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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2012 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.

UN AMOR DIFÍCIL, N.º 91 - marzo 2013

Título original: Behind Boardrooms Doors

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2013

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-2690-8

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo Uno

 

–Al menos hay algo bueno en todo esto –vociferó R. J. Kincaid, estampando el móvil sobre la mesa de juntas.

Brooke Nichols se quedó mirando a su jefe con incredulidad. No alcanzaba a imaginar cómo aquella situación pudiera tener un lado positivo.

–¿El qué? –inquirió.

Los ojos de R. J. relampaguearon cuando contestó:

–Que ahora sabemos que las cosas no pueden ir peor –se inclinó hacia delante en su asiento. Los empleados presentes en la reunión permanecían inmóviles como estatuas–. He intentado razonar con el fiscal, con la policía, con el senador del estado… y no ha servido de nada –se levantó y se puso a caminar alrededor de la larga mesa–. Mi familia está sufriendo un auténtico asedio y nos disparan por todos los flancos –alto, de facciones marcadas, pelo negro y ojos grises, R. J. imponía tanto como un general arengando a sus tropas antes de entrar en combate–. Y mi madre, Elizabeth Winthrop Kincaid, una mujer sin tacha, va a pasar la noche entre rejas como una vulgar ladrona.

Soltó una ristra de improperios que hizo a Brooke encogerse en su asiento. Llevaba cinco años trabajando para R. J. Kincaid y nunca lo había visto así. Era un hombre muy tranquilo, que no se alteraba jamás, que siempre tenía tiempo para todo el mundo, y que veía la vida de un modo despreocupado.

Claro que eso había sido antes del asesinato de su padre y de descubrir que este había llevado una doble vida.

R. J. se acercó a su hermano Matthew.

–Matt, tú te ocupas de buscar nuevos clientes para la compañía; ¿has conseguido alguno en las últimas semanas?

Matthew inspiró. Los dos sabían la respuesta a esa pregunta. Hasta algunos de sus clientes más fieles los habían abandonado cuando se había desatado el escándalo.

–Bueno, tenemos a Larrimore.

–Cierto. Supongo que podemos aferrarnos a esa esperanza. Greg, ¿cómo van las cuentas? –R. J. fue hasta el director financiero y por un momento Brooke creyó que iba a agarrarlo por el cuello de la camisa.

Greg se encogió en su asiento.

–Bueno, como sabes nos enfrentamos a ciertos retos que…

–¡Retos! –lo cortó R. J. arrojando los brazos al aire en un gesto dramático–. Un reto es una oportunidad para crecer, es aprovechar las oportunidades cuando se presentan, abrazar el cambio… –se alejó unos pasos y se volvió hacia la mesa. Todos estaban rígidos en sus asientos, probablemente rogando por que no se dirigiera a ellos–. Pero lo que yo veo es una compañía que se va a pique –se pasó una mano por el oscuro cabello. La ira le endureció sus apuestas facciones–. Y todos vosotros estáis aquí tomando notas como si estuvieseis en una clase en el instituto. ¡Lo que hace falta es que os esforcéis, maldita sea! ¡No estáis haciendo lo suficiente!

Nadie se movió un milímetro. Brooke, incapaz de contenerse, se levantó. Tenía que sacarlo de allí cuanto antes; estaba perdiendo los estribos.

–Em… R. J…

–¿Qué? –inquirió él bruscamente, girándose hacia ella.

–Es que necesito hablar contigo un momento; fuera, si no te importa.

Brooke tomó su portátil y se dirigió a la puerta con el corazón martilleándole en el pecho. Con ese humor de perros su jefe sería capaz de despedirla en el acto, pero no podía dejar que insultara y acosara al resto de empleados, que ya estaban soportando bastante presión sin haber hecho nada para merecerlo.

–Estoy seguro de que puede esperar –R. J. frunció el ceño y señaló la mesa de reuniones con un ademán.

Brooke se detuvo.

–Solo será un momento; por favor –le dijo, y echó a andar de nuevo hacia la puerta con la esperanza de que la siguiera.

–En fin, parece que lo que mi secretaria quiere consultar conmigo es más urgente que el inminente colapso del Grupo Kincaid y el que mi madre esté en prisión –dijo R. J. a sus espaldas–. Y como ya ha acabado la jornada estoy seguro de que todos tenéis cosas mejores que hacer que seguir aquí, así que hemos terminado la reunión.

R. J. llegó a la puerta antes que ella y se la sostuvo para que saliera. A Brooke le invadió una ola de calor cuando pasó junto a él y su brazo casi rozó el de R. J., que cerró tras de sí al salir detrás de ella. En medio del silencio que reinaba en el pasillo Brooke casi perdió el valor.

–¿Podemos hablar en tu despacho?

–Mira, Brooke, no estoy ahora para que nos andemos con remilgos, y más vale que no sea una tontería, porque mi madre está en la prisión del condado, por si aún no lo sabías.

Brooke le quitó hierro a su actitud grosera, achacándolo al estrés al que estaba sometido desde el asesinato de su padre.

–Es importante, te lo aseguro –su tono firme la sorprendió a ella misma.

Cuando llegaron al despacho de R. J. fue ella quien abrió la puerta y entró primero. El sol del atardecer arrojaba un cálido brillo ambarino sobre las aguas del puerto de Charleston, que se divisaba a través del ventanal.

R. J. entró detrás de ella y se cruzó de brazos.

–¿Y bien?

–Siéntate –Brooke cerró la puerta y echó el pestillo.

A Brooke le flaqueó la firme determinación cuando R. J. la miró furibundo.

–¿Cómo?

–En el sofá –añadió. Casi se sonrojó por cómo había sonado eso. Aquella era la fantasía de cualquier secretaría perdidamente enamorada como ella, pero la situación era seria–. Voy a servirte un whisky y te lo vas a tomar.

R. J. no se movió.

–¿Es que te has vuelto loca?

–No, pero tengo la impresión de que estás a punto de perder los nervios y creo que necesitas distanciarte un poco y respirar profundamente antes de que hagas o digas algo de lo que luego acabes arrepintiéndote. No puedes hablar a tus empleados de ese modo, sean cuales sean las circunstancias. Y ahora, siéntate –dijo Brooke señalando el sofá.

Atónito, R. J. se sentó. Brooke le sirvió tres dedos de whisky en un vaso y se lo tendió.

–Toma, esto te calmará los nervios.

–Mis nervios están perfectamente –R. J. tomó un sorbo–. Es todo lo demás lo que está perdido. ¡No puedo creer que la policía piense que mi madre mató a mi padre!

–Los dos sabemos que eso es imposible y que se darán cuenta de que es un error.

–¿Eso crees? –R. J. enarcó una ceja y se quedó mirándola–. ¿Y si no es así? ¿Y si esta es solo la primera de muchas largas noches en prisión? –se estremeció y tomó un largo trago de whisky–. Me está matando no poder hacer nada.

–Lo sé. Y además imagino que aún duele demasiado la muerte de tu padre.

–No solo su muerte –R. J. bajó la vista al suelo–. Ha sido también el descubrir que nos mintió y nos ocultó cosas durante toda su vida.

R. J. y ella nunca habían hablado de las escandalosas revelaciones que los medios habían aireado tras el asesinato de su padre, el treinta de diciembre. Ya estaban en marzo, pero el caso aún no se había resuelto.

–Otra familia… –masculló R. J. entre dientes–. Otro hijo, nacido antes que yo… –sacudió la cabeza–. Toda mi vida me había sentido orgulloso de ser Reginald Junior, orgulloso de ser su hijo, su heredero. Mi máxima aspiración era seguir sus pasos. Poco imaginaba que sus pasos se habían desviado hacia la casa de otra mujer, con la que yacía, y con la que formó otra familia.

En ese momento R. J. la miró, y Brooke sintió una punzada en el pecho al ver el dolor que se reflejaba en su mirada. No podía soportar verlo sufrir así. ¡Si al menos pudiera hacer algo para aliviar su ira y su pena...!

–Lo siento muchísimo –fue lo que le salió. ¿Qué otra cosa podría decir?–. Estoy segura de que te quería. Se le notaba en cómo te miraba –tragó saliva–. Seguro que habría querido que las cosas hubiesen sido distintas, o al menos poder habértelo dicho antes de morir.

–Tuvo tiempo más que de sobra. ¡Tengo treinta y seis años, por amor de Dios! ¿A qué estaba esperando?, ¿a que cumpliera los cincuenta? –R. J. se levantó con la copa en la mano y se puso a andar arriba y abajo mientras seguía hablando–. Eso es lo que más me duele, que no fuera capaz de hablar con confianza conmigo. Después de todo el tiempo que pasamos juntos de pesca, de caza, paseando por el bosque… Hablábamos de todo, pero nunca fue capaz de sincerarse conmigo y decirme que estaba viviendo envuelto en mentiras –se aflojó la corbata y se desabrochó el primer botón de la camisa.

–Pues a mí me parece que estás haciendo una gran labor manteniendo unida a tu familia y la compañía a flote.

R. J. soltó una carcajada áspera.

–¡A flote! Sería irónico que una compañía mercante no pudiese mantenerse a flote y acabase hundiéndose, ¿no? Aunque con todos los clientes que estamos perdiendo acabaremos hundiéndonos si no conseguimos darle la vuelta a la situación antes de que acabe el año. Por cada cliente nuevo que Matthew nos consigue perdemos a dos antiguos. Y lo peor es que ni siquiera tengo libertad para cambiar el rumbo porque mi padre, en su infinita sabiduría, tuvo la genial idea de darle a su hijo ilegítimo un cuarenta y cinco por ciento de las acciones de la compañía, y a mis hermanos y a mí solo nos dejó un mísero nueve por ciento a cada uno.

Brooke contrajo el rostro. Aquello parecía en efecto lo más cruel de todo. R. J. había dedicado su vida entera al servicio del Grupo Kincaid. Se había convertido en el vicedirector ejecutivo de la compañía apenas había terminado sus estudios en la universidad, y todos, incluido él, habían dado por hecho que un día sería director general y presidente. Y entonces, de repente, cuando se había celebrado la lectura del testamento de su padre, habían descubierto que prácticamente le había dejado la compañía a un hijo del que nadie había sabido nada hasta entonces.

–Supongo que lo haría porque se sentía culpable por haber mantenido en secreto la existencia de Jack todos estos años –apuntó.

–Razones no le faltaban para sentirse culpable –masculló R. J., deteniéndose para tomar otro trago de whisky–. El problema es que parece que no se paró a pensar en el daño que nos haría al resto con esa decisión. Ni los cinco hermanos con nuestras acciones juntas podemos conseguir un voto mayoritario. El diez por ciento restante de las acciones se lo legó a una persona misteriosa a la que no logramos encontrar. Si Jack Sinclair consigue comprarle las acciones o que vote a su favor en las juntas, será él quien tome las decisiones sobre el rumbo de la compañía, y los demás tendremos que tragar con ello o largarnos.

–¿Dejarías la compañía? –Brooke no podía creer lo que estaba oyendo, y no pudo evitar preocuparse en ese momento más por la posibilidad de perder su empleo que por R. J.

–¿Y por qué iba a querer quedarme si me convierto en una rueda más del engranaje? Mi padre no me preparó para eso, ni es lo que yo quiero –puso airado el vaso vacío sobre su escritorio–. Quizá me vaya de Charleston y no vuelva nunca.

–Cálmate, R. J. –Brooke fue a servirle otro vaso de whisky–. Aún no ha pasado nada. Queda tiempo hasta la junta de accionistas, y hasta entonces todo el mundo cuenta contigo para atravesar estas aguas turbulentas.

–Me encanta tu jerga náutica –le dijo R. J. con una sonrisa socarrona mientras tomaba el vaso de su mano–. Por algo te contraté.

–Por eso y por lo rápido que tecleo.

–Por lo rápido que tecleas… ¡anda ya! Si te lo propusieras podrías dirigir esta compañía. No solo eres organizada y eficiente; también tienes mano con las personas. Hoy, sin ir más lejos, has conseguido detenerme antes de que perdiera los estribos por completo, y te lo agradezco –añadió antes de tomar otro sorbo del vaso.

Parecía que el whisky estaba haciéndole efecto: ya no estaba furioso, y también parecía haberse atemperado su desesperación, pensó Brooke.

Probablemente no era un buen momento para mencionarle que se había presentado como candidata a un puesto de gerente en la compañía y había sido rechazada. Claro que no sabía si él había estado detrás de aquello o si estaba al tanto siquiera.

–Todos estamos muy tensos y ahora más que nunca tenemos que mantenernos unidos y trabajar juntos para salir del bache –respondió pasándose una mano por el cabello–. Pensé que lo último que querrías sería que uno de tus principales empleados dimitiera, porque eso no haría sino empeorar las cosas.

–Tienes razón, como siempre, mi preciosa Brooke.

Ella lo miró con unos ojos como platos. Era obvio que el whisky se le estaba subiendo a la cabeza, pero no pudo evitar que una ráfaga de calor le aflorara en el vientre al oír esas palabras.

–Lo más importante en este momento es que encuentren al asesino de tu padre –dijo intentando distraerse de la ardiente mirada de R. J.–. Así tu madre dejará de estar bajo sospecha.

–He contratado a un detective privado –comentó R. J. bajando la vista al vaso–. Le he dicho que le pagaré las veinticuatro horas del día y que no ceje hasta dar con la verdad –alzó de nuevo la vista hacia ella–. Y, lógicamente, le he pedido que empiece por investigar a los hermanos Sinclair.

Brooke asintió. Jack Sinclair parecía la clase de hombre ansioso por tomarse la revancha por haber sido el hijo bastardo y no reconocido todos esos años. Claro que tal vez su opinión de él estuviese influenciada por la injusticia que Reginald Kincaid había cometido con su hijo R. J. en el testamento. No conocía a Jack ni tampoco a Alan, su hermanastro.

–Debe enfadarles que tu padre los mantuviera en secreto todos estos años.

–Sí, sin duda estarán resentidos –R. J. volvió a sentarse en el sofá–. Estoy empezando a sentirlo en mis propias carnes. Y sospecho que mi madre también, aunque a veces me pregunto si no lo sabría ya –añadió sacudiendo la cabeza–. No pareció chocarle tanto como al resto de nosotros el descubrir que mi padre había tenido otra familia.

Brooke tragó saliva. Si había tenido conocimiento de la infidelidad de su marido, desde luego Elizabeth Kincaid habría tenido motivos para el asesinato. Y la había visto allí, en el edificio de oficinas del Grupo Kincaid, la noche del asesinato. Apartó aquel pensamiento de su mente. Era imposible que una mujer tan encantadora como aquella pudiera disparar a otro ser humano, aunque fuera un marido que la engañaba.

–Deja que te sirva otro poco –dijo inclinándose para rellenarle el vaso.

El líquido se agitó con violencia en el interior de la botella cuando de pronto el fuerte brazo de él la asió por la cintura y la hizo sentarse a su lado en el sofá. Brooke dejó escapar un gritito.

–Gracias, Brooke. Supongo que necesitaba desahogarme y hablar de todo esto con alguien.

El brazo de R. J. le rodeó de pronto los hombros. Brooke apenas podía respirar, y cada vez que inspiraba el olor de su colonia la hacía sentirse mareada y los latidos de su corazón se aceleraban.

R. J. le arrebató la botella y la puso en el suelo junto con su vaso. Luego le posó la mano en el muslo, y Brooke notó su calidez a través incluso del tejido de la falda. El corazón parecía que fuera a salírsele del pecho cuando R. J. se giró hacia ella y se quedó mirándola fijamente.

–Nunca me había dado cuenta de lo verdes que son tus ojos.

Brooke se contuvo para no ponerlos en blanco. ¿Con cuántas mujeres habría utilizado esa frase?

–Hay quien piensa que son pardos.

–Pues se equivocan –respondió él muy serio–. Claro que últimamente estoy empezando a darme cuenta de que la gente se equivoca con frecuencia –bajó la vista a los labios de Brooke, que se entreabrieron de forma inconsciente antes de que volviera a cerrarlos–. Y yo mismo estoy empezando a cuestionarme muchas de mis convicciones.

–A veces eso es bueno –contestó ella en un tono quedo.

Estar sentada tan cerca de R. J. era un peligro, pensó, sintiendo cómo un cosquilleo le recorría el cuerpo.

–Supongo –R. J. frunció el ceño–, pero eso no hace que la vida sea más fácil.

–A veces los desafíos nos hacen más fuertes –murmuró ella.

Resultaba difícil articular pensamientos coherentes con un brazo de R. J. rodeándole los hombros y la mano del otro en la rodilla. Una parte de ella quería huir, pero la otra se moría por echarle los brazos al cuello y…

De pronto los labios de R. J. tomaron los suyos con un beso ardiente con olor a whisky que hizo que todo pensamiento abandonara su mente al instante. Brooke se derritió contra él y dejó que sus manos subieran y bajaran por la camisa de R. J., deleitándose en la firmeza de los músculos que se ocultaban debajo de ella.

Las manos de él a su vez estaban acariciando la espalda de ella, provocando un cosquilleo delicioso en su piel. Los pezones se le endurecieron y una intensa ola de calor afloró en su vientre.

Sintiendo el ansia de R. J., respondió al beso con idéntica intensidad. Quería aliviar su dolor, hacer que se sintiera mejor. Los segundos pasaban, y el beso se volvió tan ardiente que Brooke estaba empezando a pensar que iban a fundirse en uno cuando R. J. despegó suavemente sus labios de los de ella y se echó hacia atrás.

–Eres una mujer increíble –le dijo con un suspiro.

El corazón de Brooke palpitó con fuerza y se preguntó si aquel podría ser el comienzo de una nueva fase en su relación. O tal vez estaba dejando volar demasiado su imaginación, y en adelante recordaría aquel momento como el momento en el que había destruido la carrera que con tanto esfuerzo se había labrado en el Grupo Kincaid por emborrachar a su jefe y poner en peligro su relación profesional. Una sensación de pánico se apoderó de ella.

Cuando R. J. le acarició la mejilla, tuvo que luchar contra un repentino impulso de frotar su cara contra la mano de él, como un gato mimoso. Pero la cosa no terminó ahí; la mano de R. J. descendió por su cuello, rozó la curva de un seno y bajó lentamente hasta el muslo.

Volvió a atrapar sus labios de nuevo.

Su ropa olía a tabaco, y junto con el olor a whisky y el olor de su colonia la mezcla resultaba embriagadora.

Si hubiera podido habría permanecido así durante horas, con los brazos en torno a su cuello mientras se rendía al asalto de sus labios, pero al cabo R. J. volvió a apartarse, dejándola insatisfecha, y frunció el ceño y se pasó una mano por el cabello, como preguntándose qué estaba haciendo.

De nuevo las dudas invadieron a Brooke, como un dedo helado deslizándose por su espalda. Quizá el olor a humo no era de tabaco, sino de su carrera y su reputación chamuscándose por un momento de debilidad.

El instinto la empujó a ponerse de pie, lo cual no resultó sencillo, con lo que le temblaban las rodillas.

–Quizá deberíamos irnos ya. Son más de las siete –dijo.

R. J. echó la cabeza hacia atrás, apoyándola en el respaldo del sofá, y cerró los ojos.

–Estoy hecho polvo; dudo que pueda dar un solo paso.

–Te pediré un taxi –propuso Brooke, que no quería que condujera con lo que había bebido.

R. J. no vivía lejos, pero no le parecía que fuese una buena idea acompañarlo andando ni llevarlo en su coche. Porque, si la invitara a pasar, no estaba segura de que fuese a ser capaz de decir no, y sabía que si eso pasaba se arrepentiría después de haber quedado como una mujer fácil.

–No te preocupes por mí, Brooke. Dormiré aquí, en el sofá. Lo he hecho un montón de veces. Y si me despierto en mitad de la noche y no puedo volver a dormirme siempre puedo ponerme con todo el trabajo que tengo pendiente.

–Pero ese sofá es incomodísimo; mañana te dolerá todo.

–Estaré bien, no te preocupes –reiteró él, que ya estaba tumbándose–. Vete a casa y descansa; nos veremos mañana por la mañana.

Brooke se mordió el labio. En cierto modo le dolía que la despachase de aquella manera después de los ardientes besos que habían compartido. ¿Pero qué se esperaba?, ¿que le pidiese matrimonio? Probablemente con tanto whisky hasta se había olvidado de que la había besado.

–¿Y no vas a cenar nada?

–No tengo hambre –murmuró él.

–En la nevera de la cocina hay una bandeja con sándwiches que sobraron de una reunión esta mañana. Si quieres puedo traértelos.

–Deja de tratarme como si fueras mi madre y vete a casa –le contestó él en un tono casi abrupto, entrelazando las manos debajo de la nuca y cerrando los ojos.

Brooke tragó saliva y se iba a girar hacia la puerta cuando lo oyó decir en un tono quedo:

–No puedo creer que mi madre esté en la cárcel. No me había sentido tan impotente en toda mi vida.

Brooke volvió junto a él.

–Es una mujer fuerte y saldrá de esto. Tú estás haciendo todo lo que puedes, y no la ayudará en nada si acabas cayendo enfermo por el estrés y la preocupación. Duerme un poco; mañana la compañía te necesita a pleno rendimiento.

R. J., que había abierto los ojos y estaba mirándola, exhaló un pesado suspiro.

–Tienes razón, Brooke, como siempre. Gracias por todo.

Apenas había dicho eso cuando volvió a cerrar los ojos. Brooke sintió una punzada de ternura en el pecho al mirarlo. Tan orgulloso y tan fuerte, y a la vez tan impotente y desesperado por no poder evitar a su madre el mal trago por el que estaba pasando…

Salió de su despacho, cerrando la puerta tras de sí, y tomó de su mesa su abrigo y su bolso.

–¡Hasta luego, Brooke!

Al oír su nombre dio un respingo. Se había olvidado por completo de que podía quedar algún otro empleado en su planta. Normalmente a esa hora ya se había ido todo el mundo, pero allí estaba Lucinda, otra secretaria, poniéndose el abrigo un par de puestos más allá.

Brooke se preguntó si tenía las mejillas rojas o los labios hinchados. Sin duda algo en ella delataría que había estado besándose con su jefe.

–¡Adiós, Lucinda! –respondió.

Se apresuró hacia el ascensor con la esperanza de no encontrarse con nadie más, pero cuando las puertas se abrieron se encontró dentro a Joe, del departamento de márketing.

–¡Vaya día!, ¿eh? –comentó este con un suspiro cuando entró–. Dentro de poco esto va a acabar reventando por alguna parte.

–No es verdad –replicó ella indignada–. Estamos pasando por un momento difícil, pero se olvidará lo que ha pasado y la compañía volverá a estar donde siempre ha estado: entre las mejores.

Joe enarcó una ceja.

–¿Eso crees? Si es verdad que la vieja señora Kincaid lo hizo dudo que se recupere la reputación de la familia de este golpe.

–Ella no lo mató –replicó ella con firmeza.–. Y no vayas por ahí difundiendo el rumor de que fue ella quien lo hizo. No harás sino empeorar las cosas.

–¿Y si lo hago qué?, ¿vas a chivarte a tu jefe? –le espetó Joe con retintín.

–No. Bastantes problemas tiene ya. Lo que necesita en estos momentos es nuestro apoyo.

–Pareces su esposa: tan atenta a sus necesidades, dándole siempre tu apoyo incondicional… –observó él con una sonrisa burlona–. ¡Quién fuera él!

Brooke se puso rígida. ¿Acaso intuía que había pasado algo entre ellos? Las puertas se abrieron en ese momento y respiró aliviada.

–No soy su esposa –le respondió antes de salir del ascensor.

Aunque tal vez algún día lo fuera, pensó mientras se dirigía a la salida. Su mente ya estaba urdiendo fantasías peligrosas, sueños que podían explotarle en la cara y destruir su carrera y reputación.

¡Pero qué difícil era no dejar volar la imaginación!