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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2007 Fiona Harper

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un rayo de luz, n.º 2116 - abril 2018

Título original: Her Parenthood Assignment

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-175-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

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Capítulo 1

 

ESTÚPIDO mapa! –exclamó Gaby.

De pie en medio de la carretera, se lamentó por estar en el lado del río equivocado. Tomó el mapa de nuevo y le echó un vistazo. David siempre le decía que era una inútil interpretando mapas. La verdad era que su ex marido creía que era una inútil para todo.

Cerró la puerta del coche de un portazo y se quedó mirando el río.

Lower Hadwell sólo estaba a medio kilómetro de allí, pero iba a tardar al menos una hora en conducir hasta un pueblo que tuviera puente y poder así cruzar el río y llegar hasta allí.

Era su primer trabajo serio en una década e iba a llegar muy tarde a la entrevista.

Miró de nuevo el mapa y comenzó a sonreír. Vio una línea azul e intermitente. ¡Había un ferry! Parecía que no era tan inútil como pensaba. A un lado del muelle había una rampa que llegaba hasta una playa. No sabía cómo descender en coche hasta allí sin acabar metida en el río. Comenzó a bajar despacio por la rampa para poder tener mejor visibilidad.

–Buenas tardes.

Casi le provocó un infarto esa voz, salida de ninguna parte. Se llevó la mano al corazón mientras recuperaba el aliento y miró al hombre que se había incorporado al lado de un viejo barco. No lo había visto hasta entonces, parecía formar parte del paisaje que la rodeaba.

–Buenas tardes –contestó ella con una sonrisa–. Quería tomar el ferry. ¿Sabe que horario tiene?

–En esta época del año no tiene horario.

–¡Ah!

El hombre señaló con la mano un poste que había en el aparcamiento. De él colgaba una vieja campana y una señal que no podía leer desde donde estaba. Se acercó y leyó lo que decía.

Del 30 de octubre al 30 de marzo, toquen la campana para llamar al conductor del ferry.

Tomó la cuerda que colgaba de la campana y la sacudió con fuerza para hacerla sonar. El hombre que limpiaba el barco levantó la vista, se limpió las manos en los pantalones y subió hacia donde ella estaba.

–¿Sí?

Gaby sacudió la cabeza y lo miró estupefacta.

–Quiero cruzar el río en el ferry, con mi coche.

El hombre echó la cabeza hacia atrás y comenzó a reírse.

–Ése de ahí es el ferry.

Ella se volvió para ver lo que señalaba el hombre. Era un pequeño barco, de unos cinco metros de eslora, con una cabina cuadrada y unos cuantos bancos en la parte de atrás.

Miró de nuevo el mapa que aún tenía en la mano. Allí leyó que, de hecho, se trataba de un ferry para pasajeros. Estaba claro que no sólo era una inútil leyendo mapas, sino leyendo en general.

Levantó la vista, el hombre aún la miraba, y lo hacía con una sonrisa de oreja a oreja. Debía de estar divirtiéndose mucho con ese inesperado entretenimiento.

–Súbase, su coche estará bien aquí. El último ferry de vuelta es antes de las seis. A esa hora termino el servicio.

Le sonrió y siguió por la rampa hasta el ferry.

El hombre encendió el motor y ella se cubrió la cara con las manos, suspirando, pero también divertida con la situación. Era importante ser capaz de reírse de uno mismo.

No quería que le importara lo que dijera la gente. Todos creían que debía de haber sido una esposa horrorosa si no podía haber hecho feliz a un partidazo como David. Su marido la había cambiado por una modelo más joven y sexy y sus padres creían que debía de ser culpa suya.

Lower Hadwell estaba situada al otro lado del río. Le parecía extraño que en un pueblo tan encantador viviera un hombre con un pasado tan oscuro. Se preguntó si sus vecinos lo sabrían, si acaso murmuraban y lo miraban con curiosidad cuando entraba en el bar. A lo mejor lo habían recibido con calor en su comunidad. Esperaba que hubiera sido lo último. Se merecía un nuevo comienzo, lejos de los rumores y cotilleos de las zonas residenciales.

El ferry llegó pronto al muelle del pueblo. Gaby pagó al conductor y salió del barco. No había nadie en ninguna parte. Bueno, casi nadie. Vio una figura solitaria con una chaqueta demasiado grande para ella en uno de los muelles, mirando el agua. Era una niña. No debía de tener más de once o doce años. Llevaba su largo y oscuro pelo sujeto en una coleta. De vez en cuando levantaba la vista y miraba hacia el infinito.

La niña la miró al oír que se acercaba, pero desvió casi inmediatamente la mirada. Seguramente más por desinterés que por vergüenza. Un minuto después, levantó la caña de pescar. Se quedó mirando el anzuelo y, al ver que seguía vacío, pareció entristecerse más aún.

–No pasa nada. A lo mejor pescas uno la próxima vez –le dijo Gaby–. ¿Qué cebo estás usando?

–Mi padre me ha dicho que no hable con extraños.

–Es muy buen consejo.

Era un consejo que ella también debía seguir. La niña se concentró en la pesca y dejó de mirarla.

Acababa de darse la vuelta cuando la niña le habló por fin.

–Es panceta.

Gaby se detuvo y la miró.

–¿A qué peces les gusta la panceta? No me digas que aquí hay tiburones.

–¡Nada de peces! Mira.

En el anzuelo había tres pequeños cangrejos. La niña sacudió el hilo sobre un cubo con agua y dos cayeron en el cubo, donde ya había más.

La joven agitó con más energía el hilo para que cayera el último, el más testarudo. Cuando por fin se desprendió del anzuelo, fue a caer fuera del cubo y al lado de los pies de Gaby. Ésta no pudo evitar gritar y pegar un salto.

La niña comenzó a reír con ganas.

Gaby se acercó de nuevo a la niña. Le gustaba verla sonreír, pero se recordó que tenía que irse. Pensó que a lo mejor podía ayudarla a encontrarlo. Sacó un papel del bolsillo y le leyó la dirección.

–¿Por qué quiere ir allí?

–Bueno… Es por trabajo.

No quiso darle más detalles. La niña no pareció creérselo, pero le señaló una casa de piedra que había a unos cuatrocientos metros de allí. Estaba situada en la orilla.

–¿Cómo puedo llegar allí? ¿Hay un barco que me pueda llevar?

–No, hay una carretera enfrente de la posada que llega hasta allí, pero siempre está embarrada.

Le dio las gracias a la niña y bajó por una rampa hasta la calle principal. No fue difícil encontrar el camino al que se había referido la joven. Antes de adentrarse en él, miró por última vez al río. La niña acababa de vaciar el contenido del cubo para empezar de nuevo.

 

 

No había barro en el camino, sino que el camino era casi una ciénaga.

Gaby levantó un pie cubierto de barro. El frío y la humedad le llegaban a los huesos.

Sabía que no iba a parecer demasiado profesional cuando llegara a su destino. Se había dejado sus zapatos de tacón y su chaqueta en el coche. A lo mejor habría sido buena idea arreglarse un poco antes de subirse al ferry, pero se imaginó que su apariencia era el menor de sus problemas, ya que llegaba casi dos horas tarde.

Vio la casa aparecer entre los últimos árboles. Era un edificio grande y de piedra.

Estaba a punto de llegar cuando un hombre salió de la casa. Se quedó parada. Se preguntó si sería el jardinero. Parecía algo desaliñado, pero había algo en su ropa que le llamó la atención.

Recordó una imagen vista en la televisión. Quizá fuera él, el hombre que había ido a ver.

Sus pies estaban completamente hundidos en el barro. Él ni siquiera la vio. Estaba metiendo una caja en el maletero de un vehículo todoterreno. Cuando terminó, volvió a entrar en la casa.

Parecía distinto. Más esbelto y fuerte.

Su pelo, castaño claro, estaba más largo y despeinado. Estaba claro que hacía unos días que no se afeitaba. Ya no parecía un prestigioso médico, sino un hombre de aspecto más rudo y salvaje. Estaba claro que cinco años en la cárcel habían conseguido cambiar a Luke Armstrong.

De pronto, salió de la casa y esa vez sí que la vio.

Parecía sorprendido, pero esa sensación sólo duró un instante, antes de que su rostro se endureciera de nuevo. Dejó la caja que llevaba en el suelo y se acercó a ella.

–¿Qué quiere?

Su tono fue tan brusco que su corazón comenzó a galopar en el pecho. Nunca se le había dado bien enfrentarse a la gente y ese hombre parecía preparado para luchar. Él la miró de arriba abajo mientras ella intentaba recobrar la compostura. Aún no la había entrevistado y ya se sentía como si la hubiera despedido.

–¿Es el señor Armstrong? –tartamudeó ella.

–Sabe de sobra quién soy.

Bueno, claro que lo sabía. Ella esperaba convertirse en su niñera. No entendía nada.

–Seguro que sabe hasta qué pasta de dientes uso, así que no se quede ahí haciéndose la inocente como si se hubiera perdido. ¡Ya lo he oído antes!

No entendía a qué se refería. Le sobrevino una ola de calor y se sorprendió al sentir la furia que comenzaba a llenarla.

–Señor Armstrong, le puedo asegurar que…

–No me creería ni una palabra suya –la interrumpió él fuera de sí.

Sus ojos estaban encendidos, sacudió la cabeza frustrado y fue de nuevo hacia la casa. Gaby estaba tan atónita que ni siquiera se movió del sitio.

–Tendrá simplemente que decirle a su editor que la ha fastidiado –le dijo antes de entrar.

¿Editor? Gaby no comprendía nada, estaba segura de que había dicho «editor».

Pero en cuestión de segundos lo entendió, creía que se trataba de una periodista. Se miró e intentó imaginarse qué era lo que le había hecho pensar eso. Llevaba unos pantalones negros que empezaban a envejecer y unas zapatillas de deporte. No le pareció que tuviera aspecto de periodista, pero, claro, tampoco parecía una niñera.

Respiró profundamente e intentó controlar su enfado. No le extrañaba que hubiera reaccionado como lo hizo. La prensa amarilla lo había tratado fatal.

Había sido acusado del asesinato de su esposa después de que la hallaran muerta en la habitación de un hotel. La prensa se alimentaba con pasión de todos los detalles escabrosos que se iban descubriendo. Recordó el primer titular que leyó.

«Un médico, loco de celos, asesina a su esposa».

El fiscal había sostenido que dejó a su hija pequeña con un vecino, siguió a su mujer y la encontró en un romántico hotel rural, disfrutando de la compañía de otro hombre. Furioso, arremetió contra ella. La mujer cayó y se golpeó la cabeza. Y, mientras se desangraba sobre la alfombra, él se fue y no volvió a su casa hasta varias horas después.

Él lo había negado. Y durante el juicio había sido tan convincente que el jurado lo habría absuelto de no ser por las pruebas del forense. Cuando testificó, dijo que sólo había llegado hasta el vestíbulo del hotel, donde vio a su mujer y a su amante de la mano. Confesó que entonces se fue y condujo durante un tiempo, tratando de pensar en qué hacer con su vida después de lo que había visto.

Pero las pruebas de ADN lo inculpaban y dejaban en evidencia su historia. Había estado en la habitación del hotel la noche que su mujer murió. Recordó otro titular de la prensa.

«El médico queda fuera de toda sospecha».

Por lo visto, las pruebas de ADN se habían contaminado en el laboratorio. Un error humano.

Por supuesto, todo el país lamentaba lo sucedido y ahora todos decían que nunca creyeron en su culpabilidad, siempre había parecido un buen hombre…

Pero Gaby pensó que ya no parecía tan agradable. No podía quitarse de la cabeza cómo la había mirado sólo segundos antes.

Aunque nunca había hablado con él, sentía como si lo conociera ya. Y no se refería a los detalles estúpidos, como su color favorito y cómo tomaba el café. Lo que tenía claro era que se trataba de un hombre honesto y muy leal con aquéllos que quería. Ella sabía de él las cosas que verdaderamente importaban.

Por esa razón, decidió intentar que la escuchara. No iba a darse la vuelta y volver a casa.

Capítulo 2

 

SI IBA a enfrentarse a él, no podía quedarse allí, hundiéndose cada vez más en el barro. Pero le costaba trabajo hablar con el hombre que había entrado en la casa. Lo que más le había dolido era su mirada, de ira y desprecio. Unos ojos que le habían dicho que ella era una inútil y que no merecía la pena.

Tenía que recordarse que no era a ella a la que miraba así, que él estaba enfadado porque pensaba que era una periodista. Pero ya había visto esa mirada en David, demasiado a menudo, e hizo que algo se revolviera dentro de ella. Cuando su ex marido la miraba así, sabía perfectamente con quién estaba hablando.

Se pasó las manos por el pelo y fue hacia la puerta principal. Golpeó la puerta. El corazón se le salía del pecho. Esperó mientras escuchaba con atención. No oyó nada. Estaba a punto de volver a llamar cuando escuchó un portazo en otra parte de la casa.

Quería darle a entender que sabía que estaba en la puerta y que la estaba ignorando. Suspiró y se frotó la cara con las manos. Había conducido durante más de siete horas para llegar hasta allí. Tenía frío y sus pies estaban empapados. Decidió que no podía simplemente renunciar a hablar con él y marcharse a casa sólo porque él estaba furioso.

Fue hasta la parte de atrás de la casa. La puerta trasera estaba entreabierta. Se imaginó que había estado demasiado enfadado como para asegurarse de que la dejaba bien cerrada. La empujó levemente con sus dedos y la puerta crujió.

–¿Señor Armstrong? –llamó desde allí.

Echó un vistazo y se encontró con una pequeña habitación. Allí había una diminuta ventana y varios ganchos de los que colgaban abrigos y chaquetas. El suelo estaba cubierto de botas.

–¿Señor….?

Estaba a punto de llamarlo de nuevo cuando la puerta que daba con el resto de la casa se abrió. Las palabras se le helaron en la garganta.

–Nunca se cansan de hostigarme, ¿verdad?

Gaby tragó saliva e intentó abrir el bolso, pero estaba más torpe que nunca. A esa distancia, ese hombre parecía mucho más amenazador, como un animal salvaje enjaulado.

–¡Váyase o llamo a la policía! –le gritó.

Se acercó a ella y Gaby se retiró un poco, mientras buscaba algo en el bolso. Cuando levantó la vista se encontró con el rostro del hombre, duro como el acero. Pensó que era un buen momento para hacer lo que le decía y salir corriendo de allí.

Dejó de respirar unos segundos y por fin halló lo que buscaba, su tarjeta de visita. La sacó del bolso, sorprendida de que sus manos respondieran.

Él pareció sorprendido y ella aprovechó ese momento para mostrarle la tarjeta.

–Agencia Bright Sparks, señor Armstrong.

Miró la tarjeta, después a ella y de nuevo a la tarjeta.

–Vengo por la entrevista –le dijo ella.

Él la miró de nuevo, parecía atónito.

–Por el trabajo de niñera –añadió Gaby.

Por fin se dio cuenta de lo que decía. Vio cómo su rostro se transformaba levemente en su presencia. Aún la miraba con dureza, pero no con tanta furia como antes. Ahora parecía estar más a la defensiva y menos dispuesto a atacarla.

–Llega tarde.

–Lo sé y lo siento mucho. Pero es que me…

–Será mejor que pase.

Él se giró y fue hacia la casa por la puerta por la que había entrado. Gaby estaba a punto de seguirlo cuando recordó el estado en el que se encontraban sus zapatos. Ahora que se había calmado un poco no quería enfurecerlo de nuevo dejando la casa llena de barro.

Se sentó en un banco que había en la habitación e intentó quitarse las zapatillas sin mancharse las manos demasiado. Tardó un poco, pero lo logró y dejó su calzado bajo el banco. Después, colgó su forro polar de un gancho en la pared.

Intentó animarse. Quería controlar su miedo. Pensaba que, al fin y al cabo, él era el que tenía que disculparse por su actitud. Pero se quedó parada. Sus pies, ahora sobre el frío terrazo, estaban helados. Iba a tener que entrevistarla calzada y eso lo hacía sentirse en desventaja.

La cara de Luke apareció de pronto en la puerta y ella no pudo evitar estremecerse.

–Es por aquí –le dijo mientras señalaba el pasillo tras él.

No le quedó más remedio que seguirlo por la casa hasta llegar a la cocina.

–¿Café? –ofreció él.

No esperó a que le contestara y se dispuso a llenar la cafetera de agua.

Era surrealista, se comportaba como si no hubiera pasado nada unos minutos antes. Se imaginaba que había pocas probabilidades de que se disculpara con ella, pero no le importó. Hacía tanto que no escuchaba una explicación por parte de un hombre que había empezado a pensar que eran genéticamente incapaces de pedir perdón. Al menos sabía con lo que se enfrentaba, los siete años de matrimonio con David le habían proporcionado mucha experiencia en ese terreno.

Se dio cuenta de que la estaba observando. Se sentía como si estuviera en el colegio y acabaran de mandarla al despacho del director.

–Me dijeron que intentarían enviar a alguien, pero pensé que no íbamos a tener suerte.

–¿Cómo?

Él frunció el ceño.

–Hablo de la agencia. La señora Pullman dijo que iba a intentar encontrar a alguien, pero que no tenía mucha esperanza. Como no llegó a tiempo, pensé que no había encontrado a nadie.

–Bueno, aquí estoy. ¡Por fin! –repuso ella intentando parecer alegre y resuelta–. No se preocupe por lo de antes, lo entiendo perfectamente.

–Bueno, como sabe, soy Luke Armstrong. La señora Pullman no me dijo su nombre.

–Me llamo Gabrielle Michaels, pero me llaman Gaby.

–Como los ángeles.

–¿Perdón?

–Como los nombres de los arcángeles en inglés. Gabriel y Miguel.

Ella lo miró con suspicacia. Se preguntó si estaría riéndose de ella. Su rostro no dejaba entrever nada. De hecho, parecía haber olvidado cómo reírse.

–Nunca había pensado en ello –repuso ella.

Él asintió con la cabeza.

Nunca había conocido a nadie tan enigmático y callado como él.

–Bueno, ¿cuántos años tiene su hija?

–Pensé que era yo el que la entrevistaba a usted.

–Pues hágalo –repuso ella encogiéndose de hombros–. Pero hay algunas cosas que necesito saber antes de decidir si soy lo que usted necesita.

A pesar de su actitud, no quería ser brusca con él. Algo le decía que no siempre había sido así, que necesitaba una segunda oportunidad. Ella era una experta en esas cosas. A su ex marido le había dado no una segunda o una tercera, sino enésimas oportunidades.

Luke Armstrong dejó una taza de café frente a ella. Tenía claro que no era la primera vez que entrevistaba a alguien. Al principio le hizo las mismas preguntas de siempre, pero después dejó su taza sobre la mesa y la miró.

–Si no le importa que se lo diga, usted no es lo que esperaba. La mayoría de las niñeras que he visto son más jóvenes que usted y… Bueno, visten de forma distinta.

–Sólo porque no me parezco a Mary Poppins no quiere decir que no hago un buen trabajo. A algunos niños les provoca ansiedad conocer a gente, sobre todo si tienen apariencia estricta y almidonada. Me he dado cuenta de que ayuda el vestir de forma un poco más informal. En cuanto a mi edad… He decidido volver a trabajar después de algún tiempo sin hacerlo.

–¿Sí? –comentó él con suspicacia.

–Cuando me casé, mi marido prefirió que dejara de trabajar.