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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Fiona Harper. Todos los derechos reservados.

VUÉLVEME LOCA, N.º 2443 - enero 2012

Título original: Swept off Her Stilettos

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-414-9

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

CAPÍTULO 1

LA CHICA NO PUEDE EVITARLO

Confesiones de Coreen.

Nº 1. En mi opinión, un dedo meñique no va adecuadamente vestido si no está rodeado por la mano de un hombre… ¡y yo siempre me aseguro de ir impecablemente vestida!

LANCÉ una iracunda mirada al hombre que acababa de entrar en la cafetería. No sólo había estado a punto de hacer que los dos vasos de café que llevaba se derramaran sobre mi mejor vestido de lunares, sino que ni siquiera se había molestado en sostener la puerta abierta para mí.

Probablemente, en su afán por escapar del mal tiempo que hacía en el exterior, ni me había visto.

Sin otra alternativa, traté de abrir la puerta con el codo. No sirvió de nada. Sólo había una forma de conseguirlo. Suspiré, giré ciento ochenta grados y empujé la puerta con el trasero.

Cuando salía a la calle Greenwich alcé la mirada hacia el amenazador cielo. Lo que debería haber sido una tranquila y soleada tarde de verano se estaba convirtiendo en una sombría tarde de diciembre. Afortunadamente, sólo tenía que caminar un par de minutos para encontrarme a salvo antes de que se desatara la tormenta.

El hombre grosero tenía algo más de qué responder. Nadie se quedaría embobado viéndome salir. Nadie admiraría mi trasero mientras me alejaba con la cabeza alta y balanceando las caderas como Marilyn en Con faldas y a lo loco. Había visto la película al menos cincuenta veces antes de llegar a dominar la forma de caminar de su protagonista, y lo menos que merecía era que se apreciaran un poco mis esfuerzos.

Cuadré los hombros y alcé la barbilla. Con o sin hombre grosero, pensaba hacer el viaje de vuelta a la tienda. Había tráfico de sobra para servir de audiencia. Coloqué un zapato rojo de tacón de aguja delante del otro y empecé a caminar.

Giré en Church Street y crucé la ajetreada Nelson Street. Sin embargo, la visión de la ordenada hilera de cremosas casas de estilo Georgiano no me levantó el ánimo aquella tarde. Normalmente, cuando pasaba ante cada tienda y boutique sonreía y saludaba a los dueños con la mano mientras contaba los números de las puertas con creciente excitación. Primero estaba la tienda de productos orgánicos, a continuación la librería de segunda mano, después la panadería pastelería de Susie, con su tentador escaparate, seguida de un restaurante tailandés, el quiosco de la prensa y una tienda llamada Petal en la que se vendía de todo mientras fuera rosa.

Y, finalmente, estaba mi tienda, El armario de Coreen, una tienda de ropa clásica capaz de competir con las mejores de Londres.

Pero cuando entré y di la vuelta al cartel de «cerrado» estaba aún de peor humor.

¡No había escuchado ni un silbido, ni un bocinazo, en todo el trayecto! Aquello era otra novedad. No quería dar crédito a mis recientes dudas, pero aquello no pintaba bien.

–¿Por qué estás enfadada? –preguntó Alice mientras yo dejaba su descafeinado en el mostrador. Mi socia era una de esas mujeres de aspecto etéreo, pelirroja, de tez pálida y esbelta figura. Aunque en el presente no estaba precisamente esbelta. Estaba embarazada de siete meses y, dada su delgadez, el bebé sólo podía asomar en una dirección: hacia fuera. Parecía una pitón que se hubiera tragado mi escarabajo Volkswagen de desayuno.

Destapé mi taza de café y soplé.

–Esta mañana hay algún problema con la población masculina de Londres –dije.

Alice rió. Me conocía demasiado bien.

A pesar de mis intentos de hacer un mohín, sonreí antes de tomar un sorbo de café. Alice estaba apoyada contra el mostrador, masajeándose los hinchados tobillos.

–Pareces echa polvo, Alice.

Ella entrecerró los ojos.

–¡No me digas!

Dejé mi vaso en el mostrador y fui al cuarto trasero. Cuando volví entregué a Alice su paraguas y su bolso.

–Tienes que ir a casa. Llama a Cameron. Puedo ocuparme de hacer el inventario sola.

Alice fue a protestar, pero no se lo permití. Saqué el móvil de su bolso, presioné el botón de marcación rápida del número de su marido y se lo entregué cuando empezó a sonar. Quince minutos después, su adorablemente protector esposo acudió para llevársela a casa, prepararle un baño y consentirle todos los caprichos inducidos por su situación hormonal.

Para eso están los hombres, ¿no?

¡Y no me refería a las náuseas matutinas! Aún no estoy lista para eso. Ni mucho menos. Aunque sí lo estoy para la parte de los caprichos, por supuesto.

En cuanto Alice salió, fui a la parte trasera de la tienda, tomé mi sujetapapeles y me puse a trabajar. Normalmente no suponía una tarea pesada. Me encantaba mi pequeño tesoro de ropa clásica y accesorios. Algunos días llegaba a pensar que era una tragedia tener que abrir la tienda y dejar que otras personas se llevaran aquellas fabulosas prendas. Pero de algo había que vivir.

Me concentré en el trabajo mientras fuera empeoraba el tiempo. Aún faltaba una hora para que la calle se ambientara. Hasta entonces nadie se detendría a contemplar mi maravilloso escaparate, con sus bolsos bordados y sus trajes de noche iluminados desde atrás para realzar su belleza.

Me senté en el suelo de madera, entre las hileras de vestidos, y aparté un mechón de pelo oscuro que se había escapado de mi moño. Tenía que comprobar la lista de calzado que tenía en mi sujetapapeles. Tomé un par de botas de plataforma plateadas para ver en qué estado estaban. Podría haber sentido la tentación de quedármelas pero, aunque a veces me visto así para divertirme, en el fondo soy una chica de los años cincuenta.

Según los estándar actuales, mi figura se considera demasiado llenita, demasiado carente de musculatura visible, demasiado pálida. Mis curvas pertenecen al pasado, a una época en que se consideraba que la figura ideal de una mujer era la de un reloj de arena… ¡no la de una tabla de surf!

Volví a dejar las botas en el estante y tomé unos zapatos de noche con un lazo en la punta. Me quedé un momento mirándolos sin verlos y de pronto recordé que no había marcado las botas en mi lista.

Suspiré. No estaba disfrutando como otras tardes del terciopelo y el satén, de la ropa interior de seda. ¿Qué me pasaba? Había conseguido todo lo que me había propuesto en aquellos últimos años. Él Armario de Coreen era todo un éxito y, gracias a una afortunada colaboración con el marido de Alice, nos habíamos convertido en la nueva tienda de ropa clásica de moda en el sur de Londres.

Además de a los clientes más fieles que había tenido antes en mi puesto de ropa en el mercado, había conseguido atraer a algunos jóvenes que pensaban que la ropa clásica era lo más «chic» del momento, y que estaban dispuestos a pagar fuertes sumas por ella. Había conseguido todo lo que me había propuesto, de manera que, ¿por qué no estaba dando saltos entre las hileras de ropa, dando gritos de entusiasmo, en lugar de estar sentada en el suelo contando el mismo par de botas una y otra vez?

Tal vez se debía a que normalmente hacía aquel trabajo con Alice. Echaba de menos nuestros cotilleos y el placer compartido de encontrar alguna falda fabulosa o alguna blusa olvidada en algún estante. Pero la ausencia de Alice era un síntoma de otro inquietante cambio en mi vida.

En otra época yo solía ser el centro de un grupo de chicas solteras, libres y sin compromiso, pero con el paso del tiempo me había convertido en una rareza. En la actualidad todas tenían pareja y estaban más interesadas en pintar habitaciones para niños que en pintar la ciudad de rojo. Aquello hacía que me sintiera muy sola y abandonada, un estado de ánimo con el que no me sentía nada cómoda. Ya había visto cómo podía afectar el abandono a una persona.

Pero en realidad no estaba celosa ni sentía envidia.

Me probé a mí misma. Imaginé ser la dueña de una casita de ladrillos rojos, una casita en la que me encontraba con el mismo rostro cada tarde, en la que me ocupaba de cocinar, de pagar los recibos… No. No resultaba un plan precisamente atractivo. Era demasiado aburrido, demasiado normal. La gente se marchitaba llevando aquella vida, que sólo podía acabar de dos formas: o los dos miembros de la pareja acababan entumecidos, anestesiados y aguantándose mutuamente, o una mañana uno de ellos despertaba para descubrir el otro lado de la cama vacío y una dudosa nota de disculpa en la repisa.

De manera que no se trataba de un asunto de envidia o celos. En realidad no sabía lo que quería. No lograba identificar la ansiedad que sentía, pero cada vez que la notaba experimentaba un intenso deseo de devorar algo dulce, aunque era consciente de que tampoco serviría para aliviarla.

Bajé la mirada hacia mis pechos, impresionantemente exhibidos por el escote en forma de corazón de mi vestido. Mis curvas afloraron cuando aún era muy joven, y no tardé mucho en darme cuenta de que los hombres eran criaturas muy simples a las que resultaba muy fácil poner a babear con el estímulo adecuado. Unos pechos generosos sumados a un mohín en el momento oportuno podían lograr que una chica consiguiera prácticamente todo lo que quisiera.

Sin embargo, empezaba a pensar que estaba perdiendo mi toque especial, y los acontecimientos de aquella tarde sólo habían servido para acrecentar mis temores. Porque lo cierto era que había un hombre que parecía inmune a mis encantos a pesar de lo mucho que me había esforzado por alentarlo.

Suspiré y miré las botas plateadas. Aún no había marcado la casilla. Aquello me hizo volver a la realidad. Estaba comportándome como una mema. No me pasaba nada. Esa misma mañana, un hombre que estaba detrás de mí había derramado el café sobre su camisa cuando me había inclinado para levantar el cierre de la tienda. Y eso no era precisamente indicio de que estuviera perdiendo mi encanto, ¿no?

Marqué las botas en mi lista y volví a apartar el díscolo mechón de mi frente. Hice lo mismo con mis sensibleros pensamientos.

Ya había hecho medio inventario cuando oí que alguien golpeaba insistentemente la ventana. Traté de ignorar la llamada. Eran más de las siete y el cartel de «cerrado» estaba colgado en la puerta. Era imposible no verlo. Cuando llamaron por tercera vez, me puse en pie, alisé mi falda y me dispuse a echar al intruso. A pesar de comprender la naturaleza obsesiva de algunos de mis clientes, naturaleza que, para ser sinceros, compartía en parte, no conseguir los mocasines adecuados para el baile de fin de curso no podía considerarse precisamente una emergencia.

Pero, al acercarme a la puerta, vi que se trataba de Adam.

–¡Adam! –exclamé mientras me apresuraba a abrir.

Y allí estaba Adam, de pie bajo la lluvia y con una abultada bolsa blanca colgando de un brazo.

–¿Qué haces aquí? –pregunté a la vez que tiraba de él hacia el interior–. ¡Creía que estabas en las profundidades de alguna selva!

–Y lo estaba –contestó Adam mientras trataba de proteger su bolsa de mi efusivo abrazo–. Pero ya he vuelto –dijo, y me dedicó la traviesa sonrisa que solía hacer que la mitad mis amigas solteras me rogaran que les consiguiera una cita con él. La otra mitad se limitaba a abanicarse con la mano mientras murmuraban cosas como «chocolate derretido» y «ven con mamá».

Por supuesto, nunca había organizado una cita para ninguna de mis amigas con Adam. No es que no sea buena amiga, pero la situación tenía el potencial de volverse demasiado complicada. Más de una chica me había acusado de ser un poco territorial en lo referente a Adam, pero en realidad no era más que el anticuado instinto de conservación.

Tras cerrar la puerta, aspiré un delicioso aroma a especias y miré la bolsa que sostenía.

–¡Has traído comida china!

Adam asintió y dejó la bolsa en medio del escritorio.

–Al no localizarte en casa he llamado a Alice y me ha dicho que estabas aquí haciendo inventario. He supuesto que estarías muerta de hambre.

Adam Conrad es una de mis personas favoritas en todo el mundo. Y no sólo porque posea una especie de radar interno que hace que aparezca con comida en el momento más oportuno; resulta aún más extraño que lo haga con la comida adecuada. Nunca trae comida india cuando estoy de humor para pizza, o kebabs cuando me apetece comida tailandesa.

Adam abrió los ojos de par en par cuando saqué una chillona cesta de picnic rosa de un estantería.

–Existencias sobrantes de la tienda de al lado –expliqué mientras abría la cesta–. ¿Rosas o margaritas? –pregunté mientras señalaba los platos.

Adam arrugó la nariz. No había dejado de sonreír, pero se las arregló para hacer una mueca mientras se sentaba. A veces pienso que su cara está hecha de goma. No puede ser natural sonreír tanto.

–¿No puedo comer directamente del cartón? –preguntó, esperanzado. Al ver que yo negaba enfáticamente con la cabeza, suspiró y se dejó caer en el viejo sofá que tengo en el despacho–. Elige tú. El que te parezca que vaya a diluir menos mi atractivo masculino.

Di un bufido.

–En ese caso, te daré las margaritas –dije con una traviesa sonrisa.

Adam se limitó a elevar una ceja y a sonreír aún más. Es imposible enfadar a Adam. Da igual lo pesada que me ponga; ni se inmuta. Solía molestarme no lograr irritarlo, y puedo asegurar que me pasé años intentándolo, pero en la actualidad agradezco que tenga un carácter tan despreocupado. Sé que tener un amigo capaz de aguantarme las veinticuatro horas del día es un regalo del Cielo.

Empezamos a comer con nuestras cucharas y tenedores rosas mientras nos poníamos mutuamente al tanto de lo sucedido durante el pasado par de meses. Normalmente no pasamos tanto tiempo sin vernos, pero Adam ha estado fuera trabajando, aunque, más que trabajar, opino que ha estado de vacaciones. ¿Cómo puede considerarse un trabajo serio trepar a los árboles y juguetear con trocitos de cuerda y madera? Eso es lo que hace Adam. Y encima es capaz de hacer la declaración de la renta con expresión seria.

–¿Estás bien? –preguntó de pronto.

Lo miré.

–Estoy bien.

Adam frunció ligeramente el ceño.

–Para ser tú, has estado desacostumbradamente callada. He logrado pronunciar varias frases seguidas sin que me interrumpieras. Y no dejas de suspirar.

–¿En serio? –mi voz sonó distante incluso a mis oídos. Pero decidí darle largas. No estaba preparada para hablar con Adam sobre lo que me preocupaba–. Mi abuela me dijo el otro día que piensa que mi reloj biológico se ha puesto en marcha.

Como esperaba, Adam rompió a reír. Yo me crucé de brazos.

–Sólo son tonterías –dije mientras simulaba sentirme irritada, con la esperanza de que picara el anzuelo–. Aunque tuviera un reloj, cosa que realmente dudo, no puedo escucharlo… y supongo que soy yo la que cuenta en ese guión, ¿no?

–Más que un reloj deben ser unas orejeras –murmuró Adam sin apartar la mirada de su plato mientras seguía comiendo. Creo que estaba contando las bolitas de carne para ver cuántas podía comerse sin que me diera cuenta.

Fruncí el ceño y miré a mi alrededor. ¿De qué diablos estaba hablando? Supongo que debería sentirme agradecida; al menos había logrado distraerlo de mi repentino ataque de desánimo.

Entonces me fijé en una caja de cartón que tenía bajo el escritorio y que estaba llena de prendas para el invierno. Alargué una mano y saqué unas orejeras azules para bebés.

–¿Te refieres a este tipo de orejeras?

–No exactamente. Estaba hablando metafóricamente. Me refería a las orejeras que te pones para no escuchar lo que no te gusta –dijo Adam tranquilamente mientras seguía comiendo–. Creo que también hay unos tapaojos a juego –me miró, entrecerró los ojos y añadió–: El hecho de que no lo oigas no significa que el reloj no esté funcionando.

Arrinconada, decidí que había llegado el momento de dar por zanjada aquella tonta discusión.

–La abuela se equivoca. Mi reloj biológico no está en marcha –declaré enérgicamente –Al menos eso dices tú –Adam sonrió tranquilamente, tomó las orejeras y se las puso.

Traté de hacerle ver lo equivocado que estaba, de asegurarle que seguía siendo la impredecible y nunca encasillada Coreen de siempre, pero Adam siguió comiendo mientras sonreía y asentía.

–¡No puedo escucharte! –dijo a la vez que señalaba las orejeras.

Sentí ganas de arrancárselas de la cabeza y dárselas de comer, pero me contuve.

Finalmente, se quitó las orejeras y me las entregó con una traviesa sonrisa en los labios.

–No, no me lo creo –dijo–. A ti te pasa algo, y no tiene nada que ver con ningún reloj.

Mantuve la mirada fija en mi plato sin decir nada.

–Si fueras otra mujer pensaría que la causa era un hombre, pero sé de buena fuente que Londres está lleno de hombres a los que nada les gusta más que seguirte como perrillos falderos dispuestos a saltar cada vez que chasqueas los dedos.

Le dediqué una mirada fulminante.

–¿De buena fuente? –repetí.

No quería ni saber de dónde había obtenido aquella información sobre mí. Probablemente de alguna chica celosa que quería fastidiarme. Me sucede a menudo.

–Concretamente de ti. Así me lo hiciste saber orgullosamente hace un par de años, la noche que se estropeó la furgoneta de Dodgy Dave cuando regresábamos de un desfile de moda y tuvimos que esperar horas a que llegara la grúa.

Supuse que era cierto. Ésa es la clase de cosas que soy capaz de decir cuando estoy especialmente satisfecha conmigo misma, cosa que puede muy bien suceder tras un exitoso desfile de moda. Pero no esperaba que Adam fuera a recordármelo, aunque fuera cierto. Sólo tenía que chasquear los dedos para que una jauría de perrillos falderos acudieran a mi lado. Era muy satisfactorio. A veces lo hacía sólo por el placer de ver sus anhelantes caras, no porque necesitara algo.

Adam se apoyó contra el respaldo del sofá y me dedicó una mirada mezcla de diversión y cautela.

–¿Qué pasa? –pregunté, irritada–. ¡No te quedes ahí mirándome sin decir nada!

–De repente lo veo todo claro –Adam asintió lentamente varias veces.

Tuve la horrible sensación de que me había descubierto. Pero, en lugar de burlarse un poco de mí y hacer una broma, se había puesto terriblemente serio. Por una vez, quise que se riera de mí.

–Así que por fin has encontrado un perrillo faldero que no está dispuesto a seguirte la corriente.

CAPÍTULO 2

APOYA TU CABEZA EN MI HOMBRO

Confesiones de Coreen.

Nº 2. Era de esperar que ya me hubiera aburrido del efecto que causo en los hombres, pero debo reconocer que sigue divirtiéndome tanto como antes. El día en que me aburra, más vale que me vaya retirando.

ADAM alzó la mirada hacia el techo con expresión aún seria.

–Ahora ya sabes lo que sentimos el resto de los mortales –dijo, y a continuación rompió a reír.

Normalmente, la risa de Adam resulta cálidamente reconfortante, pero en aquella ocasión sonó seca y vacía, y me puso de mal humor.

–No hace falta que te pongas tan paternalista conmigo –protesté, y me salió un gallo.

Las risas de Adam arreciaron.

Me levanté, roja de tensión, y Adam tuvo la audacia de hundirse aún más en el sofá, sin preocuparse en lo más mínimo por cómo me estaba haciendo sentir.

–Estás totalmente equivocado –añadí mientras tomaba mi tenedor. No pensaba darle la satisfacción de estar de acuerdo con él.

En cualquier caso, a nadie se le ocurriría calificar a Nicholas Chatterton Jones de «perrillo faldero». Era un hombre elegante y digno, como uno de esos esbeltos perros de caza con un sedoso pelaje gris y auténtico pedigrí.

Suspiré. Sólo pensar en su nombre hacía que me derritiera por dentro. Era la clase de hombre con la que soñaba toda chica: rico, atractivo, cortés y desenvuelto… Y yo estaba totalmente colada por él. No estaba segura de que fuera «amor». Eso parecía un poco dramático. Pero si los síntomas eran soñar despierta con él y buscar información sobre él en Google cada hora, no debía andar muy lejos.

–Lo estás haciendo de nuevo.

–¿Qué? ¡No he hecho nada! –protesté, pero enseguida me di cuenta de que acababa de suspirar–. Déjalo ya, ¿vale? No es asunto tuyo.

Adam tampoco era un perrillo faldero; era un chucho. Peludo y adorable, cierto, pero probablemente te pegaría sus pulgas si te acercabas mucho a él.

Y había dado en el clavo con su estúpido comentario.