La favorita del señor
 
ANA TERESA TORRES
@AnaNocturama

I

Mi nombre es Aisa-Umm-al-Hakam, hija del valí Al-Munim-Umm-al-Hakam y de su decimoséptima concubina Yadiyá, nieta de Ibn-Ganiya, destronado por Mutasim-al-Hakam a mediados del siglo XII de la era cristiana. Fui la sexta hija de Yadiyá, después de tres mujeres y dos varones; uno desapareció en extrañas circunstancias al nacer, y el otro, Mahib, educado para suceder a mi padre, murió tempranamente.

Cuando nací Yadiyá lloró la desgracia de haber tenido otra niña y me entregó al eunuco para que me arrojara al mar, pero éste, de mejor corazón que aquella loba, me guardó e hizo que me alimentara una de mis primas, a quien se le había muerto el recién nacido. Viendo mi madre que yo había sobrevivido, me aceptó a su lado y crecí en el harem de Al-Munim donde viví hasta la edad de diecisiete años, cuando Roger de Tamarit invadió la isla con otros señores cristianos y mató a mi familia, incendió el alcázar y la mezquita, y me llevó consigo a su castillo para servir a su esposa, mi señora Helena de Tamarit.

Tamarit es un castillo situado a la orilla del mar, en el Levante de la península donde mi pueblo estableció el reino del Al-Andalus. Aún debe alzarse su torre, que, en mi recuerdo, se llamó Torre de la Mora. Pero antes de relatar cómo sucedieron los acontecimientos, me place recordar mi niñez en la isla en que nací pues fue el momento más dulce de mi existencia.

Debo decir que Yadiyá, a quien no deseo llamar madre, me educó como correspondía a mi rango y que si no fuera por las circunstancias que ya mencioné, mi destino habría sido casarme con algún secretario o consejero de mi padre o trasladarme al harem de un sultán del sur, donde hubiera podido llegar a ser una concubina o quizás una esposa. Pero nada de esto ocurrió y mi vida tomó un camino imprevisto.

La casa de las mujeres estaba emplazada dentro de la alcazaba. Tenía tres patios adornados de fuentes y de flores, y tantas salas que me pregunto si alguna vez las recorrí todas. Herméticas celosías defendían el secreto de lo que en ellas acontecía, bajo la mirada de los eunucos, vigilantes de que las mujeres guardáramos orden y nuestro solaz no traspasara sus disposiciones. Sin embargo siempre una gran algazara hervía en nuestras habitaciones y patios, en los baños y salas. Vivíamos creo que más de doscientas personas, entre las esposas, las concubinas, los niños, los eunucos, las nodrizas, maestras, esclavas y sirvientas. Era una ciudad dentro de otra ciudad, y dentro de ella también existían diversos reinos. Yadiyá dirigía uno de ellos. Aunque era una concubina sin importancia, y después que me concibió mi padre nunca la volvió a visitar, ella se preciaba de haber sido una de sus favoritas. Nunca pude comprobar este honor que endulzaba los años en que ya había perdido su juventud. Decía Yadiyá que mi padre Al-Munim había querido desposarla y que las intrigas de otra concubina lo habían impedido. Su mayor esperanza estuvo puesta en que mi hermano Mahib llegara a sucederle, pero mi tío, quien era muftí del palacio, lo mandó a envenenar en favor de su propio hijo, mi primo Yacub. La muerte de Mahib agrió el carácter de Yadiyá y a partir de entonces, me contaba Tamím el eunuco, no tuvo otro pensamiento que volver a darle un hijo a Al-Munim. Pero nací yo y debió renunciar a sus ambiciones. Crecí en el amor del Señor, del Único, del Amo, y en el destino de obtener el goce de ser su elegida, al igual que todas las otras niñas y mujeres que me rodeaban, como me lo enseñaron mi nodriza y mis maestras de danza y de música, como me lo transmitieron las viejas que cuidaban de nuestra educación y me concedieron el don de leer y escribir en bellos signos.

Cuando tenía diez años jugaba con otras niñas en uno de los patios, alguien me empujó y me rompí una ceja contra el saliente de una columna. Las mujeres que vigilaban nuestros juegos corrieron conmigo en brazos para curarme porque sangraba mucho, y una de ellas mientras limpiaba mi herida me relató un sueño. Yo estaba en su visión rodeada de palomas que comían en mis manos, y era ese el signo de que yo sería algún día la favorita del Señor.

–¿Cuándo tuviste ese sueño? –le pregunté.

–Hace ya tiempo –me dijo–, cuando dejaste la nodriza y comenzaste tu educación.

–¿Y por qué no me lo habías contado antes? –insistí.

No me quiso dar otra explicación pero me prometió que siempre que soñara algo de mí me lo diría. Ella era Naryis-al-Abbas, y su primer nombre quiere decir junco, porque era la mejor bailarina del harem, y la que me enseñó la danza más completa, pues sabía mover el vientre hasta llegar a la decimotercera posición. Naryis nos decía que si nuestro Señor era muy gordo esa era la única posición en que podría penetrarnos, pues había hombres tan obesos que, si la mujer no sabía abrir sus piernas de aquel modo, no lograrían nada. Todas nos reíamos de aquello y jugábamos a decir que esperábamos que el Todopoderoso nos reservara a alguien de mejor aspecto que un barril grasiento.

Mi padre fue siempre un hombre delgado, de musculatura fina, de largos brazos y piernas, que aun en su madurez, pues cuando yo nací tenía treinta años, parecía un bello joven. Lo vi tres veces en mi vida. La primera, siendo niña, un día que vino a nuestra casa y estuvo toda una tarde con nosotras, mientras las mujeres cantaron y bailaron para él. La segunda, desde el ajimez, montado en su caballo, saliendo de caza, y la tercera cuando Roger de Tamarit entró a saco en el palacio y mi padre le suplicó llorando que no me llevara consigo. Pero el Señor de Tamarit, sin bajarse de su montura, lo decapitó en el instante. Esas fueron las tres veces en que vi al Gobernador, mi padre, y su recuerdo es para mí el fresco olor de sus vestidos y la bella sonrisa de sus hermosos dientes.

El día que mi padre, Al-Munim, había decidido visitar la casa de las mujeres, llegó todo vestido de blanco, y cuando atravesó el patio principal nos arremolinamos en la galería de la planta alta para verlo pasar. Se dirigió a la sala mayor y los eunucos nos ordenaron bajar. Sentado en los cojines más ricos guardó silencio y dio comienzo a la fiesta. Yo estaba entre las otras niñas, en la última fila, y apenas si lograba distinguirlo entre las cabezas de tantas mujeres. Se inició el baile y las danzarinas se adelantaron frente a él. Cantaron y recitaron, y a mediodía las viejas dispusieron la presentación de la comida. Al-Munim invitó a algunas de las concubinas a sentarse junto a él para compartirla y pude observar la expresión de disgusto de Yadiyá por no haber sido llamada. Mi padre reunió junto a él a unas ocho o diez mujeres, escogiéndolas entre las más jóvenes, y entre ellas estaba Naryis, quien recitaba zéjeles para el agrado del Señor. Las niñas nos adelantamos a servir los platos y los depositamos a su alcance para que los probara y luego invitara a las escogidas a comer. Así fueron pasando las tortas de hojaldre relleno de carne picada de pichón, mezclada con pasta de almendra, el cordero estofado y sazonado con comino, los platos de ave especiados con hierbas y aceitunas, las tortas de piñones, las nueces picadas, los pasteles de avellanas y miel, y las copas de vino. Cuando terminaron de comer, Al-Munim enjuagó su boca con agua aromatizada, y con una palmada despidió a las mujeres que lo habían acompañado. Todas esperaban saber cuál sería la elegida para acompañar al Señor en su lecho.

Naryis se quedó sentada a su lado. Las esposas y concubinas no pudieron impedir un suspiro de decepción y enojo, pues Naryis era una danzarina esclava y las concubinas consideraban que a ellas les tocaba en primer lugar el honor de estar con él. Pero Al-Munim las despreció, y sentado junto a Naryis ordenó que continuara el entretenimiento. Salió así una danzarina que hacía juegos acrobáticos, y después dos muchachas que dominaban los juegos malabares, y pude ver los bellos dientes de Al-Munim reír con el espectáculo.

Tamím anunció que a continuación Naryis bailaría sola, por deseo de nuestro Señor, y que mientras la danzarina se preparaba, nos invitaba a comer del rico banquete. Fue entonces cuando me di cuenta de que habían transcurrido varias horas sin comer ni beber nada, y me dirigí junto con las otras niñas hacia las fuentes donde reposaba todavía una gran cantidad de manjares que Al-Munim y las escogidas no habían consumido. Pero no tenía hambre. Apenas si probé algunas migajas y bebí un poco de jugo de membrillo. Mis ojos estaban fijos en él. Sentía mi corazón como si hubiera bebido del vino que las viejas tragaban y me parecía que el tiempo se había suspendido y que nada de lo que ocurría a mi alrededor existía verdaderamente. Escuchaba lejanas las voces que nos ordenaban sentarnos y guardar silencio para contemplar el baile de Naryis. A pesar del ruido que producían las gargantas de tantas mujeres y las panderetas que acompañaban a la bailarina, estaba absolutamente sola en la contemplación del Señor, mi padre, Al-Munim.

Siempre me producía mucha alegría contemplar a Naryis en su baile y todas deseábamos llegar algún día a bailar como ella, pero aquella tarde no le dirigí mis ojos ni una sola vez. Un intenso dolor en lo más profundo de mí me había inundado por completo. Mi mirada había quedado enganchada del rostro de Al-Munim, la blancura de sus vestidos estallaba en luz dentro de mis ojos, y yo de pronto reconocí en mi interior que el Señor, aun cuando fuera mi padre, era todo mi deseo. No lograba poner en palabras lo que me ocurría en aquel momento, sólo la dolorosa mirada que me unía a él, y saber que su presencia era todo para mí. No podía pensar en un mayor tormento que en su próxima desaparición, pues sospechaba que cuando el baile de Naryis terminara él se iría de nuevo a sus aposentos y su ausencia sería para mis ojos como quedar ciegos.

En aquel estado no me había dado cuenta de que Naryis se había acercado hacia donde yo me sentaba junto a las otras niñas, y agarrándome del brazo me llevó hasta el centro del salón. Me invitó así a bailar con ella para el Señor, y según parece lo hice muy bien. No puedo recordarlo. No sé cuánto tiempo duró el baile ni cuáles fueron los pasos que en aquel momento logré dar. Sólo recuerdo que cuando la música cesó, Al-Munim me llamó a su lado y me preguntó mi nombre.

–¿Eres hija mía, Aisa? –me volvió a preguntar.

–Yadiyá me dijo que soy hija de ella y de mi Señor Al-Munim –logré contestar.

Él se rió y pude sentir la frescura de su boca y el fuerte perfume de algalia que se desprendía de sus vestidos.

–A veces las mujeres mienten –contestó entre risas.

Yo me quedé en silencio. Ninguna palabra se me ocurría.

Después Al-Munim se levantó, se despidió, y salió de nuestra casa.

Anochecía. Yo subí a mi habitación sintiendo un peso profundo y sin poder atender a las bromas y a los comentarios de mis compañeras de habitación. No reparé en que Tamím subió detrás de mí y me llamó. Sin decirme una palabra me tomó de la mano y salimos de la casa. Atravesamos la calle que la separaba del palacio del Señor, y juntos recorrimos sus salas y patios. Por fin nos encontramos frente a sus habitaciones.

–El Señor te espera –me dijo Tamím, y abriendo la puerta me hizo entrar ante la presencia de mi padre.

La puerta se cerró tras el eunuco y quedé sola ante él. Al-Munim me tomó de la mano y me condujo a una mesa en la que se disponían algunos platos de dulce y frutas. Me invitó a probarlos y yo lo hice por temor a desagradarlo, pero en verdad mi garganta no aceptaba nada. Al-Munim se despojó de su ropa y quedó vestido solamente con sus calzones y la camisa. Desenrolló las medias que tapaban mis piernas y retiró mis zapatos, así como las joyas con las que aquel día me habían adornado. Soltó mi pelo que había recogido en unas trenzas, y me preguntó si sabía jugar al ajedrez.

Asentí con la cabeza y me condujo a la mesa donde estaba dispuesto el tablero. Hicimos varias partidas, en las que él me felicitaba por mis buenas jugadas y se reía cuando yo lograba desaparecerle alguna pieza. Me dejaba ganar simulando que no lograba desbaratar mi juego, y pensaba largo rato antes de iniciar un movimiento, como si el mío hubiera sido tan hábil que no lograra responderlo. Durante el juego me preguntó cosas sencillas de mi vida, como cuáles eran mis distracciones preferidas, o los nombres de mis amigas favoritas, mi comida predilecta o mis aficiones musicales. No recuerdo mis respuestas. Sé que hablaba pues él me volvía a preguntar, pero no sé qué le decía yo a él. Trataba de que mis palabras le agradaran pero, al mismo tiempo, eran como palomas que volaban lejos de mí sin que yo pudiera retenerlas ni dirigir su vuelo.

Cuando terminamos de jugar, me sentó en los cojines que estaban junto a la ventana y me acomodó entre sus piernas. Me acarició el pelo y los ojos. Yo le daba la espalda y no podía mirar los suyos. Sus manos recorrían mi cabeza y yo sentí un estremecimiento que me provocó un impulso a vomitar pero logré contenerme. Entonces se acostó boca arriba y me sentó a caballo sobre él. En esa postura continuó acariciando mi pelo y mis ojos, sus manos recorrían mi nariz y mis labios, cuando su dedo entró en mi boca yo sentí la inclinación de chuparlo. Estuve haciéndolo un buen rato y un calor desconocido comenzó a recorrerme. Al mismo tiempo experimentaba la sensación de que estaba mareada y que podía perder el conocimiento, pero Al-Munim, quizá comprendiéndolo, me apretó contra su pecho y me dijo palabras de consuelo que tampoco recuerdo.

Después me tomó en sus brazos y me acostó a lo largo de su cuerpo. Mi cabeza llegaba a la altura de su pecho y mis pies tocaban sus rodillas. Acarició su miembro henchido y llevó mi mano hacia él para que pudiera experimentar su llenura. Yo besé sus manos que continuaban acariciándolo, y después tomó mi cabeza y la acercó de modo que mis labios pudieran rozarlo. Con suavidad Al-Munim lo introdujo en mi boca y, aunque era demasiado grande para contenerlo, continué sorbiéndolo como él me había enseñado a hacer con su dedo. Sentí entonces despertar en mí una avidez nueva y esperé que en mi boca se derramara su leche, pero él se contuvo y no ocurrió.

Extendió mi cuerpo sobre los almohadones y me quitó la camisa que lo cubría. Quedé así completamente desnuda frente a mi Señor. Él empezó entonces a lamerlo, acunándome en sus brazos, hasta que se detuvo en los botones que eran todavía mis pechos y estuvo prendido de ellos largo tiempo, como si bebiera el más dulce de los líquidos. Con una mano acarició mi sexo y con la otra introdujo un dedo en mi anillo. De ese modo ambas manos entraron dentro de mí y yo sentí su lucha por encontrarse. Un grito parecía desprenderse de aquel espacio que las manos de mi Señor estrechaban y de nuevo sentí un mareo y temí desmayarme.

Entonces Al-Munim me pidió que lo besara en los labios mientras apretaba mi cuerpo contra su miembro y sentí así la frescura de su aliento. Su miembro erguido acariciaba mi sexo y yo deseaba que me penetrara pero, al mismo tiempo, temblaba de temor porque era tan grande que sabía que, si lo introducía, sería para mí muy doloroso. Pero no lo hizo. Mi padre volteó mi cuerpo y quedé boca abajo para que pudiera lamer mi espalda e introducir su lengua en mi interior, y así estuvo un buen rato hasta que de nuevo me volteó hacia él y volví a sentirlo dentro de mi boca. De pronto, bruscamente me apartó y su jugo estalló cayendo sobre mi rostro. Mojó, entonces, un pañuelo en el agua de la jofaina y lo limpió con cuidado. Después me acunó de nuevo y yo me entregué al sueño entre sus brazos.

Cuando me desperté estaba en mi habitación, en mi cama al lado de las otras niñas. Era de día y escuché las voces y el murmullo de las conversaciones que acompañaban el despertar en la casa de las mujeres. Naryis se acercó a mí y me dio los buenos días.

–Tuve un extraño sueño anoche –le dije en voz baja–; soñé que mi padre me poseía.

Miraba fijamente a los ojos de Naryis para saber, a través de ellos, la verdad.

–¿Qué recuerdas de tu sueño? –me preguntó.

–Recuerdo el fresco olor de su boca y el fuerte aroma de algalia en sus vestidos –contesté–, la firmeza de sus manos y la dureza de sus huesos, la suavidad de sus labios y el calor de su lengua.

–Yo también tuve un sueño anoche. Te vi en un caballo blanco recorrer la arena.

Comprendí que mi cuerpo no había soñado y que verdaderamente aquella noche había sido la favorita de Al-Munim.

Poco después cumplí once años.

Contenido
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
Créditos

II

Era mi mayor placer ir al hamam. Nuestra sala de baños tenía fama de ser, según oí decir, una de las más espaciosas y mejor provistas del Al-Andalus. Nos llevaban por la mañana, cuando ya el sol quemaba los ladrillos, a la primera habitación. Allí nos quitábamos la ropa y las masajistas preparaban nuestro cuerpo para el ejercicio. Luego pasábamos a la alberca en la que los eunucos nos enseñaban a nadar y, después de la clase, nos permitían disfrutar de su frescura y jugar a perseguirnos unas a otras.

Ocurrió un día que yo me bañaba desnuda con mis compañeras y nos salpicábamos a propósito, cuando una de ellas propuso jugar a empujarnos a la alberca. La que cayera al agua debía inmediatamente volver a salir y correr para empujar a otra. Me tocó el turno y empujé a mi prima Fátima, causando las carcajadas de todas pues era muy gorda y cayó levantando una gran cantidad de agua. Parada al borde de la piscina, mi vista recayó en Naryis. Estaba a poca distancia de nosotras pero yo no la había notado. Sus ojos tocaron mi cuerpo y yo me sentí turbada.

Después entramos en la sala templada, en la cual las maestras de ejercicios nos reunían en fila y nos obligaban a los saltos y contorsiones que preparaban nuestro cuerpo para la danza. Enseguida accedimos a la sala caliente para que las viejas nos enjabonaran y untaran nuestra piel con aceites y perfumes de limón y ámbar, y por último nos esperaba la sala fría en la que los eunucos derramaban sobre nosotras las jofainas de agua limpia hasta dejar el cuerpo reluciente, después de lo cual nos vestimos y pasamos a las salas de enseñanza para aprender a escribir y recitar poesía.

No vi más a Naryis en todo el día. Después de la cena, sin que yo hubiera tenido tiempo de darme cuenta de su presencia, se acercó a mí y me llamó aparte.

–Tuve otra visión –me dijo al oído.

–¿Y cuál era? –le pregunté curiosa.

–Una loba comía de tus pechos –me contestó.

–Pero es una visión muy triste –dije apenada–. Trae mala suerte.

–No es esa su interpretación, Aisa. Quiere decir la visión que tu cuerpo es una ofrenda más delicada que un cordero.

Sorprendida por sus palabras no quise decírselas a nadie. Revelar los sueños puede hacer que no se conviertan en realidad y yo quería más que ninguna otra cosa que mi cuerpo cumpliera el destino para el que con tanto cuidado había sido preparado. Cuando ocurrió esa visión de Naryis yo tenía trece años, ya mi sangre se había evidenciado y mis pechos eran, como dice un poeta, alondras que pedían acariciar el viento. Naryis me había enseñado todas las posiciones del baile y yo era su alumna preferida. Mi voz era clara y suave a la vez, y sabía tocar el laúd con bastante precisión. Había aprendido muchos poemas que podía recitar para la dulzura de mi amado, y en los atardeceres sentía el calor bajar a mi sexo pidiendo agua que lo refrescara. Mis brazos y piernas habían sido adiestrados para enroscarse como una culebra en torno a la cintura de mi Señor y sólo esperaba que llegara el momento de encontrarlo. Pero Naryis me enseñaría más.

Aquella noche en que me comunicó su visión, cuando las demás dormían se coló entre los cojines sobre los que yo descansaba.

–¿Duermes, Aisa? –me susurró, y sin que yo le contestara rozó mis labios con los suyos.

Pasamos toda la noche envueltas la una en la otra y me dormí sintiendo la tenue presión de sus dedos sobre mis sienes y el olor que sus manos dejaban en mi cuello. Cuando desperté no estaba a mi lado.

A la noche siguiente busqué su mirada antes de irme a acostar, pero como viera que sus ojos no me seguían me acerqué a ella y le pedí que volviera conmigo. Su negativa me causó una dolorosa sorpresa.

–¿Cómo es posible –le dije– que me hayas hecho beber tu leche para luego darme sed?

–Fue parte de tu educación, pues ya te dije que tu destino es ser la favorita del Señor.

Irritada me volví a mi lecho, no sin antes decirle que no necesitaba de sus lecciones si estas habían de ser tan duras. Pero Naryis no se conmovió por mi enfado y al día siguiente me llamó para la clase de danza como si nada hubiera ocurrido entre nosotras.