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Editado por Harlequin Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2011 Jennifer Lewis

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

A las órdenes de Su Majestad, n.º 108 - agosto 2014

Título original: At His Majesty’s Convenience

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4567-1

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Sumário

 

Portadilla

Créditos

Sumário

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Epílogo

Publicidad

Capítulo Uno

 

«Nunca me lo perdonará».

Andi Blake observaba a su jefe desde el otro extremo del gran comedor. Vestido con un esmoquin negro y el pelo peinado hacia atrás, se le veía tranquilo, relajado y tan guapo como de costumbre mientras revisaba la lista de invitados que ella había dejado en el aparador.

Quizá ni le importara. Nada perturbaba a Jake Mondragon, y por eso le había resultado fácil dejar su vida como exitoso inversor en Manhattan para convertirse en el rey del montañoso país de Ruthenia.

¿Frunciría el ceño ante su marcha? Probablemente no. ¿Se molestaría?

Apretó el sobre con la carta de renuncia entre las manos sudorosas. Aquella carta lo hacía oficial; no era una amenaza ni una broma.

«Hazlo ahora, antes de que te falte el valor».

Se quedó sin respiración. Le costaba acercarse a él para decirle que se marchaba. Pero, si no lo hacía ya, pronto estaría ocupándose de los preparativos para su boda.

Había soportado muchas cosas desde que se mudaran de Manhattan al destartalado palacio de Ruthenia, pero era incapaz de verlo casarse con otra mujer.

«Te mereces tener una vida. Lucha por ella».

Se cuadró de hombros y cruzó la estancia, pasando junto a la larga mesa elegantemente dispuesta para cincuenta de sus amigos más cercanos.

Jake levantó la vista. Andi sintió que la sangre le hervía cuando clavó sus ojos oscuros en ella.

—Andi, ¿podrías sentarme junto a Maxi Rivenshnell en vez de junto a Alia Kronstadt? Me senté al lado de Alia anoche en casa de los Hollernstern y no quiero que Maxi se sienta rechazada.

Andi se quedó de piedra. ¿Desde cuándo era parte de su trabajo alimentar los romances de su jefe con aquellas mujeres? Las familias más poderosas de Ruthenia competían por ver a sus hijas convertidas en reinas y a nadie le importaba si la pequeña Andi de Pittsburgh era pisoteada en aquella lucha.

Y menos aún a Jake.

—¿Por qué no le siento entre ambas? —dijo tratando de mantener un tono calmado—. De esa manera puede cortejar a las dos a la vez.

Jake levantó la mirada y arqueó una ceja. Nunca antes Andi le había hablado de aquella forma, así que era normal que se sorprendiera.

Ella se cuadró de hombros y le ofreció la carta.

—Mi renuncia. Me marcharé en cuanto acabe la fiesta.

—¿Es alguna clase de broma?

Andi se encogió. Sabía que no la creería.

—Hablo completamente en serio. Haré mi trabajo esta noche. Nunca le dejaría empantanado en mitad de un evento, pero me iré mañana por la mañana —dijo sin poder creer lo tranquila que parecía—. Siento no haberle avisado con quince días de antelación, pero llevo los tres últimos años trabajando día y noche en un país extranjero sin haberme tomado ni una semana de vacaciones, así que supongo que sabrá disculparme. Las celebraciones para el Día de la Independencia están en marcha y todo está preparado. Estoy segura de que no me echará de menos.

Se apresuró a pronunciar aquellas últimas palabras mientras perdía el valor.

—¿Que no te echaré de menos? El Día de la Independencia es el acontecimiento más importante de la historia de Ruthenia después de la guerra civil de 1502. No podemos arreglárnoslas sin ti ni siquiera un día.

Andi tragó saliva. No le importaba nada ella, tan solo aquel gran día. ¿No era siempre así? Lo único que le preocupaba eran los negocios. Después de seis años trabajando juntos, apenas sabía nada de ella. Lo que no era justo, teniendo en cuenta que lo sabía casi todo de él. Llevaba los últimos seis años viviendo para Jake Mondragon y en el transcurso se había enamorado locamente de él. Lástima que ni siquiera se hubiera dado cuenta de que era una mujer.

Preocupado, Jake clavó en ella sus ojos marrones.

—Te dije que te tomaras unas vacaciones. ¿Acaso no te sugerí el verano pasado que volvieras a casa unas cuantas semanas?

¿A casa? Ya no sabía dónde estaba su casa. Había dejado su apartamento de Manhattan para irse a vivir allí.

Tenía pensado buscar una casa nueva y comenzar de cero. Tenía concertada una entrevista de trabajo en Manhattan la siguiente semana, el comienzo perfecto para empezar una nueva vida.

—No quiero ser una secretaria toda la vida y pronto cumpliré veintisiete años, así que ha llegado la hora de dar un giro.

—Podemos cambiarle el nombre a tu puesto. ¿Qué te parece... —comenzó entornando los ojos—, jefa del gabinete?

—Muy gracioso. Pero seguiré haciendo lo mismo.

—Nadie lo haría tan bien como tú.

—Estoy segura de que se las arreglará sin mí. El palacio tiene una plantilla de treinta empleados.

No podía decirse que lo estaba dejando en la estacada y ya no soportaba quedarse hasta las celebraciones del Día de la Independencia de la semana siguiente. La prensa estaba insistiendo mucho en lo importante que era que eligiera esposa. El futuro de la monarquía dependía de ello. Al ser coronado tres años antes, se había puesto de fecha límite el tercer Día de la Independencia.

Ahora, todo el mundo esperaba que cumpliera su promesa. Era un hombre de palabra, así que Andi sabía que cumpliría. Maxi, Alia, Carina... había muchas mujeres entre las que elegir y no podría soportar verlo con ninguna de ellas.

Jake dejó la lista de invitados, pero no hizo ningún amago de recoger la carta de renuncia.

—Sé que has trabajado mucho. La vida en un palacio real es un continuo ajetreo durante las veinticuatro horas del día, pero sabes organizarte y nunca te ha dado vergüenza exigir una buena remuneración.

—Estoy muy bien pagada y lo sé.

Estaba orgullosa de haber pedido aumentos de sueldo. Sabía que Jake lo respetaba y era en parte la razón por la que lo había hecho. Como consecuencia, tenía unos buenos ahorros para ese giro que iba a dar su vida.

—Pero ha llegado la hora de seguir adelante con mi vida —concluyó Andi.

¿Por qué estaba tan loca por él? Nunca había mostrado el más mínimo interés por ella.

Su malestar aumentó al ver a Jake mirar el reloj.

—Los invitados llegarán en cualquier momento y tengo que hacer una llamada a Nueva York. Ya hablaremos más tarde y buscaremos una solución —dijo, y le dio una palmada en el brazo, como si fuera un compañero de béisbol—. Queremos que estés contenta.

Se dio la vuelta y salió de la habitación, dejándola con la carta de renuncia entre las manos.

Una vez se cerró la puerta, Andi dejó escapar un gruñido de frustración. Parecía seguro de poder convencerla de que cambiara de opinión. ¿No era conocido por eso? Incluso se imaginaba que podía hacerla feliz.

Esa clase de arrogancia debería ser imperdonable, pero su seguridad y su aplomo eran probablemente lo que más admiraba y adoraba de él.

La única manera en la que podía hacerla feliz era tomándola apasionadamente entre sus brazos y diciéndole que la amaba y que quería casarse con ella. Claro que los reyes no se casaban con secretarias de Pittsburgh, ni siquiera los reyes de países tan inusuales como Ruthenia.

—Los volovanes están preparados. La cocinera no sabe qué hacer con ellos.

Andi se sobresaltó al oír a la encargada de festejos entrar por la puerta que había detrás de ella.

—Que empiecen a servirlos para los primeros invitados. Y también los palitos de apio rellenos de queso —dijo ocultando la carta de renuncia detrás de la espalda.

Livia asintió, sacudiendo sus rizos pelirrojos sobre su camisa blanca, como si fuera una noche más. Y lo era, excepto para Andi, para quien era su última noche allí.

—¿Tienes concertada la entrevista? —preguntó Livia, inclinándose para susurrar.

—No quiero hablar de ese asunto.

—¿Cómo vas a arreglártelas para hacer una entrevista en Nueva York estando encerrada en un palacio en Ruthenia?

Andi se acarició la nariz. No le había contado a nadie que se iba. Lo habría considerado una traición hacia Jake. Preferiría que los demás descubrieran que se había ido.

—No puedes irte a Nueva York sin mí —dijo Livia poniendo los brazos en jarras—. Fui yo la que te hablé de ese trabajo.

—No dijiste que te interesara.

—Dije que me parecía fantástico.

—Entonces deberías solicitarlo.

Quería irse. Aquella conversación no iba a ninguna parte y no quería confiarle sus secretos a Livia.

—Quizá lo haga —replicó Livia entornando los ojos.

Andi forzó una sonrisa.

—Guárdame uno de esos volovanes, ¿de acuerdo?

Livia arqueó una ceja y se marchó.

¿Quién se encargaría de elegir los menús y decidir cómo se servirían las comidas? Probablemente la cocinera, aunque tenía todo un temperamento cuando estaba bajo presión. ¿Quizá Livia? No era la persona más organizada del palacio y en varias ocasiones había perdido la oportunidad de un ascenso. Seguramente ese era el motivo por el que quería marcharse.

Fuera como fuese, no era su problema y Jake encontraría enseguida a alguien que la sustituyera. Se le encogió el corazón, pero respiró hondo y se encaminó por el pasillo hacia el vestíbulo. Los primeros invitados estaban llegando, luciendo sus mejores galas y unas joyas impresionantes.

Se alisó los pantalones negros. No era apropiado que una empleada se vistiera como una invitada.

Jake bajó la escalera ante la mirada de todos y comenzó a saludar a las damas con un beso en la mejilla. Andi trató de ignorar el arrebato de celos que la invadió. Era ridículo. Una de aquellas mujeres iba a casarse con él y no tenía sentido enfadarse por ello.

—¿Podría darme un pañuelo? —preguntó Maxi Rivenshnell.

Aquella morena esbelta había hecho la pregunta en dirección a Andi, sin ni siquiera molestarse en mirarla.

—Claro.

Andi sacó un pañuelo de papel del paquete que llevaba en el bolsillo. Maxi se lo quitó de la mano y se lo guardó en uno de los largos guantes de raso que llevaba, sin darle las gracias.

Para aquella clase de gente, ella no existía. Simplemente estaba allí para servirlos, como el resto de criados de sus aristocráticas mansiones.

Un camarero apareció con una bandeja de copas de champán y ella le ayudó a repartirlas entre los invitados. Luego, los dirigió hasta el salón verde en el que el fuego crepitaba en la chimenea.

Jake se movió con soltura por la estancia, charlando con sus invitados impecablemente vestidos. Algunos de ellos habían regresado recientemente después de décadas de exilio en lugares como Londres, Mónaco o Roma, dispuestos a disfrutar del renacimiento prometido de Ruthenia, después de decenios de comunismo.

Hasta el momento, las promesas se estaban cumpliendo. Los ricos se estaban haciendo más ricos y, gracias a las innovadoras ideas empresariales de Jake, los demás también. Incluso los acérrimos antimonárquicos que se habían opuesto a su llegada con protestas en las calles, tenían que admitir que Jake Mondragon lo estaba haciendo bien.

Había abierto mercados para los productos de agricultura y había animado a compañías multinacionales a que invirtieran, aprovechando la situación estratégica de Ruthenia en el centro de Europa. El producto interior bruto había aumentado en un cuatrocientos por cien en apenas tres años, sorprendiendo a propios y extraños.

Andi se irguió al escuchar la risa de Jake. Iba a echar de menos aquel sonido. ¿De veras estaba dispuesta a marcharse? Una repentina sensación de pánico estuvo a punto de hacerle reconsiderar su decisión.

Luego siguió la risa hasta su origen y vio a Jake con el brazo alrededor de una damisela, Carina Teitelhaus, cuya melena rubia caía como una sábana de seda hasta su cintura.

Andi apartó la mirada y se afanó en recoger la servilleta que se le había caído. Desde luego que no echaría de menos verlo con otras mujeres. Jake había bromeado diciendo que estaba intentando convencer a sus poderosos padres para que invirtieran en el país, pero era un ejemplo más de que para él las personas eran meros peones más que seres con sentimientos. Se casaría solo porque era parte de su obligación y ella no podría soportar verlo.

Necesitaba irse aquella misma noche, antes de que lo viera usar su bien entrenada lengua para... La imagen de su lengua la hizo estremecerse involuntariamente.

Por eso era por lo que tenía que irse de allí. No estaba dispuesta a darle la oportunidad de que la convenciera de lo contrario.

 

 

Jake apartó su plato de postre. Ya había tenido toda la dulzura que era capaz de soportar en una noche. Con Maxi a un lado y Alia en el otro, cada una tratando de desviar su atención de la otra, se sentía exhausto.

Andi sabía que le gustaba sentarse junto a una persona conversadora, pero había cumplido su amenaza de sentarlo en medio de las dos víboras más insoportables de Ruthenia.

¿Dónde estaba Andi?

Recorrió con la mirada el comedor. La luz parpadeante de las velas de la mesa creaba sombras y no la veía. Habitualmente se mantenía cerca por si necesitaba algo.

Llamó a una de las doncellas.

—Ulrike, ¿dónde está Andi?

La joven sacudió la cabeza.

—¿Quiere que vaya a buscarla, señor?

—No, gracias, yo mismo la buscaré.

Lo haría en cuanto pudiera librarse de todos aquellos platos. No podía arriesgarse a ofender a ninguna de sus enjoyadas acompañantes, ya que sus padres eran algunos de los hombres más ricos y poderosos de la región.

Una vez que las cosas se calmaran, no tendría que preocuparse tanto de congraciarse con ellos, pero mientras la economía estuviera creciendo y abriéndose un hueco en el mundo, necesitaba de su capital para engrasar la maquinaria.

Ahora entendía por qué los hombres de épocas pasadas habían encontrado práctico casarse con más de una mujer. Ambas eran guapas: Maxi era una sensual morena con un impresionante escote y Alia una elegante rubia de voz aterciopelada. Pero lo cierto era que no quería casarse con ninguna de las dos.

Carina Teitelhaus lo miraba desde el otro extremo de la mesa. Su padre poseía uno de los complejos industriales con más posibilidades de expansión y no dudaba en recordárselo continuamente.

Las mujeres de la nobleza de Ruthenia se estaban volviendo cada vez más agresivas en su lucha por el puesto de reina. Se había comprometido a elegir esposa antes de la celebración del Día de la Independencia de la semana siguiente. En el momento de hacer aquella declaración, la fecha límite le había parecido muy lejana y nadie tenía la certeza de que Ruthenia seguiría existiendo.

Ahora, el tiempo se había echado encima. Tenía que elegir esposa o incumplir su promesa. Todos en la sala estaban pendientes de sus miradas y sonrisas. La mesa del comedor se había convertido en un campo de batalla.

Habitualmente podía confiar en Andi para calmar los ánimos, pero esa noche, lo había dejado en la estacada.

—Si me disculpan, señoritas.

Se levantó evitando encontrarse con sus miradas y se dirigió a la puerta.

La ausencia de Andi lo preocupaba. ¿Y si de verdad se iba? Ella era el ancla que mantenía a flote el palacio en medio de las aguas revueltas de una Ruthenia en transición. Podía encargarle cualquier tarea y darla por hecha sin mayor preocupación. Su tacto y consideración eran ejemplares, y sus dotes organizativas inigualables. No se imaginaba la vida sin ella.

La buscó en su despacho, pero lo encontró apagado. Frunció el ceño. Solía estar allí por las noches, coincidiendo con las horas de oficina de los Estados Unidos.

Su ordenador portátil estaba en la mesa como de costumbre. Esa era una buena señal.

Jake subió por la escalera del ala oeste hasta la segunda planta, donde estaban la mayoría de las habitaciones. Allí, Andi ocupaba un amplio dormitorio en vez de uno de los de la tercera planta destinados a los empleados. Al fin y al cabo, la consideraba de la familia y eso suponía que no podía marcharse cuando quisiera.

Una desagradable sensación se formó en su estómago al acercarse a la puerta cerrada. Llamó con los nudillos y prestó atención a cualquier sonido del interior.

No oyó nada.

Trató de girar el pomo y se sorprendió al abrirse la puerta. La curiosidad se unió a su inquietud. Entró y encendió la luz. El dormitorio estaba tan ordenado como su despacho. Parecía una habitación de un hotel, sin ningún toque personal añadido a la extravagante decoración del palacio. Al ver dos maletas abiertas y llenas, se quedó de piedra.

Era cierto que se marchaba. Se le disparó la adrenalina. Al menos, todavía no se había ido o sus maletas no estarían allí. La habitación olía al perfume que solía llevar. Era como si estuviera allí con él.

Miró a su alrededor. ¿Se estaría escondiendo? Cruzó el dormitorio y abrió de par en par las puertas del armario, esperando encontrarla allí. Pero no estaba y tampoco su ropa.

Se sintió furioso a la vez que decepcionado de que fuera a dejarlo de aquella manera. ¿Acaso no significaban nada para ella los seis años que habían pasado juntos?

No se iría sin sus maletas. Tal vez debería esconderlas donde no pudiera encontrarlas como, por ejemplo, en su habitación.

Una extraña sensación de culpabilidad lo invadió. No le gustaba la idea de que supiera que había entrado en su habitación y, menos aún, de que había tomado sus cosas.

Le había dicho que se iría tan pronto como la fiesta terminase. Siendo como era una mujer de palabra, esperaría a que el último invitado se hubiera marchado. Siempre y cuando la encontrase antes de que eso pasase, todo saldría bien. Apagó la luz, dejó la habitación como la había encontrado y se dirigió hacia la escalera con un mal presentimiento. Las maletas hechas no eran una buena señal y no podía creerse que fuera a abandonar Ruthenia y a él.

—Jake, querido, no sabíamos dónde te habías metido —dijo Maxi al pie de la escalera—. El coronel Von Deiter se ha ofrecido a tocar el piano para que bailemos —añadió alargando el brazo a modo de invitación para que abriera el baile con ella.

Desde que llegara a Ruthenia se había sentido como si formara parte de una historia de Jane Austen, en la que la gente se relacionaba en los salones de baile y cuchicheaba ocultándose tras los abanicos. Se sentía más a gusto en las reuniones de negocios que en los salones de baile y, en aquel momento, habría preferido estar dictándole una carta a Andi que dando vueltas con Maxi por el parqué.

—¿Has visto a Andi, mi secretaria?

—¿La muchacha que siempre lleva el pelo recogido en un moño?

Jake frunció el ceño. Aunque no sabía exactamente cuántos años tenía Andi, no le parecía correcto que alguien de veintidós años se refiriera a ella como «muchacha».

—Sí —dijo arqueando una ceja—, siempre lleva el pelo recogido en un moño.