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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Melanie Milburne

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una tentadora oportunidad, n.º 2562 - agosto 2017

Título original: The Temporary Mrs. Marchetti

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-029-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

LO PRIMERO que Alice notó al entrar en el despacho fue una carta de aspecto oficial sobre el escritorio. Las cartas de abogados siempre la inquietaban. Y aquella, tal y como comprobó al leer el remitente, procedía de un bufete italiano.

Cuando vio que estaba sellada en Milán, se quedó paralizada.

Cristiano Marchetti vivía en Milán.

Le temblaron las manos. No era posible que hubiera muerto. No podía ser.

Lo habrían anunciado en la prensa. Después de todo, registraban cada uno de sus movimientos. Las bellas mujeres con las que salía; los hoteles que restauraba y convertía en alojamientos de lujo, los actos de beneficencia a los que acudía, las fiestas… No podía parpadear sin que lo contara algún periodista.

Alice abrió el sobre y echó un vistazo a la nota que contenía sin comprender nada de lo que leía. Tal vez porque su mente estaba poblada de recuerdos que había mantenido enterrados los últimos siete años, entre otras cosas, porque se negaba a arrepentirse de sus decisiones. Le temblaban tanto las piernas que, sosteniendo el papel ante su borrosa mirada, tuvo que sentarse.

No… no era Cristiano quien había muerto, sino su abuela, Volante Marchetti, la mujer que, junto a su abuelo Enzo, lo había criado tras el fallecimiento de sus padres y de su hermano mayor en un accidente de tráfico.

Alice miró con el ceño fruncido el documento que acompañaba a la nota y en el que se la nombraba entre los beneficiarios del testamento de la anciana. ¿Qué le habría hecho incluirla cuando apenas se habían visto en un par de ocasiones? A Alice le había encantado Volante Marchetti, una mujer vivaracha, inteligente y con un magnífico sentido del humor, y se había acordado de ella a menudo. Quizá la abuela de Cristiano le había dejado un detalle, una joya o una de las acuarelas que Alice recordaba haber alabado en la vieja villa de Stresa. Continuó leyendo el farragoso documento con el pulso acelerado. ¿Por qué los abogados siempre escribían de una manera tan críptica?

Tienes una visita, Alice –le anunció Meghan, la más joven de sus empleadas.

Alice miró su agenda en el ordenador y frunció el ceño.

–No tengo ninguna cita hasta las diez. Clara Overton canceló su tratamiento facial porque uno de sus hijos está enfermo.

–Es un hombre –dijo Meghan, bajando la voz.

Alice tenía varios hombres entre sus clientes, pero algo le dijo que no se trataba de ninguno de ellos. Podía percibirlo en su piel, en sus huesos; en la sensación de peligro inminente que le puso la carne de gallina. Hizo ademán de ponerse en pie, pero decidió permanecer sentada. No confiaba en que las piernas la sostuvieran si estaba a punto de verse cara a cara con Cristiano Marchetti después de tanto tiempo.

–Dile que espere diez minutos.

–Dímelo tú misma.

Alice miró hacia la puerta y descubrió a Cristiano, que clavaba sus ojos oscuros en ella. Verlo en persona fue muy distinto a verlo en fotografía. Mucho peor; prácticamente insoportable.

Por un instante se quedó muda. Su mera presencia, sus anchos hombros, unos abdominales sobre los que se podría bailar en zapatos de tacón sin que se inmutara y el cabello negro como el azabache, hicieron que el despacho se encogiera hasta resultar claustrofóbico.

–Hola, Cristiano, ¿qué te trae a Alicia en el Mágico Mundo de la Belleza? ¿Necesitas que te haga la cera? ¿Un cambio de imagen?

Alice sabía que era una locura provocarlo, pero el sarcasmo le servía de mecanismo de defensa. Prefería ser sarcástica a permitir que viera hasta qué punto la perturbaba. Porque la realidad era que sentía el suelo temblar bajo sus pies y el corazón le latía desbocado.

Cristiano la observaba como si buscara en su rostro algo que había perdido y que nunca hubiera confiado en volver a encontrar. Fruncía el ceño con un gesto intimidatorio que no se parecía en nada al que solía mostrar en el pasado, cuando la miraba con ternura y admiración. Con amor.

Un amor que ella había rechazado.

–¿La convenciste tú? –preguntó Cristiano.

Alice posó las manos sobre los muslos para que no viera cuánto le temblaban.

–Supongo que te refieres a tu abuela.

La amargura y la ira ensombrecieron la mirada de Cristiano. También otra emoción en la que Alice no quiso pensar, pero que elevó al instante la temperatura de su cuerpo y despertó en ella recuerdos aletargados. Recuerdos eróticos que le aceleraron la sangre en las venas.

–¿Has estado estos años en contacto con ella? –preguntó Cristiano.

–No –contestó Alice, mirándolo fijamente–. ¿No recuerdas que te rechacé?

Cristiano apretó los dientes.

–¿Y por qué te ha mencionado en el testamento?

Así que su abuela no le había hablado de lo que pensaba hacer. Interesante.

–No tengo ni idea –dijo Alice–. Solo la vi un par de veces cuando tú y yo… por aquel entonces. Desde entonces no he sabido nada de ella.

Cristiano indicó con la mirada el testamento.

–¿Lo has leído?

–Estaba en ello antes de que entraras sin llamar.

Cristiano le lanzó una mirada asesina.

–Permíteme que te lo resuma: puedes heredar la mitad de la villa de Stresa si accedes a ser mi esposa y vivir conmigo un mínimo de seis meses. Además, recibirás una suma en metálico al anuncio de nuestro compromiso, que debe tener lugar un mes justo antes de la boda.

Alice se quedó estupefacta. ¿Su… esposa?

Alargó las manos hacia el documento; el ruido de las páginas resonó en el silencio.

Sus ojos pasaron una y otra vez sobre las palabras y se le alteró la respiración como si tuviera un ataque de asma. El corazón le latía como si le hubieran dado un puñetazo en la espalda. En su primera ojeada no había visto ninguna mención al matrimonio, pero en aquel momento la encontró. Allí estaba, nítida, negro sobre blanco.

Heredaría la mitad de la villa de Volante Marchetti a orillas del lago Maggiore si y solo si se casaba y permanecía casada seis meses con Cristiano, además de un mes como máximo de compromiso. Dejó el testamento para que Cristiano no viera que le temblaban las manos. ¿Cómo iba a vivir con él seis meses si seis segundos en su presencia la alteraban de aquella manera?

Había ido a la villa de su abuela un fin de semana que nunca había olvidado porque fue la primera vez que él le había dicho que la amaba. Ella no había contestado, entre otras cosas porque no confiaba en sus propios sentimientos. Y porque Cristiano siempre había ido un paso por delante en la relación. Mientras que ella pensaba que disfrutaban de una relación pasajera durante sus vacaciones en Europa, él había decidido que se trataba de algo duradero, permanente. Tan permanente como para casarse y tener hijos.

Desde que tenía uso de razón, Alice había estado en contra del matrimonio, al menos para sí misma. Era la consecuencia de haber sido testigo de las tres ocasiones en las que su madre había pasado por el proceso de tristeza, sumisión, humillación y ruina económica. Precisamente porque Cristiano era la única persona a quien le había hablado de ello, le había irritado incluso más que le propusiera matrimonio, y peor aún, que lo hiciera en público.

Su arrogancia la había enfurecido. ¿Había asumido que porque era millonario y le había dicho que la quería ella caería rendida a sus pies? ¿Cuánto habría durado ese amor? ¿Cómo podía estar segura de que la pasión no se apagaría tan deprisa como había prendido?

Si la hubiera amado de verdad, Cristiano habría aceptado una situación intermedia. Mucha gente convivía sin necesidad de casarse. Un certificado de matrimonio no era imprescindible y solo servía para reducir a las mujeres a un papel secundario, y más aún si tenían hijos.

Pero en el fondo, Cristiano era muy tradicional y le había dado un ultimátum: o matrimonio o nada.

Alice entonces le había lanzado un órdago, dando por terminada la relación y volviéndose a Inglaterra. En parte, porque confiaba en que Cristiano fuera a buscarla, se disculpara y le propusiera «volver a intentarlo»; pero no lo hizo. Así que desde su punto de vista, en realidad no la había amado lo bastante como para luchar por ella e intentar alcanzar un acuerdo.

Tampoco ella lo había intentado.

Volvió la mirada a los brillantes ojos de Cristiano.

–No estarás pensando en… seguir adelante, ¿verdad?

Cristiano esbozó una cínica sonrisa.

–Claro que sí. ¿Cómo voy a incumplir la última voluntad de nonna?

–¿Y si yo no accedo?

Cristiano se encogió de hombros.

–En mi caso, solo pierdo unas cuantas acciones de la empresa, que pasarían a un familiar.

Alice se preguntó hasta qué punto era verdad que aquella pérdida le importaba tan poco. En cuanto a la villa de su abuela, en la que él había crecido, ¿era posible que quisiera compartirla con alguien, y más aún con ella? ¿Por qué iba a acceder a cumplir unas condiciones tan desconcertantes?

–¿Y por qué estás dispuesto a casarte con alguien que no quiere casarse contigo?

Cristiano la miró con una intensidad que dejó a Alice sin aliento.

–Lo sabes perfectamente.

Alice enarcó una ceja, esforzándose por ignorar el pulsante calor que sintió en el centro de su feminidad.

–¿Por venganza, Cristiano? Creía que eras un hombre civilizado.

–Estoy dispuesto a ser razonable.

Alice se rio con sarcasmo. Esa no era una palabra que pudiera asociarse con Cristiano. Él veía el mundo en blanco y negro.

–¿A qué te refieres?

Cristiano la miró con una expresión que ella no supo interpretar.

–El matrimonio no tiene que consumarse.

Alice rogó por que la sorpresa que sentía no se reflejara en su rostro. Sorpresa y dolor. Su relación había sido apasionada. Ella nunca había tenido ni antes ni después un amante que le hiciera sentir nada igual. Las caricias de Cristiano estaban marcadas en su cuerpo. Las manos de otros hombres le repugnaban. De hecho, la última vez que se había acostado con alguien, hacía más de un año, se había duchado durante una hora en cuanto llegó a casa.

–Hablas como si dieras por hecho que fuera a acceder –dijo–, pero te vuelvo a decir lo que te dije hace siete años: no voy a casarme contigo.

–Seis meses es poco tiempo, y al final serás dueña de una villa de lujo que puedes quedarte o vender. La decisión es tuya.

No había decisión posible. Se la obligaba a casarse con un hombre que ya no la amaba y que solo quería dominarla. ¿Qué mejor castigo podía infligirle por haber tenido la desvergüenza de rechazarlo que encadenarla a él en una relación sin amor?

No. No lo haría. De ninguna manera. No se sometería a la humillación de ser una mujer florero mientras él se acostaba con quien le diera la gana. Él sabía cuánto había sufrido viendo cómo sus maridos engañaban a su madre. Una de las cosas que le habían gustado de Cristiano era que creía en la monogamia. O eso decía.

«¿Y qué hay de tu plan de expansión?».

Alice se había convertido en la maquilladora de novias más solicitada de Londres. Ella, que había jurado no casarse, tenía la agenda repleta de bodas. Se había convertido en su principal fuente de ingresos y como el salón de Chelsea se le estaba quedando pequeño, llevaba meses soñando con comprar un local mayor. El único problema era que no quería pedir un préstamo porque nunca había olvidado los tiempos en los que su madre no tenía dinero ni para pagar la electricidad.

Otra posibilidad era alquilar, pero no quería estar a merced de un propietario que subiera la renta o quisiera vender el edificio. Había trabajado demasiado para levantar su negocio como para arriesgarse a no tener su propio local.

«Podrías vender la villa en seis meses y estar libre de deudas el resto de tu vida».

Alice contempló esa idea por unos segundos. Su empresa era su bebé, su misión, su razón de ser. Conseguir que creciera, haber llegado a tener como clientes a celebridades y miembros de la aristocracia por la calidad de su servicio era la mayor satisfacción de su vida. Llegar a establecerse como el negocio de referencia era su objetivo. Y no podía fracasar después de todo lo que había sacrificado: relaciones, amistades, diversión.

Pero casarse con Cristiano para resolver un problema la sumiría en otro mucho más grave.

Alice se puso en pie con determinación.

–Ya lo he decidido. Ahora, si no te importa, tengo que seguir trabajando.

Cristiano seguía observándola como si estuviera esperando que su armadura se resquebrajara.

–¿Estás saliendo con alguien? ¿Por eso te niegas?

¡Siempre tan arrogante! Un hombre de su posición no podía entender que una mujer no se volviera loca de felicidad si alguien como él quería ponerle un anillo en el dedo. Cristiano lo tenía todo: dinero, belleza, un estilo de vida lujoso… A Alice le habría encantado poder decirle que tenía un amante y estuvo a punto de inventarse uno, pero estaba segura de que a Cristiano no le costaría nada averiguar que no tenía vida social. Estaba dedicada a su trabajo en cuerpo y alma.

–Ya sé que te consideras irresistible, pero no pienso prostituirme por una herencia que ni he pedido ni necesito.

–Cuando he dicho que solo sería un matrimonio sobre el papel no mentía, Alice –dijo él sin inmutarse.

Nadie decía su nombre como él. El sonido siempre había sido como una sensual caricia que le recorría la espalda, haciéndole estremecer. Pensar en sus manos hizo que dirigiera la mirada hacia ellas a pesar de que su cerebro intentara impedirlo. Aquellas grandes manos habían recorrido cada poro de su piel. Aquellos dedos le habían provocado su primer orgasmo verdadero, habían descubierto sus zonas erógenas, la habían torturado de placer, sacudiéndola hasta el tuétano. Todavía podía sentir el eco de aquellas sensaciones, como si estar en la misma habitación que él, respirando el mismo aire, hiciera que su cuerpo lo reconociera como un suministrador de placer.

Alice alzó la mirada hasta sus ojos. Cristiano lo sabía. Sabía el poder que ejercía sobre ella; lo percibió cuando la miró de arriba abajo, como si también él recordara lo que se sentía al tenerla en sus brazos mientras ella estallaba en mil pedazos, estremeciéndose y temblando de placer.

Cristiano se sacó una tarjeta del bolsillo y la dejó sobre el escritorio.

–Si cambias de idea, puedes contactarme aquí. Estaré en Londres por trabajo durante una semana.

No voy a cambiar de idea, Cristiano –dijo ella, sin molestarse en mirar la tarjeta.

Él sonrió con desdén.

–Ya veremos.

¿Qué quería decir con eso? Alice no pudo preguntárselo porque Cristiano había dado media vuelta y había salido del despacho, dejando tras de sí un olor a limón y lima que provocó un cosquilleo en sus fosas nasales… y en el resto de su cuerpo.

Meghan se presentó en la puerta con los ojos desorbitados.

–¡No me habías dicho que conocías a Cristiano Marchetti! Es todavía más guapo que en las fotografías. ¿Qué quería? ¿Un tratamiento? Por favor, por favor, deja que se lo haga yo.

Alice no pensaba comentar con Meghan su relación con Cristiano. Además, si alguien «le hacía algo» a Cristiano, sería ella. Le encantaría borrarle la sonrisa con una capa de cera bien caliente sobre el pecho.

–No es un cliente. Nos conocimos hace años. Solo ha venido a saludar.

–¿Quieres decir que salisteis?

Alice se limitó a fruncir los labios y Meghan se ruborizó.

–Perdona, no debía habértelo preguntado. Sé que exiges total discreción con nuestros clientes. Pero es tan guapo… Y como no quieres salir con nadie, me preguntaba si…

–¿Te importa preparar la sala para el siguiente tratamiento? –la interrumpió Alice–. Tengo que repasar unas facturas.

Alice respiró aliviada cuando Meghan se fue. Llevaba siete años diciéndose que había tomado la decisión correcta al hacer de su carrera su prioridad, al elegir libertad por encima de una familia. Se había mantenido firme en su determinación, nunca la había dudado. Pero en aquel momento, tenía al alcance de la mano la seguridad económica con la que siempre había soñado.

Seis meses de matrimonio. Solo un papel.

Lanzó una mirada a la tarjeta. Parecía decirle: «Hazlo, hazlo».

Alice la tomó y la rompió en mil pedazos antes de tirarla a la papelera. Al ver que caía como confeti, esperó que no fuera una premonición.

 

 

De haber sido un bebedor, Cristiano se habría tomado una copa, pero la muerte de sus padres y su hermano en un accidente provocado por un conductor ebrio había hecho que bebiera con una extrema moderación. Volver a ver a Alice Piper había reabierto la herida de su amargura hasta tal punto que no sabía cómo había sido capaz de permanecer aparentemente impasible.

su amor podía ser como el de sus padres, como el de

Pero Alice no lo había amado. Aunque nunca hubiera dicho las palabras, él había querido engañarse pensando que sí las sentía. ¡Qué inocente había sido! Todo lo que ella quería era un affaire con un extranjero del que pavonearse ante sus amigas cuando volviera a casa.

¿En qué había estado pensando su nonna? ¿Qué le había llevado a dejarle una parte de una villa valorada en varios millones, incluyendo unas condiciones tan extrañas?

Cristiano confiaba en que no pretendiera actuar de casamentera desde la tumba. Su abuela sabía que él había cambiado de idea respecto al matrimonio. Cada vez que le preguntaba cuándo iba a darle un biznieto, él se reía. Su abuela había manifestado su desaprobación en numerosas ocasiones por su vida de playboy, pero él nunca había querido escucharla porque se negaba a que nadie le dictara cómo debía vivir.

Nadie.

Su abuela se había sentido terriblemente desilusionada cuando su relación con Alice acabó, pero él había estado demasiado sumido en su propio dolor como para hablar de ello. Con el paso del tiempo su abuela había dejado de sacar el tema. ¿Qué sentido tenía entonces lo que había hecho? ¿Pretendía obligarlo a hacer un hueco en su vida a Alice cuando era lo último que necesitaba?

Tal y como estaba redactado el testamento, si no convencía a Alice perdería unas valiosas acciones de la empresa familiar en favor de un primo con el que no se trataba. No pensaba ceder aquellas acciones a Rocco para que él las vendiera a un tercero en cuanto le faltara dinero en metálico para jugar en el casino. Cristiano se habría casado con su peor enemigo antes de consentirlo. Era culpa suya no haberle contado a su abuela los hábitos derrochadores de Rocco porque no había querido perturbarla cuando ya estaba gravemente enferma.

Y ya era demasiado tarde. El testamento estaba escrito y él tenía que convencer a Alice Piper de que se casara con él.

Claro que Alice no era propiamente un enemigo. Era un error. Un fracaso que prefería no recordar y que había borrado de su memoria. Cada vez que amenazaba con aparecer en su mente, la hacía desaparecer. Había seguido viviendo como si nunca la hubiera conocido, como si nunca hubiera experimentado con ella un sexo que lo dejaba palpitante durante horas, como si no hubiera besado sus voluptuosos labios, como si no hubiera sentido aquellos labios en torno a él y no hubieran conseguido que le estallara la cabeza.

Cristiano estaba decidido a hacer creer a Alice que estaba encantado con los planes de su abuela. Le convenía que Alice creyera que estaba ansioso por ponerle la alianza en el dedo y atarla a él por seis meses. Además, no estaba seguro de que evitarla fuera la mejor manera de superar la punzada de dolor que todavía le causaba haber sido rechazado, y sospechaba que una terapia de inmersión podía poner fin a su tormento.

Que Alice le hubiera dedicado aquella mirada de superioridad y que hubiera dicho que no pensaba cambiar de idea, no significaba que en aquella ocasión él fuera a aceptar un «no» por respuesta.