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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

El alma de la ciudad

© 2007, 2018, Jesús Sánchez Adalid

© 2018, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Publicado por HarperCollins Ibérica, S.A., Madrid, España.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Ibérica, S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: Lookatcia

Imagen de cubierta: Lookatcia © Juan Aunion

 

ISBN: 978-84-17216-16-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Citas

Capítulo 1

Libro I. La inocencia

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Libro II. La enseñanza

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Libro III. La guerra

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Libro IV. La ciudad

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Libro V. Los dos caminos

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Libro VI. La potestad

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Libro VII. La pérdida

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Libro VIII. La claudicación

Capítulo 61

Capítulo 62

Capítulo 63

Capítulo 64

Capítulo 65

Capítulo 66

Capítulo 67

Capítulo 68

Capítulo 69

Capítulo 70

Libro IX. La vida y la muerte

Capítulo 71

Capítulo 72

Capítulo 73

Capítulo 74

Capítulo 75

Capítulo 76

Capítulo 77

Capítulo 78

Capítulo 79

Capítulo 80

Capítulo 81

Capítulo 82

Capítulo 83

Capítulo 84

Capítulo 85

Capítulo 86

Capítulo 87

Nota histórica

Nota del autor

Agradecimientos

 

 

 

 

 

 

A don Antonio Montero Moreno

 

 

 

 

 

 

¡Cuidado no nos acontezca esa ignorancia rayana en la demencia, no infrecuente, en esta nuestra mísera condición, que llega a tomar a un enemigo por amigo y viceversa! ¿Qué consuelo nos queda en una sociedad humana como esta, plagada de errores y de penalidades, sino la lealtad no fingida y el mutuo afecto de los buenos y auténticos amigos?

 

San Agustín

La ciudad de Dios, cap. VIII

 

 

Cuando oigo disertar sobre los goces reservados a los elegidos, me contento con decir: «No tengo confianza más que en el vino, en el dinero contante y no en las promesas. El batir de los tambores solo me gusta a distancia…».

 

Omar Jayam

Rubaiyat, siglo XII

1

 

 

 

 

 

El camino era muy hermoso en aquel tramo. Discurría cuesta abajo, en suave pendiente, por un bosque repleto de verdes helechos que crecían al pie de los troncos de los árboles. Los rayos de sol penetraban entre las hojas de las frondosas ramas creando bellos contrastes de luz y sombra, haciendo también resplandecer algunas telas de araña como brillantes tejidos de plata en los roquedales oscuros. Un permanente zumbido de monótonos insectos se escuchaba en todas partes, así como el canto feliz de las aves. La espesura enviaba aromas de frescas plantas de las que se crían junto a los arroyos. A lo lejos, se divisaba el valle, por donde la senda se abría paso por en medio de amarillos campos de heno recogido, hasta llegar a una pequeña aldea de sencillas casas de piedra y adobe.

Cuatro caminantes avanzaban a buen paso, en dirección al norte. Eran cuatro peregrinos camino del santo templo del apóstol Santiago, allá en Compostela. Se conocían bien entre ellos, después de muchas jornadas de calzada. El primero era un fraile de poco más de treinta años que vestía pobre hábito marrón y caminaba descalzo. El segundo, un comerciante grueso de Ciudad Rodrigo que iba en acción de gracias por la sanación de una hija. El tercero, un joven caballero perteneciente a la Orden de Santiago, del convento de Alconétar, que hacía penitencia antes de formular sus votos. Por último, era el cuarto un veterano e inicuo clérigo arrepentido que purgaba sus muchos pecados peregrinando desde las lejanas tierras del sur.

Se habían ido juntando los cuatro a medida que se encontraron por el camino, ya fuera a las puertas de una ciudad, en el solaz de una fuente, en un hospital de peregrinos o en el avanzar por la soledad de los campos. Ahora, después de largas leguas de fatigas compartidas, eran ya como hermanos. Cada uno había contado a los demás lo que le parecía bien dar a conocer de su vida. Los peregrinos suelen desahogarse abriendo sus almas a los compañeros que Dios les pone en la calzada; es alivio, catarsis, confesión y manifestación de esperanza. A fin de cuentas, en la vastedad del mundo, ¿volverán a encontrarse en la vida presente? Cada peregrino es un espíritu errante, anónimo, desnudo e indigente.

Únicamente el clérigo se mantuvo más reservado. Solo había dicho que era arcediano y que expiaba pecados de la existencia pasada; pero no reveló de dónde era, ni confesó cuáles eran tales culpas. Era hombre apreciablemente cultivado, mas igualmente reservado. Sus ojos de penetrante mirada no podían disimular la mucha sabiduría y experiencia que atesoraba aquella alma misteriosa.

Alcanzaron los cuatro peregrinos el valle caminando en silencio. Aunque andaban fatigados, pareció deleitarles la visión de la mies entre los montes, el pequeño riachuelo de orillas verdes y el caserío con su campanario insignificante. El fraile puso palabras a lo que a buen seguro todos pensaban:

—¡Oh, bondadoso Dios, qué maravilloso lugar!

Un muchacho que aventaba la parva en la era, a la entrada de la aldea, corrió a solicitar la bendición. Se arrodilló y les rogó entre sollozos que pidieran por él en el templo del apóstol.

—Soy muy pecador —decía—. ¡Dios se apiade de mí! ¡Quiero ir a la Gloria!

Los peregrinos se conmovieron mucho. Bendijeron al muchacho y este, agradecido, les indicó dónde estaba la fuente. Cuando se adentraban en la aldea, el joven caballero comentó:

—¿Qué suerte de pecados va a tener aquí esta criatura?

—Bendito de Dios —dijo el fraile—. Le espera al pobre muchacho una dura vida de trabajo en estos apartados lugares. He ahí el misterio del nacimiento: unos vienen al mundo en palacios y otros en la miseria, como Nuestro Señor Jesús. Todos hemos de hallar la manera de salvarnos. Dios se apiade de nosotros.

Llegaron a la fuente, bebieron y rellenaron sus calabazas. Los vecinos les proporcionaron un pajar limpio para dormir y algunos alimentos. Descansaron y prosiguieron su camino a la mañana siguiente.

 

 

Algunas leguas después de haber abandonado la aldea, cuando se adentraban de nuevo en los bosques, el clérigo rompió a llorar repentinamente. Se detuvieron los cuatro. Extrañados, los otros tres peregrinos contemplaban a su compañero sin saber qué hacer. Hasta que el fraile, compadecido, le dijo:

—Habla, hermano, no guardes más lo que te atormenta. Dios no ha de dejar de ayudarte. Dinos qué te pasa.

El clérigo se enjugó las lágrimas con la manga del hábito de peregrino, suspiró y habló al fin:

—Para vosotros, hermanos, varones castos y sensatos, de poca edificación puede resultar el relato de mi vida. Soy un gran pecador, porque así fui engendrado, y sin moverme a conversión, el pecado mordió en mi carne débil con todos sus dientes. Satanás tomó asiento en mi alma de tal manera que ni los más prudentes consejos de hombres sabios y buenos hicieron mella para frenar las injusticias que causé. Mas, como os veo caminar deseosos de conocer los motivos de mi peregrinaje, os contaré sin reserva alguna los hechos de la mala existencia que he llevado hasta el día de hoy. Es hora de expiar las culpas, y el sufrimiento que me causa la vergüenza que sentiré al narrar mis iniquidades ¡sírvase Dios aceptarlo como purificación!

—¡Ea, hermano! —exclamó el fraile, poniéndole suavemente la mano en el hombro—. Consuélate pensando que todos somos pecadores.

—Todos sí, mas no tanto como yo. Mi vida es un dechado de mentiras y engaños, pasiones, vicios, infidelidades…; un desierto hecho de malas acciones de luctuosa memoria.

—Aun así —replicó el fraile—, más grande ha de ser la misericordia del Omnipotente y Altísimo Señor.

Detúvose el clérigo y miró al cielo con implorantes y enrojecidos ojos. Luego rompió a llorar. Muy quietos, los otros tres peregrinos le miraban desconcertados. Destaponó el fraile su calabaza y le ofreció un trago de agua, compadecido al verle en tal estado.

—Anda, bebe, hermano —le dijo con dulzura—, y olvida tu vida pasada. No es menester recordar lo que tanto te hace padecer. Por malo que sea, Dios lo ha de perdonar. Caminemos ahora con sosiego respirando este aire puro de la mañana, en medio del silencio, sin otro rumor que el de las hojas de los árboles y esos pájaros que saludan al primer sol del día.

Se mojó los labios el clérigo y después se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano. Tenía una mirada tristísima, perdida en el horizonte, y una expresión amarga prendida en el rostro. Inspiró profundamente y pareció calmarse, pero aún sollozó durante un rato más. Espiró finalmente en un largo suspiro, como un quejido, y dijo:

—He de contarlo. He de confesar mis culpas, pues solo así descansará mi alma atormentada.

—¡Claro, hermano! —exclamó el joven caballero—. ¡Habla!, ¡suéltalo todo! Los cuatro somos desconocidos y procedemos de diversos lugares, ninguno podemos perjudicarte.

—Será mejor que calle —observó el fraile—. ¿No veis qué sufrimiento le causa el recuerdo?

—No, no, no… —replicó el mercader sin ser capaz de disimular su curiosidad—. Debe hablar. Ha de desahogarse. ¿De dónde venís, hermano? ¿Acaso sois obispo? ¿Abad de un monasterio tal vez? ¿Capellán de la hueste de un rey? Vuestro distinguido aspecto, a pesar del hábito de penitente, delata que no sois cura solamente de misa y olla…

—Haya caridad, hermanos —propuso el fraile extendiendo los brazos—. Dejemos que sea él quien decida, sin atosigarle. Si desea hablar y ello aligera su alma, hable; si ha hondo pesar por ello, calle y guárdese dentro lo que le atormenta. Dios, que todo lo ve, le aliviará cuando lo tenga a bien en su divina providencia.

Más tranquilo, por este sabio consejo, el clérigo dijo:

—Mi vida transcurre toda delante de Él. Mas, quién soy ahora está oculto a los hombres. Por eso, voy a hablar. Y os ruego, compañeros de camino, que hagáis oídos sordos a los nombres de las personas y lugares que citaré en mi relato, como si no los dijere. Olvidad los detalles de mi historia y mirad mi vida como la de uno de tantos pecadores que yerran por este mundo engañoso.

—Sea como pides —otorgó el fraile en nombre de los demás—. En este camino, los cuatro somos solo peregrinos que van en busca del Altísimo Señor, olvidados de sus ciudades, casas y parientes. Hagamos juramento de no decir nada a la vuelta del peregrinaje. Puesto que luego el espíritu es débil y puede ceder a la tentación de revelar el secreto.

—En la vastedad de este mundo —comentó el mercader—, ¿a quién pueden importarle los pecados de un anónimo peregrino?

—Aun así —dijo el joven caballero—, opino como el hermano: hágase juramento ante Dios y no se hable más.

Los tres caminantes sostuvieron en la mano la cruz del fraile y pronunciaron un breve juramento. El clérigo, que se disponía a contar su historia, se tranquilizó tras este gesto, e inició el relato de los hechos que le quemaban por dentro.

 

LIBRO I

LA INOCENCIA

2

 

 

 

 

 

Recuerdo Ávila. Aquella ciudad donde el frío se aferraba a las piedras. ¡Oh, Dios, cómo la recuerdo! Era yo tan pequeño como el más insignificante grano de trigo. Había junto a nuestra casa una tahona que emitía cada mañana aromas de pan tierno. Dormía junto a mis padres y su calor era lo más dulce del mundo. Pero el despertar me devolvía con el sol cada día al hambre. Era esa hambre que nace con los primeros dientes. No tendría yo cinco años y mis hermanos menores amanecían agarrados al pecho de nuestra madre. A mi edad, no había más leche para mí que una aguada mixtura hecha de castañas machacadas, harina tostada y miel; muy poca miel, solo la suficiente para dejar en el paladar una triste añoranza de la teta perdida.

Vagábamos los niños por las calles embarradas, junto a las cabras y los cerdos. A mediodía, me embargaba una debilidad tan grande que me hacía perder el sentido de la existencia. Me dormía de repente echado sobre un montón de arena y sentía lejanos a los niños, en mi tibio sueño, a mi alrededor, enfrascados en sus juegos, voces y risas. No sé de dónde sacaba las fuerzas para corretear al despertarme. Íbamos a solicitar algún mendrugo a la casa de los ricos. Éramos despedidos a escobazos. Si alguien se compadecía y nos arrojaba un puñado de ciruelas pasas, no nos hacía ninguna merced, sino que nos abocaba a una pelea cruenta. Más de una vez me abrieron la tierna piel a dentelladas los muchachos mayores. ¡Creedme, soy hijo del hambre!

Recuerdo que alguien anunció que venía el rey. Mi padre estaba alegre como el más feliz de los hombres. «Ahora acabarán nuestras penas», decía. Pasaban los días, las semanas y los meses. Para un niño, la vida transcurre lentamente. Quizá pasó un año. No sé cuánto tiempo. Se olvidó esa promesa.

Llovió mucho en otoño. Nevó luego como si el cielo quisiera cubrir la tierra. Sería abril cuando decían que no había pasto para las reses y la gente se moría agarrotada y firme como pura roca. La primavera se retrasó y solo comíamos gachas rancias. Mis hermanos pequeños murieron aferrados a los pechos secos de nuestra madre. El cielo estaba tan oscuro como los mantos de las viejas.

—¡Llega el rey! —oímos gritar una mañana de mayo, cuando las campanas de la catedral despertaron a todo el mundo. Mi padre se echó la raída capa sobre los hombros y fue a ver. Cuando regresó, gritó:

—¡Viene! ¡Viene el rey! ¡Por fin! ¡Sea loado Dios!

Mi madre estaba muy enferma, pálida y triste. Apenas esbozó una sonrisa y se quedó muerta. Creo que, como mucha gente, vivía esperando ese momento, la llegada del rey. Pero no le quedaron fuerzas para gozarlo.

Un sacerdote roció con agua bendita toda la casa. Amortajaron el cuerpo con una manta remendada y lo llevaron a la iglesia de San Vicente, en cuyo huerto la sepultaron. El sol primaveral de la mañana bañó la húmeda tierra. Una anciana vecina me envolvió con su toca y toda la tristeza del mundo me cubrió ese día.

Transcurrió la primavera casi tan fría como el invierno. Hasta bien avanzado el mes de mayo no cobró fuerza el sol, cuando cesaron los helados aguaceros. Después de tan largos y oscuros tiempos, pareció que brotaban todas las flores de la creación. Los prados verdes se tornaron amarillos, blancos y morados. Las reses pacían orondas, rebosantes de salud, mas sabíamos que nadie probaría su carne, que estaba reservada únicamente para los señores y los canónigos de la catedral.

Tal y como anunciaron, no bien se cumplieron dos semanas cuando al fin se escucharon a lo lejos los añafiles y los timbales una bonita mañana de primeros de junio. Llegaba el rey.

Ávila amaneció engalanada con ramas de olivo y ciprés, flores, estandartes y tapices en los balcones de todos los palacios. Se congregaban los caballeros y nobles del reino venidos de las llanuras y los montes, así como los hombres del burgo de cuantas ciudades, villas y aldeas tenían renombre. Coros de austeros monjes y frailes salían de sus monasterios y conventos para entonar la salmodia en las plazas.

Los niños nos metíamos por entre las piernas de la gente, como perrillos curiosos, para ir a gatas a ponernos en primera fila. Nos llovían pescozones, puntapiés y pisotones por todas partes, mientras aspirábamos casi a ras de suelo el nauseabundo olor de las inmundicias que cubrían la tierra: heces de animales y personas, orines y desperdicios. Pero podías encontrar felizmente algo que llevarte a la boca en medio de aquel jolgorio: algún pedazo de galleta, un pezón mordisqueado de manzana, habas secas, nueces o peladillas que se les caían a los ricos en el ajetreo de ir a buscar un buen lugar para ver la llegada.

Recuerdo todo aquello con la luminosidad propia de la mente de los niños. Me parecía que Dios nuestro Señor mismo bajaba a la tierra rodeado de todos sus ángeles. Resplandecía la catedral bajo el sol de medio día en un firmamento limpio, azul, lleno de alborotados pájaros que revoloteaban asustados en todas direcciones. Entre los cantos y el bullicio alegre de la multitud, vine a creer firmemente que estaba próximo el fin de todos mis males, puesto que el rey pondría remedio a las hambres y las enfermedades.

Oyose estruendo de caballería. Apareció una hueste bien organizada que venía en alegre trote, alineados de cuatro en cuatro, por la calle Mayor, para abrir paso. Enseguida entraron los peones de a pie, con sus sacabuches y albogones, soplando a todo meter, como si llegaran cien bueyes mugiendo embravecidos. Toda esta gente se fue por las calles adyacentes para dejar desocupado el centro de la plaza Mayor. Entonces se vio venir a los caballeros sobre sus monturas, bien pertrechados con pulidas armaduras que parecían de plata. Cada uno de ellos llevaba el pendón con sus armas bordadas en vivos colores. Siguieron los condes, duques, obispos y abades de ampulosos ropajes, túnicas, capas y vistosos hábitos. Causaron la mayor impresión las damas, por sus altos tocados de diversas sedas, plumas y arreglos coloridos; por sus manos enguantadas y los delicados jaeces de sus monturas, así como por las muchas campanillas que tintineaban prendidas en los arreos.

Los atambores y las dulzainas avisaron de que era próximo el monarca. Entonces el gentío se agitó mucho y clamó en griterío solicitando las mercedes que esperaban de esta venida: auxilios de todo tipo, trigo, simientes, hierro para forjar herramientas y armas, dineros y licencias para ocupar tierras.

Salió de la catedral en procesión la imagen de la Virgen por la puerta del Evangelio, al tiempo que se alzaban al cielo los tañidos de un carillón de campanas. En ese momento, irrumpió el rey en la plaza cabalgando sobre un brioso corcel. Vestía don Alfonso armadura de placas y camisote de cota de malla, sobre el que lucía el sobreveste ajustado de buen tejido color azul con bordados de oro. Cubría su cabeza un bacinete puntiagudo circundado por la corona dorada, el cual se sacó nada más ver frente a él a la Virgen. Al tirón del palafrenero, el caballo se arrodilló extendiendo sus gualdrapas por el suelo y descabalgó el rey, que fue a postrarse ante la bendita imagen. Me fijé es su cara; era apenas un muchacho de escasa barba y rostro sonrosado.

Iniciaron los monjes sus cantos, pero enseguida fueron ahogados por los gritos de la multitud que, recuperada de su inicial asombro, enloqueció de entusiasmo:

—¡Santa María guarde a nuestro señor el rey! ¡Viva el rey! ¡Viva, viva, viva…!

Ya no pude ver más, pues aquella turba incontenible logró rebasar a los guardias que la mantenían a prudente distancia y avanzó en avalancha hasta nuestro rey. Sentí una fuerte patada en los labios y pronto saboreé el salado brotar de la sangre en la boca. Entonces comprendí la causa de la colectiva locura: todo el mundo se agachaba a recoger las monedas que los criados del rey tiraban al aire. Cientos de manos ávidas recorrían el suelo para hacerse con la plata.

Estaría de Dios que sacara yo algo bueno de aquello, porque cayó delante de mis narices un brillante dinero de pepión. Mi pequeña mano saltó como un resorte y lo asió de tal manera que una vieja ladrona que estaba al lado no consiguió quitármelo, por fuerte que me clavara en los dedos las uñas y el único diente que le quedaba.

—¡Suéltalo o te mato, niño asqueroso! —me gritaba aquella arpía.

Pero yo logré zafarme de ella y corrí de allí como alma que huyese del diablo. Y cuando, seguro ya detrás de una esquina y lejos de la multitud, abrí los dedos amortecidos y contemplé extasiado mi tesoro, me sentí la criatura más dichosa de la tierra.

3

 

 

 

 

 

Se supo que el rey don Alfonso VIII vino a Ávila porque los caballeros de nuestra ciudad se habían cubierto de gloria en la conquista de Cuenca. Esto reportó buenas prebendas a la vecindad. Llegó el ansiado trigo y no faltó el pan en mucho tiempo. También abundaron los ganados, los dineros y el vino. La vida se volvió más alegre y proliferaron las fiestas. Mas no por ello me vi libre yo de las hambres.

En mayo las gentes iban en romería a la ermita de los Santos Mártires, a solazarse en las praderas comiendo empanadas rellenas y dulces de todo tipo. Acudían también los moros a poner tenderetes donde asaban pinchos de carne especiada cuyo aroma se extendía por varias leguas a la redonda. La flauta y el tamboril con sus alegres melodías animaban el jolgorio. Y los juglares aprovechaban para hacer dineros cantando, bailando o haciendo sus juegos y truhanerías. A los nobles esto los divertía mucho y, cuando ya estaban alegres por el vino, les llenaban el gorro de monedas.

Para mí, hijo de un pobre cabrero y huérfano de madre, con apenas ocho primaveras, no había mejor manera de pasar la fiesta que unirme a un tropel de rapazauelos desaliñados e ir por ahí a ver si caía algo de lo que les sobraba a los ricos, a repelar huesos como canes hambrientos y a sustraer alguna cesta aprovechando un descuido.

Estando en estos menesteres propios de muchachería alampante, me sucedió algo que no puedo achacar sino a milagro de Dios, que debió de abajarse y compadecerse de mi existencia mísera.

En nuestro deambular buscando qué llevarnos a la boca, escuchamos por ahí decir a alguien que acababa de llegar a la ermita don Bricio, arcediano principal, que era canónigo y clérigo muy poderoso de quien comentaban que solía apiadarse de los pobres y repartir limosnas cuando las campanas repicaban a fiesta. Allá corrimos, ansiosos de dar cuenta de nuestra parte, confiados en tales rumores. Atravesamos velozmente los prados, como bandada de gorriones, y fuimos a apostarnos junto a la puerta principal del templo, donde ya se reunían decenas de menesterosos, cojos, ciegos y muchachería de la misma o peor traza que nosotros. Sujetas por la servidumbre, aguardaban también las mulas del tal don Bricio, repletas las alforjas de panecillos y roscas. Se nos hacía la boca agua.

Salió el clérigo después de hacer sus rezos. Era la primera vez que veía yo a aquel extraño hombre. Me pareció un gigante, alto y robusto como una torre, cuyo tamaño se duplicaba por los ropajes ampulosos; túnica de lino, capa y sobrepelliz de pelo de lobo. Tenía unas enormes manos enguantadas en cuero rojo sobre el que brillaban los anillos de oro, y su gran cabeza la cubría un píleo de fieltro negro. Caminaba muy erguido, con semblante adusto y mirada dura que daba miedo, perdida en la nada.

—¡Don Bricio, caridad! —le gritó un anciano harapiento.

Pareció salir el arcediano de su trance y clavó los ojos en él.

—¡Caridad, don Bricio, por amor de Dios! —insistió el viejo menesteroso—. ¡Por los Santos Mártires benditos que están en la Gloria!

El resto de los necesitados nos manteníamos a distancia, como temerosos de aquel imponente clérigo de quien poco parecía esperarse. Pues, por mucho que se hablase de sus buenas obras, era aún muy desconocido en Ávila, por no llevar allí ni un año, después de que viniera con el rey el pasado junio a instalarse en un caserón de donde salía apenas para el oficio de la catedral. Solo se sabía de él, a más de que daba limosnas en las fiestas, que era un gran guerrero capaz de desbaratar a una veintena de moros de un único mandoble.

Con voz que parecía salida de una caverna, don Bricio preguntó al anciano mendigo:

—¿Qué te hace falta, abuelo?

El viejo abrió unos grandes ojos esperanzados y extendió sus crispados dedos sarmentosos.

—¡De todo! —clamó.

El clérigo hizo una seña a sus criados, los cuales acudieron enseguida con una cesta de panecillos y con varias talegas llenas de ropa usada. A un nuevo gesto de su amo, entregaron al menesteroso un lote de comida y vestidos, entre los que había una gruesa capa remendada.

—¡Dios os bendiga, buen don Bricio! —rezó el viejo.

Después de ver esto, los demás pobres que allí estábamos nos abalanzamos como un solo hombre hacia tan generoso benefactor. Los criados no daban abasto repartiendo pan y prendas hasta que se les agotó todo lo que llevaban. Entonces empezaron a gritarnos:

—¡Ya no hay más! ¡Se acabó! ¡Fuera!

Pero el pobrerío no estaba conforme, porque solo se abastecieron los primeros en llegar. A los niños apenas nos tocó algún pedazo de rosca.

—¡Don Bricio! ¡Don Bricio! ¡Caridad!… —suplicábamos.

El clérigo nos miraba con lástima y extendía las manazas haciendo ver que no le quedaba nada más que dar. Los criados a su vez recogían las alforjas vacías y subían a sus mulas para marcharse de allí. Y el palafrenero que sostenía por la brida al gran corcel de don Bricio, viendo que la canalla harapienta rodeaba a su amo importunándole, se apresuró a aproximarle la montura para facilitarle la huida.

—¡Idos de aquí! —rugían los criados—. ¡No hay nada más que dar! ¡Dejad al señor arcediano! ¡Fuera!

—¡Caridad! ¡Una moneda! ¡Apiadaos!… —insistíamos los pobres.

El clérigo puso el pie en el estribo y subió en su cabalgadura, con sorprendente ligereza, dada su corpulencia. Vaciló un momento contemplando a los niños, y finalmente echó mano a una bolsa para sacar un puñado de monedas.

—¡Ahí tenéis, criaturas! —nos dijo al tiempo que las dejaba caer sobre la hierba a nuestros pies.

Propició este último gesto en los pobres una confianza y una desenvoltura tales que se abalanzaron hacia el caballo en tumulto. Se encabritó el animal y se alzó tembloroso sobre sus patas resoplando, de manera que perdió el equilibrio don Bricio y dio en tierra con su pesado cuerpo en sonora costalada. La bolsa cayó con él y se desparramaron las monedas por los suelos. Tardaron poco las ávidas manos en recoger tan reluciente cosecha, a pesar de que los criados se apresuraron a salvar lo que podían.

—¡Ladrones! ¡Desagradecidos! —gritaban—. ¡Soltad lo que no es vuestro!

Como no había ya dinero alguno que recoger y la cosa se ponía fea por el enfado de los criados, el pobrerío se dio media vuelta y emprendió retirada. Yo, como uno más, salí también huido echando a correr con mis menudos pies. Hasta que me vi parado en seco, cuando una recia mano me asió por el pelo.

—¡Te agarré, mocoso del demonio! —escuché gruñir a mis espaldas. Me volví y, paralizado de miedo, me topé con el hosco rostro de un enfierecido muchacho.

Era este uno de los criados más jóvenes del clérigo, que, cobrada su presa, se disponía como buen sabueso a llevársela a su amo.

Iba yo muerto de miedo, conducido a puntapiés. A lo lejos veía al cura gigante alzándose del suelo ayudado por el palafrenero. Se me hacía que aquel ogro me comería después de asarme en una olla, como sucedía en los cuentos que tanto susto nos daban a los niños.

—¡Anda, suelta lo que has robado, rapaz! —me gritó el criado, zarandeándome.

Llevaba yo en mano el único pedazo de rosca que había conseguido en el alboroto y, en la otra, un maravedí. Ambas cosas di al clérigo temblando de miedo, sin atreverme a alzar la mirada para no verle la cara. Recogió él la moneda —que era de plata— y me devolvió el mendrugo. Después, me puso los grandes dedos en la barbilla y me alzó la testa. Vi de repente el rostro barbado, muy sonriente, y de expresión compadecida de don Bricio.

—¿Cómo te llamas, pequeño? —me preguntó.

Estaba yo mudo.

—Vamos, no temas. ¿Cuál es tu nombre?

—Blasco… por mi padre… y Jiménez por mi abuelo —balbucí con un hilo de voz.

—¡Ay, criatura! —exclamó él—. ¿Quién te enseñó a tomar lo que no es tuyo?

—Nadie, señor. El dinero se cayó y…

—Y alargaste la mano, rapazuelo. ¡Claro! ¿Qué habías de hacer si no?

—¿Le doy una tunda, don Bricio? —preguntó el joven criado que me sujetaba por el brazo, alzando amenazante la mano.

—No, no, no… ¡Déjale! —contestó el arcediano—. ¿No ves lo pequeño que es? No sabe aún lo que hace.

—¡Hay que darle su merecido! —repuso el que debía de ser el jefe de la servidumbre—. No se compadezca, amo, que pronto crecerá y se hará ladrón, como tantos otros que andan por ahí. A esta canalla hay que enseñarla desde que son cachorros.

El criado me clavaba los dedos en la carne y yo tiritaba muerto de miedo. Temía que acabarían convenciendo al ogro y ya me veía dentro de la olla. Pero don Bricio le dijo a su sirviente:

—Anda, suéltalo, Hermesindo, que es solo un niño.

Cuando me vi libre, ciertamente, no pretendí huir, sino que me quedé como paralizado frente al enorme clérigo.

—¿Tienes hambre? —me preguntó él.

Afirmé con un movimiento de cabeza.

Entonces se acercó a mí, me tomó por la mano y dijo:

—Vamos, ven conmigo.

Sentía mi pequeña mano prendida entre sus gruesos y recios dedos mientras me llevaba casi a rastras en pos de él. Anduvimos por el prado en dirección a una alameda donde se reunía mucha gente en torno a varias hogueras. Vi que nos aproximábamos a un enorme caldero que humeaba sobre las brasas. Me dio un vuelco el corazón cuando imaginé que acabaría asado en él. Entonces traté de zafarme de don Bricio, pero él me tranquilizaba diciendo:

—No temas, Blasco, no te haré nada.

Unas mujeres se acercaron e hicieron reverencias al clérigo.

—Ya está preparado el cabrito, señor —dijo una de ellas.

—Bien —ordenó don Bricio—, servidle un plato a este pequeño, que está hambriento.

Las mujeres me sentaron sobre la hierba y pusieron en mis manos una escudilla repleta de un guiso de cabrito recién hecho y un buen pedazo de pan caliente.

—Si quieres más, pídelo —me dijeron cordialmente.

Sosegado, al ver que nada malo iba a sucederme, devoré el delicioso plato mientras me iba invadiendo una agradable sensación de felicidad. Durante aquella hora del mediodía, el sol caldeaba la pradera con amables rayos y se colaba entre las hojas de los álamos que, recién brotados, aún no completaban la sombra. Hacía mucho tiempo que no comía carne, así que pronto me sentí lleno y era incapaz de tragar ni un bocado más, aunque me insistían.

—Vamos, mozuelo, un poco más.

—No, gracias, señora, estoy satisfecho.

—Entonces, duérmete una siestecita para que te siente bien —me dijo cariñosamente la mujer, mientras me echaba una manta por encima.

Me parecía poco agradecido irme de allí inmediatamente después de haber llenado el estómago, así que me quedé muy quieto. Contemplaba a la gente que se aplicaba feliz al guiso del caldero y al vino que corría a raudales en una jarra que pasaba de mano en mano. Todo aquel personal debía de ser la parentela y la servidumbre del arcediano, reunida en el prado para pasar en familia la fiesta. Entre ellos, había labriegos, pastores y criados, junto a algunos hombres y mujeres de mejor traza, que vestían buenas ropas de paño nuevo y se movían con mayor distinción.

Don Bricio permanecía sentado en un gran sillón, junto a una mesa donde le iban sirviendo todo tipo de viandas. Mientras comía a dos manos, miraba divertido a la gente.

En tan pacífico ambiente, me quedé casi dormido, vencido por el sopor de la abundante comida. Oía a mi alrededor el piar de los pájaros, el rumor de la cacharrería, las voces, las risas y el lejano tintineo de la campana de la ermita, en el duermevela que precedió a un plácido sueño.

 

 

Desperté cuando el sol se había ocultado ya por detrás de las montañas. Momentáneamente, no sabía dónde estaba. Pero enseguida vi la inmensa figura de don Bricio un poco más allá.

—Ya despierta el niño, señor —le avisó una de las mujeres, al verme alzar la cabeza.

Se acercó el arcediano y se dobló sobre sí mismo desde su gran altura, para decirme:

—Ahora vete, rapaz, que tu familia debe de andar preocupada.

Me puse en pie y, lleno de agradecimiento, me incliné en una profunda reverencia. Dije:

—Gracias por todo, señor, que Dios os lo pague.

Echó mano a la bolsa y sacó un maravedí de plata.

—Toma, y no vuelvas a tomar nada que no te den de buena gana.

—No volveré a hacerlo, señor.

Cuando me disponía a alejarme, añadió él:

—Ve mañana a mi casa. Vivo en la calle de San Blas, detrás justo de la catedral. Pregunta allí por don Bricio y di que yo te mandé ir. Que te acompañe tu padre.

Asustado, formé una cruz con los dedos y le contesté:

—¡Señor, no se lo digáis a mi padre! Os juro que no volveré a robar nada.

—No se lo diré —contestó sonriente—. No tengo intención de causarte perjuicio alguno. Tu padre nunca sabrá cómo te he conocido. Si quiero que vengas mañana a mi casa es porque deseo que entres a mi servicio.

Y así fue cómo cambió mi vida el día de la romería. Al día siguiente, mi padre me puso la mejor ropa que logró conseguir y me llevó a casa del arcediano. Entré en la cocina como galopillo, dispuesto a hacer los recados que me mandaran los criados del clérigo, y ya no me volvió a faltar un plato de comida, ni camisón, ni justillo con que vestirme.

4

 

 

 

 

 

Aunque no dejara de tener padre y hermanos, fui alejándome de mi familia y pasé a formar parte de la casa del arcediano a medida que cumplía los años. Don Bricio organizaba mi vida y disponía según su voluntad de lo que había de ser de mi persona en cada momento. Eso, para un niño de apenas diez años, pobre, huérfano de madre y hecho a andar por ahí todo el día unido a una bandada de rapaces alampantes, suponía una gran seguridad.

Con doce años dejé mi oficio de galopillo y, por designio de mi amo, fui a la escuela de la catedral, para formar parte de la schola lectorum. Esto supuso que me cortaran los cabellos, ofreciéndose algunos mechones al obispo como signo de deferencia y sujeción.

El día de mi ceremonia tonsural, me arrodillé a los pies del anciano prelado de Ávila, don Sancho, delante de su sede en la capilla central de la girola de la catedral. En ese momento, don Bricio rogó en voz alta a Dios que tuviese a bien en su divina misericordia aceptar mis cabellos como signo de humilde renuncio al adorno humano y de voluntad de consagración a su servicio. Luego solicitó al obispo que me tomara bajo su mano. Ponderó el arcediano mis virtudes de humildad, obediencia, tesón, trabajo e inteligencia, las cuales me merecían, según su parecer autorizado, acceder al estado clerical y empezar a formarme en la escuela de la diócesis. Por primera vez en mi corta vida, sentí que mi persona tenía algún valor y comencé, aunque timoratamente, a considerarme importante.

Como si las letras estuvieran sembradas en estado de latencia en mi alma infantil, aprendí con gran facilidad la lectura y la escritura y en pocos meses manejaba los libros sagrados con tal facilidad que mi eclesiástico protector y mentor, don Bricio, no tenía tiempo para salir de su estado de asombro. Cuando me escuchaba recitar los salmos y leer con soltura las páginas de las Escrituras, me revolvía los cabellos cariñosamente y con entusiasmo emocionado exclamaba:

—¡Dios te ha hecho para esto, Blasco! ¡Eres una criatura suya! ¡Sí, sin duda perteneces al buen Dios! Él no te dejará nunca.

Estas amables palabras henchían mi alma con una satisfacción infinita e iba yo creciéndome en humana vanidad.

Sucedió después que el maestro de canto, don Pelegrín, se fijó en mi voz una tarde de domingo, cuando rezábamos las vísperas. Al terminar la ceremonia, me llevó aparte y me ordenó que entonara el himno que se había cantado al comienzo de la liturgia. Con la seguridad que me daba saber que podía servirme sin miedo de mi voz adolescente, canté:

 

Deus, qui certis legibus

noctem discernis, ac diem;

ut fessa cures corpora,

somnus relaxet etium.

 

Abrió el maestro unos grandes ojos de asombro y después comentó:

—He de hablar con don Bricio. Me parece prudente que te incorpores a la schola cantorum.

No estuvo muy conforme al principio el arcediano con esta propuesta de don Pelegrín. Mas luego comprendió que la música completaría mi formación y accedió a que ingresara en el grupo de los cantores. En este nuevo destino, por ser yo el mayor de todos, no tardé en hacerme el jefe de los demás, a los cuales capitaneaba a mi antojo y pronto logré que me sirvieran en los trabajos que nos encomendaban a diario, cuales eran: lavar la ropa, limpiar la escuela y encargarse de los asuntos menores de la catedral, raspar la cera de las velas, encender las lámparas y ayudar en el altar a los clérigos. No es que tratara yo con dureza o crueldad a mis pequeños compañeros, pero confieso que los tenía permanentemente a mis órdenes, sirviéndome de unas dotes de persuasión y mando que día a día se iban despertando en mi persona.

Cuando cumplí los catorce años, don Bricio solicitó al obispo que se me admitiera a un grado más en el estado clerical, que consistía en la entrega y vestición de la sobrepelliz, que era el blanco sobrevestido coral que usaban los acólitos. Los sacerdotes y el propio obispo estuvieron muy conformes y se me impuso ese hábito tan codiciado por todos los muchachos que querían servir al altar.

No podré olvidar nunca las lágrimas en los ojos de mi pobre padre y mis desarrapados hermanos en la ceremonia que me elevaba a la condición de clérigo casi definitivamente.

Fue una hermosa celebración, un domingo lluvioso de noviembre. La catedral olía a humedad, a cera y a incienso, y un buen grupo de nobles caballeros tuvieron la deferencia de acudir vistiendo sus jubones de fiesta sobre los que relucían las brillantes espadas de parada sujetas a sus cintos. Avanzó el obispo con pasos lentos y trabajosos por la nave central del templo, apoyándose en el báculo que sujetaba en la mano derecha, y sosteniéndose asimismo sobre mi hombro con su mano izquierda. Sabiéndome el centro de todas las miradas, caminaba yo con los ojos con falsa humildad fijos en el suelo, sin delatar la arrogancia que me envanecía por dentro.

Llegados al presbiterio, sostuve el incensario y me arrodillé con toda reverencia. Entonces el anciano don Sancho pronunció las palabras que invocaban al Espíritu Santo para pedirle que obtuviera yo la gracia de conservar habitum religionis in perpetum. Luego me cortó un mechón de cabellos en forma de cruz y mis compañeros de la schola cantaron la estrofa:

 

Dominus pars haereditatis meae…

(El señor es la parte de mi herencia…).

 

Fue este el momento más emocionante y sentí brotar las lágrimas de mis ojos a borbotones. Sobre todo cuando vi a don Bricio, un poco más allá, viviendo el acto intensamente. Fue él quién se aproximó llevando la sobrepelliz en las manos para entregársela al obispo. Este me la impuso mientras decía la fórmula: Induat te Dominus novum hominen…

En ese momento comprendí que me convertía en clérigo y asumía aquella forma de vida como la mejor que Dios hubiera podido enviarme.

 

 

Don Bricio me retiró de la schola cantorum, pues no era demasiado aficionado a la música. Con frecuencia me decía que los cantos son muy necesarios en la Iglesia, pero que debían dedicarse a ellos solamente los clérigos que no servían para otra cosa. En mi trato diario con el arcediano comprendí que esa «otra cosa» constituía para él las armas. Pues era uno de esos clérigos que tanto abundaban en aquellos difíciles tiempos, consagrados al templo y a la guerra. Y como me tomó gran afecto y me prohijó espiritual y materialmente, quiso que yo siguiera en mi estado su mismo genero de vida.

—Blasco —me aconsejaba—, tú haz como yo: mucha oración, disciplina corporal, ejercicio y buena alimentación. ¡Fortalécete muchacho, que hay que dar batalla al moro!

Con esta particular visión de las cosas, alterné mis estudios con una tenaz formación militar. En la hueste del arcediano había avezados caballeros y maestros de armas que me enseñaron la equitación, el manejo de la espada y a vestir la armadura con ligereza de cuerpo, lo cual requería no poca destreza. Con esta dura vida de letras y armas, y sin pasar hambres ni necesidades, merced a la largueza de mi protector, me convertí en un joven fuerte y tan ducho en las cosas de la Iglesia como en los usos castrenses.

Don Bricio me vio crecer y madurar muy satisfecho, mientras él iba envejeciendo por pura ley de vida. Al observar cómo aumentaban mis conocimientos y mi fortaleza, comentaba feliz:

—¡Ah, Blasco, hijo mío querido!, haré de ti alguien grande. Dios te concibió en su providencia y me encomendó tu cuidado. Eres una criatura singular. Estás bendecido por el buen Dios. ¡Harás grandes cosas! Y quiera el Señor que yo viva para verlas.

5

 

 

 

 

 

Durante los años que transcurrieron mientras avanzaba mi adolescencia, el reino de Castilla gozó de cierta tranquilidad. Los moros habían sido arrinconados por nuestro rey Alfonso VIII más allá de las sierras, a los territorios del sur donde contaban con la protección del valí de Sevilla, Abu Ishaq. Las batallas más duras se daban en tierras portuguesas, en Santarén, ciudad asediada por el califa de los almohades Abu Yacub Yusuf. Los caballeros de Ávila se unían cada temporada a la mesnada y partían en primavera acompañando al rey, para regresar antes del invierno, en torno a la fiesta de Todos los Santos. Por entonces murió el anciano obispo don Sancho y lo enterraron en la capilla central de la girola de la catedral. Fue aquel un duro invierno de viento y nieve. Contaba yo la edad de dieciséis años y ya tenía recibidas las órdenes menores.

Transcurrió un año sin obispo en la ciudad y mi señor don Bricio acarició la esperanza de ser consagrado con esa dignidad. A decir verdad, nadie dudaba de que el arcediano heredaría el báculo, pues contaba con méritos suficientes y con plena confianza de su antecesor hasta el mismo momento de su muerte.

Pero en la Pascua llegó aviso de Roma anunciando que pronto acudiría un nuevo obispo a hacerse cargo de la sede vacante, de nombre don Domingo. Don Bricio asumió la noticia, pero quedó visiblemente marcado por la tristeza. A los ojos de toda Ávila, este nombramiento no hacía justicia al arcediano, pero nadie dudó en acatar el designio del pontífice.

El nuevo prelado hizo entrada en la ciudad en junio. Salió solemne procesión a hacerle recibimiento y me correspondió portar la cruz de guía. En la puerta principal de la muralla, mi señor don Bricio hincó la rodilla ante su nuevo superior y acto seguido le presentó una reliquia para que la venerara y besara en señal de obediencia a las tradiciones de la sede. Se cantó el tedeum frente a la catedral y se decretó gran fiesta por tres días.

El arcediano examinó frente al cabildo el decretum que portaba don Domingo y lo reconoció como auténtico, tras lo cual recibió el juramento de quien iba a ser el nuevo obispo. Se fijó la fecha de consagración para el mes de julio, pues debían de estar presentes los obispos vecinos. Durante las cuatro semanas siguientes, hasta el día de Santiago, fueron llegando los prelados con sus comitivas: don Berreli, obispo de Zamora; don Vitalis, obispo de Salamanca y don Pedro, obispo de Ciudad Rodrigo. Llegaron también muchos condes, todos de edad madura, pues los caballeros jóvenes andaban con el rey guerreando contra los moros.

Se hizo gran ceremonia pontifical con toda solemnidad, inciensos y muchos cantos, en el sopor veraniego, con la catedral abarrotada de gente y cientos de clérigos. Finalizada la misa, hubo en la plaza hogueras, músicas y danzas, y se repartió mucho vino y tocino a cuenta del nuevo obispo.

 

 

En época de paz el tiempo da mucho de sí. Progresaba yo en mis estudios y en el oficio de la guerra mientras me iba haciendo hombre. Pero no sabía del enemigo sino por lo que me contaban quienes venían del frente.

También don Bricio me aleccionaba en esas materias. Por aquel tiempo languidecía vencido por la nostalgia. Con casi cincuenta años se iba haciendo viejo y recordaba con pena su juventud, cuando acompañaba en la hueste al rey Alfonso VII, el Emperador. Eran tiempos de grandes hazañas: las conquistas de Coria, del castillo de Calatrava, Baeza, Almería…

Para no consentir que terminara de vencerle la melancolía, resolvió retornar a la afición de la caza, que había abandonado por consejo del difunto obispo don Sancho que no la consideraba propia de clérigos. Mas don Bricio la retomó como remedio de su mal, entendiendo que la actividad física y el contacto con la naturaleza reactivarían los humores de su poderoso cuerpo.

Como por aquel tiempo le acompañaba yo a todas partes haciéndole de paje, fui testigo de la petición que le hizo el arcediano al obispo para que le permitiese dedicarse a los menesteres de la caza en su tiempo libre. Don Domingo era un hombre del norte, menos guerrero que pastor de almas, para quien las armas y la caza eran asuntos no tan familiares. Cuando don Bricio —a quien su superior apenas le llegaba a la altura del pecho— le preguntó desde su gran altura con toda humildad si podía dedicarse a la cetrería, el prelado le miró con desdén y le contestó:

—Dedicaos a lo que os apetezca, arcediano. A vuestra edad, ¿quién puede prohibiros algo tan libre de culpa?

Cuando salimos del palacio del obispo, mi señor don Bricio iba cabizbajo y pensativo. Se detuvo un momento, me puso la mano en el hombro y preguntó con mirada llena de abatimiento:

—Dime la verdad, Blasco, muchacho, ¿soy un viejo?

No estaba dispuesto yo a aumentar su pesadumbre, así que respondí:

—¿Vos un viejo, señor? ¡Nada de eso! Sois el hombre más fuerte de Ávila, todo el mundo sabe eso.

Se le iluminó el rostro y afirmó el paso, como si hubiera recobrado juvenil brío. Pero luego, cuando ambos estábamos sentados a la mesa para comer en un mesón cercano, volvió a quedarse pensativo y, como hablando solo, comentó:

—«A vuestra edad», «A vuestra edad»… ¿Qué demonios habrá querido decir el señor obispo? ¿Qué edad es la mía? Con cinco años más que yo, don Alfonso el Emperador daba batalla a los moros en Almería con la misma entereza que el más ágil y joven de los caballeros. Eso lo vi con estos ojos que se han de pudrir bajo tierra.