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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Annette Broadrick

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Matrimonio bajo amenaza, n.º 177 - mayo 2018

Título original: But Not for Me

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-599-3

Capítulo 1

 

«¿Dónde estará?»

Brad Phillips colgó el teléfono bruscamente. No había obtenido respuesta en casa de Rachel Wood. Solo había oído la alegre grabación de su contestador automático, invitándolo a dejar su nombre y su número de teléfono. Pero Rachel ya sabía su nombre y su número de teléfono. Brad era su jefe, y ella debería estar trabajando desde hacía horas.

Impaciente y un tanto nervioso por su ausencia, Brad apartó la silla del escritorio, se levantó y comenzó a pasearse por el despacho. Rachel llevaba ocho años trabajando para él y ni una sola vez había dejado de avisar si iba a llegar tarde.

«Pero ¿dónde se habrá metido?»

Brad miró su reloj. Cuando él llegaba a trabajar por las mañanas, a eso de las siete y media, Rachel ya estaba en su puesto, trabajando con ahínco. Lo cual significaba que ya llegaba con más de dos horas de retraso.

La única posibilidad que se le ocurría, y la sola idea le daba miedo, era que hubiera sufrido un accidente de camino a la oficina y estuviera postrada inconsciente en algún lugar, sin poder llamarlo. Esa mañana, Brad ya había levantado dos veces el teléfono para llamar a los hospitales del área metropolitana de Dallas, Texas, para saber si Rachel había ingresado de urgencias en alguno de ellos. Al final, había conseguido convencerse de que hacer aquellas llamadas era inútil, por lo menos de momento. La razón le decía que era demasiado pronto para dejarse llevar por el pánico. Sin duda había una razón perfectamente lógica para que Rachel no se hubiera puesto en contacto con él. Pero, por desgracia, no se le ocurría ninguna.

Siguió caminando de un lado a otro, preguntándose cuánto tiempo tenía que pasar para poder dar parte a la policía de la desaparición de una persona. Seguramente más de dos horas, lo cual significaba que no podía hacer nada, salvo esperar. Pero esperar no era precisamente su actividad favorita. O su inactividad favorita, mejor dicho. De ahí que nunca hubiera considerado la paciencia una virtud. La paciencia le parecía una completa pérdida de tiempo.

Sonó el interfono y Brad se precipitó sobre la mesa.

—¿Sí?

Janelle, su secretaria, dijo:

—Quería recordarte que a las diez tienes una reunión con Arthur Simmons.

—Gracias —contestó él.

Se apartó del escritorio y se acercó a la ventana. Justo lo que necesitaba, pensó, sintiéndose aún más irritado y nervioso: una reunión con Arthur Simmons sin Rachel como mediadora.

Simmons era un genio de los números y de la estrategia financiera. Había ahorrado a Brad muchísimo dinero desde que dirigía el departamento de contabilidad de Construcciones Phillips. Brad se consideraba afortunado por contar con él. Sin embargo, temía reunirse con él. Simmons era sin lugar a dudas uno de los hombres más aburridos que había conocido en toda su vida, y Rachel le servía como vía de escape en las reuniones con el contable. Ella sabía cuándo estaba harto de escuchar la melopea monocorde y exasperante de Simmons, y tenía el don de poner fin a las reuniones sin ofender a nadie. Si Rachel no aparecía en los quince minutos siguientes, Brad tendría que enfrentarse solo a las interminables explicaciones de su jefe de contabilidad acerca de los últimos balances del departamento. Las cifras eran esenciales, y Brad sería el último en negar su importancia, pero prefería echarles un vistazo por su cuenta a tener que aguantar que alguien se las explicara con infinita minuciosidad.

Tal vez fuera la actitud de Simmons lo que lo irritaba tanto. Arthur provenía de una acaudalada y aristocrática familia del Este. Durante las entrevistas que precedieron a su incorporación a la empresa, había dejado bien claro que, pese a su riqueza, se sentía llamado a compartir su experiencia y sus conocimientos con el resto de la humanidad. En opinión de Arthur, el resto de la humanidad parecía resumirse en Construcciones Phillips, pero a Brad le daba igual, con tal de que siguiera ahorrando grandes sumas de dinero a la compañía.

Aunque eran más o menos de la misma edad, Brad y Simmons no podían ser más distintos. Brad había ascendido por el camino difícil. Era un chico de la calle que al final había levantado una constructora multimillonaria con poco más que su sudor, sus manos desnudas y el coraje de un hombre que creía en su potencial. Era probable que Simmons, en cambio, no hubiera derramado una gota de sudor trabajando en todos los días de su vida. No. Simmons había asistido a los mejores colegios privados y se había graduado con excelentes calificaciones en una prestigiosa universidad del Este.

Sin embargo, Brad no lo envidiaba. La diferencia de orígenes solo subrayaba el hecho de que no tenían nada en común, salvo el objetivo de aumentar los beneficios de la compañía. Desde el punto de vista de Brad, él era una persona físicamente fuerte. Simmons, en cambio, era un enclenque y un chupatintas. Sus manos perfectamente cuidadas dejaban claro que lo más pesado que había levantado era un lápiz.

Agitado, Brad se apartó de la ventana y se pasó la mano por el pelo. Necesitaba a su insustituible asistente, y la necesitaba ya. Se obligó a regresar a la mesa, oyendo casi la voz de Rachel diciéndole que se relajara y se armara de paciencia. Se dejó caer en la silla dando un suspiro. La voz de Rachel resonaba a menudo en su cabeza. Imaginaba que ella lo había adoptado como una especie de obra social.

Nunca olvidaría el día que la contrató. En aquel momento, no sabía que aquella sería la decisión más acertada de su vida. Entonces tenía veinticinco años y dirigía celosamente una compañía emergente, a base de trabajar muchas horas y de dormir casi todas las noches en el barracón de la obra que estuviera construyendo en ese momento. Disponía de una cuadrilla de obreros, pero no tenía a nadie que supiera manejarse con el papeleo. Ni siquiera él sabía cómo hacerlo. Le habían concedido un contrato para la construcción de un teatro en el norte de Dallas, el encargo más importante de su carrera. Pero cuando la euforia se disolvió, Brad comprendió que no podía seguir dirigiendo la empresa desde su apartamento y la caseta de la obra. Necesitaba una oficina de verdad... con oficinistas de verdad. La idea le resultó aterradora. Tener una oficina significaba contratar, por lo menos, a una recepcionista, una secretaria y un contable. El problema era que no podía permitirse contratar a tanta gente. En aquel momento, al menos. Pero tenía el presentimiento de que, cuando acabara de construir el teatro, le lloverían los trabajos. Sabía que ofrecía obras de calidad. Había trabajado con ahínco para edificar su reputación de hombre honesto, íntegro y transparente. Sí, le lloverían los trabajos, pero hasta entonces tendría que trabajar con un presupuesto irrisorio. Afrontando la realidad de su situación, puso un anuncio para contratar una recepcionista, con la esperanza de que quien solicitara el puesto pudiera hacer algo más que contestar al teléfono.

Su primer paso fue alquilar una oficina. Negoció el precio con el propietario ofreciéndole hacer reparaciones en el edificio siempre que fuera necesario, y reformó la oficina trabajando por las noches y los fines de semana. Cuando insertó el anuncio de oferta de empleo en el periódico, la oficina era todavía un desastre, de modo que tuvo que buscar un lugar donde hacer las entrevistas. Al final, eligió una cafetería que hacía chaflán, cerca de la obra.

El primer día que se publicó el anuncio, su teléfono no dejó de sonar. Brad estaba encantado. Sin duda encontraría a alguien cualificado en cuestión de días. Una semana después no estaba tan encantado. Para entonces, ya sabía que tenía serios problemas. O la candidata al puesto pedía demasiado dinero o parecía no saber cómo atender las llamadas ni tomar los mensajes. A la tercera semana, estaba desesperado.

Y entonces llamó Rachel Wood.

—Construcciones Phillips —gritó él, para hacerse oír por encima del ruido ensordecedor de la obra.

Con una voz fría y refinada, ella dijo:

—El señor Phillips, por favor.

Cielos, su voz sonaba tan profesional que a Brad le pareció la asistente administrativa de un consejero delegado.

—Soy yo —dijo sonriendo. Y empezó a fantasear sobre el aspecto que tendría aquella mujer de voz cantarina y sin embargo, levemente áspera.

—Tengo entendido que está buscando una recepcionista. ¿Todavía está libre el puesto?

Brad, que estaba recostado en su silla leyendo unos informes, estuvo a punto de caerse al oír sus palabras. Intentando mantener el equilibrio, apoyó los pies firmemente en el suelo y dijo:

—Eh… sí. El puesto está libre si le interesa.

Ella dejó escapar un leve suspiro que a Brad le pareció de alivio. Pero cuando volvió a hablar parecía perfectamente tranquila.

—¿Cuándo podríamos fijar una cita para la entrevista?

Brad estuvo en un tris de decirle que el trabajo ya era suyo si lo quería, pero consiguió refrenarse. Quizás aquello fuera un malentendido, pero al menos quería verla en persona para satisfacer su curiosidad. Con una recepcionista como aquella, su oficina parecería al instante un negocio floreciente, estable y de confianza. Ya empezaba a lamentar no tener suficiente dinero para contratarla.

Miró su reloj.

—¿Es muy tarde para que venga hoy? —preguntó, y contuvo el aliento.

—En absoluto. Si es tan amable de decirme su dirección y una hora que le venga bien, allí estaré.

Ahí venía la parte complicada.

—Bueno, la verdad es que mi oficina no estará lista hasta la semana que viene, pero hay una cafetería, cerca de la obra en la que estamos trabajando, en la que podríamos encontrarnos, si le parece bien. Digamos… ¿a eso de las cinco?

—Perfecto —contestó ella con una cortesía que a Brad le pareció atractiva y tranquilizadora.

Le dio la dirección y las indicaciones para llegar. Después de colgar, se quedó sentado mirando la pared. «No te emociones», se advirtió. «Cuando sepa lo pequeña que es la empresa, todo el papeleo que hay y lo irrisorio del sueldo, se echará a reír en tu cara.»

Brad procuró concentrarse en los informes antes de volver al trabajo con la cuadrilla. A medida que pasaba el día, miraba de vez en cuando el reloj para asegurarse de que no llegaba tarde a la entrevista.

Cuando entró en la cafetería, y a pesar de que se había aseado, su ropa, unos vaqueros gastados, una camisa con las mangas cortadas y unas botas de faena cubiertas de polvo y yeso, evidenciaban lo que era: un trabajador de la construcción. Sí, era el jefe, pero también era consciente de que sus maneras eran demasiado toscas para alternar con la clientela a la que esperaba atraer.

Recorrió con la mirada el pequeño café, dándose cuenta demasiado tarde de que se le había olvidado preguntarle a Rachel Wood cómo era. Se pasó la mano por la cara, frunciendo el ceño. De acuerdo. Tendría que proceder por eliminación. ¿Cuántas mujeres solas había allí? Por desgracia, al menos cinco. ¿Alguna de ellas lo miraba? Bajó la cabeza y se miró las botas, avergonzado. Todas lo estaban mirando, y dos de ellas con cara de lobas.

Una intensa sensación de alivio lo embargó al oír a su espalda una voz conocida que decía:

—Disculpe, ¿es usted el señor Phillips?

Brad se dio la vuelta y se encontró con la fría mirada verde de una joven muy atractiva, vestida con un traje sastre del color de sus ojos. Tenía el pelo castaño oscuro, recogido hacia atrás en un moño, y su cara era ovalada. La coronilla de su cabeza llegaba al nivel de la barbilla de Brad.

—Usted debe ser la señorita Wood —contestó él, aliviado.

Ella asintió, sonriendo.

—Me he sentado al fondo para que podamos hablar con más tranquilidad.

Brad estaba tan embebido escuchando su voz que apenas entendió lo que decía. En persona, parecía aún más educada que por teléfono. Rachel Wood era una dama en el sentido clásico. Brad quedó un tanto intimidado por su belleza, su aplomo y su refinada educación. Deseó haber tenido tiempo de pasar por su apartamento para cambiarse, pero ya era demasiado tarde.

Brad le indicó que lo precediera y al instante pudo disfrutar de una panorámica de su espalda recta, su paso seguro y su esbelta figura, que el elegante traje casi ocultaba por entero.

Se sentaron frente a frente. La camarera apareció enseguida.

—Hola, Brad —dijo lanzándole la sonrisa seductora que siempre le dedicaba.

—Hola, Mitzi, tráeme solo una taza de café, por favor.

Mitzi miró a Rachel y señaló la taza que tenía delante.

—¿Quiere otro café?

—No, gracias.

Cuando la camarera se marchó, Brad miró a Rachel preguntándose por dónde empezar. Había entrevistado a docenas de mujeres, pero ese día se sentía como un tímido quinceañero en su primera cita. O como si fuera él a quien iban a entrevistar.

—Debo decirle, para empezar, que tengo muy poca experiencia como oficinista —dijo ella como si confesara un crimen—. El anuncio no pedía experiencia, pero no quiero engañarlo.

—¿Qué tal se le da aprender? —preguntó él, sonriendo.

Rachel estaba más nerviosa que él, aunque procuraba disimularlo. Brad se relajó un poco, se recostó en la silla y disfrutó de la vista. «Qué mujer tan guapa. Muy por encima de tus posibilidades», se dijo.

Ella asintió rápidamente.

—Dígame qué quiere que haga y lo haré.

Mitzi volvió con el café. Brad inclinó la cabeza sin apartar los ojos de Rachel.

—Gracias —murmuró—. ¿Sabe algo sobre el negocio de la construcción?

—No, señor.

Él dio un respingo.

—Eh, que no soy tan viejo. No hace falta que me llame «señor» —notó que a Rachel le temblaba la mano que tenía apoyada junto a la taza de café. Sí, estaba nerviosa. ¿Por él? ¿Por la entrevista? Intentando que se relajara, Brad le describió la compañía—. Fundé mi propia empresa hace algo más de tres años. Trabajo en la construcción desde que tuve edad para ponerme un cinturón de herramientas. Pero no sé nada de facturas, ni de albaranes, ni de todo ese papeleo que exige la oficina de recaudación de impuestos.

Ella tomó la taza y bebió delicadamente antes de decir:

—Según creo, el anuncio pedía una recepcionista —dijo con un leve tono de pregunta.

—Sí, porque cuando abra la oficina necesitaré a alguien que conteste al teléfono. No quiero ni pensar en los trabajos que pierdo por no revisar el contestador de mi casa más a menudo. Me meto en un proyecto y me olvido de todo lo demás, pero sé que no puedo seguir así o perderé la buena racha que tengo.

—Sí, comprendo —dijo ella lentamente. Hizo una pausa, como si buscara las palabras adecuadas. Por fin dijo—: Respecto salario... —empezó, pero se detuvo cuando él agitó la mano, como si el salario fuera una cuestión sin importancia.

Sabía que aquella era la parte más complicada. La perdería en cuanto le dijera cuál era el sueldo. Tenía que convencerla de que aquel empleo ofrecía grandes posibilidades de ascenso. Su padre, un artista del timo, le había dado innumerables ejemplos de cómo convencer al más pintado de que el mundo era de color de rosa.

—Lo cierto es —dijo con lo que esperaba fuera una sonrisa segura— que tengo más encargos de los que puedo asumir, y eso que trabajo casi las veinticuatro horas del día. Los trabajos están ahí, ¿entiende?, pero de momento dispongo de escasa liquidez. Si está dispuesta a trabajar para mí, podemos establecer un sueldo inicial con la promesa en firme de que la suma aumentará regularmente a medida que crezca la empresa —aunque ella no se movió, Brad tuvo la impresión de que se encogía en la silla. Suspiró—. ¿Cuánto esperaba ganar? —preguntó, casi conteniendo el aliento.

—No lo sé con certeza. Acabé la universidad en mayo. Necesito encontrar trabajo. Mi madre tiene ciertos problemas de salud y no puede seguir trabajando. Sacrificó una vida cómoda para asegurarse de que mi hermano, mi hermana y yo recibiéramos una buena educación. No quiero que se preocupe por el dinero. Ya ha hecho suficiente —parecía tranquila, pero la expresión dolorosa de sus ojos dejaba entrever sus emociones.

—¿Quiere decir que nunca ha trabajado? —preguntó él, frotándose la mejilla y dándose cuenta de que debería haberse afeitado.

Ella esbozó una sonrisa amarga.

—Oh, sí que he trabajado, señor Phillips. Pero no en un oficina. Empecé a cuidar niños a los trece años, trabajé limpiando mesas cuando estaba en el instituto y ascendí a camarera en la universidad. Así que sí, he trabajado con anterioridad —añadió suavemente.

Brad procuró que no se le notara el asombro. Si le hubieran pedido que adivinara, habría dicho que Rachel Wood había nacido con una cuchara de plata en la boca y que nunca había tenido que mover un dedo para trabajar.

—¿A qué universidad fue? —preguntó, lleno de curiosidad.

—A la Universidad Metodista del Sur. Quería estar cerca de casa y por suerte me concedieron una beca que me permitió hacerlo.

—Entonces me saca muchísima ventaja. Yo tuve una educación más bien precaria. Iba a la escuela nocturna y trabajaba durante el día —en cuanto dejó de hablar, le sorprendió haberle hablado de sus orígenes. Él nunca hablaba de su pasado. Sería como arrojar piedras sobre su propio tejado. Se apresuró a añadir—. ¿Qué estudió?

Ella sonrió una vez más.

—Le parecerá raro, teniendo en cuenta que solicito un puesto de recepcionista, pero estudié Ciencias Empresariales: contabilidad, derecho financiero, dirección de empresas...

Siguió haciéndole la lista de las asignaturas que había cursado, de las que él apenas sabía nada. Brad tuvo que pellizcarse para asegurarse de que no estaba soñando. Cuando Rachel acabó, dijo:

—Haré un trato con usted.

—Adelante.

—Si trabaja para mí desde el lunes que viene, podrá usted decidir su salario. Revise los libros de contabilidad. Cobrará usted lo que quede tras descontar los gastos. ¿Qué le parece?

—No puede hablar en serio —la desaprobación heló sus palabras. A Brad no le sorprendió. Su reacción demostraba que había elegido a la candidata perfecta para el puesto.

—Necesito a alguien con sus conocimientos —dijo para intentar convencerla de que no era un farsante—. ¿Piensa usted aprovecharse de mí?

Ella lo miró con reproche.

—Desde luego que no.

—Entonces no veo cuál es el problema.

—Nunca había oído tal cosa —por primera vez, lo miró con recelo.

Él sonrió.

—Sí, sé lo que está pensando, pero no, no me drogo y, aparte de una cerveza de vez en cuando, tampoco bebo.

—¿Cómo ha adivinado lo que estaba pensando? —preguntó, asombrada.

—Tiene una cara muy expresiva —contestó él, sin dejar de sonreír—. Así que… ¿se lo pensará? Puedo llevarla a la oficina. Todavía quedan muchas cosas por hacer, pero le prometo que el lunes tendrá un sitio donde trabajar —hizo una pausa, rezando para que aceptara.

—De acuerdo —aceptó ella al fin, un tanto indecisa.

—Estupendo —dijo él poniéndose en pie inmediatamente—. ¿La llevo en mi coche?

Ella se levantó más despacio y con mucha más elegancia.

—Es más fácil que lo siga yo en el mío, ¿no cree?

Él sonrió.

—Claro. Como prefiera —dejó una propina en la mesa, pagó los cafés y la acompañó fuera del local—. ¿Dónde está su coche? —ella le señaló un coche barato muy viejo, y también muy bien cuidado—. El mío está ahí —dijo Brad, señalando su camioneta desvencijada, cuya pintura descolorida disimulaba eficazmente el polvo.

Después de acompañarla al coche, se acercó a su camioneta y entró. Esperó hasta que ella desaparcó y luego arrancó. Se dirigió a una parte antigua de la ciudad y estacionó en el aparcamiento de un edificio de ladrillo rojo de los años treinta. Algún día tendría su propio edificio, o una gran oficina en algún prestigioso rascacielos. Se quedó junto a la camioneta y esperó a que la señorita Wood aparcara a su lado. Había tres plazas de aparcamiento marcadas con señales que decían Reservado Construcciones Phillips. Aquella era la prueba física de que había ascendido en el mundo empresarial. Con la ayuda de la señorita Wood, nadie podría detener el crecimiento de su empresa. Naturalmente, aquel porvenir no se reflejaba aún en sus libros de cuentas, pero él sabía que el dinero llegaría a raudales en los años siguientes.

Tomaron el ascensor y subieron hasta el tercer piso sin dirigirse la palabra. La oficina estaba en el piso superior, desde el que se divisaba una agradable panorámica del centro de Dallas.

Brad recorrió el pasillo hasta el fondo y abrió una puerta con una ventana de cristal esmerilado. Haciendo una ligera inclinación de cabeza, dio un paso atrás y le indicó que pasara. Ella entró en la oficina recién reformada y al instante se detuvo.

—Vaya… No esperaba que fuera tan grande.

Él se encogió de hombros.

—Bueno, pensé que, como voy a estar aquí algún tiempo, era preferible alquilar todo el local mientras aún estuviera disponible. Además, tendré que poner despachos para los inspectores de obra, cuando los tenga, y yo también necesitaré un despacho, igual que usted. Y tiene que haber sitio para la recepcionista y...

Ella se dio la vuelta y lo miró con las cejas enarcadas.

—Pensaba que yo iba a ser la recepcionista.

Él asintió.

—Sí, claro, al principio. Pero, según lo veo yo, algún día será mi asistente administrativa y tendrá su propia secretaria. Si es que quiere invertir su tiempo y su energía en este trabajo, claro.

Ella se acercó a una de las ventanas y miró afuera. Los dos hombres de la cuadrilla de Brad que estaban acabando la reforma habían dejado las herramientas esparcidas por todas partes, creyendo que nadie vería aquel desaguisado. Brad estaba tan acostumbrado al desorden de la obra que hasta ese momento no había reparado en él. Al ver el local a través de los ojos de Rachel, entendió que ella no se mostrara tan impresionada como esperaba.

Rachel se apartó de la ventana y miró el local alzando levemente las cejas.

—¿Está seguro de que estará acabado para el lunes? Queda menos de una semana.

—Eso no es problema. Acabaremos un par de habitaciones ahora y dejaremos el resto como almacén. Como mis clientes nunca vienen a la oficina, no hay razón para ponerla elegante.

Ella asintió, pensativa, y siguió inspeccionando la oficina. Brad aguardó, no quería presionarla. Le había hecho la mejor oferta que podía hacerle. La decisión le correspondía a ella, pero deseaba poder mostrarle de alguna forma su visión del porvenir de la compañía. No podía ofrecerle garantías, desde luego, pero sabía que el trabajo duro producía resultados asombrosos.

Brad la observó mientras ella daba vueltas por el local. Sin girarse, Rachel preguntó:

—Supongo que habrá muebles.

Él se echó a reír.

—Los traerán el lunes. Son de segunda mano, pero están en muy buen estado.

Ella continuó paseándose hasta que lo vio todo. Luego se acercó a él y le preguntó:

—¿A qué hora quiere que venga el lunes?

Él lanzó un suspiro de alivio al comprender que aquello iba por el buen camino.

Desde entonces, Rachel y él formaban un equipo. Llevaban ocho años trabajando codo con codo, con eficacia y sin roces de ningún tipo. Brad tenía la impresión de que eso se debía más a la diplomacia de Rachel que a sus habilidades comunicativas. Tras conocerla mejor, descubrió que era tan conservadora y bien educada como le había parecido durante la entrevista. Y, además, tenía una sólida ética de trabajo, cosa que él apreciaba enormemente.

Rachel llevaba años sin faltar un día al trabajo, pese a las olas de calor abrasador, las trombas de agua y las tormentas de cellisca que estallaban de vez en cuando en invierno. De modo que… ¿dónde se había metido?

Brad no quería ni pensar qué ocurriría si Rachel no estuviera allí para ayudarlo a dirigir la compañía. Ella se encargaba de todos los asuntos administrativos, dejándole las manos libres para hacer lo que mejor se le daba: construir edificios comerciales.

Cuando Rachel llevaba ya tres años trabajando en la empresa, contrataron a más gente, incluyendo a Janelle. Poco después, el departamento de contabilidad necesitó un jefe y Brad contrató a Arthur Simmons. Y, al final, Rich Harmon se convirtió en director administrativo.

Rachel no dejaba de asombrarlo. A menudo, lo acompañaba a las cenas de negocios. Rara vez hablaba; los clientes pensaban que estaba allí en calidad de florero. Aquella creencia le daba a Brad cierta ventaja sobre ellos, porque Rachel tenía un don: era un genio interpretando las expresiones, el lenguaje corporal y todo lo que se daba por sentado, pero que no se decía en voz alta. Luego le contaba la impresión que le había producido la gente y le explicaba cómo ofrecerles lo que querían de la mejor manera posible. Juntos preparaban la presentación de los proyectos, utilizando los datos que ella recopilaba. Al cabo de un par de años, Rachel se había convertido más en una socia que en una mera asistente. Brad le había ofrecido más de una vez hacerla socia de la empresa, pero ella siempre se negaba a discutir aquella cuestión.

Su relación actual inquietaba a Brad, no solo porque Rachel no quisiera ser socia de la empresa, como merecía, sino por la atracción que sentía hacía ella. Le desagradaba la idea de estar aprovechándose de ella. Rachel era su igual en los negocios, pero ambos sabían que, socialmente, Brad no estaba a su altura.

Él nunca le había demostrado la atracción que sentía por ella desde el día que la conoció. El miedo a que Rachel dejara la empresa si le sugería que salieran juntos le impedía hacer o decir cualquier cosa que la ofendiera.

Unas semanas atrás, habían cenado juntos para celebrar otro éxito de Construcciones Phillips: su primer trabajo fuera del Estado. El proyecto no solo era fuera de Texas; tampoco se trataba de un edificio comercial. Uno de sus clientes le había pedido a Brad que construyera una residencia de verano para su mujer y para él en las montañas, cerca de Asheville, en Carolina del Norte.

Brad desoyó los malos augurios de Carl Jackson, el supervisor jefe y director de proyectos de la empresa. Carl le había dicho que construir una casa era muy diferente a construir un edificio comercial. Para empezar, el jefe de obra tenía que vérselas con la esposa del cliente, la cual podía resultar un verdadero incordio. Brad se rio y le dijo que él tenía experiencia de sobra para afrontar aquella situación. A Carl no le hizo ninguna gracia, pero aceptó el trabajo, como Brad esperaba. Carl fue invitado a la cena de celebración, pero declinó la invitación alegando que la hora de las celebraciones llegaría cuando hubieran acabado el proyecto.

Brad y Rachel no lo veían del mismo modo. Estaban entusiasmados pensando que se abrían nuevos mercados para la empresa. Se pasaron toda la cena recordando los años que llevaban trabajando juntos y contándose anécdotas. Él se sentía alegre y tranquilo, como le ocurría siempre que estaba con Rachel.

Rachel Wood era su mejor amiga. En realidad, era su única amiga. Brad no tenía tiempo para dedicarse a la vida social. Se sentía a gusto con Rachel. Y, además, confiaba en ella. Y confiaba en muy poca gente…

¿Dónde se habría metido Rachel esa mañana?

El sonido del interfono interrumpió sus pensamientos. Brad parpadeó, preguntándose cuánto tiempo llevaba soñando despierto.

—¿Sí? —preguntó. Y supo exactamente cuánto tiempo había pasado ensimismado en sus cavilaciones cuando Janelle dijo:

—El señor Simmons está aquí.

—Gracias —dijo, consiguiendo no gruñirle en la oreja—. Dile que pase.

Brad se irguió en la silla y se preparó para otra reunión insoportablemente aburrida y tediosa.

Simmons entró en el despacho sigilosamente y cerró la puerta tras él. Miró a su alrededor.

—¿No iba a estar presente la señorita Wood? —preguntó, sin molestarse en ocultar la contrariedad que le producía la idea de tener que vérselas a solas con Brad.

—Se ha retrasado por alguna razón —contestó este con aspereza—. Pero estoy seguro de que podremos revisar los informes sin su ayuda.

Simmons se sentó en una de las sillas de cuero que había frente al escritorio de Brad. Puso un montón de carpetillas justo delante de él y se subió las gafas de montura metálica sobre el puente de la nariz, por el que volvieron a deslizarse al cabo de un momento hasta recuperar su posición original. Se aclaró la garganta cuidadosamente.

—Esperaba que la señorita Wood pudiera... —empezó antes de que Brad lo interrumpiera.

—Yo también, pero la señorita Wood no está aquí. Así que empecemos de una vez.

Simmons dio un respingo y Brad maldijo para sus adentros. «Rachel», pensó, «será mejor que tengas una buena razón para dejarme solo con Arthur. Si no, me las pagarás».

Cuarenta y cinco minutos después, justo cuando los ojos de Brad habían empezado a girar hacia su nuca, sus plegarias se vieron recompensadas. Rachel abrió la puerta del despacho tan impecablemente vestida como siempre y con su maletín en la mano. Parecía la personificación de la mujer de negocios moderna.

A Brad le dieron ganas de arrojarse a sus pies y de pedirle que no volviera a abandonarlo nunca más. Pero, tras comprobar que estaba a salvo, sintió que un principio de irritación se colaba en su conciencia. ¿No podía haber llamado? Si no pensaba llegar a la hora de siempre, ¿no podía haberse tomado la molestia de avisarlo?

La miró a los ojos y comprendió que, fuera lo que fuera lo que la había retrasado, no era nada bueno. Rachel nunca le había parecido tan frágil. Tenía la misma mirada angustiada que el día que supo que su madre padecía una enfermedad terminal. ¿Qué demonios le habría ocurrido?

Rachel se acercó al escritorio y se sentó elegantemente junto a Arthur.

—Lamento el retraso —dijo tranquilamente—. Y bien, ¿por dónde iban? —preguntó, mientras hojeaba el montón de papeles que Simmons había dejado frente a su silla al principio de la reunión.

Cuando finalmente acabó la reunión, a Brad le dolía la mandíbula de tanto apretarla. Rachel acompañó a Arthur hasta la puerta, le dijo unas palabras amables y sonrió al escuchar su respuesta casi inaudible. Luego cerró la puerta y se volvió hacia Brad.

—Siento haber llegado tan tarde y no haberte avisado —regresó a su silla y se sentó antes de continuar—. Necesito tomarme una excedencia, Brad. Si no te viene bien, naturalmente entenderé que quieras reemplazarme.