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ÍNDICE

El que ganó la apuesta

A primera vista

La humillación

Cascada de obsidiana

El terrible ilustrado

Efímero trono

Sus pechos ahogados en la bañera

Familia de contrastes

En el reino de la desproporción

Una ofrenda para la virgen

El brazo de un árbol

En señal de que la vida es bella

Los mensajes de amor

La calamidad... a tropezones

Luego de la boda, la travesía

Las ínfulas del poder

Una lascivia bíblica

Sin poner las manos

Un narcisismo subyugante

Entre el ruido del motorcito

Manos danzantes

Un castigo benévolo

La ciudad desde el aire

Una nueva transición

Abulia y glamour

Los misterios del amor

Un silencio total

Fuerzas vivas... Ni tan vivas

Los manantiales de la cañada

Los extravíos del amor

Flores para una tumba

Sobreviviente de una masacre

El monumento para la heroína

Romance entre cortinas y pinceles

Los saldos de tres decenios de paz y progreso

Un ejemplo de virtuosismo

Romeo y Julieta modernos

El rapto de Malena

El vasco

Las glorias de don Cayetano

En el libro de récords

De Veracruz a Montmartre

La gaceta

Ni una gota de sangre

Los largos silencios en el casino

Vocación y destino

Los manantiales de la conciliación

Pobreza, seducción y culpa

Un encuentro inesperado

La inundación de la ciudad

La visita de la dama voluptuosa

El tiro de gracia

Una calca de la incontrolable lujuria

El periodo de la decadencia

Soliloquio y un sueño democrático

Una excitación contenida

Entre el temor y la veneración

Un funeral para don Diego

El manifiesto

Manifiesto al pueblo de Querétaro

El milagro

Las exequias de Hernán Lobato

La obra de David Ostolaza

Evita habla con Jesús

El paraíso en el Pánuco

El homicida que no lo fue

El banquete por la promulgación

la
creación
literaria

BAJO LOS ALMENDROS

ESTAMPAS DE AMOR Y MUERTE

por

JUAN ANTONIO ISLA

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siglo xxi editores, méxico
CERRO DEL AGUA 248, ROMERO DE TERREROS, 04310 MÉXICO, DF
www.sigloxxieditores.com.mx

siglo xxi editores, argentina
GUATEMALA 4824, C1425BUP, BUENOS AIRES, ARGENTINA
www.sigloxxieditores.com.ar

anthropos editorial
LEPANT 241-243, 08013 BARCELONA, ESPAÑA
www.anthropos-editorial.com

PQ7298.419S53

B35

2017     Isla Estrada, Juan Antonio

Bajo los almendros : estampas de amor y muerte / por Juan Antonio Isla Estrada. — México, Ciudad de México: Siglo XXI Editores, 2017.

184 p. – (La creación literaria)

isbn 978-607-03-0870-3

1. Literatura mexicana – siglo XX. I. t. II. ser

primera edición, 2017

© siglo xxi editores, s. a de c. v.

isbn 978-607-03-0870-3

derechos reservados conforme a la ley.
prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio.

A mis hijos Anaïs, Juan Antonio, Leonardo y Juan Sebastián.

A Marcelle Guertin y Diana Rodríguez, cuyas miradas críticas
me ayudaron a ver lo que no veía.

PRIMERA PARTE

EL QUE GANÓ LA APUESTA

Los hombres, entre los matorrales, esperaban el momento. Vieron a lo lejos al hijo del patrón que los había humillado. Se acercaba en su caballo. Parecían uno... el jinete y el corcel. Santiago venía entre la milpa de largas espigas de trigo. Los hombres portaban un rifle y habían apostado quién de los dos haría el disparo. El ganador de la apuesta temblaba de pies a cabeza. Era presa de los nervios y de una extraña y morbosa emoción. Se podía escuchar la palpitación de los corazones de la pareja. Parecían tambores desquiciados en medio de la milpa. El sudor dejó mojadas sus camisas de franela.

Santiago tuvo un presentimiento y luego vio las sombras de quienes le aguardaban para matarlo. Dio un brusco giro a la rienda. No se imaginaba que lo iban a cazar como un animal. Alcanzó a trotar un poco y el disparo se escuchó como el trueno de una tormenta. El eco de la detonación se percibió varios kilómetros a la redonda.

Santiago se separó de su montura. El caballo quedó inmóvil como si sólo se hubiera desagregado una parte de su cuerpo. Los hombres vieron caer a su víctima y corrieron. Se escondieron hasta que fueron delatados y la policía los detuvo. El que ganó la apuesta fue condenado a cadena perpetua por el crimen de Santiago Ostolaza. Su hermano se dio un tiro en la cabeza en el momento de conocer la sentencia.

Don Diego Ostolaza había pagado una recompensa de varios miles de pesos para encontrar al asesino. No podía creer que hubiesen matado a su hijo mayor, el más noble, el más apuesto, el más querido. En las noches lloraba inconsolable como una criatura con hambre y frío. Su llanto ahuyentaba a los lobos e interrumpía el melancólico rezo de los tinacales. Nadie se apiadaba de él, ni su hija Evita que era espiritual y misericordiosa pero que vivía la tragedia ensimismada en su ostracismo místico, menos su esposa María que había enmudecido.

Los dos hombres vivieron en el poblado atormentados por el suceso. Sus vecinos los veían temblorosos y bebiendo aguardiente desde que clareaba el alba. Intuían que ellos eran los autores del crimen, pero guardaron su sospecha porque pensaban que la venganza podía arrasar con todos.

Más les taladraba la culpa a los hermanos Piñeiro cuando supieron que el muertito no era a quien querían asesinar. Lo habían confundido.

A PRIMERA VISTA

Se conocieron en un baile de gala en El Casino. Ella sonreía de manera tímida y saludaba con un pañuelo de Bruselas en la mano. Él tuvo la osadía de pedirle una pieza de baile. Ella aceptó y ambos se fueron al centro de la pista, como alejándose del escrutinio de quienes a la orilla contemplaban danzas y cortejos.

El murmullo se hizo notorio cuando dos miembros de familias distanciadas políticamente compartían los pasos al ritmo de un vals tocado por una orquesta que, a la mitad de la pieza, empezó a sonar desafinada.

Las miradas cayeron sobre la pareja fulminándola. Más que desaprobación fue el asombro. Para ninguno de los asistentes al gran Baile Anual de Beneficencia pasaba desapercibido ese encuentro casual, inesperado, que si se hubiera pensado con anticipación no hubiese resultado tan natural, tan espontáneo y a la vez sorpresivo.

El baile transcurría con la elegancia que imponía la tradición. Ahí estaba lo más selecto de la sociedad. Las mujeres con sus pulcros vestidos adornados con pasamanería francesa, hampones, tiesos por el almidón, perfumados a más no poder para desalojar el olor de la naftalina. Los hombres con sus trajes de etiqueta. Brillantes en las solapas y lustrosos por numerosos pasos de la plancha. El pelo engomado y el bigotillo o la barba perfectamente recortada.

Ninguno de los asistentes rompía el requisito de elegancia rigurosa. Parecía que afuera no existiera la revolución. El país estaba convulsionado y el centro del territorio nacional no estaba exento de la agitación y la violencia. Pero en un grado menor al que se daba en las ciudades incendiadas y en los campos de batalla.

El gran salón de baile parecía el espacio de una decimonónica capital europea. A unos kilómetros la pólvora estallaba, las balas de cañón y las metrallas provocaban muerte, devastación de pueblos y ciudades. Mientras el país estaba en conflagración, la levítica y barroca ciudad parecía estar aislada de las explosiones que muy cerca detonaban en plena guerra intestina.

Emigdia Lobato con su cabello negro como tocado y David Ostolaza con su uniforme militar de gala, en el centro de la pista del gran salón con cristales bruñidos en el piso, no perdieron el compás, siendo además ajenos no sólo al fuego de la revolución que aún parecía lejana, sino a las miradas de quienes no daban crédito a lo que sus ojos veían: los hijos favoritos de los Capuletos y Montescos habían sido alcanzados súbitamente por la flecha del inmenso amor.

LA HUMILLACIÓN

“¡Háganse a un lado, pinches indios hijos de la chingada!”, profirió el jovenzuelo pateando a los hermanos Piñeiro que estaban sentados un metro antes de llegar al mostrador donde se pagaba la raya.

Les correspondía cobrar dos cuarterones de maíz, ocho velas de parafina, un kilo de frijol y 250 gramos de chile seco, pero ya no pudieron llegar a hacer efectiva su paga semanal y un crédito de dos litros de aguardiente. Habían recibido sendas patadas en la cabeza por el hijo del patrón. Aguantando el llanto de rabia se alejaron de la tienda de raya y juraron vengarse.

Los hermanos Piñeiro no volvieron nunca más al rancho. Estuvieron en el poblado bebiendo el aguardiente que habían acumulado por semanas a modo de préstamo en la tienda de raya. Se embriagaban todo el día y dormían, a ratos se despertaban maldiciendo y volvían a beber “hasta sacarse el odio que el demonio de Omar les había metido”, decían entre ellos.

Por eso los vecinos algo sabían sobre quién había matado al joven Santiago. “Los Piñeiro llegaron de ciudad Mante buscando el anonimato. En uno de sus intermitentes estados de ebriedad confesaron que venían huyendo de la justicia, que debían varios muertitos y que el jefe de la policía de Tampico les había pagado para asesinar a un diputado. La noticia había sido en aquel momento un escándalo en la prensa nacional. Aquí llegaron y les dieron trabajo en el rancho de los Ostolaza”. Eso leyó el mayordomo como testigo en la sala del juzgado, antes que condenaran a vivir en prisión a quien jaló el gatillo del rifle y acabó con la vida de Santiago por confusión.

CASCADA DE OBSIDIANA

Emigdia Lobato lucía un peinado que no necesitaba sombrero. Su gigantesco matojo de pelo coronaba un rostro blanco de rasgos finos y ojos negros enormes. Su piel blanca contrastaba con su cabello negro, “color azabache”, decían envidiosas y admiradores.

Sólo en su casa se quitaba los listones que amarraban esa cantidad de cabello y éste caía hasta debajo de sus muslos como una cascada de obsidiana.

Así la hizo retratar su marido. Un fotógrafo francés que vivía en la ciudad perdió el aliento cuando vio semejante espectáculo. Un cuerpo blanco apenas cubierto y una cabellera ensortijada como no había visto jamás. Mandó ampliar la imagen a París y se quedó con una copia. La original, enmarcada en hoja de oro florentino, quedó en la recámara que compartieron con fiel e intenso amor David Ostolaza y Emigdia Lobato.

La alcoba de la pareja era una gran caja de aderezos barrocos: tapices franceses en la pared, una amplia cama con mosquitero, adornos y espejos por doquier. Las lámparas art nouveau sobre los burós. Era una estancia con influencia francesa hasta en el delicado perfume que permanecía de fijo como parte del ornamento.

En un muro el retrato de Emigdia dominaba el escenario. De cuerpo entero, con apenas la ropa necesaria para no quedar desnuda, casi de espalda, volteando levemente para ver la cámara. Era un retrato muy atrevido para la época y el cabello... el cabello negro hasta las corvas, más ondulado que hirsuto, un fenómeno de la naturaleza humana, una rara belleza femenina con el don excepcional de una cabellera como no existía otra sobre la faz de la tierra.

EL TERRIBLE ILUSTRADO

Omar era un joven violento y arrogante. El menor de los hijos de Don Diego no tenía quince años y ya usaba pistola y tragaba vasos de mezcal para presumir su hombría. No había querido estudiar y fue enviado al rancho para trabajar. Pero su modo de vida era un contraste difícil de entender. Estudió sólo la secundaria y, sin embargo, leía todos los libros que encontraba cuando no estaba trabajando en las tareas del campo.

Eso sí, andaba tras las muchachas, les levantaba la falda, las llevaba con fuerza o con mentiras a la troje, les enseñaba su sexo y se masturbaba, mientras con su fuete les pegaba en las nalgas, amenazándolas de mandarlas azotar hasta la muerte si lo denunciaban. Un mozalbete así no podía haber leído a Balzac, Flaubert, Víctor Hugo y una buena cantidad de autores ingleses.

De la boca de un joven apegado a la lectura no se concebía que exclamase: “Pinches indias mugrosas”, mientras azotaba a las sirvientas hasta el cansancio. Ese sábado llegó de mal humor como siempre y pateó a dos trabajadores que iban a cobrar sus jornales en el rancho. Lo hizo con insultos y sin justificación alguna, apretando las quijadas y rechinando los dientes, con mucho coraje, como perro rabioso, echando espuma, poseído por el demonio.

Omar Ostolaza era el terror de los campesinos de esas tierras. No cosechaba trigo sino odio, no extraía el aguamiel de los magueyes sino la hiel de su padre que no podía frenar sus ímpetus violentos y racistas.

A pesar de haber leído cientos de libros, creció con un odio inexplicable y obsesiones difíciles de entender, tales como el aborrecimiento a los pobres y el delirio por las mujeres. Nunca pudo sacudirse la culpa de saber que él era quien debía morir asesinado en lugar de su hermano, pero guardó el secreto que se le fue pudriendo hasta causar su muerte prematura, llagado su cuerpo, adolorida su alma, en medio del dolor por el amor perdido.

Apodado El Demonio, trataba de seducir a cuanta mujer le gustaba en la calle. Las seguía y piropeaba, se les ponía enfrente y les decía palabras soeces llenas de erotismo vulgar, sin importar si eran doncellas, viudas o respetables señoras casadas.

En varios duelos salió avante porque en la hacienda pasaba horas ejercitando el tiro al blanco. Su corta vida transcurrió en el frenesí de su condición de mujeriego empedernido, en el remordimiento que le atormentaba y le obligaba a buscar hembras para olvidar el dolor, en la impunidad por tantos crímenes a maridos ofendidos. Llegó un momento en que se olvidó de los libros.

Así fue hasta que conoció a Fernanda Montero, una mujer voluptuosa que reía con fuerza y amaba con furor. Omar se enamoró de ella hasta desposarse. Ella encontró una respuesta a sus anhelos enardecidos. En un cuarto trasero de la casa de Don Diego, día y noche se oían los bramidos sexuales del testicular así como los gemidos escandalosos de la amante furibunda.

EFÍMERO TRONO

El día que el respetable agricultor y dueño de expendios de alcohol, Diego Ostolaza, fue informado que quien había gobernado por más de veinte años el estado renunciaba porque había visto las barbas de su vecino cortar, según un conocido refrán, fue llamado por una Junta de Notables y sin previo protocolo se instaló en un enorme despacho donde sobresalía la gran silla tallada con el escudo de Querétaro en el respaldo.

Dio gracias a Dios que el tirano se hubiera embarcado al otro lado del mundo y que su réplica pueblerina abandonara el Palacio en medio de la noche y con varios carros tirados por caballos que transportaban lingotes de oro, habiendo dejado en el erario sólo los billetes impresos por el gobierno revolucionario y que ahora no valían absolutamente nada.

Se apoltronó lentamente en la gran silla. Sus piernas colgaban sin llegar al piso –luego mandaría recortar las patas del efímero trono. Disfrutaba ese momento como si fuera a degustar un manjar inesperado pero apetecido, y no quiso que nadie estuviera con él, que nadie fuera testigo de ese instante de súbita gloria.

Quería esa dicha momentánea sólo para su disfrute egocéntrico. No quería compartir esa emoción de sentirse poderoso sólo por estar sentado en la silla del mandamás. Su fortuna no era bastante como para que se sintiera omnipotente. Creía necesitar el agridulce néctar del poder para sentirse pleno. Había visto cómo el licenciado Cosío había gobernado a su antojo y al final cómo había vaciado las arcas a sus anchas. Se atusó el gran bigote blanco y esbozó una sonrisa para sí, poniendo su mano dentro del chaleco, como un Napoleón de pueblo.

Minutos después se fue a ver al espejo. Deslizó la mano despacio por su cabeza blanca pensando: “¡Oh por Dios! Y ahora qué voy a hacer”. Para darse confianza mandó llamar a su esposa y a sus hijos, quienes poco después llegaron apresurados y sorprendidos. Sólo faltó Omar que estaba en el rancho haciendo desmanes.

Ahí estaban Doña María, con su vestido amplio del cuello a los tobillos para ocultar las carnes que le empezaban a sobrar, taciturna, anuente a todo; Alberto y su traje de corte perfecto; Santiago, apuesto y riguroso como ninguno; el capitán Daniel, que estaba de vacaciones en Querétaro, vestido con su uniforme militar; la mística Evita y la dichosa Malena, quien no dejaba de hacer gestos de mustia cuando en el fondo se burlaba de toda esa pompa y circunstancia.

Caminaron juntos por los aposentos del Palacio. Admiraron el techo tallado en madera y molduras de oro. Se quedaron unos minutos viendo el lugar donde la heroína de la historia patria había bailado para llamar la atención de uno de sus sirvientes. “Ustedes conocen la leyenda”, interrumpió Don Diego el silencio familiar.

Caminaron reconociendo los muebles y los tapetes, las cortinas y los objetos, los retratos de los héroes, la negra carpeta de piel para firmar los oficios y las iniciativas sobre la gran mesa del Salón de los Acuerdos.

Su mujer y sus hijos, dos mujeres y tres varones, todos absortos en sus propios mundos, extraños al boato del poder, oraron a petición de Don Diego para que, según sus propias palabras, “no hiciera tantas pendejadas”.

SUS PECHOS AHOGADOS EN LA BAÑERA

Don Hernán Lobato era ingeniero agrimensor y se dedicaba a la crianza de ganado menor, dueño de haciendas, conservador y hombre respetado por la comunidad. Vivía en una casa de grandes patios y porches con arcadas mixtilíneas. En las paredes se levantaban enredaderas exóticas y chayotes enormes, y dentro de los arriates crecían árboles con zapotes blancos y negros, limones, aguacates y granadas. Desde las azoteas los pequeños vecinos se las ingeniaban para una cosecha sistemática de los frutos que producían las huertas de don Hernán y su esposa, Doña Felisa de Hortigoza.

Absorto en sus negocios y en su profesión, poco le importaba la política. Religioso y metódico se dedicó a medir grandes extensiones de tierra, a poner mojoneras aquí y allá, a explotar grandes recuas de cabras y borregas, así como a cuidar la educación de sus dos hijas: Emigdia y Elena. Distintas y hermosas ambas. Una de cabello crespo y oscuro que lavaba y peinaba durante el día, otra rubia y de ojos azules que gustaba de ensayar en el piano las sonatas más complicadas, y de hundirse desnuda en la tina de un baño azul con los cristales rotos para que la observaran los mozos jóvenes que servían o asistían en su casa y se escurrían sigilosos hasta el patio, donde miraban fascinados los hombros de la rubia, su espalda y parte de sus pechos ahogados en la bañera.

Cuando se quitaba o ponía la bata, los púberes respiraban tan fuerte que Elena, medio apenada, se cubría de inmediato. Entonces los jóvenes echaban mano a su sexo y competían para ver quién jadeaba menos y cuál lanzaba más lejos el chorro de esperma.

Emigdia cuidaba su cabello y soñaba. Elena tocaba el piano y soñaba con un príncipe azul. Ambas mujeres estaban destinadas a hombres tan distintos en caracteres y pasiones.

Con todo y que lo suyo no era la política, Don Hernán murmuraba contra el gobierno porfirista del centro, se declaraba enemigo del licenciado Cosío, quien estuvo al mando de Querétaro los mismos años del dictador, y también se decía opositor de su sucesor interino, Don Diego Ostolaza.

La rivalidad entre los Ostolaza y los Lobato era ampliamente conocida por todos los habitantes de Querétaro. Ambos, rancheros prósperos y con una aceptación social fuera de duda. Uno representaba las ideas progresistas, otro las moderadas. Así que cuando la Junta de Notables ofreció el gobierno interino a Don Diego, los Lobato, que era familia menuda y discreta, ampliaron sin aspavientos su distancia con aquéllos con quienes competían en caudales e ideas. Lo hicieron en silencio, con cautela, casi en sigilosa complicidad. Sin comentarlo al interior de la familia, pero bajo la sospecha ciudadana, “porque nunca se sabe de dónde saca el pueblo su sabiduría”.

FAMILIA DE CONTRASTES

Alberto era el hijo mayor de Don Diego Ostolaza y María de Ávila. Ensimismado, siempre elegante, con invariable traje y chaleco donde de uno de sus bolsillos colgaba la cadena de su reloj de oro. Había estudiado en el seminario. Tenía un halo de cura bueno, con voz suave y lánguida. Hablaba como rezando, sin gritar nunca, sin alterarse jamás. Meditabundo, serio, su vida había transcurrido sin risas ni llantos. Desde niño parecía una criatura de cera, como Niño Dios de madera, con sus mofletes pálidos, más sus lentes de cristales redondos y sus armazones doradas.

Cuando se enteró de la muerte de su hermano Santiago, se refugió en la oración, creció su silencio, nunca más se le escuchó hablar sobre el tema. Al paso de los meses, poco tiempo después de velar el cuerpo del hermano, tuvo la tentación de entrar a un monasterio. No soportaba semejante daño que le habían causado a su familia. No encontraba razones para explicar el tamaño del agravio, el crimen cobarde y sin justificación posible.

Optó por el silencio como actitud y la oración como resarcimiento, pero decidió seguir con su vida como seglar, aunque los días le sucedieran sin hechos relevantes ni equivocación alguna. Sin saberlo, el único acontecimiento de verdadera importancia fue el último de su vida.

No entró al convento pero se dedicó a la meditación. Lo hacía en su cuarto después de leer Imitación de Cristo de Tomás de Kempis. Una de las frases que hizo suya por siempre fue In omnibus requiem quaesivi, et nusquam inveni nisi in angulo cum libro (Por doquiera busqué la paz, sin hallarla más que en un rincón y con un libro). Por eso se refugiaba en la lectura. Cuando no iba a impartir sus clases de civismo en el Liceo, acudía a la única alberca pública tres veces a la semana.

Se sumergía y cerraba los ojos. Sólo nadaba por debajo de la superficie. Hasta que sus pulmones resistían, hasta que veía manchas por dentro de sus párpados, hasta que sus manos se veían rugosas, transparentes, con la piel a punto de desprenderse.

Sus pensamientos en algún momento también tocaban las confusiones de su existencia, el dilema de sus intereses sexuales, aunque esto era lo que menos le interesaba, en lo que ni siquiera se ocupaba. Sobre las mujeres, sus referentes cercanos eran sus hermanas: una inmersa en la castidad y la desolación, la otra esperando la oportunidad para volar, con su risa estentórea y ese habitual gesto de quedar con las piernas abiertas cuando se sentaba, pasando para más de alguno como un ofrecimiento impúdico.

Sobre los hombres, veía al garañón de Omar atrapado en el deseo, en la lascivia, en la perversidad. Rechazaba más lo femenino porque las mujeres le resultaban frívolas. Ni pensar en la homosexualidad. Los hombres le parecían procaces y además una relación con un hombre... no, ni pensarlo. Sería un gran pecado. No quería nada de eso.

Volvía a sumergirse en la piscina y se impulsaba una y otra vez hacia la orilla. Paradójicamente, sólo cuando se refugiaba en las aguas del estanque se volvía terrenal. Mientras tanto era un ser místico, hermético, ajeno al mundo.

Contrastaba el hombre cauto, tímido, reflexivo que era Alberto, con el carácter impulsivo, ardoroso y violento de Omar, quien desde niño había sido colérico y agresivo, salvo cuando se escondía en una buhardilla para leer a los clásicos franceses. ¿Cómo? Así era de contradictorio un jovencito capaz de una maldad, de un desprecio racista, y de recitar un fragmento de Flaubert.

Entre los Ostolaza la variedad era la nota distintiva. Familia de contrastes: de restricciones autoimpuestas a desmesuradas expresiones de pasión. Del lenguaje contradictorio de Omar –procaz, siendo un letrado autodidacta– hasta el recato monacal de una de las hermanas y el mayor de los varones.

Evita era pudibunda y reservada como una santa. Malena era festiva, gozosa, reía a carcajadas y cada vez que la ocasión era propicia separaba las rodillas en señal de gusto. Era como un tic, un gesto más de contento que de impudicia y provocación.

Además, Malena tenía un don: sus manos eran un prodigio para la sanación de los cuerpos y de las almas. En los cuerpos lo demostraba eventualmente. En las fatigas de su padre y hermanos, en la tímida exigencia de Evita que le insinuaba que le acariciara su espalda.

Los altibajos de los caracteres iban del exultante, majadero y arrebatado Omar, al lánguido y sosegado Alberto. De la monjil Evita a la salerosa Malena, que invitaba con su risa y despreocupación por mostrar los calzones a cosas mayores, cercanas al pecado, e incluso, alguna vez, al incesto. Por su parte, David era taciturno, estudioso y apegado a la disciplina militar. Físicamente distante de la familia, pero siempre atento a lo que sucedía en ella. Sufría en silencio las pérdidas y acumulaba un sentimiento de reivindicación, ansiaba la oportunidad de revertir el infortunio, de devolver al apellido el prestigio que alguna vez gozó.

EN EL REINO DE LA DESPROPORCIÓN