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la creación literaria

Luis Spota

Sobre la marcha

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siglo xxi editores, méxico
CERRO DEL AGUA 248, ROMERO DE TERREROS, 04310 MÉXICO, DF
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siglo xxi editores, argentina
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anthropos editorial
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PQ7297.S76

A6

2017 Spota, Luis

Novelas / Luis Spota. — Ciudad de México : Siglo XXI Editores, 2017.

2,758 p. – (La costumbre del poder)

Contenido: v. 1. Retrato hablado – v. 2. Palabras mayores – v. 3. Sobre la marcha – v. 4. El primer día – v. 5. El rostro del sueño – v. 6. La víspera del trueno.

ISBN: 978-607-03-0854-3 (volumen 3)

1. Literatura mexicana – Siglo XX. I. t. II. ser

primera edición, 2017

© siglo xxi editores, s.a. de c.v.

isbn 978-607-03-0826-0 (obra completa)
isbn 978-607-03-0854-3 (volumen 3)

derechos reservados conforme a la ley

a doña María
a don Luis

Corrió la mala fama,
de que soy procaz y escandaloso.

Serguei Yesenin

…asombrado aquí de mi poder y de la riqueza de la vida…

Juan Carlos Onetti

Aprendió a caminar sin dejar
huellas en la arena. Habló
en una lengua muerta.
Pero sus pasos fueron rastreados.
Impuestos a los niños del país
sus dichos.

Carlos Martínez Rivas

…el saqueo consciente de la realidad real para la edificación
de la realidad ficticia.

Mario Vargas Llosa

Y cuántas veces hemos razonado
de que la rebeldía contra un sistema de cosas
impuesto
a través
de asesinos alquilados
investidos
de infinitos poderes,
nos dignifica.

Roberto Sosa

Porque el tiempo político es el tiempo total del hombre.

Petras Kuropulos

PRIMERA PARTE

El futuro vendrá de un largo dolor
y de un largo silencio.

Cesare Pavese

I

1

Habían almorzado en el pequeño refectorio exagonal, de paredes rugosas sin adornos pintadas de blanco. Cuatro o cinco días de la semana, Gómez-Anda prefería tomar sus alimentos ahí; podía hablar en voz baja y escuchar, como si las recibiera en el confesionario, las palabras de quienes con él charlaban. Después del café, que él personalmente preparó, había elogiado lo lindo de la clara luz que veían bajar sobre el jardín, y doblando la servilleta en sus pliegues exactos había propuesto que salieran a “estirar las piernas”; a disfrutar de ese aire puro y fresco, abundantísimo, que ya no se conseguía en la ciudad.

Un pavorreal desplegó el lujo de sus plumas y abandonó el sendero por el que avanzaban: al centro, el señor presidente; a su izquierda, el director del Partido Unificador Revolucionario, Plutarco Canto, y a su derecha, traje gris Oxford, el candidato a la presidencia de la República, Víctor Ávila Puig, exministro de Industrias y Desarrollo, doctor en Ciencias Económicas por la Universidad de Londres. A lo lejos, alzó la cabeza una cierva madura, de nariz húmeda y atentos ojos oscuros; más cerca, delató su presencia un agente de la policía política; lo vieron recatarse tras la copia, en amarillento mármol nacional, del David, de Miguel Ángel. Algo le llamó la atención al presidente. Se detuvieron y tomó una rosa roja casi negra que por un momento fue una copa llena de sangre entre sus dedos. Produjo unas sílabas en latín, que no entendieron: nombraban una variedad mexicana, síntesis de infinitas cruzas, aciertos y fracasos. La flor era bella, aunque la afeara el apellido de un prócer.

—El arte verdadero sólo se encuentra en la naturaleza, ¿verdad? —dijo.

—Así es, don Aurelio.

—La política es un arte; mas, ¿un arte verdadero?

Por un momento, Canto se mostró perplejo. Inquirió:

—¿Cuál es su opinión, señor presidente?

Aurelio Gómez-Anda, conocedor de hombres al que la vida se le había ido haciendo vieja en el cuerpo, le buscó los ojos al candidato mientras retiraba los dedos para que la flor siguiera reposando sobre el tallo.

—La suya, doctor Ávila, ¿cuál es?

—La mía, señor, es la que usted apruebe… —y sonrió, al parecer en plan de broma.

Ese alzamiento de la ceja de Gómez-Anda, ¿fue un reproche o sólo una sorpresa? Siguió caminando, sacerdotal y silencioso. Sus silencios, ¡cómo eran significantes sus silencios! Plutarco Canto sacó un tubo de pastillas de menta. El presidente rehusó la que le ofrecía: no deseaba, expresó, perder el sabor del café serrano con granos de anís que había bebido.

—¿Qué ha resuelto sobre su gira, doctor Ávila? —quiso saber cuando volvían a la casa.

—La haré en tren, señor presidente.

Gruñó algo. Un “Hmmm’’, que nada decía o que todo lo reprobaba:

—¿En tren?

—Así es, señor.

Intervino Plutarco Canto. En mucho tiempo no había oído a nadie decir semejante absurdidad: ¡una gira política, una campaña de propaganda electoral en tren!

—Será muy complicado organizar un viaje así. Muy costoso, además, y sobre todo, ya casi no tenemos tiempo…

El menos sorprendido parecía ser Gómez-Anda. Se había enlazado las manos a la espalda, y con los hombros un poco hacia adelante, caminaba despacio, mirándose la punta de los botines de charol negro y reluciente.

—¿Hay alguna razón, doctor, para que prefiera usar el tren en esta época de aviones y helicópteros? —preguntó, y Ávila Puig dijo llanamente:

—Los trenes me gustan, señor —porque no quería confesar lo mucho que lo aterraban los aviones y, más, los helicópteros.

Endureció el gesto Plutarco Canto. Ávila Puig lo había tratado poco (apenas dos semanas) pero había aprendido a reconocer, por el tono algo brusco en que hablaba, cuando estaba impaciente o de mal humor. Dijo:

—Será bueno, doctor, que vaya poniendo de lado esa idea de recorrer en tren el país… Los ferrocarriles no ofrecen garantía de seguridad ni de puntualidad. Así que…

Gómez-Anda le quitó la palabra. Su rostro, mapa de arrugas, se iluminó con la sombra de una sonrisa. Tuvo un acceso de hipo; dijo, “perdón”, y comentó:

—Si el doctor Ávila pide hacer su campaña en tren, en tren la hará, Plutarco. Es su deseo y también su derecho…

Picado, el director del Comité Ejecutivo Nacional (CEN) del Partido Unificador Revolucionario (PUR) preguntó, no dirigiéndose al candidato, sino al presidente:

—Entonces, señor, ¿cancelamos el pedido de aviones y demás equipo que había hecho…?

—No… Ese equipo va a ser usado. Ocurre, ¿verdad, doctor?, que nuestro candidato quiere visitar a los conciudadanos del interior preferiblemente a bordo de un tren, por tierra, como en los viejos tiempos…

Era evidente que Gómez-Anda tomaba el bando de Ávila Puig y le concedía su total aprobación. Ése, irrisorio, parecía ser el primer triunfo sobre el Partido (ese organismo de seres invisibles y poderosos que es el Partido) que el candidato obtenía. Plutarco Canto asintió. Disciplinado, acataba sin argüir la orden superior.

—He pensado, señor —explicó Ávila Puig al mandatario y, también, sonriéndole, a Canto— que me gustaría usar el Tren Azul, si es que no hay inconveniente…

Habían llegado, de vuelta, al pórtico posterior de la casa presidencial. Don Aurelio, cruzados ahora los brazos a la altura del pecho, movía la cabeza, lenta, afirmativamente, como si pensara. Quizás eso estuviera haciendo.

—Era un hermoso tren, el Tren Azul que usaba el Señor Presidente don Antioco Páez.

—También lo creo, señor —manifestó Ávila Puig, todo él recuerdos; todo él infancia y cierto día detenido desde entonces en su memoria.

Plutarco Canto era una cólera. No sólo ese pendejo candidato que les había impuesto don Aurelio pedía un tren sino que había de ser, precisamente, el Tren Azul –una reliquia de los tiempos más agitados del país; de esos que eran, de tan remotos, los de la prehistoria de estos días–. Aventuró un temor, que quizá resultara cierto:

—Supongo que el Tren Azul ya no existe. Hace tantísimos años…

El presidente Gómez-Anda volvió a cabecear:

—Si no recuerdo mal, la última vez que el Tren Azul corrió fue despuecito de terminada la segunda guerra mundial…

—Exactamente —lo secundó Canto—. Para estas fechas lo habrán machacado para hacerlo chatarra…

—Hay que buscarlo y arreglarlo —dijo Ávila Puig, enérgica la sonrisa.

—Sí, eso —comentó Gómez-Anda—. Hay que buscarlo, Plutarco. Arreglarlo, si está averiado. Ponerlo en condiciones de servicio, ¿eh?

—Si es que existe…

Gómez-Anda tomó por el antebrazo derecho al hombre que había escogido, entre varios, para que fuera sucesor suyo: continuador de su política, guardián de sus bienes, protector de la tranquilidad en que necesitaba (y deseaba) vivir con su esposa Armandina los años finales de su vida ya larga. Le oprimió la muñeca como si le hiciera una promesa:

—Exista o no el Tren Azul, doctor Ávila —fueron sus palabras—, nuestro querido Plutarco lo encontrará… Pediré al gerente de las líneas; el amigo Otelo Popoca Taylor, que acelere los trámites para que su tren quede listo a tiempo… ¿Le parece bien…?

—Gracias, señor… Me imagino —comentó Ávila Puig— que resultará para todos interesante romper un poco la rutina de las giras… A la gente le gustará ver llegar el tren y en éste al candidato que va a entregarle una poca de esperanza…

Sonreía Gómez-Anda. ¿Porque le gustaba lo que había dicho Ávila Puig o porque lo divertía oírlo hablar como si estuviera ya en campaña? Plutarco Canto tenía agrio el gesto. A los muchos que ya lo agobiaban, añadía don Aurelio un problema más. ¿Dónde puñetas estarían, si es que aún estaban, los despojos de ese Tren Azul que usaron generalísimos y presidentes, caudillos y reformadores de la patria?

—Ojalá Popoca Taylor sepa siquiera que un Tren Azul existió alguna vez —resopló, torvamente.

Retiró Gómez-Anda la mano que había mantenido apoyada en el brazo-báculo de Ávila Puig. En sus ojos había una suerte de tristeza; una expresión parecida, le ocurrió pensar a Víctor, a la que velaba el ojo redondo y abierto de su madre, doña Elena Puig de Ávila, en las últimas jornadas de su agonía. ¿Acaso la muerte se asoma así por los ojos de los viejos? En cambio, una sonrisa de hombre que se divierte fluctuaba en sus labios:

—Si ya no existiera el Tren Azul, doctor Ávila, nuestro eficaz Plutarco, para el que no hay imposibles, le construirá uno. Vaya tranquilo: tendrá el Tren Azul que desea…

Le dio un abrazo y abrevió así la despedida. A partir de ese momento, Plutarco Canto y los innumerables miembros anónimos de los equipos de trabajo, entrarían en continuo contacto con el candidato; a partir de ese momento, con la habilitación del tren y la aprobación, en sus líneas generales, del Plan Básico de Gobierno (PBG) para el Quinquenio Ávila Puig, se iniciaba, en su fase más importante, la campaña electoral que culminaría en las urnas, cinco meses más tarde, con el triunfo del joven hombre que ahora partía, seguido por un cardumen de agentes de seguridad, de la residencia de Los Arcos, la casa del presidente, de la que sería inquilino al final del año…

2

Don Aurelio hizo “la sopa” y en la sala de juegos, como en el fondo de una caverna, reverberó el toc, toc, de las fichas del dominó al mezclarse. Abrió con doble-cinco. Plutarco Canto, lleno de gases el vientre, estaba incómodo, sin ganas de jugar; pero cuando el presidente dice: “Siéntate y echemos una mano”, su palabra ha de obedecerse. Arrimó un cinco-dos.

—¿En verdad quieres que le busquemos el Tren Azul al candidato? —Viejo amigo del señor, cuando estaba a solas con él Plutarco Canto se permitía la confianza de tutearlo.

Los quevedos claros casi en la punta de la nariz, atenta la mirada a las fichas que protegían sus manos, el presidente de la República tosió antes de responder:

—Eso dije, Plutarco; eso haremos: darle el tren que pide.

Fue una ficha dura el dos-seis que propuso Gómez-Anda y como no tenía otro cinco, Plutarco Canto (que además no jugaba con talento) hubo de pasar.

—El tren, sea azul, verde o del color que fuera, no es mayor problema, Aurelio… La carajada es moverlo: miles de kilómetros recorridos sobre una tortuga… No sé cómo vamos a hacerle.

—Como lo hagas, es cosa tuya, Plutarco; pero hay que hacerlo.

—¿Y si le hicieras ver lo engorroso que resultará manejar todo lo relativo al tren; lo caro y lo lento de las maniobras, tal vez…?

La mirada que Gómez-Anda lanzó al rostro del Jerarca Mayor del Partido Unificador Revolucionario carecía, en ese momento, de cordialidad: era dura, de hueso o de piedra; como un plomo; inapelable.

—El doctor Ávila Puig es quien ahora toma las decisiones en los asuntos de su campaña, Plutarco. Es algo que no debes olvidar. Si tiene la ventolera del tren, pues, a darle gusto…

Porque sus fichas eran superiores y más variadas, y porque era un maestro en el dominó, la partida se fue del lado de Gómez-Anda. Triunfo, ése, que no le satisfizo. Lo estimulaba la oposición sobre la mesa, aunque no la permitía en la política. No insistió en que jugaran más. Ahora que empezaba a sobrarle el tiempo que estaba ya faltándole a Ávila Puig, don Aurelio podía permitirse el placer de una siesta temprana. Leería más tarde; vería los noticieros de la televisión a las siete y media; quizás empezara a anotar sus recuerdos: sustancia de un libro de Memorias que estaba tentado a escribir.

—En los bancos oficiales, en las descentralizadas, en algunos ministerios, tengo ya conseguidas, y pintadas de blanco, veinte o treinta unidades de vuelo… Será un desperdicio no usarlas.

—Consérvalas, Plutarco. Aunque no lo creo, podría ocurrir que nuestro candidato se decidiera a última hora a dejar el tren en paz…

Se había levantado el Presidente. A la distancia, esfuminado entre la luz de las dos ventanas, aguardaba el ayudante de guardia: un teniente de Estado Mayor, jovencito. Con la confianza de un trato de veintitantos años, Plutarco Canto se atrevió a lo que muy pocos tenían derecho: a hacerle una pregunta directa, la más directa que a Gómez-Anda podía plantearle en esos días.

—Teniendo hacia el final a tres o cuatro aspirantes a la Presidencia, ¿por qué preferiste al doctor Ávila, el más tierno de todos ellos?

Aurelio Gómez-Anda, presidente de la República los dos últimos lustros; político profesional que sólo mostró brillo cuando llegó a Palacio y ocupó Los Arcos, sonreía. No respondió directamente. Cruzaban la sala de juego y volvían al área de las oficinas a través de estancias silenciosas, alfombradas, puestas casi en tinieblas por espesos cortinajes. Olía a incienso el aire inmóvil. Habló de la diferencia, “sutil pero importantísima” que existe entre el que elige La Política como profesión “para toda la vida”, y el que es elegido para gobernar un país.

—Un político, tú lo sabes, Plutarco, dispone de todo el tiempo del mundo para formarse, para madurar, para aprender… ¿Si?

—Sí.

Se detuvieron ante la puerta de su despacho privado, que otro ayudante había abierto antes de, discreto, desaparecer.

—Pero un presidente, y mucho más: un candidato a presidente, está obligado a hacerse a sí mismo, a madurar y a aprender, sobre la marcha… Ávila Puig está en ese caso; por eso, Plutarco, sabrás cuidármelo…

—Se le cuidará, como ordenas… Pero sigues sin decirme por qué, de los de La Lista, preferiste a don Víctor…

Suspiró como si recordara los meses, las semanas, los días y las noches, las horas de titubeo e incertidumbre; de reflexión y temor, que hubo de conocer antes de pronunciar las palabras mayores que iban a cambiar el destino, personal y político, de un hombre y, quizás, alterar el destino histórico del país; sonrió, aliviado porque ya ninguna otra responsabilidad política o moral así de grande lo sofocaría en el futuro. Tal vez le gustó la pregunta, la insistencia, de Plutarco Canto, el número dos en la jerarquía del Partido.

—Lo escogí, Plutarco, porque de todos los de la lista fue el que, a mis ojos, mejor resistió el análisis… Lo escogí, además, porque estoy convencido, muy convencido ya, de que al doctor Ávila Puig, pese a su juventud y a su relativa inexperiencia, le sobra lo que hay que tener para sentarse en La Silla: cabeza, corazón y cojones… —y a medida que iba diciéndolo se tocaba con la palma de la mano, la frente, el pecho y el arco entre las piernas.

3

Aunque se cuidó de comentarlo, el coronel Tiberio Damasco consideraba que había sido “una peligrosa estupidez” de Ávila Puig haber hablado con las curiosas reporteras del programa Uno para todas sobre sus aficiones, costumbres, rutinas y manías. Estuvo bien que hubiese aludido a su gusto por nadar tres mil metros estilo crawl cada día, o que mencionara a Rito Vallejo, un epígono de los ingenuos del XIX nacional, como su pintor predilecto, o que bebía dos tazas de café negro antes de las del desayuno. Nada de eso afectaba la seguridad de su vida, de la que Damasco era responsable ante el presidente y Noé Medina-Albert, que le había conseguido el cargo de jefe de ayudantes; estuvo mal, muy mal, que el candidato les hubiese dicho que por las mañanas, entre ocho y nueve, visitaba la tumba reciente de su madre en el Cementerio Civil, pues, a partir de la del lunes, la ruta entre el suburbio de Miraflores donde vivía, y el viejo camposanto, en el extremo nororiental de la metrópoli, se vio invadida por cientos y luegos miles de personas que buscaban presentarse a él; abordarlo en solicitud de algún favor o de alguna gracia, o, simplemente, saludarlo.

Dos días permitió Ávila Puig que a su Olid-Special lo acompañara, por tierra, una ostentosa caravana de autos escolta y, por aire, un helicóptero. Canceló, al tercero, tal operativo de protección.

—Hay que ser absolutamente discretos, coronel. Nada de pistoleros rondándome; nada de coches que se pasen los altos, y de patrullas que asusten a la gente.

El coronel Tiberio Damasco, blanco, rubio casi albino, parpadeó sorprendidamente detrás de sus espesos anteojos verdes –dos agujeros oscuros en su rostro de yeso:

—Señor, la seguridad…

—Prodúzcala como quiera, coronel, pero no en esa forma.

Damasco ideó otro operativo igual de eficaz, pero tan discreto como Ávila Puig exigía: todos los amaneceres, a partir de las cinco, doscientos/trescientos de los hombres a sus órdenes, eran apostados a lo largo de la ruta que seguiría el candidato; una ruta que cada mañana sufría modificaciones con el propósito de confundir a algún eventual agresor. Esos doscientos/trescientos policías vestidos de paisano, con botoncitos de identificación en la solapa, armados con pistolas y metralletas, provistos de potentísimos equipos de radio, velaban azoteas y ventanas; zaguanes y entresuelos, de las casas y los edificios ante los cuales iba a cruzar, conducido por Luis García, el coche del candidato. Los guardianes del Más-Importante-de-los-Políticos permanecían en sus puestos hasta que pasaba de vuelta a Miraflores o rumbo a la Avenida de los Libertadores donde tenía sus oficinas particulares el señor. Esos sesenta minutos resultaban para Damasco no sólo los primeros de trabajo, sino los más amargos del día porque eran en los que más desprotegido quedaba Ávila Puig.

Antes de salir, despachó con Paco Spínola, el ubicuo economista secretario particular; aprobó el programa de su visita a la provincia de Villaclara que le presentaba el gobernador Paracelso Espíritu; se dejó fotografiar con los fundadores del grupo de boy-scouts del que era guía honorario y, después, con los que componían el “Club de amigos de Ávila Puig en Miraflores”; llamó por teléfono a Laura Kraus: se enteró por ella de que la nena sufría un leve catarro; ya para salir, se despidió con uno de los corteses besos formales que acostumbraban, de su esposa, Isabel Vértiz. El director de Relaciones Públicas, Horacio Allende, había llegado temprano y discutía con Ciro Mauritius, el inestimable vecino a cargo de los asuntos especiales, la lista de las audiencias, no políticas, que esa mañana estaba obligado a conceder en la oficina.

Luis García, como si no lo supiera, preguntó:

—¿Al panteón, doctor? —y él, dejándose caer en el asiento junto a Horacio:

—Al panteón, Luis.

Atento, la nuca rojiza como una herida recién cicatrizada, el coronel Damasco ocupó su lugar, al lado de la portezuela derecha del Olid-S. Entre el chofer y él quedó el capitán Juan Robles, el más antiguo de los ayudantes de Víctor Ávila.

De cuando en cuando, voces que no parecían humanas se hacían audibles en el aparato de intercomunicación que el coronel Damasco llevaba sobre las rodillas: una cajita negra no mayor que dos de cigarrillos juntas, de la que sobresalía unos quince centímetros la antena flexible: eran las voces de los hombres numerosos y ocultos que reportaban con un “sin-novedad-mi-coronel Tiberio”, el paso del vehículo por el sector que les correspondía vigilar.

Horacio Allende lo veía sonreír en silencio; lo había visto sonreír, viniera o no al caso, desde que “las corrientes del Partido” se unificaron y don Aurelio le comunicó que él sería el candidato oficial a la presidencia. De pronto lleno de vigor y de optimismo, Ávila Puig le palmeó la rodilla. Iban cruzando uno de los dos largos túneles que se le meten por debajo a Cerro Borrego para comunicar Miraflores con la ciudad. Estaba de buenas. Había dormido bien. Tenía el intestino en orden: ni diarrea, ni estreñimiento. No lo molestaba la jaqueca, aunque a solas había bebido bastante la noche anterior; y por si algo faltara, los “Vaticinios Astrológicos”, del doctor Bertus, prometían para los de su signo, Cáncer, una jornada positiva, placentera, amena.

—Fue muy bueno, Víctor, haber planteado como lo planteaste el asunto del tren…

De todos sus colaboradores, sólo Horacio Allende, amigo, confidente, socio y personero suyo durante muchos años, entendió, justificó, aprobó las razones por las cuales el candidato quería proporcionarse el gusto de realizar, a bordo de un ferrocarril, su viaje electoral. Los otros, incluso Ciro Mauritius (siempre dispuesto a secundar lo que dijera Víctor) y desde luego el suegro Amadeo Vértiz, Isabel, Spínola y Noé Medina-Albert consideraron que utilizar el tren “desaceleraría” la marcha de la gira, complicaría los de por sí complicados mecanismos de la campaña política y terminaría fastidiando la paciencia de todos los que en ella participaran.

—¡La cara de Plutarco Canto…!

—La imagino… Lo importante es que El Candidato ha impuesto, ahora sí incuestionablemente, su voluntad. Del presidente para abajo, ya supieron que la última palabra estás diciéndola tú…

Volvió a palmearle la rodilla. “¿Tomo yo verdaderamente las decisiones que importan, las que conferirán su carácter a mi administración? A la fecha, ocupado como me tienen en desayunos y mítines, conferencias y banquetes, esto es: haciendo política, no he podido participar en la confección del conjunto de programas de trabajo que llaman el ‘Plan Básico de Gobierno’. ¿En manos de quién estoy?, ¿quiénes son los que determinan qué he de hacer, cuándo y dónde? Se me repite: ‘El Partido se encargará de todo, doctor Ávila. Los hombres del Partido están trabajando para usted; usted doctor, concéntrese en lo suyo: forme la imagen que el pueblo espera que usted tenga. Aprenda a lidiar con la gente; a tratar a los que se le acercan: pocos, para dar; todos, para llevarse algo. Déjenos a nosotros, los técnicos, los que sí sabemos, los que no aparecemos ni reclamamos premio o gloria, cumplir con el trabajo grueso: desbastar la realidad, hallar entre muchos que se ofrecen el camino exacto que usted seguirá en los años del porvenir. Usted, doctor Ávila, no se preocupe por nosotros, ni pregunte nuestros nombres. No tenemos rostros ni signos de identidad. Somos El Partido. Omnipotentes, omnisapientes, sin estar en ninguna se nos encuentra en todas partes al mismo tiempo. Constituimos la burocracia del Poder: el nuestro es el verdadero semblante de la máscara. En silencio, alejados de todos, elaboramos programas; redactamos discursos y depuramos estadísticas; elegimos lo que ha de ser dicho; desvirtuamos lo que ha de ser callado, olvidado, censurado. Nadie nos conoce, y ésa es nuestra fuerza. Se ha dicho que somos eternos. Cierto. Estábamos aquí, en las profundidades del Partido, antes de que éste adquiriera el nombre que hoy luce. Hemos manejado dictadores, caudillos, apóstoles, revolucionarios y presidentes, y así seguiremos, doctor Ávila, aunque los individuos que somos este día cambiemos, muramos o, simplemente, dejemos de estar. Otros, iguales a nosotros, ocuparán nuestro sitio y todo, como siempre, como esta mañana en que trabajamos para usted, seguirá. Burocracia del poder, doctor. La máscara –apenas la tenue piel del rostro.’”

4

No sólo estaban esperándolo en los alrededores de la tumba de su madre los pedigüeños de costumbre. Había también, con pancartas y estandartes, retratos y una banda de música, grupos ruidosos de campesinos y una crecida avalancha de verbenos, colonos de La Verbena, la mayor de las villas-miseria del área metropolitana. Al frente de ellos, uno de sus caudillos, Teodomiro Espronceda, exigió, con palabras casi idénticas a las que usaban los políticos profesionales, que se les hiciera la justicia que merecían y que se les sacara de “esa infame prisión”, la Unidad Habitacional Providencia, en que estaban recluidos desde la noche de la matanza perpetrada por los civiles, según órdenes del presidente. La banda tocó dianas en su honor y también en el de Alfonso Videgaray, el alcalde al que Gómez-Anda destituyó para sacarlo del juego político. Fue necesario que Ávila Puig dijera un rápido discurso prometiéndoles todo lo que habían ido a oír que se les prometiera, y que aceptara ir a visitarlos “uno de estos días” y comer con ellos en el lugar donde, contra su voluntad, se le retenía. Escuchó, sin paciencia pero sí con interés, lo que los hombres del campo habían ido a decirle allí porque no les permitían verlo en otra parte, con el pretexto de que se hallaba muy ocupado; se comprometió a recibirlos en sus oficinas de Avenida Libertadores y aleccionó al coronel Damasco para que repartiera entre ellos algunos miles de pesos.

—Esto no puede seguir así, coronel —lo riñó cuando volvían a la ciudad.

—No, señor, pero no podemos evitarlo. A menos que…

Tiberio Damasco se movió en el asiento delantero y le presentó su rostro blanquísimo:

—¿A menos qué, coronel?

—Que no volviera más por acá, señor… Por culpa de la televisión, todo mundo sabe ya dónde encontrarlo a estas horas y…

—¿Quiere decirme, coronel, que fue una pendejada mía haber hablado de…?

Por un instante, se convirtió en una brasa el rostro ancho y carnoso de Tiberio Damasco. Aun después de un rato la sangre insistía en sus orejas enrojecidas.

—Si modificáramos la rutina, señor… La hora de la visita, los días, tal vez…

—Olvídelo, coronel. Ya arreglaremos esto…

Horacio Allende había permanecido dentro del automóvil durante la media hora, o algo más, que Víctor Ávila estuvo fuera de él. Aunque había sido dado de alta por los médicos de la Policlínica Rebul que lo operaron después del atentado que sufrió en un sórdido cuarto del motel Arcoíris, aún no podía moverse con agilidad ni rapidez. A cada dolor (porque los dolores le castigaban intensamente el ano y la zona que le fue dañada por el tubo que le insertaron los matones de Marat Zabala o de quien haya mandado “meterle por el culo Los Papeles Quiroz”), pensaba una nueva forma de revancha. “Algún día, marica, vas a saber quién soy.” Ahora que disponía de medios, personal, recursos y motivos para hacerlo, había iniciado la tarea de acumular información de todo género a propósito del pasado y del presente del ministro de Información y Turismo; información que habría de ser la herramienta de su venganza. Sus relaciones con Ávila Puig (de total intimidad) habían padecido una especie de enfriamiento, aunque no pudiera precisar cuándo y por qué; seguían siendo totales en apariencia, pero no tanto como lo fueron hasta el momento en que Víctor renunció a su cargo en el Ministerio para asumir su responsabilidad como candidato. A la vista de todos, Ávila Puig distinguía a Horacio tratándolo como al mejor, el más cercano, el más discreto de sus amigos. Sin embargo, algo había cambiado entre ellos: por primera vez, Víctor creaba zonas de reserva, a las que no le permitía penetrar o siquiera asomarse. Ya no era él, tampoco, el único que lo acompañaba siempre. Ciro Mauritius, por ejemplo, aunque lo había conocido menos de dos meses antes, participaba ahora, durante más tiempo que él, de la compañía, de la confianza, de la estimación del doctor Ávila. También, Paco Spínola, el faldero que tenía por secretario particular, y aun Noé Medina-Albert, un oportunista que procuraba atraparlo con zalamerías y pequeños actos de sumisión. ¿Celos? Era probable; era posible. Quiso poner a prueba su amistad, su lealtad a la amistad, y le pidió que fuera padrino de bautizo del hijo que iba a darle, en unos pocos meses, la más reciente de sus amigas. Víctor respondió que lo haría con gusto, “si las circunstancias lo permiten”. Tal evasiva lo lastimó más de lo que estaba dispuesto a admitir, de lo que demostraba. Lo sintió, ya, distante, cambiado, insincero con quien, en un momento difícil para Víctor, no dudó en arriesgarse al odio de Isabel Vértiz, y llevó a la pila a la hija bastarda de Ávila Puig y Laura Kraus. “Está cansado. En tensión constante. No es el mismo, conmigo o con los otros, porque no puede serlo ya. Ya no se trata de Víctor y de Horacio. Hoy es Víctor y el resto del mundo. Ha de dividirse. Ha de ser de todos, no sólo de quienes somos amigos suyos de toda la vida… Fabián Martínez me ha dicho que siente que Vic ya no es el mismo, que en estas dos semanas se ha ido, se ha alejado; que no se entrega como antes…”

La casa en la Avenida Libertadores era, a esa hora, como todas las mañanas desde hacía once, el centro de un gigantesco enredo de tránsito: grandes automóviles (tan grandes que sólo podían ser de políticos o de magnates); enormes autobuses decorados con retratos de Ávila Puig; mantas con leyendas partidistas o calcomanías tricolores; camiones de carga rebosantes de campesinos traídos desde las provincias; coches pequeños, motocicletas, guayines, patrullas de la policía, negros sedanes de los servicios especiales ocupados por torvos sujetos que fumaban, mascaban chicle, comían frutas y velaban la seguridad del candidato, y transeúntes, cientos siempre, a veces miles, estacionados, apiñados, curiosos, en las aceras o en el arroyo, contribuían a desarticular, del amanecer a la noche, la circulación en esa parte de la metrópoli.

Con despliegue de fuerza y exceso de autoridad, los civiles retiraron a los que estorbaban el paso del Olid-S de Ávila Puig. Algunas porras lo saludaron; muchas manos propagaron aplausos; innumerables bocas recitaron su nombre. La multitud, como siempre que El Señor llegaba o partía, empezó a formar remolinos, a presionar contra las verjas de esa mansión donde el Partido había instalado las oficinas de la campaña. Aparecieron los gendarmes con sus cachiporras de goma; empellaron a unos cuantos e hicieron retroceder, también como todas las mañanas, a los que montaban esa numerosa guardia inútil.

De mal humor, Ávila Puig entró en el despacho azotando la puerta. Horacio Allende fue a su oficina, donde lo esperaban tres corresponsales norteamericanos. Su gruesa carpeta de Acuerdo apoyada en el pecho, el secretario Spínola siguió a Víctor, temerosamente. Lo vio dejarse caer en el sillón; de un manotazo, tomar el teléfono gris de la Red Privada. Marcar con el índice enérgico dos números.

—¿Coronel de la Peña? Habla Ávila Puig.

—¡Oh!, señor… A sus órdenes.

—Quiero que me haga usted un servicio…

—Diga nomás, doctor…

Un gesto de Ávila Puig rechazó a Spínola que ya acercaba una silla para empezar, escritorio de por medio, su acuerdo matutino con el candidato. Ávila cubrió con la mano la bocina, y le pidió que buscara un ejemplar de la Constitución del 19, acotada por Morales Plancarte. Eficiente, Paco Spínola halló el tomo en el librero situado en el más remoto de los rincones de ese despacho grandísimo, con demasiados muebles que olían, como todo allí, a nuevo, a cosa sin usar. Lo encontró disputando con Rodrigo de la Peña, alcalde interino de la capital desde la noche en que Alfonso Videgaray cayó en la trampa que al ordenarle expulsar a los miles que ocupaban los predios de La Verbena le tendió Gómez-Anda, para quitárselo de encima y cancelar su pretensión de sucederlo en la presidencia.

—Ya sé que es algo desacostumbrado, coronel; por eso se lo solicito como favor personal…

Tonto y tuerto del izquierdo, De la Peña no era hombre de rápidas decisiones. Conocía qué tan violentas solían ser las cóleras del presidente y, así se enemistara con otros, procuraba jamás convertirse en causa de ellas. Y lo que el candidato pretendía, ¡vaya que estaba fuera de orden!

—Si me permite, señor, lo llamaré dentro de cinco minutos. Debo consultar este asunto con la superioridad…

Pesadamente dijo Ávila Puig –y por primera vez desde que lo conocía, Paco Spínola sintió al oírlo que se le erizaba el vello de la nuca:

—La autoridad soy yo, coronel. Más vale que no olvide eso. Ya ha consultado usted conmigo y lo que le ordeno ha sido aprobado. Así que, coronel, lo mandará usted hacer esta misma noche.

—Sí, señor. Se hará. —En la voz del coronel De la Peña había aún cierta reticencia.

Menos áspero ya, de todos modos cortante, sugirió Ávila Puig:

—Si lo desea, puede informarle al señor presidente.

—No es necesario, doctor. Lo ha decidido usted, y eso basta.

5

Personalmente, Ávila Puig eligió el sitio. Le bastaría asomarse a la galería para verla. Le pareció que ésa era una manera, la mejor, de recuperarla; de no sentir que se había ido. Ella habría aprobado que su hijo la trajera de vuelta a Miraflores, donde fue tan feliz que eligió morir allí.

—Empiecen…

Los hombres que habían llegado en la camioneta panel gris, procedieron, sin lastimar innecesariamente el césped, a despejar un rectángulo de dos metros de largo por uno de ancho; después, dirigidos por un capataz, empezaron a cavar en silencio. Pocos eran testigos de la ceremonia. Ávila Puig, conmovido. Isabel, friolenta; circunspectos, Allende, Ciro Mauritius, el coronel Damasco, Domingo, el capitán Robles, Luis García. Cuando se alcanzó la profundidad prevista, los hombres, que eran seis, montaron el aparejo.

—¿Ya, doctor? —preguntó, no sabían por qué, el director de cementerios del Ayuntamiento que iba al mando de la cuadrilla.

—Sí.

Del otro vehículo, una carroza parda, sacaron el ataúd de doña Elena y lo hicieron bajar, lentamente, al fondo de la tierra negra y fresca sobre la que tantos años había paseado. El candidato permaneció allí hasta que el hueco quedó lleno otra vez. Quizá pensó una oración.

—Misión cumplida —dijo en voz baja, como si le diera su condolencia, el director de cementerios.

—Gracias…

Cuando los extraños se hubieron ido en sus dos vehículos, el jardinero de la casa se ocupó en resembrar la grama que había sido removida. Por decisión del señor, un arriate separaría ese lugar del resto del jardín. Luciría las flores que le fueron gratas a la difunta.

De vuelta a la casa, donde aún le esperaban papeles que leer, decisiones que tomar, listas de audiencias que discutir con Horacio y Mauritius, el doctor Ávila Puig iba diciéndose que en Los Arcos haría edificar, cuando a él le correspondiera habitarlos, una cripta para los restos de don Felipe Ávila y de la que fue su esposa y luego su viuda.

“No voy a olvidar a mis muertos; no voy a abandonarlos durante los años que deba vivir allá…”

II

1

Entrevistarse con Narciso Charles no era una decisión que tomara apenas, en ese momento, mientras leía las preguntas que iban a hacerle los corresponsales europeos. Hacía tiempo había resuelto hablar con él, ser por él conocido.

—¿A Charles?

—Sí.

—¿Para qué quieres ver a ese hijo de puta?

—Es un intelectual. Hay que alinearlo con nosotros; pagarle lo que pida…

—¿Olvidas lo que escribió sobre ti, por órdenes de Marat Zabala? Fascista, inepto, desarrollista, instrumento de la oligarquía, mediocre; todo eso te llamó.

—Eran los días de los golpes bajos y se valía. Nosotros dimos los nuestros… Ahora estamos en vísperas de la unificación…

—No veo de qué pueda servirte Charles.

—Haremos que escriba sobre mí lo que nos convenga…

—Lo buscaré…

“A veces, Horacio se pone tonto; exceso de celo, supongo. No sabe olvidar. Tampoco perdonar. One track minded man. Charles fue enemigo nuestro, porque le pagaban por serlo. ¿Será difícil, pagándole también, hacerlo amigo? Si busca acercarse para asegurar otros cinco años su futuro, no veo por qué rechazarlo. Narciso Charles es su propia mercancía y se ofrece siempre, a quien más billetes tenga”, pensó, pues quería atrapar al escritor famoso de otros tiempos, al que no teniendo qué decir llenaba sus libros con palabras, porque se había propuesto conseguir que el presidente Ávila Puig quedara igual en la historia que en la literatura.

—Dile que desayunaremos juntos…

Horacio recogió, ya aprobados los temas por el candidato, la hoja de papel en la que estaban escritas las seis preguntas que debería contestar a la Radio-Televisión Europea. Por lo menos cien millones de personas escucharían, durante quince minutos, las opiniones del buen salvaje que iba a gobernar una confusa república latinoamericana todavía gran exportadora de materias primas, que no acababa aún de encontrar su rumbo.

—Más útil que a tipos como Charles, sería cultivar a los amigos de la prensa, a los columnistas, a los editorialistas, que forman, ellos sí, opinión pública.

Ávila Puig se había levantado. Con cierto esfuerzo, también lo hizo Allende. Un dolor lo paralizó varios segundos: le ardían las cicatrices del recto. Recogió sus papeles. Los colocó dentro de la carpeta de cartulina negra.

—A los amigos de la prensa, no me interesa mayormente cultivarlos por ahora, ponerlos de mi lado —dijo Víctor—. Siempre están del lado del que manda… En un país como el nuestro ¿qué es para la prensa nacional, durante los cinco años de su mandato, El Señor Presidente de la República? Tú me lo hiciste ver: punto menos que Dios; el Ser más adornado de virtudes, más dotado de sabiduría y sentido de la justicia; el mejor informado, El Infalible. A la prensa no hay que atraerla: viene sola. No hay que buscarla: sabe dónde encontrarte…

Estuvo de acuerdo Horacio con lo que Ávila Puig había dicho. Esas palabras, las reflexiones que elaboraba en su presencia, habían sido, antes, suyas. Quiso recordarle:

—No pocos dioses de la presidencia han sido bastante zarandeados por la prensa. Recuerda a don Tito Livio…

—Un cierto sector de la prensa, el menos importante, lo atacó hacia el fin de su gobierno cuando canceló las dádivas y quiso cobrar las deudas que por concepto de papel no pagado había contraído con la administración… La Prensa Grande, la de los Rebul y Mayo del Cid calló, vulnerable, prudente, agradecida… ¿No alguna vez, antes de meternos en este lío en que andamos, me dijiste que la prensa nacional adora cada cinco años a un nuevo Dios Maravilloso: el señor presidente…?

—Lo dije, sí; pero con la prensa, vendida o no, sabes a qué atenerte: es más leal contigo mientras más la corrompes. ¿Puedes tener esa seguridad con individuos como Charles, capaces de negar, si la tuvieran, a su madre?

—Hay que usarlos, Horacio. Sólo eso.

Le dio una palmadita. Había hecho planes para utilizar a Charles y no iba a desecharlos sólo porque Allende los desaprobara. Cierto que Charles, con palabras atroces, lo había infamado apenas su nombre apareció en La Lista de aspirantes a la Presidencia. ¿Quién no se hería, injuriaba e infamaba en esas jornadas en las que varios dóciles títeres manejados por el presidente Gómez-Anda recurrían a todo, lícito o no, con tal de merecer la aprobación final de don Aurelio? Charles, hábil para traicionar si haciéndolo conseguía progresar, o al menos no retroceder, ¿no había dicho acaso, la noche de Miraflores en que murió doña Elena, que el fascista, el inepto, el mediocre, el siniestro pariente de oligarcas, representaba para el país, para el futuro, El Amanecer de la Inteligencia? No tendría que hablar mucho para poner a Charles a servirlo. Había mandado averiguar cuáles eran las debilidades del ensayista de otras épocas, del acólito de éstas, que jamás fracasaba en justificar los excesos de sus amos. Un par de horas con él, un poquito de cultivo a su vanidad, y…

—¿Te urge mucho hablar con él?

—Urgirme, no; pero hay que encontrarlo…

2

Nacido en la provincia de Nueva Castilla; a los ocho años, con sus padres, campesinos sin tierra, emigrado a Estados Unidos; nacionalizado en ese país al que ahora, en sus tardíos treinta, servía en éste como embajador, Simón R. Bravo se alegró de que fuera típico y nacional y no, a la americana: insípido y monótono, el desayuno a que lo había invitado, en Miraflores, el político que conoció en la residencia de Miguel Rebul, y a quien lo unía ya una amistad que lo autorizaba a decir algunas cosas, a sugerir la toma o el rechazo de diversas medidas.

Hacia el fin del desayuno, que compartieron ellos dos solos en el comedor de la planta baja, el embajador Simón R. Bravo entregó al candidato una carpeta, quizá de una pulgada de espesor, en cuyas tapas azules, de cuero o de vinil, podía leerse:

TOP SECRET, CONFIDENTIAL, PERSONAL

Con desconfianza la aceptó Víctor, pero no se atrevió, como tal vez Simón esperaba que lo hiciera, a asomarse al interior de ese rimero de hojas de papel amarillo densamente ocupadas por millares de letras.

—¿Recuerdas, Vic, de qué hablamos la noche de nuestro primer encuentro?

—De muchas cosas, Simón.

—De una en particular. Te dije: “Coge la escoba, y barre con la inmoralidad. Demasiados ladrones llevan demasiado tiempo en la administración. Out! Échalos. Hay que quitarnos la fama de país de bandidos que tenemos”. Palabras más, palabras menos, ésas te dije. ¿Recuerdas?

—Sí.

—Bien. Aquí dentro —procedió a punzar con un dedo la cubierta azul— encontrarás el resultado de una muy cuidadosa investigación. El Who is Who de la Ladronería en el país, en el gobierno…

—¡Ah!… —El candidato, en guardia, miró, algo distraídamente al parecer, muchas de esas páginas que no estaban escritas a máquina como había creído, sino impresas.

—Todo está allí… Todo lo que allí está ha sido checado y rechecado. Facts, Vic: hechos, nombres, fechas, cantidades. Un trabajo que nos costó mucho; que nos tomó tiempo, pero que ha sido concluido afortunadamente en vísperas de que inicies tu administración… Para facilitar la consulta, los capítulos han sido ordenados por temas, por ramos. Mira —Simón R. Bravo interpretó el silencio sorprendido de Ávila Puig como una autorización para proceder. El embajador, que se barnizaba las uñas y olía a colonia algo dulzona, detuvo su índice en la letra G—: This is it… Ésta es la ficha de Ya-Sabes-Tú-Quién…

Víctor se colocó las gafas para leer. Reposaron sus ojos sorprendidos sobre la primera de las once páginas (habría de contarlas más tarde) que los autores de ese estudio, al parecer bien documentado, destinaban al señor G. Había allí una extensísima relación de negocios, algunos muy antiguos, de los días en que el señor G. no rechazaba dádivas a cambio de acelerar trámites burocráticos en las anodinas dependencias gubernamentales donde estuvo oculto varios lustros; otros, más recientes, apenas del mes anterior… Prefirió no continuar. Estaba furioso y fascinado: furioso, por lo que de intromisión en los asuntos de otro país representaba el Estudio que había puesto en sus manos el hombre de Washington; fascinado porque, leyendo esas páginas, conocía en su vergonzosa intimidad las andanzas de muchas de las personas con las que habría de tratar en el futuro: políticos, funcionarios, capitanes de empresa, líderes, periodistas, banqueros, militares. Sin detenerse en ninguno, repasó la lista de nombres. Algunos no merecían más que un párrafo de cinco líneas; otros exigían, Olid y Rebul, con el apéndice de Rafael Balda, por ejemplo, medio centenar de hojas.

Temblorosamente, volvió de la Zeta (“Zabala, Marat. Tempranas tendencias homosexuales. A la edad de dieciséis años, en un proceso que habría de ser anulado debido a las influencias políticas y económicas de su familia, Marat Zabala…”) a la A. Alzó la mirada al no encontrar su nombre.

—¿Y?

—¿Y? —repitió Bravo.

—Ávila Puig, Víctor, no figura.

—Víctor Ávila Puig es nuestro amigo. Los amigos no tienen para nosotros, mientras lo sean, pasado… Al menos un pasado de qué avergonzarse o que pudiera comprometerlos… El tuyo es limpio; limpio como el de pocos…

Sonrió Ávila con una sorna que el embajador no dejó de considerar. Claro que Ávila Puig tenía lo suyo, pero no era cuestión de reprocharle nada mientras no diera motivos; mientras para el State Department no fuera inevitablemente necesario dar a conocer, de un modo u otro, los materiales que componían su biografía de pillaje.

—Si Marat Zabala fuera el candidato, ¿estaría él leyendo mis datos, Simón?

Simón (Rodríguez) Bravo no consideró necesario mentir, o acaso disimular. Era una buena, directa pregunta la que había hecho el futuro presidente; merecía una respuesta igual de buena y directa.

—Probablemente sí, Vic. Al tratar con nuestros países, los de Washington prefieren un fair play que suele parecernos de brutal franqueza… Sí —resumió, pensativo, convencido—, supongo que de haber sido Zabala el escogido, estaría enterándose de lo poco, poquísimo, que se logró averiguar sobre ti…

Domingo les proporcionó más café caliente. Para acompañar la cuarta taza que consumía, y aunque era aún temprano, el embajador aceptó una copa de coñac. Luego, entre dos sorbos, produjo, sacándola de su portafolios, otra carpeta muy parecida por el color de sus pastas a la anterior, aunque más delgada. Dijo que era importante, “muy, muy importante”, que el doctor Ávila Puig leyera esas ciento veinticinco páginas escritas en inglés.

—Las leeré, sí…

—Es un estudio, resumido aunque muy completo, de la verdadera situación económica del país. Aquí hallarás, al contrario de lo que ocurre en los informes oficiales, datos rigurosamente exactos y al día, y pocas palabras… La realidad en los huesos, que es como debes conocerla…

—Gracias… —“¿Habrá quien conozca, en los huesos como este cabrón dice, la realidad del país?, ¿quien sepa cómo andan las cosas, verdaderamente, en el gobierno?”

—Hacia el final leerás lo que para mí constituye lo más interesante: las Conclusiones a que llegaron los analistas económicos de Washington después de evaluar los materiales obtenidos a través de canales bastante más de confiar que los del Estado…

—Sí…

Bravo insistía. Había ido allí a desayunar con el candidato animado por un solo propósito: hacerlo hablar, o por lo menos: que lo escuchara hablar sobre lo que tanto preocupaba a su gobierno: el petróleo. ¿Lograría, con el tiempo, convencerlo de la conveniencia, para su país y para Estados Unidos, de que ya como presidente modificara la política de los hidrocarburos? Una modificación ya estimable, ya importante, sería conseguir que Ávila Puig hiciera más benignas algunas cláusulas, en particular las relativas a las inversiones extranjeras directas en la industria.

—Éstos, Víctor, ya no son los días de César Darío —le recordó, aludiendo al general que nacionalizó la industria petrolera y expulsó, pese a sus armadas y sus grandes presiones a los británicos, holandeses y norteamericanos que la manejaban—. Hay que marchar al paso del tiempo, o un poco adelante, si se puede. Tu gran arma será, si sabes manejarlo, el petróleo…

—Sí.