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la creación literaria

Luis Spota

El primer día

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siglo xxi editores, méxico
CERRO DEL AGUA 248, ROMERO DE TERREROS, 04310 MÉXICO, DF
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siglo xxi editores, argentina
GUATEMALA 4824, C1425BUP, BUENOS AIRES, ARGENTINA
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anthropos editorial
LEPANT 241 -243, 08013 BARCELONA, ESPAÑA
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PQ7297.S76

A6

2017 Spota, Luis

Novelas / Luis Spota. — Ciudad de México : Siglo XXI Editores, 2017.

2,758 p. – (La costumbre del poder)

Contenido: v. 1. Retrato hablado – v. 2. Palabras mayores – v. 3. Sobre la marcha – v. 4. El primer día – v. 5. El rostro del sueño – v. 6. La víspera del trueno.

ISBN: 978-607-03-0860-4 (volumen 4)

1. Literatura mexicana – Siglo XX. I. t. II. ser

primera edición, 2017

© siglo xxi editores, s.a. de c.v.

isbn 978-607-03-0826-0 (obra completa)

isbn 978-607-03-0860-4 (volumen 4)

derechos reservados conforme a la ley

a Elda

…y los que están sentados en las tinieblas y sufren del terrible mal de la memoria.

Juan Marsé

Yo estoy aquí para contar la historia.

Pablo Neruda

Fue pronto un presente y ya es un pasado.

José Ortega y Gasset

Porque los actos son nuestro símbolo.

Jorge Luis Borges

Nada hay que sea de una sola pieza en este mundo. Todo es un mosaico.

Balzac

Quiero morir sin que haya quedado oculta una sola de mis acciones.

Juan José Arreola

…el arte de saber creer en las mentiras.

Cesare Pavese

No sólo tenemos plata: tenemos mando, y eso cuenta.

Mario Monteforte Toledo

¿Tiene acaso la política algo que ver con la moral?

Maurice Joly

El tiempo sólo es tardanza de lo que está por venir.

Martín Fierro

1

Los retratos de la víspera, tan del gusto de Armandina, debieron haber sido arrancados en cuanto el Poder dejó de ser suyo –a partir, supuso, del primer minuto de ese día desapacible por el viento del huracán que desde la madrugada atacaba las costas orientales. “Ayer todavía estaban”, y los recordó, mientras volvía de Palacio a Los Arcos con su mujer, en los muros de los edificios, sobre los grandes paneles en los que se anuncian bancos y cervecerías, fábricas de pan y embotelladoras de refrescos, los buscó ondeando en los mástiles de plazas públicas y jardines municipales. Tampoco los halló en los amarillos postes del alumbrado que definían los meandros de la Vía Rápida de Superficie Presidente Gómez-Anda por la que avanzaba, sin descubierta de motociclistas ni retaguardia de sedanes negros con guardaespaldas, el antiguo Mercedes blanco de don Aurelio. “No esperó mucho para empezar a joderme, el hijo de puta”, y dentro de la boca oyó el rechinido de sus muelas falsas.

Los habían retirado después de la medianoche, y algo más tarde, entre la luz incierta de lo que aún no era día, otras manos (“Mandadas por él; si no, ¿por quién?”), pintaron con estarcidores sobre muros, fachadas y vidrieras de bancos y almacenes las enormes letras rojas

AGA
ASESINO - LADRÓN

que lo ofendían, y que procuraban ignorar, apenados y molestos como si a ellos les fueran dichas, el mayor Pilo Fraga, el único ayudante militar que le habían permitido retener, y el chofer Julio Ortiz, a su servicio desde la época, vieja ya en el tiempo, en que él trabajó en la DIE: Dirección de Investigaciones Especiales del Ministerio del Interior; esas tenaces letras

AGA
ASESINO
LADRÓN

que le salían al paso, no importaba hacia donde mirara; que cruzaban delante de él en los costados de los autobuses; que se alejaban calle abajo, siempre:

AGA
ASESINO - LADRÓN

sangrando en los tranvías; frescas en los cristales de algunos taxis; en el parabrisas de un colectivo; chorreantes, pero legibles, en el flanco de un transporte escolar –y recordó, ¿cómo evitarlo?, aquellos días difíciles, silenciosos como ése, que siguieron a la matanza de mayo cuando se convenció de que no se puede gobernar y padecer remordimientos y dejó de importarle que la borrascosa base estudiantil lo llamara asesino; días de tropas en las calles; de tanques antimotines patrullando el campus universitario; de persecuciones y abusivos cateos, en los que lo acusaban de ser cruel y soberbio, pero en los que nadie todavía alzaba la voz para gritarle ladrón; y luego de abandonar la Vía Rápida Gómez-Anda y de recorrer por cinco minutos la Diagonal César Darío, el chofer obedeció la señal de alto en el crucero con O’Higgins, donde la muchacha de la camiseta deportiva y el ceñido pantalón de mezclilla azul, se acercó al Mercedes y sin mirar a los que iban dentro metió por la ventanilla entreabierta uno de los papeles que estaba repartiendo; una hoja, blanda por efecto de la lluvia, en la que ocupaban su lugar, nítidas, las palabras rotundas:

AURELIO GÓMEZ-ANDA
ASESINO - LADRÓN
¡CÁRCEL!

—Deme eso, mayor…

Pilo Fraga pretendió una desobedencia:

—Es basura, señor.

Hacia arriba la palma, en el anular la alianza de oro, la flaca mano firme de Gómez-Anda reposó sobre el borde afelpado del respaldo:

—Mayor…

Dejó don Aurelio que sus ojos recorrieran las palabras. De nuevo (¿cuántas veces ya desde que El Señor levantó el índice para empezar a ofenderlo en la Cámara, esa mañana?) una espuma de saliva se le hizo amarga en la boca. Buscó para sus hombros el apoyo del respaldo. “Eso no se le hace a un amigo, a uno del oficio.” Empezó a doblar el papel que le había entregado la muchacha. “De haberme reconocido, ¿qué habría hecho?, ¿organizar mi linchamiento con los otros vagos que andan con ella distribuyendo su porquería?” Apretó con rabia lo que era ya el volante: un acordeón no mayor que el timbre postal de cinco pesos con el retrato de Armandina que el entonces ministro de Comunicaciones, Jorge Avellaneda Jáuregui, hizo emitir el año anterior cuando buscaba el apoyo, decisivo, de la Primera Dama para lograr que Gómez-Anda lo designara su heredero a la Presidencia de la República.

Vacía de vehículos y transeúntes; pardas de lluvia y encharcadas en algunos tramos, las calles del barrio al que volvía luego de diez años, le parecían feas, menos alegres y coloridas de como recordaba que eran en aquellos tiempos jubilosos de hacía una década cuando rebosaban de multitudes que iban a visitarlo. Esta mañana de cellisca no había nadie esperándolo, aplaudiéndolo, festejándolo con música de charangas; ni puestos de frituras; ni mantas tendidas de acera a acera, con lemas políticos del Partido Unificador Revolucionario, o frases espigadas de sus discursos como candidato en campaña o como Presidente Electo. Había silencio y puertas cerradas; indiferencia y una anciana atenta a que terminara de pujar sobre un parche de césped el perro chihuahua, esquelético y friolento, que llevaba atado al extremo de una cadena invisible de tan fina. Había, rezumadas también por los poros de los muros, las palabras que venían atacándolo desde que abandonó el recinto parlamentario:

AGA
ASESINO - LADRÓN

Pensó en Armandina, en la mujer que llevaba casi treinta años con él, y le gustó que a esa hora estuviera ya en Puerto Gardenia, con los Servín, y no ahí, padeciendo, como su marido, la cólera de leer la repetida infamia. “Cuando vuelva, la habrán borrado. No sufrirá la pobre esta vergüenza…”

A lo lejos, por encima de los álamos que cerraban la ancha avenida que antes fue la modesta calle de Becerra, reconoció el templo de San Tadeo, con su torre única de sillares rosados que él miraba siempre, por las mañanas, al abrir la ventanita para airear el cuarto de baño de su casa. “Ya estamos aquí”, suspiró. Como si lo creyera dormido, el mayor Pilo Fraga se volvió levemente en el asiento, junto al chofer Quiroz, y dijo:

—Llegamos, señor.

—Hmmm.

La casa de Becerra 82 (o, llanamente: Becerra: clave de políticos y funcionarios, periodistas y gendarmes, para aludir en otro tiempo, a la residencia particular de los Gómez-Anda) era, pensó ahora que volvía a verla después de tantos años, un trozo de merengue abandonado en el centro del espacio que fue parque de estacionamiento para los autos o camiones de quienes iban a visitarlo y también jardín puesto al cuidado de inabordables Guardias de Asalto que impedían su uso al público. “Menos que un merengue: una blanca caca de mosca.” Varios muchachos chapoteaban en un prado pateando una pelota de futbol. Furtiva, en la mano el fulgor de unas tijeras, una mujer saqueaba las rosaledas. ¿Dónde estaban los soldados a cargo de su permanente seguridad?

—No se ve a ninguno, señor…

—Averigüe, mayor, si también a ellos les ordenaron retirarse.

Experimentó un ligero desasosiego. Sin tropa allí, ¿quién le otorgaría la protección armada a que estaba acostumbrado y a la que tenían derecho su casa, su familia y su persona? “Una estupidez mía fue haber permitido que Videgaray hiciera lo que hizo”, y admitió igualmente, como cada vez que pensaba en ello, que no haberse opuesto a ese capricho de Armandina había sido si no el más grave, sí su primer abuso de autoridad.

(Quizá Fermín Palermo no fuera ajeno al interés que Armandina demostraba por obtener de su marido, la autorización que para protegerlo le pedía Alfonso Videgaray.

—¿Quieres decir, Alfonso, que te propones tirar todas esas casas?

—Así es, Aurelio… San Tadeo es un zoco… Se trata de abrir espacios… De desahogar esa parte de nuestra ciudad… De enmendar los errores urbanísticos que se cometieron aquí hace, ¿qué?, veinticinco, treinta años… Es forzoso iniciar las obras…

El alcalde Videgaray, que no había alcanzado la presidencia porque Tito Livio Gómez de Lara había preferido que lo sucediera su sobrino Aurelio, buscaba permanecer en el Ayuntamiento un periodo más –el tercero consecutivo–. Para conseguirlo debía mantenerse en cordiales términos con Gómez-Anda y, en especial, con quienes tanto influían sobre él: Armandina, su esposa, y Fermín Palermo, su sombra de confianza: el que recibía sus confidencias; con el que tramaba, se decía, sus más secretas decisiones. Debía, aún, vencer la última terquedad de ese hombre, seco y desconfiado, que ignoraba mucho sobre la mayoría de las cosas y a quien asustaba, así lo dijo, destruir prácticamente todo un barrio de la capital.

—Me pregunto, ¿dónde piensas meter a los que van a ser desalojados, Alfonso?

Sonrió al alcalde. Su conocimiento de los hombres, de los hombres de Poder especialmente, le permitía conjeturar que esas objeciones, esas preguntas titubeantes que había estado haciéndole, eran las últimas que Gómez-Anda le planteaba para darle oportunidad de que lo convenciera. “Busca ser forzado a decidir; tener una excusa, si algo resulta mal, por haber decidido”.

Mientras caminaba el centenar de pasos que por recomendación del doctor Monter estaba obligado a recorrer cada hora desde que se recuperó del infarto el año anterior, el candidato escuchó la respuesta de Alfonso Videgaray; una respuesta de sonrisas y guiños amables:

—Se les acomodará a todos en el Centro Habitacional Presidente Tito Livio Gómez de Lara que estamos por inaugurar… Se les pagará generosamente por sus propiedades… Se les dará ocasión de realizar el Negocio-de-sus-Vidas: dinero en efectivo, al riguroso contado, y un chalet… ¿Podrán rehusarse…?

Lo hicieron. De algún modo, pese a la discreción con que Gómez-Anda ordenó que se procediera, llegó a las esquinas el rumor que Videgaray El Arbitrario se disponía a derruir la mitad de San Tadeo para realizar allí otra de sus delirantes obras de ornato con el obvio propósito de halagar al futuro Presidente de la República, ahora el más distinguido miembro de esa comunidad fundada hacía seis lustros por el gobierno de la metrópoli para beneficio de sus empleados: un barrio tranquilo, de modesta clase media, cuyas calles ostentaban nombres de añejos caudillos de la burocracia nacional, al que de pronto el Ayuntamiento remozaba a mucho costo pintando fachadas, tapando agujeros del pavimento, reponiendo las lámparas que faltaban en los cruceros, y protegía llenándolo de policías y patrullas, detectives y cuidacoches, porque en él habitaba el candidato del PUR.

Tres días había hecho esperar don Aurelio a la comisión de vecinos que solicitó audiencia privada en Becerra 82 para hablar con él. En el jardincito, junto a la cochera para un solo automóvil, recibió a los seis hombres y a la viuda Carrillo. Amable, pero severo, les pidió que fueran menos vagos, “más específicos, señores”, en sus planteamientos. En la sala lo aguardaban los industriales de Nueva Castilla que Miguel Rebul, director ejecutivo del Grupo Olid, había llevado a que conversaran con él.

—¿Expropiación?, ¿Expulsión en masa, dicen…?

—Exactamente, señor Gómez-Anda…

—Como ustedes, vivo aquí y, a la fecha, no he recibido notificación al respecto…

—Ya hay ingenieros y topógrafos de Videgaray haciendo mediciones…

—Han empezado a racionarnos el agua…

—Durante horas, por las noches, cortan la luz en los condominios…

—Se nos presiona, señor, para que nos vayamos…

—Quieren pagarnos con migajas…

Señaló la viuda Carrillo:

—Su esposa, don Aurelio, podrá informarle… Ella anda con esos individuos…

Los labios de Gómez-Anda, de delgados como navajas paralelas, se despegaron apenas:

—Me traen, señores, quejas que deben exponer en el Ayuntamiento…

—Usted, señor, podría ayudarnos intercediendo ante don Alfonso…

Heladamente Gómez-Anda miró a Rogelio Luján, que encabezaba al grupo:

—El señor Videgaray no discute sus asuntos conmigo, ni tiene por qué hacerlo… Ignoro, pues, si proyecta realizar las obras de que ustedes hablan para mejorar un poco, que bien lo necesita, esta parte de la ciudad…

Se retiraron, furiosos. La Junta de Vecinos, reunida en pleno, acordó redactar una protesta. Ningún periódico se avino a recibirla. Las radiodifusoras se rehusaron también. Resolvió, entonces, comprar espacio para insertar la carta abierta que enviaba al presidente Gómez de Lara. Leído el texto por los gerentes de los diarios, fue rechazado.

Dos semanas después, mientras millares de peones se aplicaban a desmontar casas, edificios, comercios, escuelas, almacenes y la terminal oriente de autobuses, don Aurelio Gómez-Anda y su esposa Armandina, sus edecanes y protectores, salían, entre el estrépito de los derrumbes y el estruendo de las perforadoras neumáticas, los gritos de los capataces y los remolinos de polvo, para iniciar la segunda etapa de su gira electoral. Siete meses más tarde, cuando volvieron, Becerra 82 ocupaba el centro de un inmenso jardín.

—Y ha crecido un poco, también… —le hizo notar, maliciosa y sonriente, Armandina.

—¿Crecido?

Con modestia informó Videgaray:

—Así es, Aurelio…

Añadió Armandina:

—Como sobraba terreno, mi señor, le agregamos unos metritos al nuestro; le construimos algo allá arriba, y le hicimos, mírelos, cuatro frentes con su buena barda.

En los lados, y en la parte posterior de la casa, había sido reproducida la fachada principal de estuco y piedra labrada, a la manera californiana. Se le había dotado de un tercer piso con nuevas ventanas, y de una puerta, al norte, para que la usaran los ayudantes; choferes, recaderos, soldados, agentes de seguridad y demás miembros de la servidumbre, cada día más numerosa, que el Partido pagaba.

—Hmmm… —Gómez-Anda reprobaba que su propiedad, originalmente levantada sobre un lote de diez metros de frente por catorce de fondo, como todos los del barrio de San Tadeo, hubiera crecido tan desmesuradamente; prefirió, sin embargo, no decirlo. ¿Para qué estropear, con su comentario agrio, una alegría de Armandina, que había pasado meses felices siguiendo todos los días el progreso de las obras, y, luego, dirigiendo al numeroso personal que a sus órdenes comisionó el Ayuntamiento?

Se despidió el alcalde. A paso lento, Gómez-Anda y Armandina recorrieron la grama nueva del jardín. Como siempre, ella vestía un traje típico: del noroeste esa mañana. Con sandalias, era un geme más alta que él.

—¿No me pregunta, mi señor, cuánto nos costó todo esto?

—¿Cuánto?

—Nada, don Aurelio… Todo lo pagó el gobierno. ¿Estupendo, verdad?

Por la noche llegó Fermín Palermo a conversar con él, a solas, en el despacho privado que contaba ahora con salida directa al jardín. En el muro del sur, la fotografía autógrafa de don Tito Livio. “A mi querido sobrino, y leal colaborador, Aurelio. Con Afecto.” Transmitidas por Fermín, recibió las hablillas de la ciudad; los nuevos chistes; los chismes en uso. Supo de las inquietudes de los políticos; escuchó aprobando unos, rechazando el resto, los ruegos de audiencia que le formulaban los que buscaban acercarse a él y convertirse en las herramientas de su poder.

Pasadas las doce, luego de dos copas más de coñac, se despidió Palermo. Gómez-Anda lo acompañó a la puerta de la calle. Arriba, la noche era clara; alrededor, fresca, y el aire olía a yerba tierna. Sólo había silencio, y sombras discretas vigilando. Se estaba bien así, allí, reconoció, sin pandillas de muchachos alboroteros; sin radios de vecinos a todo volumen; sin autos que pasaran; ni autobuses estruendosos.

—La casa, ahora, quedó idealmente situada…

—Sin embargo, me siento expuesto a la curiosidad de todos, aislado… Un poco, Fermín, como pulga bajo un vidrio de aumento…

—Te veré temprano…

Alto, sólido, ya empezando a estar grueso, Fermín Palermo, que de joven había sido esbelto y gracioso bailarín de tangos y foxtrots, resopló al meterse en el Olid-Special de siete asientos, que desapareció en la oscuridad).

Buscó las almidonadas puntas del cuello de la camisa y luego el nudo de la invariable corbata negra. Seguían en orden, aliñados. Sobre el lado izquierdo del pecho apoyó la mano lampiña y con pecas. A través de la tela de algodón egipcio eran firmes, regulares, los latidos. Se mantenía un poco por abajo del que hubiera sido su peso normal, dócil a la estricta dieta que le impusieron los cardiólogos de la Policlínica Olid para reducir el riesgo de un nuevo ataque. Sin la banda presidencial protegiéndolo sentía hallarse indefenso y desnudo; no ser él. En la bolsa interior de la chaqueta, sus dedos tocaron la seda antigua, olorosa a cedro y a benjuí, en la que Armandina bordó con hilo de oro el escudo nacional para que él la recibiera posteriormente de don Tito Livio, en un día como ése, diez años antes. “Linda ceremonia aquélla.” Sus dedos se perdían gozosos, como entre los de una mujer, en los pliegues de la seda tricolor que no debía usar ya, pues el poder que simbolizaba era de otro; pero nadie, ni Ese Señor, iba a impedirle que lo llevara así, cerca de su cuerpo, como un talismán.

—El Poder ya de otro… —Cuando el mayor Fraga se volvió rápidamente y preguntó:

—¿Decía, señor? —se dio cuenta Gómez-Anda que las palabras de su pensamiento habían ocupado, para expresarse, su boca.

—Nada, mayor. Nada…

Recordó que muchas veces, en los tiempos lejanos en que se iniciaba en la política al amparo de aquel Aquiles Veragua, le había preocupado el temor de que no le alcanzara la vida para llegar a las alturas donde se encuentra el Poder verdadero. Hoy, que acababa de cederlo, lamentaba que el suyo no hubiera sido lo suficientemente grande o perdurable para llenar con él los años que le quedaban. “Sólo diez en la Presidencia, ¿no son muy pocos para quien se ha preparado a fin de merecerla y ejercerla?”

Alzó la tapa del descansabrazos derecho y sacó el espejo. Se asomó a él y le pareció hallarse frente al retrato suyo que vigiló las oficinas del país, las importantes y las modestas, del primero al último de los días de su mandato. Seguía estando bien peinado, pero un polen de caspa le blanqueaba los hombros. De su rostro, y eso le envaneció, no desaparecía aún el gesto de autoridad que le daba carácter. “Ahora, a descansar; a reponernos un poco de la joda”. Devolvió el espejo al estuche, junto al peine, el cepillo, los pañuelos de papel, y el frasco de agua de colonia. Proseguía la llovizna. Recordó a Víctor Ávila Puig. “Nuestro Señor Presidente, ya”. En alto el índice, fijos en él los ojos acusadores. “¿Por qué salirse de la página escrita y echar sobre mí esas palabras con las que me reprochas haberte entregado, según tú, un país en ruinas?, ¿por qué no tener en cuenta que también a ti, dentro de cinco años, dentro de diez si los duras, te ofenderá del mismo modo, culpándote de todas las calamidades, el ingrato que te verás obligado a escoger para que ocupe tu lugar, eh?” El dedo siempre en alto, violenta la expresión; la gruesa vena al centro de la frente. “La política, mejor dicho: el Poder, trastorna a los sensatos y ensoberbece a los pendejos.” Sufrió un par de hipos. Eructó después. “De preguntarme si don Víctor es más lo uno que lo otro, te diría que no lo sé; que será cuestión de darle unos días al tiempo para acabar de averiguarlo…”

Esperaba hallar, velando su retorno, algo más que ese solitario sujeto de traje oscuro, de pie junto al mustio automóvil azul. ¿Dónde estaban los hombres y las mujeres que él había hecho ricos y poderosos en los diez años que terminaron para siempre esa mañana?, ¿dónde, los ochocientos miembros del Congreso que a él, sólo a él, le debían lo que eran?, ¿dónde, los gobernadores y los caciques que entronizó en las provincias a sabiendas de que haciéndolo participaba de su desprestigio y ponía en conflicto sus palabras con sus actos?, ¿dónde, los militares cuya lealtad se aseguró sobornándolos con disputadas concesiones y codiciados contratos?, ¿a quién adulaban en ese momento, con el énfasis con que a él lo habían adulado lustros, los líderes de los campesinos, los obreros y los burócratas?, ¿frente a quién gestionaban nuevos negocios personales y mayores prerrogativas para sus otras empresas, los magnates de la prensa escrita que se proclamaba independiente y crítica?, ¿por qué no colmaban el estacionamiento, con sus limusinas y los coches de sus guardianes, los contratistas, industriales, banqueros y comerciantes a los que tantos miles de millones dio a ganar en los ciento veinte felices meses de su administración?; y los hábiles para justificar, en aulas y periódicos, igual sus excesos que sus disparates a cambio de empleos, viajes o becas, ¿por qué no acudían, flexibles las espaldas, a recibirlo?, ¿por qué, señor, sólo un desconocido que lo miraba de lejos, sin decidirse a abordarlo, le entregaba su aplauso humilde?

—¿Lo conoce, mayor?

—Negativo, señor.

Y también allí, en su casa, sobre la piedra que alguna vez fue ira de volcán, pintadas a toscos brochazos, las letras-sangre, las palabras-grito, lo esperaban, mortificando su conciencia:

AGA
ASESINO - LADRÓN

Un hervor de cólera fue subiéndole rápidamente hasta la rendija de los labios –la lividez que se movió apenas para que salieran las dos sílabas:

—Ma-yor…

—Señor…

—Eso… Vea eso, Fraga…

—Sí, señor…

—Quítelo… ¡Quítelo! —y pensó en algunas de las sangres de las que se sabía deudor, y en varias de las vidas que ordenó interrumpir. “Cabrones.” Los que habían guardado su voz, precavidamente, todos esos años, la sacaban ése, el día mismo en que había perdido su poder, para hacerle recordar que el odio seguía vivo en las memorias.

—Se hará, señor.

—Vea si no pintaron más, alrededor…

—Revisaremos, señor…

Lentamente, un hombre que se cubría con un chaquetón verde-olivo y que llevaba un forro de hule en el sombrero, entreabrió la puertecita lateral. Quizá ignoraba que en ese automóvil llegaba El Patrón, al que servía desde hacía años, pero al que nunca había visto en persona. Al terminar la víspera el acarreo de sus últimas pertenencias, La Doña le había dicho antes de irse. “Que nadie entre, ni los soldados ya, hasta que El Señor Presidente llegue”, y él obedecía.

—¿Qué espera ése que no abre? —gruñó don Aurelio.

Pilo Fraga bajó el cristal de su ventanilla. Llamó:

—Tú, ¡abre!… Es El Señor Presidente. ¡Abre ya!

Desconfiado, la protuberancia de un pistolón en la cintura, se acercó unos pasos. Se inclinó para mirar al que le hablaba de tal modo.

—Diga…

—Es el Presidente… ¡Abre!

Siguió así, inclinado, espiándolos incrédulo. ¿El Presidente, ese viejecito sin carne como los esqueletos bailarines de noviembre? El Señor de La Doña, tan guapota ella, ¿esa insignificancia acartonada, tiesa, que iba en el asiento de atrás? ¿No dicen que El Amo Grande anda siempre rodeado de gente que le grita vivas y le da sonrisas?

—Baje usted, mayor, y acabemos…

Ni Gómez-Anda ni Quiroz pudieron escuchar lo que Pilo Fraga, todo él cordones amarillos y gafetes de colores en el uniforme de oficial del Estado Mayor Presidencial, le decía al renuente hombre del chaquetón; ni tampoco lo que éste, resistiéndose, retobaba. Lo vieron, sí, empellarlo con autoridad hacia la puerta más angosta. Un momento después la del garage, muy ancha, fue abierta.

Julio Quiroz guió precavidamente para no raspar, por un mal cálculo, la pintura blanca del Mercedes que apenas la semana anterior les había sido devuelto de Alemania, donde lo reconstruyeron. Acostumbrado a las de Los Arcos, la puerta le pareció demasiada estrecha, y muy reducido el espacio que bajo la arcada de tres columnas ocuparían los dos autos. “Si el Olid que le van a comprar a la señora es grande como éste, uno va a tener que estar siempre al sol y dormir al sereno.” Frenó sin sacudidas. No se movió. No debía hacerlo en tanto don Aurelio permaneciera en el coche. Recta la espalda, las manos inmóviles sobre las rodillas, la vista al frente (“embalsamado”, pensó Quiroz, mirándolo de reojo en el espejito), El Señor aguardaba a que Fraga acudiera a abrir, desde afuera, la portezuela que él, con sólo apoyar la izquierda en la manija, podía abrir desde dentro; aguardaba, porque no deseaba, menos que nunca ese primer día, interrumpir la mínima rutina de respeto que merecía la Investidura. “El Presidente, carajo, es el Presidente.” En posición de firmes, el mayor Fraga vio descender a Gómez-Anda con la majestad republicana de costumbre y, mirando siempre hacia adelante y algo hacia arriba, remontar pausado los cuatro peldaños de piedra. Se detuvo entonces en el umbral de la puerta de vidrios de colores y arabescos de hierro pintados de negro.

—Ocúpese, mayor, de que sean retiradas de la barda esas majaderías… No se aleje: podría necesitarlo, y en cuanto don Fermín llegue, hágalo pasar…

Siempre erguido, parsimonioso el andar como si penetrara un día de señalada ceremonia, en el lujosísimo Salón de los Héroes, en Palacio; o en la Cámara para recibir el homenaje unánime del Poder Legislativo, Aurelio Gómez-Anda, al que nadie llamaría más El-Señor-de-Los-Arcos, avanzó por el modesto recibidor que tres metros más allá se convertía en la sala principal de su casa. Su casa, ahora para siempre.

El hombre del Makinoff había ordenado a su mujer que llevara agua, jabón, escobetas y lo necesario para remover de la barda las palabras pintadas de ella. “Con aceite o algo parecido”, pensó Pilo Fraga, y Julio Quiroz: “Sólo con gasolina o thinner podrán quitarlas”.

—¿Vieron quién lo hizo?

—No, señor… Los soldados se fueron como a las once, y no había letras pintadas… Seguro vinieron a ponerlas después de que nos dormimos pasada la una…

No pudo averiguar más el mayor. La mujer apareció con los baldes, un cepillo de cerdas metálicas y cuatro o cinco pastillas de jabón común.

—Esto no va a servir —dijo Quiroz. Blando y amarillo, el jabón quedaba embarrado en las rugosidades de la piedra—. Gasolina, ¿no tienen?

—No, señor … Fraga dispuso:

—Sácala del coche…

—¿Lejía o detergente?

Las manos en los bolsillos, el guardacasa ordenó nuevamente a la mujer:

—Ve y busca.

Había vivido en ella treinta y nueve meses y, sin embargo, ahora que volvía experimentaba la sensación de verla por primera vez. Mirarla así, gris, abandonada, casi en penumbra, envejecida, decrépita por el desuso, lo deprimió. “Después de aquello, de las comodidades y de la amplitud de Los Arcos, ¡esto! La Doña no va a soportar vivir aquí…”

Según recordaba, en alguna parte, próximo al despacho, había un cuartito de baño. “El de las visitas, don Aurelio, porque el nuestro, el grande, quedará arriba, entre las dos recámaras”, decidió Armandina la noche en que ensayaron por primera vez, con líneas torpes y mucha ilusión, el trazo del plano de la que sería, con un crédito de la Mutualidad, la casa propia que tantísimo tiempo habían anhelado. “Desde la Cámara, estoy meándome.” Armandina deseaba que fuera “antiguo, colonial, mi señor”, el estilo, y él accedió. “Si así la quiere, así será.” La primera de las tres puertas idénticas que abrió, correspondía a un closet. Lo ocupaban una aspiradora, algunas escobas, varios trozos de jerga, una cubeta de plástico, blanca. La de enmedio, simple elemento decorativo, estaba atornillada al muro. La última daba paso a un cuchitril que olía a insecticida y a aceite rancio. A tientas buscó el interruptor de la luz. No lo encontró. Sin cerrar la puerta, procedió a orinar. Después, hizo funcionar el mecanismo que dejaba correr el agua. La descarga fue lenta y ruidosa. “Como si tuviera un gargajo atravesado.” Había también, en lo alto, un ventanuco para la ventilación. Pretendió abrirlo. Enmohecida, la palanca no funcionó. “¡Puah …!”

—Señor…

Junto a la puerta, con una tarjeta en la mano, esperaba el mayor Fraga.

—¿Eh?

—Esta persona ruega a usted que lo reciba sólo un minuto.

Gómez-Anda, sin montarse los quevedos, pretendió leer el nombre impreso y el recado manuscrito que escurría de las letras de molde. Extendió el brazo hasta que pudo distinguir las palabras: FRANCISCO MARÍN GRAJALES, CPT, y “Quisiera tener el honor, y el placer, de saludarte hoy. P.”

—Hmmm… —El nombre, Francisco Marín Grajales, no alcanzaba a adquirir un rostro en su memoria. Que lo tuteara, dedujo, significaba que tenía confianza, o motivos, para hacerlo.

—Es el señor que estaba afuera ahora cuando llegamos —apuntó el mayor.

Iba a rehusarse, pero:

—Además de él, ¿hay alguien esperando?

—No, señor…

—Bien. Hágalo pasar. Pero adviértale que estoy muy ocupado y que sólo se quedará el minuto que pide…

Entró en el despacho, escaso y austero como una celda. Estaba más helado que la sala y un poco menos que el baño. Se estremeció, friolento. Le agradaba que el último de los días de su mandato hubiera sido cálido y luminoso y que el primero de Ávila Puig fuera así: opaco, glacial, triste. “Un aviso, señor, de lo que nos espera con don Víctor.” Le pareció que allí el aire hedía a viejo, a lo que no ha sido removido, refrescado, durante meses. La puerta al jardín estaba atascada. “La puñetera pintura”, resopló, tratando de abrirla. Sólo consiguió que cediera unos centímetros. “Habrá que poner todo esto en condiciones de servir.” Miró el marchito verdor que era el jardín: los dos o tres árboles le parecieron risibles como la hiedra que ralamente trepaba sostenida por alambres, y el arbusto, ¿una camelia?, metido en una de las grandes ollas de barro que Armandina usaba para sembrar las flores de su agrado. Pese a los metros que al jardín le añadió Videgaray cuando remodeló San Tadeo, no había lugar para que ramonearan, como en las treinta hectáreas del parque de Los Arcos, los ciervos de cola blanca y ramificada cornamenta; para que retozaran sus perros innumerables, o para que hicieran sus gracias frente a él, que las alimentaba y protegía, las ardillas. En tan avaro espacio ¿podían desplegar sus plumajes los pavorreales, caminar los tucanes indolentes, las guacamayas y los cisnes?, ¿detrás de qué estatua de David o de Venus, de la Victoria o de Antínoo, se recataría al verlo, si todavía conservara algunos a su servicio, el discreto protector responsable, esa fecha, de la seguridad presidencial? “¡Puah…!”

Fiel a sus manías, colocó al lado izquierdo del escritorio de madera el teléfono de La Red y a la derecha el otro, negro, de servicio comercial. Armandina había traído también el tarro de cerveza que él utilizaba como depósito para sus plumas, lápices y bolígrafos. Para que don Aurelio la tuviera siempre bajo el cristal, “como allá”, colocó la foto que más le gustaba de cuantas a ella le hubieran tomado jamás. Pues El Señor lo pediría, no olvidó el calendario de la Lotería Nacional en el que marcaba ciertas fechas, recordaba otras o consultaba el santoral. En cambio, no pudo sacar de Los Arcos el mueble que más hubiera deseado obsequiarle a su esposo: la gran mesa sobre la que había trabajado diez años. “Es necesario, señora, una orden de los jefes”, dijo quien lo era de la Intendencia y que a los Gómez-Anda debía el empleo. “Hasta mañana, don Gaspar, El Señor Presidente Gómez-Anda sigue siendo el Jefe del Ejecutivo. ¿No le basta su firma?” “Obedezco órdenes, señora. La mesa sólo puede salir de aquí si lo autorizan el Presidente Ávila Puig o La Primera Dama.” Enfurruñada, se marchó Armandina. “Le mandaré hacer una igual, para que no la extrañe…”

Prefirió recibir a Francisco Marín Grajales, CPT, en la sala principal. Admitirlo en el despacho, pensó, hablar con él en tan mezquino lugar, le mermaría autoridad, dimensión. Salió. La luz, ahora, se embellecía con los colores que tomaba, al pasar a través de ellos, de los cristales del ventanal que seguía la curva de la escalera. Sobre la chimenea de piedra azul-verdosa, le sonreía, vestida con un traje ceremonial de las princesas de la tribu Laikipú, la juvenil Armandina pintada por Araujo en fechas antiguas. Sentado ya en una butaca con respaldo de cuero, vio entonces a quien lo esperaba. Si el nombre no había sacudido sus recuerdos, la cara que se le mostraba, sí… Paco de Paula Marín, su compañero cuando laboraba como interventor sanitario en el Matadero Municipal. Paco Marín, que lo ayudó a conseguir una planta en la subdirección A, de Censos y Estadística. El mismo Francisco Marín Grajales, invariablemente generoso, que lo amparó en otra de sus más largas cesantías consiguiendo para él, sin que pagara soborno a los líderes que lo exigían, trabajo eventual en el Ministerio de Aguas y Suelos. El Contador Público Titulado de Paula Marín, hombre de su edad, que en Minas y Petróleo, como Director del Administrativo, supo ser jefe espléndido:

—Jefe no, Aurelio; amigo solamente…

Se abrazaron. Marín era tan flaco, le pareció a Gómez-Anda, como él le parecía serlo a Marín. Quedaron sin hablar unos segundos. De Paula Marín seguía usando, como cuando se conocieron de jóvenes, corbata de moño oscura, negra o azul, y botines de una pieza, sucios de barro y lluvia esa mañana. Se miraban. Sin verse en diez años, los que transcurrieron desde el día en que él lo llamó a Palacio Nacional y le dio un empleo, ¿qué había quedado entre ellos? “Está igual que entonces, Paco”, reconoció don Aurelio. “La presidencia se lo comió”, lamentó el CPT. ¿Por qué no encontraban la palabra que sacara del silencio las que deseaban decirse?

—Y bien, Paco querido, ¿qué has hecho todo este tiempo?

—Trabajar. Servirte, con mi modesto esfuerzo, donde me pusiste… Un poco tarde, sí, pero hoy he venido a darte las gracias por tu confianza… Estos diez años en Bienestar Social fueron decisivos para mí… Siempre cumplí con mi responsabilidad. Nunca estuve en desacuerdo con mi conciencia. En todos los casos hice lo que creí justo, y saqué a flote a mi familia, gracias a Dios y a Ti… Porque debes saber, Aurelio, que estaba ahogándome, en verdad apurado, cuando me tendiste tu mano…

—¿Todo bien, ahora? ¿No más apuros económicos… asegurado el porvenir, Paco?

—Misión cumplida, Aurelio…

—Eso es, Paco. Misión Cumplida… Entonces, ¿te resultó bueno el empleo, eh?

Francisco de Paula Marín Grajales lo escrutó con algo de curiosidad. Por efecto de la luz había un resplandor, una especie de halo granate, como de santo, en torno a la cabeza de Gómez-Anda:

—Buen empleo, sí; y el mejor sueldo que había tenido…

—Sobrado de oportunidades, que, supongo, aprovechaste…

—Tuve esa suerte, Aurelio… Oportunidades de crear amigos, de tratar mucha gente y poder servirla… Oportunidades, en fin, de hacer algo, poquito si quieres pero muy de corazón, por nuestro país…

—Quiero decir, Paco, además de tu sueldo, ¿no tenías ingresos, digamos, especiales… el porcentaje que acostumbran recibir de los proveedores, los Jefes de Compras, eh? …

—Oh, no, Aurelio…

—¿No?

—Absolutamente, no… Mi mano entró limpia y limpia salió del Ministerio… Jamás obtuve un peso indebido. —Le hablaba con respeto, con cierto indudable orgullo—. Me enviaste a esa Dirección a echar a los que en ella medraban. No a robar. De haberlo hecho, Aurelio, te habría traicionado, y eso, ¡nunca! Primero muerto que defraudar tu confianza…

Pensativamente, Gómez-Anda frunció el ceño y luego enarcó la derecha, la ceja del asombro. Iba a decir algo cuando, con tal violencia que los sobresaltó, escucharon el repique del teléfono.

—Mayor… Mayor Fraga… —gritó.

—¿Quieres que vaya a buscarlo?

—Que venga él… ¡Fraga! —El teléfono sonaba no solamente en el despacho sino también allí, cerca, en alguna parte de la sala–. “¿Dónde coños estará la extensión?” Tropezándose con los muebles, Gómez-Anda la buscó en dos o tres sitios, sin hallarla.

—En el piano, Aurelio —apuntó el CPT Marín Grajales.

Allí estaba, tras el florero con dalias de papel, sobre el piano de cola cubierto con un mantón de Manila, de los que tanto le agradaban a Armandina. Don Aurelio arrancó el auricular.

—Gómez-Anda —dijo, seco el tono autoritario que usaba en los días en que aún tenía al país al alcance de su voz.

Otra voz, que don Aurelio reconoció porque era casi idéntica a la suya, pronunció el nombre innecesario:

—Aquí, Tito Livio…

—Qué gusto, señor… ¿Cómo va esa salud hoy…?

—Pasándola, ¿y tú?

—Muy bien, don Tito. Mucho trabajo. Recibiendo gente, amigos. Como siempre…

Escuchó toser al expresidente que radicaba en una blanca mansión en Nueva Castilla desde que él, cinco años antes, al iniciar su segundo periodo de gobierno, luego del referéndum, le permitió retornar a la república. Fundada en el respeto mutuo, la amistad entre ambos era buena, aunque no cordial como lo fue la mayor parte de los lustros que convivieron. Sólo una vez se habían vuelto a ver: la noche que don Tito Livio lo buscó en Los Arcos para agradecerle, humilde, que le hubiese permitido dimitir al cargo de Visitador General de Embajadas con que encubrió el exilio al que lo enviaba por el mundo. Unas semanas mas tarde, padeció un ataque a las coronarias. Mientras convalecía lo postró el aneurisma. Desde entonces vegetaba en una silla de ruedas.

—Vi la ceremonia por televisión… El Caballero Ávila viene muy bravo, Aurelio… Lo que dijo, ¿no lo crees así?, es como para empezar a preocuparse.

—Siempre habla demasiado… Recuerde su verborrea durante la campaña.

Percibió una nueva tos y la risita de Gómez de Lara:

—El país no sabe lo mucho que gana cuando tiene en Palacio a un pendejo quieto y callado… Las palabas de El Señor traían mucha cola, ¡y ese dedo, Aurelio, ese dedo! Se te veía en la cara que estabas pasando un rato malísimo, ¿eh?

El tono zumbón de don Tito Livio empezaba a irritar a Gómez-Anda. “El viejo está feliz de que Ávila Puig me dijera lo que él, si tuviera cojones, hubiera querido decirme… Como todos, goza viendo a don Víctor pegarme de patadas, echar lodo sobre mi nombre y mi gobierno. Pero no me afectan sus ladridos. Será la Historia, no mis contemporáneos, la que me juzgue. ¿Por qué me acusa de la ruina del país?, ¿por qué habla de pobreza, y aun de miseria, si hice que corriera el dinero para que todos se beneficiaran con la prosperidad que fundé…?”

—Así fue, señor…

El tono de la voz de Gómez de Lara se hizo, luego, más amable.

—Ahora que va a sobrarte el tiempo, ¿por qué no vienes unos días a descansar acá? Ya que estamos los dos fuera de la política, muchas cosas podrán al fin ser habladas entre nosotros…

—Cierto, don Tito…

—Cosas, Aurelio, de las que ya es hora platicar…

—Es hora, sí… Le prometo ir a visitarlo, señor.

—No tardes mucho, si quieres encontrarme vivo… Apúrate, Aurelio… —y en la risa de su tío, corta y sin brillo, creyó Gómez-Anda percibir una cierta intención burlona y macabra.

Francisco de Paula Marín Grajales, CPT, procuraba desentenderse de la conversación. Prefería mirar vagamente los muebles rústicos; los objetos de artesanía sobre mesas y repisas; las sogas, espuelas, panoplias, machetes, carabinas, cuchillos de caza que colgaban de los muros pintados no hacía mucho; las figuritas de barro alineadas en la chimenea (los troncos no eran de madera, aunque lo parecían, sino imitaciones de plástico, igual que las brazas que fingían estar ardiendo entre la ceniza), y las varias frazadas de lana, tejidas por los indios de Sierra Azul, que cubrían el piso. Había tomado de la bolsa de su saco una cajita envuelta en papel de plata con un moño guinda. La colocó a un lado de su pierna. Gómez-Anda terminó su diálogo con don Tito Livio y, ya árido y tenso, volvió a sentarse.

—Bonita tu casa, Aurelio. —Dijo Marín, por decir algo.

—Gracias… ¿Así que no aprovechaste tu paso por el Ministerio para asegurar tus días?

—¡No, señor…!

Sonrió tristemente, ¿quizá sólo aburridamente?, el señor Gómez-Anda. ¿Por qué el funcionario, así no sea hombre de poder, ha de ajustar su conducta oficial, al patrón que rige la moral privada? ¿Acaso Marín Grajales evitó con su intransigencia, su tosudez y su desconfianza, que siguieran haciéndose negocios en el Ministerio cuyas adquisiciones él controlaba? ¿No lo sostuvo en su cargo para darle oportunidad de asegurar el futuro económico de varias generaciones de Marines? Cuando dejó de recibir quejas en su contra (de los parientes de Armandina, de Fermín Palermo a nombre de sus amigos, y de Teresa López, del de sus socios), ¿no supuso que al fin Paco Marín había entrado en razón y había empezado a vivir y a dejar que los otros también vivieran beneficiándose con la plata que a borbotones llegaba a sus manos? Pensó: “Acepta a los malvados como son. Desconfía de los estúpidos: terminarán perjudicándote”.

—¿Nunca entendiste, Paco Marín querido, que te di ese empleo, y en él te conservé a pesar de las presiones, porque deseaba que te hicieras rico…?

Marín abrió la boca, como si fuera a bostezar. Dijo, parpadeando:

—Creí que…

—Creíste mal, Paco. Desperdiciaste tu tiempo… Te creo que no ganaste dinero con negocios, pero, dime, ¿alguien va a creerlo como yo?, ¿alguien metería la mano en la lumbre para probar tu honradez?, ¿alguien te respaldaría? ¡Paco, Paco …!

—Si tú hubieras sido más claro conmigo, Aurelio… Si me hubieras dicho, yo…

Se levantó Gómez-Anda. Alineó las solapas de su chaqueta negra. Se tocó el nudo de la corbata. Seriamente expresó:

—Hay cosas, Paco, que no tienen que ser dichas, sólo entendidas… Basta tener fino el oído, ¿eh?

Llovía apretadamente en el jardín, en el parque, en el estacionamiento. Hacia el oeste se deslavaba la torre de San Tadeo. Hubiera podido decirle a Francisco Marín Grajales que permaneciera con él mientras amainaba el aguacero, pero no lo hizo. Le ofreció la mano. Antes de tomarla para despedirse el CPT Mario le entregó el paquete a Gómez-Anda.

—Un recuerdo, Aurelio. Nada que valga la pena…

Gómez-Anda retiró el listón y rasgó la envoltura. De hilo, negra y tejida como las que siempre usaba, era la corbata que su compañero en Censos y Estadística le había llevado a regalar.

—Gracias… —Su leve emoción era auténtica.

De Paula Grajales le tendió los brazos. Sus cuerpos se encontraron nuevamente:

—Gracias a ti por recibirme, Aurelio… Si lo permites, me gustaría traerte a mis hijos para que los conozcas… Uno es economista. El otro me resultó contador… Para ellos, como lo es para mí, será un verdadero honor estar contigo unos minutos…

—Cuando lo desees, tráelos…

—Me marcho ahora, Aurelio. Estás muy ocupado…

Se mojaría, pensó, y después, así que lo veía correr entre la lluvia y salir a la calle por la puerta a medio cerrar: “Hay tontos que no merecen que uno los ayude, y el buen Paco es uno de ellos”. Vio acercarse, con un capote de soldado sobre los hombros, al mayor Pilo Fraga.

—Mayor… ¿Borraron eso?

—Estamos haciéndolo…

—¿Hay gente esperándome?

—Ninguna, señor…

2

Gómez-Anda, que consumía veinte y a veces treinta tazas de fuerte café negro entre la hora de abandonar la cama (“El Señor Presidente ha de levantarse antes que ninguno, doctor Ávila”) y la de volver a ella en el principio de la madrugada (“y acostarse más tarde que todos, don Víctor”), decidió prepararse una –la primera que bebería desde que salió de Los Arcos a las diez brumosas para dirigirse al recinto del Congreso, luego del desayuno de silencios y suspiros que compartió con Armandina y con Fermín Palermo en el mísero lugar donde tomaban sus alimentos: un cuartito enjalbegado en el que apenas cabían y que formaba parte, como el living y las dos alcobas, el baño y la cocina, de la que había sido casa de los caballerangos, y en la que habían terminado por instalarse cuando abandonaron la residencia para que en ella pudieran trabajar los arquitectos y decoradores de Isabel Vértiz, esposa del futuro Jefe del Ejecutivo Federal.

Como en la sala y en el despacho, también había frío y una intensa pestilencia a barniz en el comedor. Aunque apenas hubieran sido usados, los muebles le parecieron viejos, deplorables. “Viejos, no, si están casi nuevos –rozó con la palma de la mano la cubierta de la mesa; demoró sus dedos en el terciopelo topacio del respaldo de las sillas; tocó las guirnaldas talladas en las puertecitas del aparador–. Lo que pasa es que son de otra moda”, como lo eran el frutero de porcelana del que desbordaba, entre naranjas, tangerinas y ciruelas de cera, un racimo de uvas polvorientas; y la ancha lámpara con pantalla de pergamino que descendía del centro de una jícara de madera laqueada por los indios de Acumil; y el reloj de pie en el que la hora de algún año de los de ayer había quedado indecisa entre dos de los números romanos que contrastaban el negro intenso de su esmalte con la blancura vidriada de la carátula. A un lado de la cabecera, como allá en Los Arcos, halló Gómez-Anda sobre el taburete mandado hacer para soportarlo, el maletín de piel sin brillo dentro del que Armandina guardaba el tocacintas portátil y los cuarenta y dos casetes en los que habían sido recogidos el pensamiento político de Don Aurelio y la voz que lo expresaba: grabaciones ésas (los siete mejores discursos de su campaña como candidato, y los treinta y cinco que alcanzó a decir como Presidente) que La Doña gustaba insertar en el reproductor para que El Señor y ella, si pasaban la velada a solas, evocaran jornadas gloriosas; o los invitados a comer o a cenar, en familia y en confianza, se ilustraran con tanta sabiduría.

(—¿Qué discurso de mi señor prefieren: el de Pedernales o el del río Laní? —preguntaba, indecisa.

—El que usted quiera, Doña —respondían sonrientes para dejarla en libertad, como era costumbre, de decidir.

—Siendo así, pondré el que dijo en Acueducti el día que inició su gira electoral, y que hoy amanecí con ganas de volver a oír…)

Sobre la plancha de mármol del aparador encontró las dos estufas a gas que había usado, durante años, en Palacio y en Los Arcos; las idénticas marmitas de peltre, el frasco de cristal con los granos de anís, el estuche con las seis tazas de porcelana china y la cucharilla de plata. Todo eso había sido llevado allí, la tarde anterior, por Armandina y los elementos de la Guardia Presidencial que la ayudaron en la mudanza, pero no el café. Tan organizada, ¿habría olvidado su mujer traerlo? Pensó un reproche: “También las listas tienen sus momentos tontos”, y le proporcionó una justificación: “El trajín del cambio le ha trastornado los nervios a la pobre”. Procedió a buscar.