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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 68 - julio 2019

© 2010 Maureen Child

El vecino nuevo

Título original: Cinderella & the CEO

Publicada originalmente por Silhouette® Books

© 2008 Natasha Oakley

Los besos del jeque

Título original: Cinderella and the Sheikh

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011 y 2009

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-384-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

El vecino nuevo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Epílogo

Los besos del jeque

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

–Hola, soy su nueva asistenta.

Tanner King miró a la mujer de arriba abajo una vez más, fijándose en las exuberantes curvas, el rostro con forma de corazón y los labios carnosos. No debía de llegar a los treinta años y la melena rubia le caía sobre los hombros. Iba vestida con una camiseta amarilla y unos vaqueros desgastados y muy ceñidos. Los ojos azules claros le brillaron al sonreír y se le hizo un hoyuelo en la mejilla izquierda.

El cuerpo de Tanner reaccionó y él negó con la cabeza, tanto a la mujer, como a su cuerpo por reaccionar así.

–No, no lo es.

–¿Qué? –dijo ella riendo.

El sonido de su risa lo estremeció y Tanner pensó que hacía demasiado tiempo que no estaba con una mujer.

Volvió a negar con la cabeza.

–No es ninguna asistenta.

–¿Por qué no…? –le preguntó ella, arqueando las cejas rubias.

–Porque no es lo suficientemente mayor, para empezar.

–Bueno, pues yo le aseguro que soy lo suficientemente mayor para limpiar una casa. ¿Con quién esperaba encontrarse? ¿Con la señora Doubtfire?

Él pensó en aquella comedia, con el hombre disfrazado de mujer mayor y asintió.

–Sí.

–Pues siento decepcionarlo –le dijo ella sonriendo.

No lo había decepcionado. Ése era el problema. Nada en ella podía decepcionarlo. Salvo que no iba a poder contratarla. No necesitaba ninguna distracción, y aquella mujer lo era.

–Vamos a empezar desde el principio –le sugirió ella, tendiéndole la mano derecha–. Me llamo Ivy Holloway y usted es Tanner King.

Él tardó un segundo o dos de más en darle la mano, y se la soltó enseguida. Nada más tocarla, sintió como si una corriente eléctrica le recorriese el cuerpo. Era la prueba de que aquello era mala idea.

Nada había salido bien desde que, dos meses antes, se había mudado a la que debía haber sido la casa perfecta.

El sol estaba empezando a ponerse en el valle y el pelo rubio de la mujer se movió con el aire frío procedente de la montaña. Lo estaba mirando como si fuese un marciano o algo así. Y tal vez tuviera motivos.

Aquello era lo que ocurría cuando un hombre al que le gustaba la privacidad se mudaba a un pueblo en el que todo el mundo se conocía. Estaba seguro de que en Cabot Valley sentían curiosidad por él. Había ido allí en busca de paz y tranquilidad, para poder trabajar sin que nadie lo molestase.

Aunque, por supuesto, la paz y la tranquilidad ya se habían desintegrado. Levantó la vista hasta los confines de su propiedad, los árboles de Navidad se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Era un lugar tranquilo. Sereno. Pero lo que él tenía en su interior era frustración. Intentó aplastarla.

–Mire –empezó, bloqueándole el paso apoyando la mano en el marco de la puerta–. Siento que haya venido, pero no es exactamente lo que estoy buscando. Si quiere, le pagaré el desplazamiento.

Tanner sabía que a las personas, en especial a las mujeres, les gustaba que las compensasen. A sus ex novias las había despedido con elegantes pulseras de diamantes y a sus ex asistentas, con buenos cheques. Y nunca había tenido problemas.

–¿Por qué iba a pagarme, si todavía no he trabajado para usted?

–Porque esto no es buena idea.

–¿No necesita una asistenta? –insistió ella, cruzándose de brazos y haciendo que se le levantasen los pechos redondos y generosos, que se empezaban a asomar por el escote de la camiseta.

–Por supuesto que sí –le contestó Tanner.

–Su abogado me contrató para que lo fuese yo. ¿Cuál es el problema?

El problema era que tenía que haber sido más explícito cuando su abogado y mejor amigo, Mitchell Tyler, se había ofrecido a contratar él a la asistenta. Tenía que haberle pedido que contratase a una mujer mayor y silenciosa.

Y era evidente que Ivy Holloway iba a ser una distracción.

Mientras estaba perdido en sus pensamientos, ella se agachó y entró en la casa por debajo de su brazo. Y no podía agarrarla y sacarla de allí. No habría sido difícil hacerlo. Habría podido agarrarla de un hombro y hacer que volviese a cruzar el porche, pero como si le hubiese leído el pensamiento, ella entró en el salón y allí se detuvo y se dio la vuelta, mirándolo todo.

–Este lugar es increíble –susurró.

Tanner siguió su mirada.

En la mayor parte de la casa había madera oscura y muchas ventanas, que le permitían ver los árboles de Navidad que se habían convertido en su pesadilla en los últimos dos meses. El salón era enorme. Estaba amueblado con grandes sofás y sillones, agrupados en círculos para sentarse a conversar, aunque no se utilizaban nunca. La chimenea era de piedra, tan alta que Tanner habría podido meterse dentro de pie. Una librería de un metro de alto rodeaba la habitación y también había varias mesas encima del suelo de roble color miel. Habría sido el salón perfecto si no hubiese sido por…

–Todo el mundo se muere por ver esta casa por dentro –comentó Ivy en voz baja–. Desde que la compró y empezó a reformarla, todo el pueblo está fascinado.

–Seguro que sí, pero…

–Es comprensible –añadió ella, mirándolo un segundo–. Al fin y al cabo, la casa llevaba años vacía antes de que la comprase, y no se parecía en nada a esto.

Eso ya lo sabía él. Había pagado una fortuna a la empresa de construcción para que hiciese en diez meses lo que cualquiera habría tardado dos años en hacer. Había tenido muy claro lo que quería y le había pedido a uno de sus primos, que era arquitecto, que le hiciese el proyecto. Había sido muy meticuloso, ya que quería que aquel lugar fuese su santuario.

–¿Dónde está la cocina? –le preguntó ella, interrumpiendo sus pensamientos otra vez.

–Allí –respondió él, señalando con el dedo–, pero…

Demasiado tarde, ya se había ido, haciendo ruido con los tacones de las botas en el suelo de madera. Tanner se sintió obligado a seguirla, y tuvo que hacer un esfuerzo para apartar la mirada de la curva de su trasero.

–Oh, Dios mío –susurró Ivy, como si acabase de entrar en una catedral.

La cocina también era enorme, con las paredes de color crema y los muebles en madera dorada. Había metros y metros de encimera de granito en tono miel y, encima del fregadero, una gran ventana con vistas a la parte trasera del jardín. A pesar de que estaba anocheciendo, el jardín era impresionante.

–Cocinar aquí será como estar de vacaciones –comentó Ivy, sonriéndole brevemente–. Debería ver mi cocina. Casi no hay espacio y la nevera es más vieja que yo.

Se acercó a la de allí, la abrió y miró dentro.

–¿Cerveza y salami? –dijo con el ceño fruncido–. ¿Sólo tiene eso?

–Y algo de jamón –contestó él, un poco a la defensiva–. Y huevos.

–Dos.

–El congelador está lleno –puntualizó, sin saber por qué tenía que darle explicaciones–. No soy del todo inútil.

Ella lo miró como si fuese un niño pequeño.

–¿Tiene esta cocina y sólo la utiliza para descongelar comida en el microondas?

Tanner frunció el ceño. Había estado muy ocupado, pero tenía planeado empezar a cocinar, o contratar a alguien para que lo hiciese. Algún día.

–No importa –le dijo ella, sacudiendo la cabeza y cerrando la nevera–. Iré a por algo de comida para usted…

–Puedo comprarme solo la comida.

–Por supuesto, pero yo haré la lista, porque me da la sensación de que no está muy inspirado.

–Señorita Holloway –le dijo él.

–Ah, llámeme Ivy. Todo el mundo lo hace.

–Señorita Holloway –repitió él deliberadamente–. Ya le he dicho que no va a funcionar.

–¿Cómo lo sabe? –le preguntó ella, pasando la palma de la mano por la encimera, como si la estuviese acariciando–. Podría ser estupendo. Es posible que yo sea la mejor asistenta del mundo. Al menos podría darme una oportunidad antes de tomar la decisión.

Tanner pensó que le encantaría darle una oportunidad, pero no en el sentido en el que ella lo decía. Su olor le llegó desde el otro lado de la isla que los separaba. Olía a cítricos y se contuvo antes de aspirar hondo y analizar su aroma todavía más.

Si hubiese tenido allí a Mitchell, lo habría matado. Tanto él como su mujer, Karen, llevaban años intentando emparejarlo. Habían hecho todo lo posible por sacarlo de su caparazón.

El problema era que él no pensaba que viviese metido en un caparazón. Había pasado muchos años levantando un muro a su alrededor y no iba a permitir que nadie lo traspasase. Tenía amigos. Tenía primos y hermanastros. No necesitaba a nadie más. No obstante, sus amigos casados no lo entendían. Era como si, una vez casados, todos los hombres a los que conocía quisieran meterlo a él en ese mismo barco. Era evidente que Mitchell se iba a llevar una gran decepción en el caso de Tanner, pero no se daba por vencido.

E Ivy Holloway era la prueba de ello. Seguro que, nada más verla, Mitchell había decidido que era perfecta para él, pero no iba a funcionar.

–La cosa es que trabajo en casa por la noche. Y duermo por el día, o lo intento… –murmuró–. Así que no puedo tenerla aquí haciendo ruidos mientras trabajo y…

–¿A qué se dedica?

–¿Qué?

–Ha dicho que trabaja en casa –comentó ella, apoyando los codos en la encimera y la barbilla en las manos–. ¿A qué se dedica?

–Diseño juegos de ordenador.

–¿De verdad? ¿Ha diseñado alguno que yo pueda conocer?

–Lo dudo –le respondió él, sabiendo que sus juegos iban dirigidos más a hombres jóvenes que a mujeres–. No diseño juegos de moda, ni de ejercicio.

–Guau –respondió ella–. Muy condescendiente.

Y tenía razón, aunque Tanner no había esperado que se lo dijese.

–Es sólo…

–Póngame a prueba –le pidió ella, sonriendo.

–Está bien. El último juego que he diseñado ha sido Dark Druids.

–¿En serio? –preguntó Ivy con los ojos muy abiertos–. Es estupendo. Me encanta ese juego. Y tiene que saber que estoy en el noveno nivel.

Intrigado muy a su pesar, Tanner la miró con admiración. Sabía lo difícil que era su juego de druidas y llegar al noveno nivel era algo impresionante.

–Vaya. ¿Y cuánto tiempo ha tardado en llegar?

Ella se encogió de hombros.

–Seis meses –admitió–, pero tengo que decir en mi defensa que sólo he jugado por las noches. ¿En qué está trabajando ahora? ¿Puedo preguntárselo o es un secreto?

¿Seis meses? ¿Lo había conseguido en seis meses? Tanner había recibido correos electrónicos de jugadores que se quejaban de sólo haber llegado al tercer nivel en todo un año. Casi se le olvidó que tenía que deshacerse de ella. Así que, además de guapa, también era lista. Una combinación letal.

No obstante, Tanner tenía que contenerse para no contarle en qué estaba trabajando y lo que había conseguido la noche anterior. Aunque, si era tan buena, tal vez pudiese darle un par de días. No, no estaba buscando ningún colaborador. De hecho, ella estaba impidiendo que se pusiese a trabajar. Estaba allí, hablando con ella, en vez de estar arriba, inmerso en la magia medieval. Lo que le demostraba que aquella mujer era una distracción.

–Supongo que es secreto –comentó ella, leyéndole la expresión–. Bueno, no importa. ¿Por qué no va a trabajar mientras yo me ocupo de esto?

–No creo…

–Necesita una asistenta –lo interrumpió–, y es evidente que necesita desesperadamente a alguien que le cocine. Y yo necesito el dinero. Haré tan poco ruido, que no se enterará de que estoy aquí. Se lo prometo. ¿Por qué no me da una oportunidad?

Era evidente que no iba a marcharse sin pelear, y Tanner no tenía ganas de discusiones.

–Está bien. Estaré arriba, en el despacho. La tercera puerta de la izquierda.

–¡Diviértase! –le dijo ella, antes de darse la vuelta y empezar a abrir armarios.

Tanner pensó que hablaría con Mitchell y le pediría que la despidiese él. Y pronto. Era evidente que aquello no iba a funcionar. Le daría esa noche, pero al día siguiente, tendría que marcharse.

Salió de la cocina y ella ni siquiera giró la cabeza para mirarlo.

 

 

En cuanto se quedó sola, Ivy se dejó caer sobre la bonita encimera.

–Ha ido bien –murmuró.

Lo había enfadado, aunque lo cierto era que ya había estado enfadado cuando le había abierto la puerta. Si no hubiese sido rápida, tal vez no hubiese conseguido entrar en la casa.

Y había tenido que entrar. Necesitaba el trabajo. El dinero le iría bien, aunque ése no fuese el único motivo por el que estaba allí, en territorio enemigo. Aquello sonaba extraño, incluso para ella. En realidad, nunca había tenido enemigos, pero en esos momentos tenía uno muy rico y poderoso.

Le habría gustado saber de antemano que su enemigo era tan impresionante. Nada más verlo, casi se le habían doblado las rodillas.

Tanner King era un hombre peligroso: guapo, alto y fuerte. Las hormonas de Ivy todavía lo estaban celebrando. Desde que le había abierto la puerta, se había sentido como si hubiese estado en un terremoto, con el suelo moviéndose debajo de sus pies.

Tanner tenía los ojos de un azul oscuro, el pelo grueso y moreno, enmarañado y un poco largo. Y la combinación de hombros anchos, cintura estrecha y piernas largas era demoledora.

–Tal vez el abuelo tuviese razón –murmuró mientras pensaba en cómo éste había intentado disuadirla de su plan.

«Demasiado tarde», se dijo, avanzando hacia la otra punta de la cocina, donde encontró la despensa que había estado buscando. Estaba casi vacía e Ivy se dijo que Tanner King tenía suerte de no haber muerto de inanición en los dos meses que llevaba viviendo allí.

Al parecer, sólo se dedicaba a trabajar en sus juegos de ordenador y a llamar al sheriff para quejarse.

De ella.

Ivy cerró los ojos y respiró hondo. Por eso estaba allí, por supuesto. El sheriff Cooper le había dicho dos días antes que no sabía durante cuánto tiempo más iba a poder seguir apaciguando a Tanner King.

Ivy cerró las puertas de la despensa, se apoyó en ellas y miró a su alrededor. La cocina era bonita, pero estaba vacía. ¿Qué tipo de hombre podía construir una casa tan bella y dejarla tan vacía?

–Eso es lo que has venido a averiguar, ¿no? –se dijo a sí misma con firmeza.

No sólo quería comprenderlo, también quería que él la entendiese a ella y que comprendiese adónde había ido a vivir. Antes de que lo estropease todo.

No sería fácil, pero Ivy no procedía de una familia de perdedores. Cuando tomaba una decisión, hacían falta Dios y ayuda para hacerle cambiar de opinión. Estaba allí y no iba a marcharse hasta que Tanner King no viese la luz, por decirlo de algún modo.

Estaba un poco nerviosa y sabía que le iba a costar mucho trabajo fingir que era sólo una asistenta. Al fin y al cabo, era una gran mentirosa. En realidad, más que mentir, iba a omitir información, y eso no era tan grave, ¿no? Si lo hacía por un buen fin.

–Me preguntó cuántas personas se habrán consolado con esa idea.

Suspiró y deseó que las cosas fuesen de otra manera, pero así no cambiaría nada. Además, el juego ya había empezado. Ella había realizado el primer movimiento, así que tenía que seguir adelante. Estaba allí. Tenía que hacer lo que había ido a hacer.

De un modo u otro, Tanner King tendría que darse cuenta de que había encontrado la horma de su zapato.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

–Sólo te estoy diciendo –murmuró Tanner por teléfono– que no debería estar preocupado por la Navidad en pleno mes de agosto.

–Ya, ya –respondió la voz al otro lado del teléfono, divertida–. Es como esos idiotas que se compran una casa al lado de un aeropuerto y luego se quejan del ruido.

Tanner miró por la ventana hacia la granja de árboles de Navidad que limitaba con su terreno. Por la noche, el paisaje parecía tranquilo. Por la ventana entreabierta, una ráfaga de viento trasladó hasta allí el olor a pino y Tanner frunció el ceño. Nadie habría dicho que aquel lugar se llenase de gente y de ruido por el día.

–¿Qué quieres decir?

–Quiero decir –le respondió su primo riendo– que sabías que la granja de árboles de Navidad estaba ahí antes de comprar esa propiedad hace un año. Ahora no vengas lloriqueando.

–Para empezar –replicó él–, no lloriqueo. Y, para seguir, ¿qué clase de granja de árboles de Navidad está abierta todo el año? Nadie me lo dijo cuando compré este lugar.

Aunque tampoco lo había preguntado. Había comprado la casa un año antes, sin pensar demasiado en sus vecinos, dando por hecho que sólo venderían árboles de Navidad en Navidad.

Se había mudado allí hacía sólo dos meses, después de días de obras en la casa. Cuando por fin se había instalado, lo había hecho deseando disfrutar de la paz y tranquilidad del lugar, pero llevaba dos meses viendo desfilar visitantes por la propiedad vecina.

Salvo eso, su casa era todo lo que podía desear. Estaba hecha de cristal y madera y rodeada por casi media hectárea de terreno. Y tenía toda la privacidad que necesitaba. O eso había pensado al comprarla. Desde el segundo piso, podía disfrutar de varias hectáreas de árboles. Y no eran los árboles los que lo molestaban, sino el espíritu emprendedor de su dueño. Al parecer, la familia propietaria de la granja había tenido la idea de convertir un negocio navideño en un negocio para todo el año.

Casi todos los fines de semana celebraban bodas, organizaban paseos en carro, picnics e incluso fiestas de cumpleaños infantiles. Lo que tenía como resultado una interminable sucesión de coches cuyos motores rugían justo enfrente de su casa.

Pero aquello no era lo peor. Lo peor era la música que sonaba por los altavoces. Villancicos. En agosto. Todos los días.

Mientras él intentaba dormir.

–Podrías pensar en dejar de vivir como un vampiro y empezar a dormir por las noches, como hacemos casi todos –le sugirió su primo Nathan.

–Lo intenté nada más llegar –murmuró él, apartándose de la ventana y acercándose al ordenador que tenía encima del escritorio–. Intenta trabajar tú en un videojuego de guerras medievales mientras oyes villancicos.

No, la única solución razonable había sido ponerse a trabajar por las noches. Tanner pensó en la sensual mujer que había rondando por su casa y se preguntó cómo iba a concentrarse sabiendo que estaba allí.

–Está bien, olvídate de lo que te he dicho –le dijo Nathan–. Prefiero que sigas refunfuñando, pero que termines a tiempo el videojuego. Por cierto, ¿qué tal va?

Aquél era el motivo por el que lo había llamado su primo en realidad. La empresa de Tanner, King Games, se había asociado con la de Nathan, King Computers. Y el juego que Tanner estaba diseñando estaría incluido en el software de todos los ordenadores nuevos de la marca. Iba a ser todo un éxito. Si conseguía terminar el juego a tiempo.

Lo que, gracias a la Granja de Árboles de Navidad Angel, y a Ivy Holloway en esos momentos, iba a ser cada vez más complicado.

Aunque el juego estaba casi terminado. Tanner estaba trabajando en los detalles gráficos y en el argumento, pero se le estaba echando el tiempo encima. Tendría que haberles pasado el proyecto a varios diseñadores que trabajaban para él, pero aquella parte era la que más le gustaba de su trabajo, y aquel juego era demasiado importante y quería hacerlo todo a su manera.

–Anoche tuve un problema –gruñó Tanner, frotándose los ojos con una mano.

–Tenemos material suficiente para seguir trabajando otro mes más.

–Gracias, tengo el calendario. No necesito que me lo recuerdes.

–Sólo quiero decir que, si queremos que el primer juego esté listo para Navidad, tendrás que entregarlo a tiempo –le dijo Nathan–. No podemos retrasarnos, Tanner.

–Estará listo, pero no me hables de la Navidad, ¿vale?

«Ni de rubias guapas e inteligentes», pensó, prefiriendo no hablar a su primo de Ivy. No quería que se burlase de él. Nathan siempre había sido todo un conquistador.

–Está bien. Mira, dentro de quince minutos tengo una reunión con los distribuidores. Voy a hablarles de este juego y del nuevo ordenador King, así que será mejor que estemos al día, ¿de acuerdo?

–Relájate, Nathan. Sé que es muy importante. Para los dos.

La empresa de videojuegos de Tanner había tenido mucho más éxito del presagiado en todo el mundo y la unión con la empresa de su primo iba a lanzarla a la estratosfera. Que era justo donde Nathan quería que estuviera.

Sólo tenía que centrarse. Y dejar de pensar en la mujer que había en el piso de abajo.

 

 

 

Dos horas más tarde, Ivy había recibido las provisiones que había encargado por teléfono y los armarios de la cocina de Tanner King estaban llenos.

Ivy estaba enamorada de aquella casa y, en especial, de la cocina.

También le encantaba su casa, por supuesto, llena de recuerdos que no cambiaría por nada, aunque si tuviese que cambiarla por otra, la habría cambiado por la de Tanner King sin pensárselo.

–La verdad es que tiene una cocina que es para morirse y sólo tiene en ella cerveza y galletas saladas, no me extraña que necesite ayuda.

Ivy estaba hablando sola, algo comprensible teniendo en cuenta que había tal silencio en la casa que le daba miedo enloquecer si no lo hacía.

Se preguntó cómo podría Tanner inventar juegos llenos de ingenio y magia allí encerrado.

A Ivy le gustaba la gente. Le gustaba formar parte de la vida. Se despertaba al amanecer y le fastidiaba tener que cerrar los ojos para dormir por la noche. Había tantas cosas que hacer. Tantos planes. Tantos sueños. Le daba la sensación de no tener nunca el tiempo suficiente para hacer todo lo que quería hacer.

Lo que hacía que le costase todavía más trabajo comprender que un hombre como Tanner King desease estar aislado. No entendía que nadie quisiese vivir así.

Llevaba dos meses en Cabot Valley y nadie lo conocía. Ni siquiera Merry Campbell, que era capaz de sacarle a cualquiera la historia de su vida mientras se tomaba un café. Aunque, para eso, Tanner tendría que haber ido al pueblo y haber entrado a la tienda de Merry.

Y no lo había hecho.

Hasta donde sabía Ivy, no había ido al pueblo ni una vez. Había pedido que le llevasen algunas cosas de comer y había evitado todo contacto con el exterior.

–Bueno –se corrigió–, no todo.

Era evidente que había pasado algo de tiempo hablando con el sheriff. Se había quejado al menos una docena de veces de su granja de árboles de Navidad en los dos últimos meses. De la gente. Del ruido. De la música. Del tráfico.

«Como si no tuviese nada mejor que hacer», pensó. Pues no, se había mudado al valle e, inmediatamente, había querido cambiarlo todo. Pues no lo iba a conseguir. No iban a cambiar para adaptarse a él, y cuanto antes se lo hiciese ver, mejor para todos. No obstante, antes tenía que conseguir caerle bien. Hacerse su amiga. Presentarle a otras personas. Hacerle ver que la Granja de Árboles de Navidad Angel formaba parte de la comunidad.

Y darle bien de comer le parecía un buen comienzo.

Abrió la puerta del horno, sacó el pan y lo dejó encima de una rejilla para que se enfriase. Luego volvió a los fogones y removió la sopa. Olía bien a pesar de haberla hecho muy rápidamente. Era mejor que una sopa de lata, pero peor que una sopa casera de verdad. Al menos había pan recién hecho para acompañarla e Ivy estaba casi segura de que sería lo mejor que habría comido Tanner en los dos últimos meses.

Su madre solía decir que una podía ganarse a cualquier hombre con una buena comida y una sonrisa.

Y ella tenía la esperanza de que fuese verdad.

Porque, si no, no conseguiría proteger su granja de árboles de Navidad de un hombre rico que quería cerrarla.

 

 

Tanner no podía trabajar. Lo intentó, pero cada vez que introducía los cambios que quería realizar en el juego, su mente se ponía a pensar en la mujer que había en su casa. Rubia. Ojos azules. Un hoyuelo. El sonido de su voz y el suave olor a cítrico. No lograba sacársela de la cabeza.

Y no eran sólo imágenes mentales. ¿Cómo iba a trabajar si la tenía en casa? No había oído la aspiradora ni nada parecido, pero debía de estar limpiando el polvo o algo así. Husmeando por ahí. Respirando su mismo aire.

–Maldita sea.

Tanner se echó hacia atrás en la silla y se pasó las manos por el pelo. Se sentía frustrado. Tenía treinta días para terminar el juego y estaba perdiendo el tiempo allí sentado, pensando en Ivy Holloway.

–Esto no va a funcionar –murmuró. Y tomó el teléfono.

Después de tres tonos, su abogado respondió.

–¿Dígame?

–Mitchell, tienes que despedir a la asistenta.

Su amigo se echó a reír.

–Hola, Tanner. Me alegra oírte. Sí, Karen está bien. Gracias por preguntar.

Tanner se pasó una mano por la cara.

–Muy gracioso. No te llamo para charlar.

–Ya me he dado cuenta –le dijo Mitchell suspirando–. ¿La asistenta no lleva allí ni una noche y ya la quieres despedir?

Tanner se levantó y fue a mirar por la ventana, desde donde vio su némesis, la granja de árboles de Navidad.

–No quería que viniera, para empezar. ¿Lo recuerdas?

La idea de que alguien fuese a ayudarlo unas horas al día le había parecido buena dos semanas antes, cuando Mitchell se la había propuesto. Estaba cansado de comer comida congelada y de hacer él mismo la colada, pero con la presión del juego y la falta de sueño, no era buen momento para empezar.

–Olvídalo, Tanner. Necesitas a alguien que cocine y limpie.

–Sí, necesito justo que me distraigan.

–Te diré que la línea que separa a un ermitaño brillante de uno loco es muy delgada.

–No soy un ermitaño.

–Todavía no –replicó su amigo–. ¿Preferirías que fuese durante el día, mientras duermes?

–No.

Aquello era lo último que le faltaba. Además del ruido de la granja de árboles, que alguien hiciese ruido en su casa también. Además, si estaba en la cama con ella en la casa, se sentiría demasiado tentado a pedirle que lo acompañase. No, era mejor que fuese mientras él trabajaba.

–Entonces, arreglado. No la espantes.

–No espanto a las mujeres –le dijo Tanner, sintiéndose insultado.

Además, Ivy Holloway no parecía haberse sentido nada intimidada por él. Y no sabía si eso era bueno o malo.

–Mi viejo amigo, espantas a todo el mundo, salvo a mí.

Tanner se quedó pensando en aquello con el ceño fruncido. No le gustaba mucho la gente. Prefería estar solo. ¿Lo convertía eso en un maldito ermitaño? ¿Espantaba a la gente? ¿Cuándo había pasado de ser una persona reservada a ser un solitario?

Suspiró con resignación y cambió de tema de conversación.

–Mitchell, dime al menos que hay algo que hacer con la maldita granja de árboles.

Le había pasado el problema a su abogado al ver que sus conversaciones con el sheriff no habían prosperado. Cosa que no lo había sorprendido. Era normal que el sheriff Cooper estuviese de parte de las personas del pueblo, y no de él que acababa de llegar. No obstante, algo tenía que cambiar.

–He echado un vistazo y he pedido una orden judicial en contra del negocio, pero no llegará a ninguna parte. La granja lleva tres generaciones en la familia Angel. Y el pueblo está contento con ella. Atrae mucho turismo y ningún juez local va a ponerse de tu lado en esto. Lo único que conseguirías sería empeorar las cosas.

–¿Podrían empeorar?

–Si los molestas, tal vez te pongan villancicos también por las noches –le advirtió Mitchell–. Tanner, tienes que encontrar el modo de trabajar con ellos.

–Perfecto –murmuró él, sentándose detrás de su escritorio–. Ya sabes que no es sólo el tráfico y el maldito ruido, Mitchell. Vienen niños que se suben a mis árboles. Es una pesadilla. Por no comentar que no tengo perro, pero que ya me he comprado una pala para recoger sus excrementos.

Le pareció oír reír a Mitchell.

–No tiene gracia. ¿Sabes que celebran bodas casi todos los fines de semana? El pasado, había al menos treinta niños corriendo y gritando por todas partes.

–Sí, ya veo que ése es el problema –le dijo Mitchell–. Vas a juicio y te quejas de que los niños hacen ruido al reírse en una granja de árboles de Navidad y verás cómo te miran. Es un pueblo, Tanner. Ya lo sabías cuando llegaste allí. Cabot Valley no es como Los Ángeles.

–Ya lo sé.

De hecho, ése era uno de los motivos por los que había decidido irse a vivir a aquel lugar del norte de California. Cabot Valley estaba tan sólo a un par de horas en coche de Sacramento, y a otro par de horas del lago Tahoe. Podría ir a la ciudad cuando lo necesitaba, pero, si no quería ir, podría vivir tranquilo.

No había ido al pueblo desde que había llegado. Había llamado por teléfono para que le llevasen comida. Y cuando salía, no repostaba en Cabot Valley porque no quería que la gente del pueblo se acostumbrase a verlo por allí. No quería charlar con nadie y que luego la gente se pasase por su casa sólo por ser amable. No quería hacer amigos. Sólo quería que lo dejasen trabajar en paz.

Al menos, ése había sido el plan.

Y, hasta el momento, no estaba funcionando.

–Sólo te estoy diciendo que esperes un poco –le dijo Mitchell–. Instálate. Y mira a ver si puedes solucionar el problema antes de empezar a hacerte enemigos.

Tanner frunció el ceño y admitió en silencio que, del mismo modo que no quería amigos, tampoco quería hacer enemigos. Sólo quería paz y tranquilidad.

–Bien –contestó–, pero dime una cosa. Si no vas a despedir a la asistenta y no puedes hacer nada acerca de la granja de árboles, ¿por qué no te he despedido todavía?

–Porque soy la única persona que te dice la verdad, la quieras oír o no.

–Tienes razón. Ahora, voy a colgarte.

–Y yo a ti. Y, Tanner, intenta ser agradable.

Él colgó y frunció el ceño. No obstante, sabía que Mitchell tenía razón. Apreciaba que le dijesen la verdad. Ya le habían mentido bastante de niño. Su madre siempre se había inventado alguna historia cuando no había llegado a tiempo a alguna reunión del colegio, o para explicarle por qué le tenía que dejar un mes o dos con una niñera mientras ella se marchaba allá adonde viviera su último amante.

Apartó inmediatamente aquellos recuerdos de su mente. Ya no era un niño y su niñez no tenía nada que ver con el presente. Lo cierto era que Mitchell tenía razón. A excepción de su familia, formada por innumerables primos y hermanastros, había pocas personas en las que podía confiar. Y Mitchell era una de ellas.

Se echó hacia atrás, cerró los ojos un momento y se deleitó con la tranquilidad. No se oían villancicos, ni coches, ni niños.

Ni se oía nada en el piso de abajo. ¿Qué estaría haciendo ella allí? Bajó en silencio y se detuvo justo delante la puerta de la cocina. Tanner estaba tan acostumbrado a meter cualquier cosa en el microondas a la hora de comer que hacía mucho tiempo que no sentía hambre de verdad.

Empujó la puerta y se quedó allí en silencio. Había varios cuencos en el fregadero, donde caía el agua a borbotones, harina por la encimera como si hubiese nevado, un armario abierto, un cuenco lleno de fruta. Miró a la asistenta, que estaba canturreando un villancico mientras ponía la mesa para dos. Tanner sacudió la cabeza y se acercó a cerrar el grifo.

Ella se giró al momento, con la mano en el pecho. Y luego le sonrió de oreja a oreja.

–Guau. Qué silencioso. Me ha asustado. La próxima vez toque un timbre o algo así, ¿de acuerdo?

–Si hubiese cerrado el grifo, me habría oído.

Ella arqueó una ceja.

–Iba a cerrarlo, estaba poniendo los cuencos a remojo.

Tanner ignoró aquello, alargó la mano y cerró la puerta del armario.

–Pensé que había venido a limpiar, pero da la sensación de que ha caído una bomba en la cocina.

Ivy lo miró fijamente.

–¿Le ha dicho alguien alguna vez que está un poco tenso?

–Sí, me lo acaban de decir.

–No me sorprende, pero no pasa nada.

–Muchas gracias.

–De nada. Todos tenemos rarezas –Ivy se giró, tomó un paño de cocina y limpió la harina de la encimera–. Y con respecto a esto, estaba ocupada. Además, hay que ensuciar un poco para poder limpiar después.

–Misión cumplida –comentó él en tono irónico–. Aunque tengo que admitir que huele bien.

Ella sonrió despacio y volvió a salirle el hoyuelo en la mejilla. Tanner sintió un cosquilleo en su interior y tuvo que luchar por controlarlo.

–Supongo que sí, después de pasarse dos meses a base de comida congelada –comentó ella, acercándose a los fogones y removiendo algo que olía delicioso.

A Tanner le rugió el estómago.

–¿Qué es?

–Sopa.

Tanner pensó que la sopa que él preparaba nunca olía así de bien, así que tal vez no hubiese sido tan mala idea, después de todo. Y no había hecho nada de ruido. No obstante, no había podido concentrarse al tenerla en la casa.

Entonces su estómago volvió a dejarle claro cuál era su opinión y él se preguntó si habría algún modo de hacer que aquello funcionase.

–La verdad es que no hemos hablado de este trabajo –le dijo.

–Sólo me ha dicho que no me quiere aquí –admitió ella sonriendo.

«¿Sonríe por todo?», se preguntó él, pero luego se dijo que aquello era irrelevante.

–Admito que es un problema, tener alguien en casa mientras trabajo. Me gusta la tranquilidad.

–Sí, ya me he dado cuenta de eso –comentó ella, abriendo un armario y sacando dos cuencos–. Personalmente, no comprendo cómo puede soportarlo. Tanta tranquilidad puede volverlo a uno loco.

–Va a ser difícil –le dijo él.

–¿Lo ha dicho en tono sarcástico? –preguntó Ivy.

–Eso creo –admitió Tanner, apoyando un codo en el marco de la puerta.

–Me gusta –le dijo ella, sacando una hogaza de pan recién hecho–. Demuestra que tiene sentido del humor. ¿De qué quiere que hablemos?

–De mis expectativas. Necesito tranquilidad para trabajar, pero supongo que también necesito una asistenta. Tenemos que buscar un horario que nos convenga a los dos.

–Me parece razonable.

–¿Ha hecho pan? –le preguntó él.

–Sí –contestó Ivy, encogiéndose de hombros–. No es nada especial. Lo he hecho muy rápidamente. Quiero decir, que no he tenido que esperar a que suba la levadura ni nada de eso, pero estará bueno, créame.

Él la observó. Parecía cómoda en la cocina. Había hecho pan y una sopa. Llevaba dos horas en la casa y ya se había hecho con ella. ¿Cómo era posible?

«No te hará daño, comerte lo que ha preparado», se dijo. Luego hablarían de cómo cuadrar sus horarios. Al fin y al cabo, no era un maldito ermitaño. Sólo era un hombre ocupado, sin tiempo para interrupciones. No era lo mismo. Prefería el orden al caos, eso era todo.

Vivía con ciertas normas. Era sencillo. Nada complicado. Era reservado. Confiaba en sus hermanos y primos. Y, lo que era más importante, evitaba relaciones que durasen más de una o dos semanas. Cuando quería una mujer, salía y buscaba a una que no quisiese nada más que él: un par de semanas de placer y una despedida rápida.

Ivy Holloway no era ese tipo de mujer.

Así que no había motivos para dejar que se quedase allí, ¿o sí?