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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Harlequin Books S.A.

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La posesión del millonario, n.º 120 - septiembre 2016

Título original: Billionaire’s Ultimate Acquisition

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8665-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

LIMPIAR la bola de pelo que acababa de vomitar su gato era lo último que Isabelle quería tener que hacer antes de una reunión tan importante como la de ese día. Miró consternada a Atticus.

–¿Cómo puedes hacerme esto ahora? –le preguntó.

Atticus ronroneó mientras levantaba con indolencia una de sus patas delanteras para lamérsela. Era como si le estuviera echando en cara que le hablara de esa manera.

Isabelle dejó escapar un suspiro. Cada vez estaba más nerviosa.

–¿Por qué no lo hiciste ayer, cuando tenía tiempo para llevarte al veterinario? ¿Por qué hoy, cuando tengo que reunirme con casi un centenar de personas en la sala de juntas dentro de…?

Echó un vistazo a su reloj y gimió desesperada.

–Dentro de cinco minutos…

Se imaginó al clan Chatsfield entrando en la sala como si fueran los dueños. Iba a tener que enfrentarse con Gene y sus ocho hijos. También estarían allí su sobrino, Spencer Chatsfield, y los dos hermanos menores de este. Le bastaba con pensar en Spencer para que le hirviera la sangre. Como si no hubiera sido suficiente lo que le había hecho hacía diez años. Le parecía increíble que se hubiera podido enamorar de manera tan rápida e intensa de ese hombre. Sobre todo cuando para él solo había sido un juego. Recordarlo hacía que le latiera el corazón a mil por hora y le costara contener la rabia que le producía acordarse de ese momento de su vida. Entonces, había sido demasiado estúpida para darse cuenta de cómo era ese hombre y demasiado crédula e ingenua para ver que estaba jugando con ella solo porque podía hacerlo.

Habían pasado ya siete meses desde que Spencer Chatsfield regresara de nuevo a su vida con una oferta de compra. Aún le costaba creerlo. Lo último que pensaba hacer era venderle algo a ese hombre.

Pero sabía que estaba dispuesto a cualquier cosa para conseguir sus objetivos. De momento, ya había conseguido hacerse con el cuarenta y nueve por ciento de las acciones de los Harrington durante esos últimos meses. Estaban a la par. Ella tenía otro cuarenta y nueve por ciento de la empresa y estaba decidida a que ese hombre no lograra hacerse con su parte. No iba a poder quitarle las acciones, eso lo tenía muy claro. Pero casi le preocupaba más evitar que le quitara la ropa. Eso no podía permitirlo.

–Debería haberme comprado una tortuga –susurró Isabelle mientras recogía la bola de pelo con un pañuelo de papel–. ¿En qué estaría pensando cuando decidí quedarme con una criatura como tú que lo único que hace es soltar pelo por toda la casa?

Atticus la miró con sus grandes ojos verdes y levantó después la pata. Isabelle, que llevaba poco tiempo haciendo yoga, no pudo evitar sentir cierta envidia ante la flexibilidad de su gato.

–O un perro –añadió mientras limpiaba la moqueta–. Uno de esos tan pequeños y monos. El tipo de perros que sí admitimos en los hoteles Harrington.

Se miró rápidamente en el espejo e hizo una mueca al ver su pelo. Lo llevaba cortado a capas, pero esa mañana no le había quedado como le gustaba.

–O cualquier otro animal doméstico, la verdad. Tienes suerte de que me saltara las normas del hotel para tenerte aquí –le dijo con firmeza–. No se te ocurrirá ahogarte por culpa de otra bola de pelo durante mi ausencia, ¿verdad?

Atticus volvió a mirarla y ronroneó. Ella tomó su bolso y su teléfono móvil.

–Espero que eso no fuera un sí.

 

 

Isabelle lo vio en cuanto entró en la sala de juntas. Estaba sentado a la izquierda de sus hermanos Ben y James. Llevaba un traje gris oscuro que parecía hecho a medida, una camisa blanca y una corbata negra. Tenía el aspecto de alguien que se movía con comodidad en el mundo corporativo. Sabía que se le daba muy bien negociar y que le atraían especialmente los desafíos y los juegos, ya fueran en la sala de juntas o en el dormitorio…

Sobre todo en el dormitorio. Frunció el ceño al pensar en ello.

Sus ojos, de un color azul que le hacía pensar en zafiros, se encontraron con los de ella y sintió que le daba un vuelco el corazón. Su expresión era inescrutable, pero eso era algo que siempre se le había dado bien. Ella era todo lo contrario. Había tratado de aprender a no ser tan transparente y poder controlar sus emociones, pero era misión imposible.

Levantó la barbilla y miró a su alrededor. Ya estaban allí todos los miembros de la familia Chatsfield que iban a estar presentes y los directivos de la cadena Harrington.

–Siento llegar tarde. He tenido un problema… Un problema de mantenimiento.

Leonard Steinberg, el director financiero, presidía la reunión y le ofreció una sonrisa amable.

–Espero que ya esté todo solucionado –le dijo.

–Por supuesto –repuso Isabelle mientras se fijaba en la silla vacía que había al otro lado de la mesa, al lado de Spencer–. ¿A quién estamos esperando?

–Al accionista fantasma –respondió Spencer Chatsfield mientras la miraba a los ojos.

Isabelle sintió un escalofrío en su espalda al escuchar de nuevo la sensual voz de Spencer, siempre le había encantado su acento británico. Era como una caricia.

Pero no podía pensar en esas cosas, sabía que tenía que centrarse en lo que estaba pasando. Ese era el momento que la familia Chatsfield había estado esperando, el momento de ver quién tenía el resto de las acciones, ese dos por ciento que tanto necesitaba. Ella sí sabía quién iba a entrar por esa puerta. Hacía ya algún tiempo que lo sabía. No entendía cómo nadie más había conseguido unir las piezas del rompecabezas y descubierto de quién se trataba. Sabía que la noticia iba a aparecer en todos los medios de comunicación en cuanto se hiciera pública. La familia Chatsfield parecía tener un talento especial para protagonizar todo tipo de escándalos, pero el que estaba a punto de salir a la luz iba a ocupar las páginas de los periódicos durante semanas.

Se abrió la puerta y entró la madrastra de Isabelle, causando una conmoción entre los miembros de la familia Chatsfield que estaban presentes en la reunión. Era casi como si estuvieran viendo un fantasma.

–¿Mamá? –dijo alguien.

–¿Tú? –susurró otro más.

–¿Cómo has podido…? –preguntó uno de sus hijos.

–¿Liliana? –susurró Gene.

Isabelle sintió lástima por todos menos por Spencer. Le parecía casi un milagro que Liliana hubiera sido capaz de mantener su identidad en secreto durante tanto tiempo. Sobre todo en la era digital, cuando todos tenían cámaras en los móviles y tanto le gustaba a la gente etiquetar a otras personas en las redes sociales. Pero Isabelle siempre había sabido que su madrastra era una mujer reservada e introvertida, alguien a quien le gustaba más la soledad que ser sociable.

Los hijos de Gene Chatsfield habían sido solo unos niños cuando su madre se fue de casa tras sufrir una grave depresión posparto. De hecho, Cara, la más joven, había sido un bebé de pocas semanas.

Después de aquello, no habían vuelto a saber de Liliana. A Isabelle le resultaba difícil entender cómo podía haber hecho algo así, cómo había sido capaz de pasar tantos años sin tener contacto con sus hijos, pero sabía que su madrastra era una persona muy difícil que no compartía con nadie lo que sentía.

No podía siquiera imaginarse lo que estarían sintiendo los Chatsfield al ver de nuevo a su madre después de tantos años. Acababa de entrar en esa sala como si fuera una estrella de cine venida a menos que quisiera de repente recuperar la fama perdida.

–Sé que esto debe de ser una terrible conmoción para vosotros –dijo Liliana mirando a sus hijos–. Y también sé que no podréis perdonármelo nunca. Aun así, me gustaría explicároslo todo. Pero, antes que nada, quiero centrarme en el tema que nos ha reunido aquí hoy –añadió mirando a Spencer–. Te voy a dar mi dos por ciento de las acciones.

Isabelle se puso de pie tan rápidamente que su silla se cayó al suelo.

–¿Qué?

Liliana se volvió para mirarla a ella.

–Con la condición de que permanezcas tú como presidenta de la cadena Harrington –anunció la recién llegada.

Isabelle abrió la boca para protestar y volvió a cerrarla. No le salía la voz. Sintió que palidecía y que todo le daba vueltas. Era como si estuviera viviendo ese momento en cámara lenta.

Casi podía sentir cómo le bajaba la tensión. No podía creer lo que estaba pasando. Esas acciones iban a ser para ella… Ese era su sueño. Había sido el principal objetivo de su vida llegar a poseer una participación mayoritaria de la cadena Harrington. Había estado trabajando en ese hotel desde su adolescencia.

Y, después de todo, era una Harrington. El personal de esos hoteles era su segunda familia. Todos sus empleados dependían de ella, que era la encargada de conseguir que todo funcionara a la perfección, como un reloj. No se imaginaba que ese hotel pudiera ser entregado a otra persona que no lo iba a amar y cuidar como lo hacía ella.

Era su hotel, no el de Spencer Chatsfield.

–Como accionista mayoritario, Spencer será a partir de ahora el director general del Harrington de Nueva York –les dijo Liliana.

Isabelle ignoró las voces y comentarios de los hermanos Chatsfield. Su padre, Gene, parecía estar a punto de sufrir un ataque de nervios.

Spencer, por su parte, no se había inmutado y seguía en silencio. Nunca había conocido a nadie tan frío como él. Supuso que estaría disfrutando mucho con todo lo que estaba pasando.

Ella, en cambio, no podía evitar que un nudo de resentimiento le retorciera las entrañas. Le dolía pensar en la satisfacción que estaría sintiendo Spencer al ver que ella veía frustradas sus esperanzas de hacerse con las acciones. Estaba segura de que ese hombre ya había sabido cuál iba a ser el resultado de la reunión. Creía que esa era la única manera de explicar su frialdad.

Se preguntó si habría hecho algo para ganarse a Liliana. Isabelle sabía demasiado bien que Spencer era un experto en conseguir lo que quería, ya fuera por las buenas o por las malas.

A ella, por ejemplo, la había colmado de regalos y de detalles románticos en el pasado. Había intentado no sucumbir a sus muchos encantos. Pero, al final, terminó cayendo en sus redes y enamorándose de él. Habían pasado diez años desde aquello. Había sido entonces una joven inocente, sin experiencia. Él, en cambio, se las había sabido todas a la hora de engatusar a la jovencita de turno.

–¡No pienso trabajar con él! –exclamó Isabelle fulminando a Spencer con la mirada.

–Lo he pensado mucho –le dijo Liliana en un tono que pretendía ser apaciguador–. Créeme, Isabelle. Sé que esto es lo que hay que hacer. Creo que es lo que tu padre habría querido que hiciera.

–¿Mi padre? –repitió Isabelle consternada–. ¿Cómo puedes decir eso? Él es el que le dio a mi hermano Jonathan el cuarenta y nueve por ciento de las acciones. ¡Un legado que no tardó en perder por culpa de una estúpida partida de póquer! Yo debería haber tenido esas acciones desde el principio.

Liliana soltó un suspiro de impaciencia.

–Sé que es difícil que lo entiendas, pero creo que es lo mejor –insistió la mujer.

–¿Por qué estás haciendo esto? –le preguntó Isabelle–. ¿Por qué le das las acciones a él? –añadió sin mirarlo.

No podía soportar siquiera tener que mirarlo y ver que estaba allí sentado, regodeándose al ver lo que acababa de conseguir. Se había hecho con algo que le pertenecía a ella.

–¿Por qué no a mí? Sabes de sobra cuánto significa este hotel para mí, sabes lo duro que he trabajado para…

–Solucionadlo entre vosotros –la interrumpió Liliana.

Después, la mujer se volvió hacia su familia. Todos parecían desconcertados.

–Puedo imaginar lo que estaréis pensando, pero os aseguro que cuando conozcáis mi versión de lo que pasó… Cuando sepáis las razones por las que me fui como lo hice…

Gene se levantó y salió de la sala de juntas maldiciendo entre dientes. Dio un portazo tan fuerte que temblaron los vasos de agua que tenían sobre la mesa.

Liliana suspiró de nuevo y miró a sus hijos. Parecían aturdidos, dolidos y conmocionados… Isabelle nunca los había visto así.

–Esa era la primera razón –les dijo Liliana.

Cada uno de sus hijos parecía estar lidiando de manera distinta con lo que estaba pasando. No podía siquiera imaginarse cómo sería para ellos ver de nuevo a su madre después una ausencia tan larga. Vio ira, decepción, desesperación y frustración en sus rostros. Había mucha tensión en el aire.

Pero, antes de que Isabelle pudiera hacer o decir nada, Spencer se levantó, se acercó a ella y agarró con una mano firme su codo.

–Creo que deberíamos dejar que Liliana y sus hijos hablen a solas –le dijo Spencer.

–Pero… –comenzó ella.

–Además, nosotros tenemos también cosas de las que hablar –añadió él mientras la miraba con intensidad a los ojos.

Todo su cuerpo reaccionó al sentir que la tocaba, recordándole el poder que ese hombre había tenido siempre sobre ella. Poder que aún tenía.

A pesar de todo lo que acababa de pasar durante los pocos minutos que había durado esa reunión, era muy consciente del calor que desprendía su mano.

«Apártate, apártate de él», se dijo. Pero su cuerpo no le hacía caso, parecía seguir firmemente anclado en el pasado. Le daba la impresión de que su cuerpo podía reconocer su mano y respondía al instante, reaccionando sin que ella pudiera hacer nada por evitarlo.

Esa mano parecía haber despertado un deseo que seguía muy dentro de ella, una necesidad que ella había ignorado o bloqueado durante años. Ese contacto físico con él, por inocente que fuera, había conseguido despertar la necesidad en su interior. No le gustaba sentirse así, era inesperado e incómodo.

Sin soltarla, la guio hasta que salieron de la sala de juntas. Cerró la puerta y se silenció de repente el revuelo que había comenzado allí dentro.

–¡Qué bonito es ver a una familia tan feliz reunida de nuevo! –le dijo Spencer con sarcasmo.

Isabelle consiguió por fin que su cuerpo la obedeciese y se apartó de él. Creía que era una suerte que hubiera conseguido hacerlo antes de que sus sentidos se volvieran del todo locos.

–¡No me toques! –exclamó entre dientes.

Spencer levantó las cejas como si su comentario le hubiera parecido divertido.

–Eso no es lo que me dijiste hace diez años –repuso arrastrando las palabras con mucha intencionalidad en su tono.

Isabelle apretó las manos con tanta fuerza que se le clavaron las uñas en las palmas. Sentía tanto odio hacia ese hombre. Era una sensación que la recorría de arriba abajo, era casi sofocante. Lo fulminó con la mirada mientras trataba de recobrar el aliento.

–Pensé que ya te había dejado claro hace siete meses lo que pensaba de ti y de tus propuestas de negocio –le recordó ella.

Spencer se llevó la mano a su propia mejilla, acariciándola sin dejar de mirarla a ella.

–Puedes darme otra bofetada si te atreves, pero debo advertirte que esta vez sí habrá consecuencias.

Isabelle sintió un escalofrío al oír sus amenazadoras palabras. Nunca había sido el tipo de persona que recurría a la violencia. No había golpeado ni abofeteado a nadie en toda su vida. Al menos hasta la reunión que tuvo con él hacía siete meses. Por algún motivo, ese hombre había conseguido hacerle perder la compostura.

No se le había olvidado el sonido que había hecho su mano cuando le dio en la mandíbula ni la forma en la que Spencer había echado hacia atrás la cabeza cuando lo abofeteó. Recordaba también la marca rojiza que su mano había dejado en la cara de ese hombre.

Spencer ni siquiera se inmutó, se limitó a mirarla con frialdad. Había visto entonces un brillo de acero en sus ojos que le había hecho temblar.

Era el mismo brillo que tenía en ese momento en los ojos mientras le advertía de lo que iba a pasar si se atrevía a abofetearlo de nuevo, era casi como si estuviera desafiándola para que lo intentara. Y esa mirada estaba teniendo el mismo efecto en su cuerpo. No podía dejar de temblar, pero no era temor lo que sentía, había algo más, un cosquilleo entre sus muslos que no terminaba de comprender. No entendía cómo podía tener aún ese efecto en ella.

Sabía que no podía permitirlo, tenía que detenerlo. Por mucho que le costara conseguirlo, tenía muy claro que debía hacerse de nuevo con el control de la situación.

Se apartó de él y se alejó por el pasillo en dirección a su despacho. Cuando estuvo a unos metros de distancia, lo miró por encima del hombro.

–Tengo mucho trabajo –le dijo.

Spencer la alcanzó con un par de largas zancadas y agarró su brazo para hacer que se detuviera.

–Tenemos mucho trabajo –la corrigió Spencer.

La llevó sin soltarla hasta su despacho y cerró la puerta tras ellos. Se estremeció cuando oyó el cerrojo.

Odiaba esa manera que tenía Spencer de hacerse cargo de la situación y estaba segura de que él lo sabía. No entendía por qué tenía que tocarla como lo hacía. Le habría gustado tanto que la dejara en paz… Era como si quisiera probar algo, como si deseara hacerle ver que seguía siendo una presa tan fácil e ingenua como lo había sido a los veintidós años.

Aunque llevaba una blusa de manga larga, podía sentir el contacto abrasador a través de la seda. Le sostuvo la mirada de manera desafiante mientras se libraba de su agarre. Tuvo que quitarle dedo a dedo hasta conseguir que soltara su brazo. Después, frotó la manga como si estuviera tratando de limpiarla, como si Spencer la hubiera ensuciado con su mano.

–Parece que no terminas de entender lo que te digo –le dijo ella entre dientes–. No quiero tener nada que ver contigo ni con tu empresa. Si quieres entretenerte con hoteles, busca a alguien con quien jugar al Monopoly.

Spencer le dedicó media sonrisa.

–Después de diez años, ¿aún sigues enfadada conmigo? –le preguntó él.

Isabelle tuvo que apretar con fuerza los dientes para tratar de calmarse y disimular las muchas emociones que luchaban por salir al exterior. Le parecía increíble que se atreviera a burlarse de ella por seguir sintiéndose traicionada. Creía que lo raro habría sido que no se sintiera aún así. Sabía que la había seducido para presumir después con sus amigos y contarles con todo detalle cómo había conseguido acostarse con Isabelle Harrington. No se le había pasado por alto que había tenido entonces fama de ser fría y engreída.

Se los había imaginado muchas veces riéndose de ella mientras bebían en algún bar. Creía que era una suerte que ella nunca le hubiera llegado a confesar a Spencer que él había sido su primer amante. Suponía que eso le habría hecho ganar aún más puntos a la hora de fanfarronear con sus amigos sobre sus muchas conquistas.

Y también tenía otro secreto, uno que solo había compartido con su amiga Sophie.

Pero prefería no pensar en el pasado, era demasiado doloroso. Creía que tenía todo el derecho del mundo a estar enfadada con él y nada que Spencer pudiera hacer o decir iba a cambiarlo. Ese hombre nunca iba a llegar a saber hasta qué punto le había afectado lo que le hizo.

–Ni estoy enfadada ni todo lo contrario. En lo que a ti respecta, no guardo ningún sentimiento en mi interior. De eso puedes estar seguro –le dijo ella con firmeza.

Antes de que pudiera alejarse, Spencer levantó la mano y le apartó un mechón de pelo de la cara para colocarlo tras su oreja. Ese breve contacto provocó un frenesí de sensaciones en su cuerpo, era como si hubieran despertado de repente todas las terminaciones nerviosas que tenía bajo la piel. Quería apartarse de él, pero quería demostrarle que ya no tenía sobre ella el mismo efecto que había tenido en el pasado… Esa era al menos la razón que se dio a ella misma para no moverse.

Sabía que era peligroso dejar que estuviera tan cerca de ella, pero también era irresistible. Spencer era un poderoso imán y ella, una pequeña diminuta limadura de hierro. Cuando lo miraba, podía sentir ese campo de fuerza que la atraía hacia él. Era algo que estaba allí mismo, en sus ojos. Por mucho que lo quisiera, no podía eludir esa atracción.

Contuvo la respiración mientras Spencer dibujaba con un dedo perezoso la línea de su mandíbula. Apretó los dientes, era una sensación insoportable. Su caricia iba dejando un cosquilleo en la piel que no podía ignorar. Hacía mucho tiempo, meses incluso, que nadie la tocaba de ese modo y su piel ansiaba ese contacto. Todo su cuerpo estaba temblando de deseo y no pudo evitar estremecerse. Deseaba más, mucho más.

Se le fueron los ojos a la boca de Spencer sin que pudiera hacer nada para impedirlo. Se le encogió el estómago mientras admiraba el contorno de sus labios y su apariencia suave. Sabía que esa boca podía ser tierna y agresiva a la vez. No había olvidado el sabor de esos labios. Eran tan sensuales como adictivos. La habían besado otros hombres desde que lo hiciera Spencer, pero no de la misma manera. Ninguno se había siquiera acercado a la fascinante experiencia que había vivido con él. Ningún otro había podido lograr que su cuerpo se sacudiera con la misma intensidad, con el mismo placer. Lo que había compartido con Spencer había provocado en ella una respuesta tan aterradora como excitante. Era como si con esa boca pudiera desbloquear una parte de su personalidad a la que nadie más había tenido acceso. Ese hombre podía hacer que se deshiciera entre sus brazos, que se entregara completamente a él. Tenía también la capacidad de dejarla rota en mil pedazos.

Su dedo se deslizó hasta la barbilla y la levantó levemente para obligarla a mirarlo a los ojos.

–Supongo que es mejor así. Después de todo, ahora soy tu jefe –le dijo Spencer.

Isabelle se apartó rápidamente de él y se cruzó de brazos.

–No pienso aceptar que me des órdenes –replicó mirándolo con frialdad.

Spencer le dedicó de nuevo esa media sonrisa tan irónica.

–Ya has oído lo que ha dicho tu madrastra. Ahora tengo la mayoría de las acciones.

Abrió los brazos y apretó los puños. Estaba cada vez más enfadada.

–¿Cómo conseguiste que te las diera a ti? Supongo que le contarías alguna mentira que otra para conseguir que se pusiera de tu lado. Esas acciones deberían haber sido para mí.