causa de santidad del papa polaco y quien vino a Colombia el 20 de enero de 2012 con un relicario en forma de Biblia que por el lado derecho traía una ampolleta con la sangre que le sacaron antes de morir, protegida por un cofre de cristal. Aunque parezca escabroso y pagano, durante los más de dos mil años de historia de la Iglesia Católica ha sido costumbre guardar desechos de los santos. En el caso de Laura Montoya, como santa que se vislumbraba, habría de pasar algo similar.

Juan Pablo II era su amigo. La beatificó el 25 de abril de 2004, después de que la Congregación para la Causa de los Santos, en el Vaticano, comprobó un milagro ocurrido por su intercesión: la sanidad de una mujer enferma de cáncer de cuello uterino que se curó, sin ninguna explicación médica, después de acostarse en la cama de la santa y encomendarse a ella.

Benedicto XVI también es un gran devoto de Laura, tanto, que no se levantó del trono de Pedro sin antes dejarle garantizado un sitial en el santoral del cristianismo. Dejar el caso en manos de su sucesor hubiera significado, tal vez, varios años más de espera.

El papa Ratzinger dio la fecha de la canonización e instantes más tarde anunció que renunciaba a su papado —algo que no pasaba hace seis siglos— y así la noticia en la que se informaba que Colombia tendría a su primer santo —o santa en este caso— quedó en segundo plano.

Laura Montoya le dedicaba pocas horas del día al sueño y pasaba largas jornadas concentrada en la oración. Vivía en ayuno permanente. También se mortificaba las rodillas —se cree que se amarraba cilicios y se doblaba a rezar— y pasaba días enteros sin probar bocado. Y si casi no comía, ¿por qué era tan gorda? Aunque no está documentado, se cree que padecía un desorden hormonal; problemas de la tiroides, tal vez.

Laura soportó dolores tremendos debido a su enfermedad. Ocho años atrás había caído en una silla de ruedas. Ya no era capaz ni siquiera de arrastrar los pasos. Sin embargo, nunca se quejó ni renegó. Trabajó hasta que las fuerzas se le extinguieron y la condenaron a una cama, ocho meses antes de morir. Siempre fue una mujer robusta, indestructible con sus 1.50 de estatura, pero a los treinta años empezó a subir de peso de manera descontrolada.

En su primer viaje en avión, de Medellín a Barranquilla, casi no cabe por la puerta. Entonces, dijo: "Muy bueno el avión, pero sugiero que las puertas las hagan más grandes".

En muchas de sus expediciones, después de arañar montes enmalezados y cuestas empinadas, sintió que se moría. Le pasó en su excursión a Guapá, en 1908, cuando descubrió que los indígenas vivían marginados, maltratados y humillados y que debía salvar esas pobres almas que no sabían de Dios. No pudo más y se echó a morir. Pero el padre Ezequiel Pérez, que la acompañaba en ese viaje, le pidió al cielo que no se llevara a la señorita Laurita porque la obra con los indígenas no se podría llevar a cabo y esas criaturas seguirían viviendo tan explotadas y tan sin Dios. Laura no se murió.

Y casi no cabe en la tumba. Al ataúd, hecho por encargo con medidas desproporcionadas, necesarias para ese montón de carne que eran sus despojos, tuvieron que rebanarle las molduras y adornos para poder enclavarlo en la cripta.

Tenía 75 años y murió con la piel de porcelana, sin una arruga. La enfermedad la infló por dentro, como si la hubieran soplado con helio, tanto que daba la impresión de que se iba a reventar por cualquier resquicio de su cuerpo. A diario la cubrían hasta con quince sábanas para empaparle el sudor que le brotaba a borbotones. Las sentía como lijas o rugosos costales. No soportaba ni siquiera que la tocaran. La espalda y el estómago se le pelaron de tanto estar acostada; la piel, despellejada; la carne, viva. Le salían llagas, las ampollas se le reventaban.

—Es que ella estaba muy gorda, pobrecita, las piernas eran tan gruesas que ya no se le juntaba la una con la otra; cada pierna era como de este tamaño —dice Estefanía y lleva las manos hacia adelante, las encoca y separa los dedos, como midiendo troncos de árboles o patas de elefante.

Sus piernas las forraban con una sábana blanca, cada una disparando para un lado, para que nadie se percatara de esa vergüenza.

Los dolores menguaban si la acostaban de lado, por el derecho, y ya no le daban medicamentos porque se podía ganar otros males, falla renal, por ejemplo. Así que los médicos decidieron que lo único que se podía hacer era esperar a que se muriera.

"Vengan, vengan a conocer al monstruo", decía Laura cada vez que le anunciaban la llegada de una nueva visita. Se burlaba de ella, como desde pequeña se burlaba de todo el mundo.

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Recordaba cómo, siendo una criatura que aún no caminaba, una vez se sentó en la puerta de la casa en Jericó, el pueblito donde nació el 26 de mayo de 1874, a reírse y a imitar los pasos desbaratados de un campesino mal vestido. A un grupo de novicias flacas y escuálidas las bautizó como "los alfileres" y a un joven seminarista que prestaba sus oficios en el convento, llamado Jesús Antonio Gómez, le decía "el apachurradito"; era bajito y menudo, y se dice que nunca paraba de sonreír.

Gómez murió mucho tiempo después que ella, el 23 de marzo de 1971, pero le huele los pasos. La Arquidiócesis de Medellín abrió en el 2005 su causa de santidad en el Vaticano, que después de conocer un relato sobre los servicios prestados a la Iglesia —donde se distinguió por ser un gran formador de sacerdotes— lo declaró Siervo de Dios. Ese es el primer peldaño en el trasegar pontificio de los santos.

Volviendo al sentido del humor de la santa colombiana, otro de sus dones, en 1939, cuando el presidente Eduardo Santos la distinguió con la Cruz de Boyacá como un homenaje a su obra social con los indígenas, le respondió, en pleno Congreso de la República: "Esa medalla mejor cuélguensela a Flores, la muy pobre y valiente que ha tenido que cargarme por tantos montes. Ella es la que se la merece". Y después añadió: "La única cruz que quiero llevar encima es la de Cristo, y ya la cargo". Y en uno de los capítulos de su autobiografía le dijo a Dios que estaba dispuesta a servirle hasta de rueda para un carro.

Flores era su mula. La adoraba y la consentía sobándole el lomo y peinándole las crines, y, sobre todo, la admiraba y le agradecía por ser capaz de transportar su voluptuosa y pesadísima anatomía.