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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2007 Helen R. Myers

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Amigo del alma, n.º 1709- mayo 2018

Título original: A Man To Count On

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-9188-168-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Epílogo

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Prólogo

 

Enhorabuena, señoría. Me alegro mucho por usted.

—Gracias, Paulie.

Dylan Justiss, juez de la Audiencia Territorial de la ciudad de Austin, sonrió amablemente a su secretaria de toda la vida, Pauline Lawrence.

No le había sorprendido que se hubiera enterado de que el gobernador en persona lo había animado a que se presentara en otoño a ocupar una vacante que quedaba en uno de los dos grandes juzgados del estado: el Tribunal Supremo. Si saliera elegido, reemplazaría a Thea York, que se iba a Washington a ocupar un puesto federal.

—De todas formas, prefiero no lanzar todavía las campanas al vuelo hasta que no haya visto con quién me las tengo que ver —añadió.

—Cuando se enteren de que se presenta usted como candidato, seguro que nadie quiere hacerle la competencia porque todo el mundo lo admira y lo respeta —contestó su secretaria.

—Gracias por el cumplido. En agradecimiento, se puede ir ahora mismo. Hoy es un día importante, ¿no? Le prometo firmar lo que me haya dejado encima de la mesa y dejárselo sobre la suya. Tengo pensado quedarme en el despacho a ver las noticias de las cinco antes de irme a casa.

Su secretaria, una mujer ya de pelo cano, sonrió tan encantada como si fuera su madre.

—Usted siempre tan detallista. ¿Cómo se ha acordado de que hoy es el partido de béisbol de mi nieto mayor?

—Será porque tengo toda su fotografía llena de notitas para no olvidarme —contestó Dylan chasqueando la lengua y quitándose la toga.

Una vez en su despacho, encendió el televisor para ver si decían algo de él. En aquellos momentos, dirigía uno de los catorce juzgados de la ciudad, pero, de salir elegido en otoño, pasaría a una elite de nueve.

Siempre que había tenido que enfrentarse a una situación que podía implicar una promoción, Dylan lo había hecho con prudencia y respeto.

A sus cuarenta y dos años, estaba convencido de que había llegado muy lejos. Había contado con maravillosos maestros, había resuelto casos muy complicados y tenía el apoyo de personas de ambos partidos políticos, lo que le había permitido llegar hasta donde había llegado.

La vida también había tenido sus momentos malos. El peor había sido perder a Brenda, su esposa y mejor amiga, hacía once meses después de una terrible y larga enfermedad.

«¿Y qué me dices de aquel gran amor que no pudo ser?», se preguntó.

Mejor no pensar en aquello.

En aquel momento, comenzó el informativo que le interesaba.

—Buenas tardes, con ustedes Ross Kendrick. Abrimos hoy con una noticia de lo más sorprendente. Trey Sessions, marido de la famosa fiscal del distrito E.D. Martel ha anunciado que ha pedido el divorcio. Esta cadena de noticias se ha enterado de que el señor Sessions ha conseguido una orden de alejamiento para que la señora Martel no pueda ver a sus hijos, de once y diecisiete años, alegando negligencia por poner en peligro a una menor. Aunque no hemos podido confirmar la veracidad de esas acusaciones, este dato podría causar problemas al fiscal Emmett Garner, persona elegida por su partido para las próximas elecciones ya que, por lo visto, habría elegido personalmente a la señora Martel para que lo sucediera. De momento, ninguno de los dos fiscales, ni Garner ni Martel, han hecho declaraciones.

«¡No es para menos!», pensó Dylan.

Maldición. ¿Qué demonios habría ocurrido en casa de E.D.? Dylan estaba seguro de que, si había alguien a quien se pudiera acusar de negligencia, sería al calzonazos de su marido.

Mientras la reportera Lynly Drew daba cuenta de un robo a mano armada que había tenido lugar en el aparcamiento de un hotel de Austin, Dylan intentó asimilar aquella noticia.

Sabía, como mucha gente, que el matrimonio de E.D., a la que la prensa llamaba «la viuda negra» por su capacidad para conseguir la pena de muerte para muchas de las personas a las que procesaba, no iba bien y que ella llevaba ya un tiempo intentando ponerle al mal tiempo buena cara.

Dylan estaba seguro, aunque no sabía exactamente qué había pasado, que E.D. era incapaz de actuar con negligencia en lo que se refería a sus hijos y que, por supuesto, jamás los pondría en peligro.

Le constaba que E.D. hacía todo lo que estaba en su mano para que su hijo y su hija tuvieran un hogar estable.

Lo sabía por propia experiencia.

Dylan se pasó los dedos por el pelo e intentó controlar sus pensamientos. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no llamarla por teléfono, pero lo cierto era que apenas habían hablado desde el funeral de Brenda en junio.

Entonces, Dylan le había agradecido que apenas lo hubiera mirado porque no sabía cómo hubiera reaccionado. Aun así, recordaba perfectamente el encuentro. Recordaba cómo E.D. le había estrechado la mano y cómo él, sin pensarlo, la había estrechado entre sus brazos y al oído, para que nadie lo oyera, le había dicho «Eva Daniela».

Le bastaba con cerrar los ojos para recordar la calidez y la suavidad de su piel, sus cabellos sedosos y aquel aroma a lilas que delataba su presencia. Aquel recuerdo no lo había abandonado en absoluto.

Eva Daniela.

A ella no le hacía ninguna gracia que la llamaran así y Dylan lo sabía perfectamente, lo que lo hizo sonreír.

En varias entrevistas, ella misma había dicho que le parecía un nombre demasiado romántico para una fiscal. En privado, a él le había confesado que había renegado de su nombre desde pequeña porque siempre había querido dedicarse al mundo de las leyes. Al final, se había negado a contestar a aquel nombre, sobre todo cuando había empezado a oír que algunos decían que podría convertirse en la esposa de alguien importante en lugar de ser ella la persona importante.

Dylan la había conocido en la Universidad de Texas. Había acudido a dar una conferencia y E.D., como estudiante de Derecho, había sido la encargada de recibirlo. Cursaba entonces el último año de carrera y él no hacía muchos años que había terminado la Escuela de Práctica Jurídica de Baylor, pero ya despuntaba.

Un año después se habían vuelto a encontrar. En la boda de Dylan. E.D. había ido entonces acompañando a uno de sus testigos, Cole Bryce. A pesar de ser el día de su boda, Dylan había sentido celos de su amigo y, cuando seis meses después, E.D. lo había invitado a su boda con Sessions, había estado a punto de no ir.

¿E.D. Martel, la guapa y eficiente profesional, aquella mujer entregada a su familia y a su trabajo una mala madre?

Imposible.

Dylan se sacó el teléfono móvil del bolsillo, dudó y terminó marcando su número de teléfono.

Capítulo 1

 

En cuanto el juez anunció el final del juicio, E.D. Martel comenzó a temblar. Había conseguido llegar hasta allí, pero no estaba muy segura de poder seguir adelante.

—Me acaban de decir que hay un montón de periodistas en la puerta, señora Martel —le dijo Bruce Littner al oído—. Hay algunos a los que no conozco. Me parece que ni siquiera son de la ciudad. No sé si habrán venido por su caso en concreto o por otros. ¿Quiere que le pida al tribunal que le adjudique un agente de policía para que la escolte fuera del edificio por la puerta de atrás?

Lo que a E.D. realmente le hubiera gustado habría sido despertarse en su cama y darse cuenta de que lo que había sucedido en su vida en las últimas horas no había sido más que una pesadilla.

No, sabía que no debía protegerse de la prensa. Evidentemente, estaba sorprendida y dolida, pero tenía que aguantar. Lo cierto era que estaba tan dolida que hubiera podido meterse en el baño a llorar sin parar y lo suficientemente enfadada como para agarrar a su marido y zarandearlo, pero, ya que no podía hacer ninguna de esas cosas, iba a enfrentarse a la prensa.

Si se mostraba rencorosa o demasiado disgustada no le haría ningún bien ni a ella, ni a Emmett ni a nadie.

E.D. tenía mucha práctica a la hora de sonreír aunque no le apeteciera, así que se colgó una sonrisa de los labios y le puso la mano en el brazo a su compañero.

—No te preocupes. Si me ayudas, todo saldrá bien —le dijo—. Si vienes conmigo, diré lo de siempre, que se ha hecho justicia y, cuando comiencen con las preguntas personales, diré que no tengo nada que decir.

El joven rubio de ojos marrones que podría haber sido su hermano menor de haber tenido uno, asintió con énfasis.

—Muy bien, señora Martel. Si se ponen pesados, no se preocupe. Fui campeón de lucha libre en el colegio. No voy a permitir que nadie le haga daño.

—No te preocupes, no nos van a hacer ningún daño. Como mucho, nos meterán un micrófono en la boca y nos saltarán algún empaste —intentó bromear E.D.

Lo cierto era que aquel chico era dulce y estaba realmente preocupado por ella. E.D. se dijo que tenía que mencionarle a su jefe, el fiscal Emmett Garner, que aquel chico realmente era una buena persona y un eficiente profesional.

Mientras recogía su bolso y su maletín, E.D. rezó para que la voz no le temblara y para que las gotas de sudor que le resbalaban por la espalda y entre los pechos no se transparentaran.

No quería ni pensar por lo que debían estar pasando sus hijos.

«Prepárate, Trey, porque me las vas a pagar», se dijo.

E.D. aceptó los abrazos y los agradecimientos de la familia y los amigos de la pobre Misty Carthage y se dirigió a la puerta. Al otro lado, estaban las cámaras. E.D. intentó no pensar en lo que había hecho su marido con las cuentas bancarias, tomó aire, echó los hombros hacia atrás y le hizo una seña a Bruce.

—¿Está contenta con el veredicto de pena de muerte, señora Martel? —gritó un periodista.

—¿Es cierto que su marido le ha cambiado la cerradura de casa y la ha dejado en la calle?

—¿Sabe que las fotos cuya publicación usted autorizó están en Internet?

—Dicen que Playboy le va a ofrecer un buen pellizco por un reportaje con su hija. ¿Lo va a aceptar?

A E.D. le habría encantado darle a Josh Perle con el maletín en la boca, pero se limitó a sonreír.

—Gracias por el interés mostrado en el atroz caso de la señorita Misty Carthage —contestó—. La fiscalía del estado está satisfecha porque, una vez más, se ha hecho justicia. Con la condena a muerte de E.d. Guy, nuestra sociedad tendrá un delincuente menos del que preocuparse.

—Estamos en mayo y tiene usted dos condenados a punto de ser ejecutados —dijo otro reportero al que E.D. no reconoció—. Sus abogados han pedido nuevas pruebas de ADN. ¿Qué opina usted al respecto?

—Que, por supuesto, están en su derecho —contestó E.D. haciéndole una señal a Bruce y comenzando avanzar por el pasillo.

Varios periodistas la siguieron.

—¿No va a hacer una declaración sobre la demanda de divorcio que ha interpuesto su marido y sobre el requerimiento de orden de alejamiento de sus hijos, señora Martel?

—No —contestó E.D.

Aquel periodista debía de ser nuevo porque le había puesto a Trey su apellido de soltera. A E.D. le encantaría ver la cara de estupefacción del que hasta hacía poco tiempo había sido su marido.

—¿Ha podido hablar con sus hijos? —gritó otro reportero.

Aquella pregunta la tomó por sorpresa y tuvo que hacer un gran esfuerzo para ignorarla porque se le estaba formando un terrible nudo en la garganta. Gracias a Dios, Bruce apartó a aquel periodista.

—¡Ya basta! —le gritó.

Tres minutos después, E.D. entraba en la fiscalía. Después de agradecerle a Bruce su ayuda, se quedó a solas. Tras tomar aire varias veces, sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas y que la garganta le dolía a más no poder. Intentó controlarse, pero no pudo. El pánico se apoderó de ella, se sintió la persona más vulnerable del mundo y se dijo que, de momento, podía contar con que la fiscalía la defendería en público, pero era consciente de que, tarde o temprano, le pedirían que dimitiera.

Si Trey seguía haciendo aquellos comentarios espantosos, Dani se ponía histérica y las fotografías aparecían en cada vez más sitios, le pedirían que dimitiera, fuera justo o no, y se vería sola ante el peligro, abandonada ante los voraces periodistas.

«No debo adelantarme a los acontecimientos. Debo ir poco a poco. De momento, tengo que pensar dónde voy a dormir esta noche», se dijo.

Trey le había dejado un mensaje en el teléfono móvil diciéndole que ni se le pasara por la cabeza volver a casa porque había cambiado todas las cerraduras para que no pudiera entrar. En el mismo mensaje, le indicaba que le mandaría el equipaje al despacho. Además de no haberle permitido hacer su propio equipaje, la estaba obligando a sufrir la humillación de que todo el mundo viera la prueba evidente de que la estaban echando de su propia casa por razones que no alcanzaba a comprender completamente.

E.D. había intentado llamar a su hija Dani varias veces, pero no le había contestado al teléfono. Mac, su hijo de once años, tampoco. Seguro que Trey los había aleccionado bien.

Aunque E.D. era consciente de que la situación en la que se hallaba inmersa su hija era realmente complicada, estaba segura de que su marido no había podido convencer a Dani de que ella era responsable de lo sucedido.

Mientras avanzaba por el pasillo, dio las gracias a unos cuantos compañeros que le dieron la enhorabuena por el veredicto conseguido. Al llegar junto a la puerta de su despacho, le indicó a su secretaria, Nita, que no la esperara para irse a casa.

Al abrir la puerta, vio sus tres maletas rojas, lo que provocó que se le llenaran los ojos de lágrimas.

«No debo olvidar dónde estoy», se dijo.

En aquel momento, sintió el vibrador de su teléfono móvil y, con la esperanza de que fuera uno de sus hijos, se apresuró a sacárselo del bolsillo. Cuando vio quién la llamaba, no dio crédito.

¡Dylan Justiss!

E.D. ni siquiera sabía por qué llevaba todavía su número en la agenda del teléfono móvil. Mientras pensaba si contestar o no, oyó una tos a sus espaldas y, al girarse, se encontró con su jefe.

—Enhorabuena, E.D. —le dijo—. De nuevo, estoy orgulloso de ti.

—Gracias —contestó E.D., guardándose el teléfono móvil en el bolsillo de nuevo—. ¿Quiere pasar?

Emmett Garner miró las maletas de reojo, pero no hizo ningún comentario. Una vez dentro de su despacho, cerró la puerta, se apoyó en ella y se cruzó de brazos.

—Espero que no se haya quedado hasta estas horas por mí —comentó E.D. dejando el bolso y el maletín sobre su mesa y mirándolo a los ojos.

—Por supuesto que me he quedado por ti —contestó su jefe—. Quería ver cómo estaba mi soldado —añadió mirándola con satisfacción—. Veo que sigues siendo toda una gladiadora.

E.D. admiraba a su jefe, pero tenía muy claro que Emmett no tendría reparo en enviarla a los leones si la situación se ponía fea. Sobre todo, cuando su futuro político estaba en juego.

—He tenido un buen maestro —lo aduló—. Eso me recuerda que me gustaría mencionar a mi ayudante, Bruce Littner. Ha tenido mucho que ver en el éxito de este caso.

—Tomo nota. Siempre has tenido buen olfato para detectar dónde hay un buen abogado.

—Gracias.

—No me voy a meter en tus asuntos personales —comentó Emmett mirando el equipaje de nuevo—. A menos que necesites un confidente, pero creo que serás lo suficientemente inteligente como para darte cuenta de que yo no soy la persona indicada.

—Es mi intención, como siempre, separar el trabajo y la familia —le aseguró E.D.—. Como mucho, será un caso de divorcio. De momento, me temo que no voy a poder parar a los periodistas porque están como locos con el tema de la orden de alejamiento de mis hijos. Mañana por la mañana veré qué puedo hacer. Le aseguro que no le he firmado ninguna autorización a mi hija para que le hicieran esas malditas fotografías que le han hecho. Danielle no tiene más que diecisiete años. Como madre, me duele la humillación a la que se está viendo sometida y, como fiscal, estoy decidida a hacer pagar al canalla que decidió aprovecharse de ella.

—Por supuesto, cuentas con mi apoyo y no hace falta que te diga que puedes utilizar los recursos de este despacho para enjuiciar a ese tipo, pero lo que sí te advierto es que preferiría que esto no saltara a la luz pública, que este caso no estuviera en las portadas de los periódicos ni en la televisión todo el día. No es el momento. No le conviene a nadie.

E.D. se llevó las manos a la espalda y apretó los puños. Al que no le convenía en absoluto era a él. E.D. sabía que su jefe no quería tener nada que ver con todo aquello. No quería que la porquería lo salpicara.

Emmett Garner tenía cincuenta y ocho años y podía convertirse en el nuevo gobernador del Estado en las próximas elecciones. Por eso le interesaba tanto salir de la fiscalía con la cabeza bien alta. Por supuesto, E.D. no quería que la ingenuidad de su hija le costara el puesto a su jefe, pero tampoco iba a permitir que la ambición de Emmett hiciera que su hija se quedara sin justicia.

—Mi prioridad ahora mismo es proteger la privacidad de una menor —le respondió con frialdad.

—Supongo que eso tendrá consecuencias en tu agenda —comentó Emmett consultando el reloj.

«Cómo se atreve», pensó E.D.

E.D. había conseguido cumplir con su agenda durante sus dos embarazos y, en ambos casos, había vuelto al trabajo antes de lo previsto, sin agotar la baja por maternidad. Su marido, el eterno aspirante a novelista, se había quedado en casa con los niños muy contento.

—Por eso he venido precisamente a verte —añadió Emmett—. ¿Sabes que se te nota en la cara que lo estás pasando mal? ¿Desde cuándo permite E.D. Martel que su rostro refleje algo que no sea determinación?

Desde que su maridito la había metido en un lío que ella todavía no comprendía y desde que su hija había metido la pata hasta el fondo y, tal vez, se hubiera destrozado la vida para siempre.

—Hoy es miércoles —dijo E.D. tomando aire—. El lunes empiezo con el caso Horvath. Se trata de un caso que nos va a reportar tanta atención como el de Guy. Si cree que no estoy lo suficientemente concentrada o que no lo estoy haciendo bien, me reemplaza y listo —le espetó sin pensar si sus palabras eran oportunas o no.

A sus treinta y ocho años, E.D. tenía muy claro que no se había pasado toda la vida luchando para llegar donde había llegado para acobardarse antes de entender por completo a qué se estaba enfrentando.

Su jefe la miró a los ojos y asintió.

—Me alegro de que nos entendamos —se despidió.

Una vez a solas, E.D. se dejó caer en su butaca. Tenía muy claro que, si no era capaz de ganar el caso Horvath, sus días en la Fiscalía del Estado estaban contados. Iba a necesitar ayuda porque el equipo de defensa de Lester Horvath era muy bueno, pero sabía que podía contar con Bruce y había un par de abogados más de su confianza en el despacho a los que podría recurrir.

Además, iba a tener que dilucidar cómo hacer entrar en razón a Trey y cómo ayudar a sus hijos. ¿De dónde iba a sacar el tiempo y la energía para todo aquello?

En aquel momento, llamaron a la puerta y E.D. vio con alivio que se trataba de un mensajero que llevaba un paquete. Rezando para que no fuera otra sorpresa desagradable de Trey, miró el remite.

Sólo unas iniciales. DJ. ¡Dylan Justiss! ¡Increíble! Así que la llamada no había sido un accidente. E.D. estuvo a punto de decirle al chico que no aceptaba el paquete, pero se dijo que, al firmar sólo con sus iniciales, Dylan le estaba diciendo que lo que contenía aquel paquete era sólo para ella.

Presa de curiosidad, firmó y aceptó el paquete. Tras darle una propina al chico, se despidió de él.

—Gracias, señora.

Una vez a solas, abrió el sobre. Estaba segura de que Dylan habría visto las noticias y sabría lo que estaba sucediendo en su vida. Al notar algo duro dentro del sobre, E.D. se quedó sin aliento.

¡Oh, no!

Aquel hombre estaba loco.

E.D. vació el contenido del sobre en su mano izquierda. Una llave. E.D. cerró los dedos sobre ella y se la llevó al corazón.

«Siempre fuiste un loco idealista», pensó.

A continuación, comprobó que también había una breve nota que decía: Ya sabes de dónde es, así que utilízala.

También había garabateado cuatro números. Mientras el pasado corría a toda velocidad ante sus ojos, E.D. sacudió la cabeza y pensó en las opciones que tenía. ¿Debía llamarlo por teléfono?

Por supuesto que sí. El gesto amable y generoso de Dylan merecía una respuesta inmediata. Mientras sacaba su teléfono móvil del bolso, se dijo que no debía engañarse a sí misma.

Sentía la sangre agolpada en las sienes y se dijo que se moría por volver a oír su voz. Aquello era una vergüenza para ella como mujer, como madre y como esposa leal y fiel.

E.D. sacudió la cabeza y marcó el número de Dylan. No tuvo que esperar más que un timbre para oír aquella voz a la que tanto cariño tenía.