© de la obra: Marta Álvarez e Iguazel Serón, 2019

© de las ilustraciones: Medusa Dollmaker, 2019

© de los diseños de periódicos y engranajes: Me Gusta la Idea; Elena Díaz, 2019

© de las guardas, las portadillas y las capitulares:

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Andrey_Kuzmin, Shutterstock

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.o C, esc. dcha. 28002 Madrid

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Primera edición en Nocturna: junio de 2019

Edición Digital: Elena Sanz Matilla

ISBN: 978-84-17834-31-9

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Para quienes luchan por cambiar las pequeñas grandes cosas,

porque mejorar el mundo está en manos de todos.

clavel

Preludio

mando

Entre la magia, el pavor y la desesperación, Galvania arde.

Arde bajo la mirada de un dios que camina. El pánico y la muerte lo rodean.

Arde, y entre las balas cargadas de miedo, de rabia o de justicia, dos venganzas claman sangre.

Arde, y las cenizas, como los gritos, flotan hasta la ciudadela.

Galvania arde, y la traición consume a sus últimas víctimas.

Marianne

mando

—Galvania—

Tres segundos es el tiempo exacto que necesita Marianne para recuperar el aliento antes de volver a Hann. Labios. Mejilla derecha. Cuello. Hombro al descubierto, y de nuevo a la boca. A sus dieciséis años, Marianne sólo ha besado a un chico, pero le ha besado muchas veces. Hann es el único traspié que se ha permitido jamás, y es quien hace que su día a día sea apasionante.

Casi siempre se reúnen allí: un cuartucho sin ventanas lleno de tuberías, válvulas y telarañas, situado detrás de la despensa del castillo. Ella ni siquiera está segura de para qué sirve; cree que tiene que ver con el sistema de regadío de los jardines. La verdad, le da igual. Lo importante es que, gracias a un bendito pasadizo oculto que lo conecta con el exterior, es el único lugar en el que Hann puede colarse sin ser visto.

No es el sitio más romántico del mundo, pero ¿a quién le importa eso? Con las manos de Hann explorando su espalda y el roce de sus rizos castaños en las mejillas, Marianne tiene que obligarse a recordar dónde se encuentra. El corazón ya le late lo bastante fuerte; no necesita añadir la posibilidad de que la descubran allí, en mitad de algo que haría que sus padres se llevaran las manos a la cabeza.

Los dos jóvenes se separan y ella aprovecha para mirar a Hann. Es el sueño de cualquier muchacha a la que le guste que le canten una canción. Una melodía de amor y aventuras acompañada de una mirada verde y profunda que tantea el terreno antes de besarte en los labios: ese es Hann.

—¿Quieres ir a algún sitio esta noche? —pregunta él—. Creo que hay un recital en un bar cerca de la calle Fyl.

Marianne se separa un poco más. De repente, se siente cansada.

—Es que… —se recoge un mechón de pelo color caoba detrás de la oreja— tendría que inventarme una excusa para mis padres, y no creo que cuele que he vuelto a quedar con las chicas del club de lectura. Les dije lo mismo hace cuatro días.

—¿Y estás segura de que no puedes hablarles de mí?

A veces le cuesta no ponerse a gritar cuando Hann adopta esa postura. Es como si pensase que todo el mundo vive igual que él, como si no entendiese que ellos dos, para empezar, ni siquiera tendrían que haberse conocido. Marianne mira por la ventana antes de sus lecciones y sueña con poder escabullirse para verlo; él duerme por el día y recita poesía por las noches. Sabe que Hann no tendría por qué colarse por pasadizos para reunirse con ella en un cobertizo mugriento, que podría simplemente esperarla en la ciudad, con sus amigos, con sus instrumentos y el grupo de chicas que le rodean siempre. Es consciente de que si lo tiene delante es porque de verdad le importa pasar tiempo con ella.

Pero no por eso dejan de pertenecer a mundos opuestos, y Marianne está cansada de ser la única que parece darse cuenta.

—Hemos hablado muchas veces de esto, Hann —gruñe, apartándose de él.

—¡Por la Madre! —El chico empieza a abotonarse la camisa—. Eres increíble, Marianne. Vengo hasta aquí siempre que puedo, me tratas como si fuera el perro que tu padre no te deja tener y encima pretendes que sólo tenga ojos para ti.

—Yo no pretendo nada. Eres tú el que tiene a todas esas bobas detrás. Y, sin embargo, aquí estás. —Comienza a arreglarse el pelo—. Sería una lástima que se descubriera que la inocente hija de Stephas Catell ha sido manipulada por un sucio trovador —bromea.

—No estoy sucio.

—Ya, bueno, pero ellos pensarán que sí.

—¿Y serás capaz de ver cómo me arrestan? —Suena indecente, como casi todo lo que sale de sus labios, que vuelven a estar peligrosamente cerca de los de Marianne.

—Bueno… —Le pone un dedo en el pecho para apartarlo—. Iré todos los días a verte en tu celda.

Así es siempre entre los dos: un tira y afloja que ella nunca está dispuesta a perder. Por eso lo besa antes de que se le adelante. Se inclina en busca de una posición cómoda y, mientras Hann le pasa los brazos por el cuello, unos golpes sacuden la puerta del cobertizo.

—¿Señorita Marianne? ¿Está ahí, señorita Marianne?

Hann hace ademán de cogerla por la cintura para continuar con la tarea, pero ella lo aparta con fuerza. Se levanta y trata de arreglarse el cuello de la camisa con rapidez. «Quédate ahí», le susurra a Hann, y luego se apresura a abrir la puerta. Al otro lado la espera un muchacho de piel oscura con el uniforme de los mensajeros de la ciudadela.

—Señorita, requieren su presencia de inmediato.

—¿Ha ocurrido algo?

—No sé nada, señorita. Sólo me han pedido que los avise a usted y a su hermano de que su madre los aguarda en sus aposentos. —El chico intenta mirar por encima del hombro de Marianne y ella sonríe fríamente entornando la puerta un poco más—. Su hermano la espera en la cocina.

Marianne enarca una ceja al oírlo, pero no se sorprende. Su hermano tiene la costumbre de perderse en los lugares donde menos debería estar.

—Muchas gracias —dice sin más—. Me reuniré con él ahora mismo; puedes irte.

El mensajero se despide con un gesto de cabeza y varios «gracias», y sale corriendo a toda prisa. Marianne espera unos segundos antes de girarse y toparse de frente con Hann.

—Es una señal para que me marche, ¿verdad? —bromea él.

—Tengo que ir a buscar a Mitri. —Marianne pone los ojos en blanco—. Créeme, me encantaría poder encargarte a mi hermano y librarme de él, pero…

Hann la interrumpe con un beso fugaz en los labios. Se aleja caminando de espaldas y le dedica una reverencia antes de desaparecer por la puerta del pasadizo, oculta tras un falso panel lleno de manivelas.

Marianne se asegura una última vez de que toda su ropa está en su sitio y después cruza la puerta que ha atravesado el mensajero momentos antes.

Ya en la despensa le asalta el aroma de comida recién hecha. Al estudiar en la Facultad de Ciencias Orgánicas, debería dársele mejor diferenciar olores, pero sólo es capaz de distinguir los básicos de la cocina de la capital: coco, muchas especias y carne de vacuno. Casi sin darse cuenta, Marianne inspira hondo y sonríe.

Cuando eran niños, a su hermano y a ella les gustaba trapichear en las cocinas, aunque hace mucho que Marianne dejó de bajar allí en su tiempo libre. Tiene cosas más interesantes que hacer que mondar patatas, sobre todo desde que conoció a Hann. Pero Mitri todavía no ha dejado de ser un niño.

En el fondo, Marianne adora a su hermano. En parte. En fin, es su mellizo; lo han compartido todo desde siempre, incluso sus pensamientos. Ahora, Marianne se guarda algunos (la mayoría relacionados con Hann) y Mitri, supone, hace lo mismo. Al fin y al cabo, tienen ya dieciséis años.

A pesar del estruendo de la comida en plena preparación, Marianne oye la voz de su hermano en cuanto abre la puerta de la cocina:

—¿De verdad? ¡Eso sería genial!

Lo encuentra pronto. Mitri está sentado en el suelo al lado de un mozo de cocina de pelo claro, casi blanco, recogido en un millar de trenzas medio deshechas. Su hermano esgrime una patata en la mano derecha y un pelador en la izquierda, un par de mechones rubios sobre las cejas y esa expresión de estar muy satisfecho consigo mismo que tiene siempre pintada. Sin embargo, se tensa en cuanto ve a Marianne cernirse sobre él.

—Ah. Hola. Estábamos hablando —dice.

—Sí, ya veo que estás hablando.

Su hermano tendrá muchos secretos, pero el mozo de la cocina no es uno de ellos.

—Oye, no hace falta que contestes así —gruñe Mitri.

—Creo… que será mejor que me vaya —musita el otro muchacho, y se aleja a toda prisa con el plato de patatas burdamente peladas.

Mitri tira la monda al montón de pieles y se levanta, enfadado.

—¿Por qué le has espantado?

—No le he espantado. Estaba deseando alejarse de ti.

—¡No es cierto!

—Bueno…, igual no —se rinde Marianne, encogiéndose de hombros. No tiene ganas de discutir con Mitri, y menos de que él se eche a llorar en mitad de las cocinas como un crío—. ¿No te ha avisado el mensajero? Será mejor que vayamos a ver a madre.

Mitri asiente y le da la espalda, saliendo de las cocinas un par de zancadas por delante de ella. El eco de sus pasos sobre la escalinata principal es el único sonido que los acompaña, al menos hasta que Mitri le da una patada a la barandilla.

—Pero ¿qué haces?

—Nada —murmura, y continúa su ascensión. Un peldaño. Tres. Siete—. Oye…, ¿de verdad crees que a Deigh le molesto?

—¿Quién es Deigh?

—¡Marianne! —se exaspera Mitri—. Déjalo. Últimamente no me entiendes en absoluto, y no sé si es porque no me quieres entender o…

Marianne se muerde la lengua. Mitri y ella siempre han tenido sus diferencias. Discuten… Discutían. Pero por naderías fáciles de olvidar. Y cuando eran pequeños, siempre tenía a Mitri detrás, pero ahora él se dedica a hacer cosas en las que ella no tiene lugar.

Es como si la evitase a propósito.

Menos mal que tiene a Hann, o acabaría por volverse loca.

También tiene a su grupo de amigas, pero al ser quien es, siempre rodeada de escolta o de profesores particulares, es complicado quedar con ellas sin que se arme todo un alboroto.

—Es lo mejor para vuestra educación —le repite siempre su madre—; si la enseñanza se centra en vosotros dos, aprendéis más y más rápido.

Y puede que tenga razón, pero a sus dieciséis años nunca se ha podido saltar una clase para tomarse un café o fingir dirigirse a la escuela y acabar en cualquier otro lugar.

—Creo que vienen a buscarnos. —La voz de Mitri la devuelve a la realidad.

Noira Barden lleva siendo la mano derecha de su padre desde antes de que Marianne y Mitri nacieran. Incluso se presentaron a las mismas elecciones. Aunque ella no venció, acabó siendo la portavoz de la Corona. Es inteligente y dura, aunque siempre se ha mostrado cariñosa con Marianne y Mitri. Bueno, a su manera. Noira no es como su madre; ella no dice «te quiero» con la mirada, pero siempre ha estado ahí para los dos cuando la han necesitado. A pesar de eso, cuando la mujer llega hasta ellos y los mira con sus ojos oscuros, Marianne se siente más pequeña de lo que se ha sentido en toda su vida.

—Marianne, Mitri… Será mejor que vengáis conmigo.

Su voz es calmada y segura, como siempre, pero hay un poso de algo que Marianne no le había escuchado nunca: pena. Y eso la preo-cupa. No se le ocurre ni un solo motivo por el que Noira pudiera querer que Mitri y ella la acompañasen. Nunca los han involucrado en cuestiones de la Corona. ¿Para qué? Cuando el reinado actual llegue a su fin y se convoquen nuevas elecciones, ambos habrán sobrepasado por mucho el límite de edad para postularse.

Pero ¿qué pasa? —piensa Mitri. Marianne tarda un segundo en darse cuenta de que no lo ha dicho en voz alta.

La capacidad se manifestó antes incluso de que aprendieran a hablar: imágenes en forma de pensamiento que Marianne no había creado, sentimientos que ella no estaba experimentando… Al principio fue un auténtico caos, y tardaron mucho en ser capaces de bloquear lo que se querían guardar para ellos mismos.

Hace tiempo que Marianne sólo escucha la voz de su hermano en alto, como los demás. Pero en ocasiones como esa, cuando el chico pierde los nervios, se le escapa algún pensamiento y ella está ahí para recogerlo. Su conexión es un secreto, claro.

El silencio se mantiene mientras siguen a Noira.

¿Qué se supone que es tan importante? —piensa Marianne, entre inquieta y molesta. Cuando llegan a los aposentos de sus padres, le sorprende encontrar la puerta abierta. Eso, y el puñado de personas que se arremolina a ambos lados del pasillo, cuchicheando en voz baja. Su madre sale de la habitación.

Los dos hermanos esperan inmóviles a que la mujer se acerque y, cuando lo hace, Marianne advierte que su madre está triste. Tiene la misma expresión que pone Mitri cuando le entran ganas de llorar, aunque por la rojez en los ojos parece que ella ya ha sucumbido a las lágrimas. Y Marianne se preocupa, porque su madre llora mucho, sí, pero de felicidad. Como la primera vez que Marianne sujetó una espada o aquel día que Mitri le hizo un retrato con carboncillo.

Pero el rostro que tienen delante no es el de una mujer feliz.

Sin hacer preguntas, Marianne se acerca más para que ella la atrape y se funden en un abrazo. Silencioso. Elbora tiembla un poco. Marianne nota cómo su hermano se une a las dos. Su pelo le hace cosquillas en el cuello.

Cuando se separan, se concede un par de segundos para respirar y luego pregunta:

—¿Qué ha pasado, mamá?

—Será mejor que te sientes. —Se vuelve hacia Mitri—. Los dos.

Marianne mira a su hermano y no mueve ni un músculo. Él tampoco. En ocasiones como esa le gustaría que le hablase, que le dijese algo, porque no soporta ese silencio.

—Estamos bien —dice, sólo por romperlo.

Y ese «estamos bien» se queda flotando en el aire, bailando hasta convertirse en mentira cuando su madre habla.

—Papá ha muerto, cielo.

Marianne no reacciona. No reacciona cuando su madre dice: «Papá ha muerto»; no reacciona cuando oye los susurros que recorren el castillo. Todos dicen lo mismo:

«El rey ha muerto».

Staylinn

mando

—Galvania—

—Tu dinero compra mi cerveza, no a mí —protesta Staylinn, sacudiéndose de encima la mano furtiva de su cliente. Se aparta la mata de cabello castaño de la cara, para asegurarse de que el impresentable capta perfectamente su mirada de desprecio—. Si vuelves a tocarme sin permiso, te cortaré los dedos.

»Disfruta de tu bebida.

Staylinn desliza la jarra con brusquedad hacia el hombre, de cuyo rostro mal afeitado se ha borrado cualquier asomo de sonrisa. Desde la mesa larga de la esquina, cerca de la barra, llegan un largo silbido y una salva de aplausos.

—¡Esa es nuestra Staylinn!

—Literalmente, una chica de armas tomar —añade Olir, palmean-do la cadera de Staylinn cuando pasa por su lado de vuelta a la barra.

—Me alegra haber escupido en esa cerveza antes de servírtela —bromea ella.

Entonces es Olir quien escupe, rociando a sus divertidos compañeros de mesa. Al verlos así, muertos de risa y golpeando la madera con sus jarras recién apuradas, un ojo inexperto podría tomarlos por jóvenes normales o incluso por parte de la indeseable pandilla de radicales de Howar. Hasta a Staylinn, que los conoce de sobra, le cuesta reconocer en ellos a los casi legendarios rebeldes del cé, por mucho que se encuentren precisamente en la taberna que les ha dado nombre. Ahora parecen más bien adolescentes bravucones ante su primera cerveza.

Excepto Laerdes, claro. Él se muestra en todo momento tal y como es: el líder de los motines y las huelgas, el brillante y apasionado orador capaz de encender la chispa de una idea en todo un reino. «El verdadero rey del pueblo», piensa Staylinn.

—Con esa determinación podrías ser la próxima rectora de la Academia, ¡por lo menos! —interviene Laerdes, bebiendo a la salud de Staylinn con una de sus deslumbrantes sonrisas.

—¿Y qué sería de este antro entonces? —responde ella, abarcando el Ave Cé con los brazos—. Además, lo que… ¿Qué es eso?

Staylinn lleva toda la vida en Galvania, está más que acostumbrada a la voz metálica que emiten los altavoces instalados en sus calles. Con el tiempo, se han convertido en un sonido más de la ciudad, como el traqueteo de los tranvías o los balbuceos de los borrachos nocturnos. Precisamente por eso, porque es algo habitual, le sorprende la pequeña multitud que ve a través de la ventana del Ave Cé. Se han congregado bajo el altavoz más cercano y se miran unos a otros, inquietos.

Staylinn grita algo hacia las cocinas, para avisar a sus padres de que abandona su puesto, y sale corriendo antes de que puedan replicar. Los rebeldes la siguen, provocando un revuelo de sillas arañando el suelo. En la calle, los altavoces se oyen sin problema.

«Comunicado oficial de la Corona. Por favor, manténganse a la escucha. El comunicado se realizará dentro de dos horas desde la plaza del ayuntamiento de Galvania».

El mensaje se repite en bucle por encima de los susurros confusos de los curiosos. «¿Comunicado oficial? —se dicen—. Qué extraño».

Staylinn busca a Laerdes con la mirada. Los ojos de todos los rebeldes están sobre él, súbitamente serios.

—Muy bien —dice su líder al cabo de unos segundos. Los rebeldes se acercan a él, asegurándose de que nadie más pueda oírlos—. Sea lo que sea lo que el rey quiere anunciar, nos aseguraremos de que el pueblo lo reciba con la… mentalidad adecuada.

»Olir, contacta con los otros comandos; que estén listos para transmitir en media hora. Los demás, extended el mensaje: la convocatoria en el ayuntamiento se ha adelantado. Ya que el rey no nos concede la palabra, nosotros la tomaremos.

Un murmullo de júbilo recorre su corrillo. Algunos comprueban sus armas con disimulo. Staylinn sumerge la mano entre los pliegues de su falda, palpando sus inseparables pistoleras. Laerdes debe de percatarse del gesto, porque dice:

—Recordad: ¡nunca disparamos la primera bala…!

—¡… pero siempre disparamos la última! —finaliza Staylinn.

Después, echa a correr.

mando

—Mi vida la rige un rey escogido cuando yo era demasiado niño para votar, ¡y para cuando se convoquen las próximas elecciones, seré ya un anciano! ¿Tenemos que aguantar que llamen a esto democracia?

Los rebeldes se han congregado bajo el balcón del ayuntamiento, vestidos con sus capas azules que imitan los colores del cé, el ave emblema del reino. Todos se cubren con capuchas y ocultan sus rostros; algunos con máscaras, otros (los que saben cómo hacerlo) con magia. Laerdes pertenece a este último grupo, por supuesto. Sus angulosas facciones y el rizo rubio ceniza, que Staylinn sabe que habrá escapado de su coleta, quedan ocultos por las más impenetrables sombras. Laerdes le explicó una vez que el truco consiste en manipular el comportamiento de la luz o algo así; una de esas cosas que el rebelde aprendió cuando estudiaba en la Facultad de Ciencias del Mundo.

Laerdes está encaramado a unas cajas desde las que arenga a toda la plaza, y la plaza se sacude y gruñe de indignación ante sus palabras, sin saber a quién están jaleando. Para ellos, Laerdes es el ideal de justicia y libertad hecho persona; es progreso, carisma y honestidad.

Es la revolución.

—El nombre de las cosas es muy importante —prosigue el encapuchado—. Así que no os dejéis engañar: ¡una vida de poder absoluto y privilegios a cambio de un día afortunado no es democracia! ¡Unas elecciones cada cincuenta años no son el gobierno del pueblo!

Staylinn escucha embelesada.

—Se quejan y se quejan, pero nunca hacen nada. ¡Y se hacen llamar rebeldes!

Staylinn se gira, dispuesta a cerrarle la boca a quien sea, pero cuando ve quién ha hablado sabe que no merece la pena. Con cualquier otro, Staylinn no se mordería la lengua, pero se trata del gallito de Frizz, que desde que tiene uso de razón se ha dedicado en cuerpo y alma a intentar impresionarla. Con él, la respuesta más eficaz es la indiferencia.

—No entiendo qué le ven a ese tipo; no es más que un charlatán —continúa Frizz.

Aunque tiene buen fondo, eso no quita que a veces (como ahora) a Staylinn le apetezca gritarle o pegarle un puñetazo. Pero se limita a cruzarse de brazos y seguir escuchando a Laerdes.

—Nos mienten a la cara y nos insultan, porque nos toman por los estúpidos que desearían que fuéramos, ¡pero no lo somos! Con independencia de lo que vaya a anunciarse hoy, quiero que recordéis que ningún rey ilegítimo tiene derecho a controlar nuestras vidas. ¡Quiero que lo recordéis y actuéis en consecuencia!

»¡Que conozcan el verdadero poder del pueblo!

La plaza entera ruge como un animal a punto de embestir; una ola de puños golpea el aire sobre sus cabezas y, por un instante, todos son una misma cosa: todos son indignación y cambio y esperanza. Staylinn se permite girarse un momento para dedicarle una sonrisa de satisfacción a Frizz, una que diga sin palabras: «Esto es lo que hacen. Así es como cambian las cosas». Pero él ya no está. La plaza sigue vibrando… hasta que un grito de alerta rompe el momento.

—¡Capas blancas!

El rugido de júbilo se evapora poco a poco, sustituido por una tanda de murmullos recelosos. Un ciclomóvil traquetea calle abajo sobre los adoquines, entre los ennegrecidos edificios del acceso este de la plaza. El vehículo se acerca despacio, pues hay todo un destacamento de guardias de la Corona aferrados a sus salientes y palancas exteriores, armados hasta los dientes, con los cuerpos en tensión y los ojos fijos en la multitud. Sus uniformes blancos casi resplandecen. El silencio es tan expectante que a Staylinn se le eriza la piel.

El ciclomóvil real se para un segundo a la entrada de la plaza; al otro extremo, bajo el balcón del ayuntamiento, Laerdes y otros tantos encapuchados esperan erguidos sobre su improvisado podio de cajas. Los guardias los tienen prácticamente al alcance de la mano y, sin embargo, no hacen amago de atacarlos.

—Vamos —dice Laerdes. Su voz retumba en el inquieto silencio de la plaza—, ven y habla con tu pueblo.

Su rostro, oculto en la penumbra conjurada por su magia, se vuelve directamente hacia el ciclomóvil, más allá de la cabina en la que dos tensos conductores toquetean palancas y manivelas a la espera de órdenes. A un gesto del guardia que se mantiene junto al morro del ciclomóvil, los dos conductores se afanan en ponerlo en marcha de nuevo. La multitud les deja vía libre hasta el ayuntamiento, y Laerdes tiene el sentido común de apartarse de un salto antes de que el vehículo real lo arrolle, y él y los rebeldes se pierden entre el gentío.

Conforme el vehículo se acerca a las puertas del ayuntamiento, el podio de cajas de los rebeldes sale volando, sin duda impulsado por la magia de alguno de los capas blancas. Una vez eliminado el obstáculo, uno de ellos salta al suelo, saca una tarjeta de latón y la acerca a la cerradura de las puertas dobles del ayuntamiento. La plaza parece contener la respiración.

Se oye el primer disparo.

Alguien grita, y el lugar se convierte en un caos.

Los soldados se mueven a toda velocidad, se descuelgan del vehículo y se despliegan en torno a él como una coraza humana, apuntando a la multitud con sus pistolas nacaradas.

Los bandidos que han abierto fuego se mueven tan deprisa que apenas se distingue el vuelo de sus capas oscuras, dibujando poco más que brochazos oscuros que centellean por la plaza. Se ocultan bajo máscaras negras y crespinas de cuero, pero Staylinn sabe perfectamente quiénes son.

La banda de Howar empezó como un puñado de revolucionarios salvajes a los que nadie tomaba muy en serio. Pero un día, hará menos de un año, consiguieron secuestrar a un capa blanca. Lo arrojaron a las puertas de la ciudadela la noche siguiente, lleno de cortes, arañazos y moratones.

Y sin lengua.

El caso dio la vuelta al reino, y aunque nunca volvió a suceder nada semejante, se convirtió en un macabro símbolo de Howar y su gente. Y ahora han vuelto.

No puede negarse que son buenos en lo suyo: el caos y el terror. Sus aullidos de «¡Muerte al rey!» y «¡Abajo la Corona!» se mezclan con los gritos de la gente, los pies huyendo de un lado a otro de la plaza, los disparos…

Una ventana explota detrás de Staylinn, salpicándola de vidrios rotos. Se parapeta de un salto tras un banco de piedra mientras de-senfunda su revólver, todo en el mismo movimiento.

Los imbéciles de Howar van a por los capas blancas y a por quienquiera que viaje dentro del ciclomóvil (Staylinn duda que sepan de quién se trata, pero también duda que les importe), y se la trae al fresco si alguien más se interpone en el camino de sus balas. Los ciudadanos más rápidos ya han huido de la plaza, pero las callejuelas que salen de ella son estrechas, y ahora los tropeles de gente a la carrera prácticamente las taponan. Staylinn encuentra a varios encapuchados azules intentando dirigir a la multitud hacia un lugar seguro, pero sus palabras de calma se ven ahogadas por sus propios tiros cuando disparan para cubrir a la retaguardia. El pánico ha tomado el lugar, y los ciudadanos están nerviosos, asustados y ansiosos por salir de allí. La gente se golpea, se empuja, se pega, se pisa. En algún lugar, alguien llora.

Entre el estruendo del miedo, apenas se oye la llegada de un nuevo ciclomóvil. La gente se aparta a su paso, chillando. Un trecho antes de desembocar en la plaza, el vehículo se detiene con una sacudida. Los conductores se miran, aterrados. Staylinn se arriesga a asomarse un poco más por encima del respaldo del banco para ver mejor lo que sucede. Tarda un segundo en comprender.

Las trampas de alquitrán translúcido de la banda de Howar también son tristemente conocidas, y el único motivo por el que casi siempre consiguen escapar de sus chapuceras revueltas. Pero los capas blancas del ciclomóvil atascado no reconocen la trampa tan pronto como Staylinn, y unos cuantos saltan del vehículo sin pensarlo. En cuanto tocan el suelo, sus botas se adhieren a él como las ruedas del ciclomóvil. Antes de que puedan reaccionar, en el cuello de uno de ellos estalla una rosa de sangre.

A su alrededor, la gente sigue corriendo, sin tiempo para pensar. Muchos son los que caen en la misma trampa. Otros chocan contra ellos y caen de bruces sobre los adoquines. El alquitrán les impide levantarse. Algunos tropiezan con sus cuerpos. Otros los utilizan como puente.

En la plaza, capas blancas y revolucionarios continúan su batalla. Staylinn apunta hacia ellos, intentando dividir su atención. Resulta casi imposible atinar, y más todavía si a una le importan los inocentes que huyen espantados entre las balas. Aun así, juraría que consigue que un par de revolucionarios suelten sus armas, e incluso roza a un capa blanca. Para impedir que la ubiquen, se agacha tras el banco después de cada disparo.

Escondida tras su parapeto, Staylinn se alegra de que la gente siga corriendo por todas partes. De que nadie la mire y se percate de que le tiemblan las manos.

Tiene que encontrar a Laerdes. «Él sabrá cómo parar todo esto», se dice.

Pero no piensa quedarse quieta hasta que él aparezca.

Reevalúa la situación. La gente sigue atascada en las calles de salida; parece que hay personas intentando acceder a la plaza desde fuera, probablemente familiares de los presentes que han acudido en busca de los suyos al oír el altercado. Ambos bandos están igual de desesperados. La batalla a empujones y puñetazos se suma al caos de los disparos, hasta que nadie recuerda ya dónde está o hacia dónde quiere ir.

Huele a sangre.

Una bala perdida hace trizas otra ventana, y los añicos de los cristales se unen a las nubes de pólvora que hacen el ambiente cada vez más irrespirable. Al verlo, Staylinn tiene por fin una idea. Se vuelve hacia la ventana rota que casi se le ha venido encima minutos antes. El hueco queda justo a la altura de su ojos. Con un ágil salto y un empujón de brazos, Staylinn se encarama hasta el alféizar. Desprende los fragmentos de vidrio que quedan en el marco con la ayuda de la culata de su revólver y se escurre dentro del edificio. Aterriza en un salón, aunque, afortunadamente, no hay nadie dentro; lo último que Staylinn necesita es que alguien la tome por una ladrona que aprovecha el asalto de la plaza para colarse en casas ajenas. Encuentra una vieja silla de madera y la arrastra hasta la ventana. Se sube y se asoma a la plaza todo lo que puede.

—¡Por aquí, rápido! ¡Por aquí! —llama.

Se desata el pañuelo rojo de la cabeza y lo agita para captar la atención de los aterrorizados ciudadanos. Una mujer se acerca a ella y Staylinn le tiende la mano para que trepe hasta la ventana. No le importa que los capas blancas la vean; mientras no ayude a escapar a los rebeldes, no le concederán la más mínima importancia.

Los rescatados se apiñan en la pared más alejada de la habitación, acurrucados y abrazándose las rodillas. Una niña de trenzas rubias se tapa los oídos y cierra los ojos, acunada por su padre. Unos pocos acercan otro par de sillas a la ventana y ayudan a Staylinn a cargar con la gente que sigue llegando al muro del edificio.

Abajo, en la plaza, el reguero de personas hacia la ventana ha inspirado fugas similares y ha conseguido mitigar parte de las peleas de las calles adyacentes. Poco a poco, la multitud se va disipando, y eso es bueno para ellos, aunque no tanto para Howar y los suyos. Sin civiles inocentes de por medio, y sin un caos creciente entre cuyas brumas escurrirse, los bandidos tienen los minutos contados. Staylinn sólo espera que los rebeldes hayan conseguido escabullirse; si siguen en la plaza, los capas blancas los atacarán como a los tipos de Howar; los arrestarán o algo peor. Se muerde el labio, aprieta los puños y, después, vuelve a concentrarse en su tarea.

Sólo cuando ya no queda nadie a quien aupar a su ventana, Staylinn se permite volver a observar la plaza. Está casi despejada, excepto por el ciclomóvil, detenido junto a las puertas, y los capas blancas, erguidos y alerta entre las nubes de pólvora, y un par de revolucionarios.

Y los cuerpos. Son tres, inertes sobre el empedrado como prendas de ropa arrojadas sobre una cama deshecha. Su sangre es más oscura de lo que Staylinn esperaba, y dibuja senderos zigzagueantes y grotescamente largos entre los adoquines. El corazón se le detiene durante un segundo y vuelve a latir con más fuerza que nunca al distinguir las crespinas en sus cabezas.

—¡Brazos y piernas! —exclama un capa blanca.

Staylinn no tiene tiempo de procesarlo: suena otro disparo, inmediatamente seguido por el golpe de un cuerpo más al desplomarse y un grito ahogado. Ahogado de verdad, como si quien lo emitiese estuviera siendo asfixiado. Staylinn localiza al herido al otro lado de la plaza; uno de los bandidos, que deja caer su revólver y se lleva las manos al muslo con una lentitud antinatural. Todo su cuerpo se balancea muy despacio, hasta que deja de moverse por completo. Sin embargo, no está muerto.

Otros caen como él, derribados por certeras balas en sus extremidades. Todos emiten ese extraño grito estrangulado y se mueven de la misma forma ralentizada hasta quedar paralizados. A Staylinn le cuesta unos segundos entender lo que está pasando.

Magia. Ella sabe poco de eso, más allá del dominio básico que todos aprenden en la escuela. Pero, según lo que Laerdes le ha explicado, en Milicia y Política disponen de armas inimaginables y munición especial… como balas paralizantes.

Los bandidos que quedan en la plaza no tardan en caer. El guardia de la tarjeta vuelve a su cometido original como si tal cosa, y por fin, las puertas del ayuntamiento se abren. El ciclomóvil las atraviesa seguido por un par de escoltas. El resto de capas blancas se acercan a los cuerpos inmóviles y los esposan y, para sorpresa de Staylinn, los arrastran como sacos al interior del edificio. Con la misma ausencia de tacto, un par de guardias se llevan los cadáveres, dejando un reguero de sangre tras ellos.

Staylinn se encarama de nuevo al alféizar y salta a la plaza. Ahora que está vacía, parece inmensa y lúgubre, como de otra realidad. Se siente aislada y observada al mismo tiempo; percibe sobre ella los ojos de todas las personas refugiadas en los locales y en las callejuelas de alrededor, mil ojos que se asoman a la plaza y cuya mirada le cosquillea en la nuca.

Una queda exclamación colectiva la sobresalta. Da media vuelta y ve que el balcón del ayuntamiento se ha abierto. Por él asoma Noira Barden, la portavoz del Consejo Real.

Hasta ahora, Staylinn sólo la había visto en el periódico y alguna vez la ha oído en la radio. Por su forma de hablar y su imponente voz, la había imaginado mucho más alta, pero lo cierto es que no lo es en absoluto, aunque no por eso su porte deja de ser elegante y severo. Sus ojos oscuros reflejan todo lo que Staylinn ve en ella: dignidad, control, inteligencia. Peligro.

O eso le parece durante un segundo, porque justo después se desvanece. El rostro de Barden se resquebraja y deja entrever la clase de sufrimiento que Staylinn jamás la habría creído capaz de sentir. Pero tan rápido como aparece, se va, y la portavoz recupera su semblante casi inexpresivo.

—Ciudadanos de Galvania, de todo el reino —subraya. Staylinn recuerda que su mensaje está siendo retransmitido para todas las regiones—, hoy es un día funesto y gris. Esta mañana, nuestro rey, Stephas Catell, ha fallecido.

Un murmullo recorre las calles adyacentes, donde unas cuantas personas se han quedado al ver aparecer a la portavoz. Alguien grita. Barden espera unos segundos antes de continuar, y Staylinn se da cuenta de que es porque está tragando saliva.

—Su corazón… Los médicos dicen que su corazón le ha fallado, como no nos falló a ninguno de nosotros durante todo su mandato. —Otra pausa. Staylinn juraría que a Barden le tiemblan las manos, y que por eso se aferra a la barandilla del balcón antes de seguir con su discurso—. Puedo ver —dice, dedicando una mirada a las manchas de sangre de la plaza— que hay quien no comprende que, para nuestro legítimo rey, el bien de su reino fue siempre la máxima que guio su vida. Fue un hombre que probó su valía cuando tuvo que hacerlo, y por eso fue justa y democráticamente elegido como nuestro monarca. Si no respetáis su legitimidad y el criterio de los ciudadanos que le escogieron, espero que al menos respetéis el dolor de la viuda y los dos hijos que ha dejado y… —traga saliva— de todos sus demás seres queridos, que tienen derecho a llorarle como al hombre bueno y noble que fue. Por eso os pido un minuto de silencio por su memoria, por el recuerdo de Stephas Catell, el rey y el hombre.

Las palabras de Barden, que a todas luces intenta anteponerse a su propio dolor, consiguen encogerle el corazón a Staylinn. No puede por menos que agachar la cabeza y guardar silencio, como todos los demás, hasta que la portavoz retoma su discurso:

—El dramático fallecimiento de nuestro monarca coloca a la Corona en una situación inesperada. En una reunión de urgencia, el Consejo Real ha debatido las posibles soluciones al vacío de mando que la tragedia ha traído consigo. La propuesta que finalmente ha sido aceptada es la siguiente…

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Alisa

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—Los Ríos—

Alisa no suele prestar atención a los mensajes que emiten esos aparatejos mecanizados que cuelgan de las esquinas de las calles. Siempre cacarean sobre el buen tiempo o sobre noticias que no interesan a nadie.

Pero ese día es diferente.

«Comunicado oficial de la Corona. Por favor, manténganse a la escucha».

El mensaje se repite dos veces. Alisa se escabulle con dificultad entre el gentío hasta una de las calles laterales para alejarse de la conmoción. El suelo vibra bajo sus pies, pero esta vez no tiene nada que ver con el súbex, el tren subterráneo.

Hay una línea de tranvía que la llevaría directa a casa de Sero. Pero Alisa opina que las máquinas con motor son para la gran ciudad, para las largas distancias, no para Los Ríos. Los Ríos es una ciudad para recorrerla a pie.

Echa a correr y pasa junto a una de sus heladerías favoritas, de la que siempre sale una música que incita a bailar. Ahora no suena nada. Lo único que oye es el grito de un joven que agita un trozo de papel impreso sobre su cabeza.

—¡Exclusiva, exclusiva! —berrea—. ¡Todo sobre el comunicado real, en primera página!

Alisa se acerca al chico. Lo conoce porque siempre vende periódicos en la esquina de casa de Sero y han compartido bastantes conversaciones en días calurosos de verano en esa misma acera.

—No mientas —le dice—. Han lanzado el aviso hace unos minutos. No hay nada ahí escrito.

—¡Una incrédula, una incrédula en la calle! —chilla él antes de llevarse un dedo a los labios—. Alisa, ¿quieres arruinarme el negocio?

—Nadie te va a creer, enano. —Le pone la mano en la cabeza cubierta por un gorro marrón y pasa de largo.

La casa de Sero es un edificio de unas cuatro plantas. Él vive en la primera. La suerte sonríe a Alisa, porque la ventana de su dormitorio da a un callejón en el que normalmente se acumula basura y, si no tiene en cuenta el olor, las cajas de pescado y fruta pasada son perfectas para escalar. Pisa un charco que reza para que no sea pis y luego echa un vistazo a la pared que hay frente a ella. La ventana de Sero está cerrada y a oscuras, para variar. Si se tratase de otra persona, podría significar que no está en casa, pero eso es improbable con Sero. Su mejor amigo no sale de su cuarto ni aunque lo arrastren con una de esas máquinas que levantan toneladas de peso.

Como ha hecho cientos de veces antes, coloca un pie sobre una caja de metal y el otro sobre una de cartón un poco humedecido y toma impulso para agarrarse al alféizar de la ventana. Alisa es ágil y eso le permite ascender sin partirse la crisma. Da un par de golpecitos con los nudillos en el cristal y aguanta medio minuto antes de cansarse y abrir la ventana con el codo.

Tendría que habérselo esperado. Escucha el ruido casi antes de que se produzca, y el golpe en la rodilla le duele tanto que suelta una palabra que a su madre no le gustaría. Maldito Sero… Alisa entrecierra los ojos para poder ver a contraluz un mueble pegado a la ventana y un par de objetos en el suelo; agua derramada a sus pies.

—Sagrado Pentaón. —Voz suave y tranquila. Despreocupada pero molesta—. ¿Qué diantres haces, Alisa?

—¿Cómo sabes que soy yo?

Por toda respuesta, una figura un poco más alta que ella gira un interruptor de baquelita y la habitación se llena de luz. Sero la mira con expresión confundida; el pelo negro y corto, despeinado en la frente, y sus ojos rasgados, entrecerrados por haber dormido durante un milenio. Viste la camisa de cuello cerrado de siempre, larga hasta los muslos, y sus piernas desnudas acaban en un par de calcetines de colores. Otra chica de su edad podría añadir esa imagen a su rincón de fantasías, pero Alisa la ha visto tantas veces que no le concede la más mínima importancia.

—Oh, no… —La emoción en la voz de Sero apenas cambia mientras ignora su pregunta. Se lleva una mano a la frente—. Has arruinado mi experimento.

Sero habla despacio. Habla como aburrido, como un profesor que intenta enseñar una lección. No es que no se emocione por las cosas, Alisa le ha escuchado entusiasmarse algunas veces…, pero pocas.

—¿Experimento?

Se gira para observar la consecuencia de su caída: un par de macetas destrozadas, mucha tierra húmeda y un cuaderno mojado. «¿Experimento?», repite en su cabeza. Sero siempre ha sido así. Obseso por las cosas que menos le interesan al resto del mundo: la política, las historias que cuenta la señora sin pierna de la plaza que hay a la vuelta de la esquina o…

—Plantas. —Alisa se encoge de hombros y añade—: Te ayudo.

Una vez que han recogido el desastre en una bolsa, Sero se deja caer en la cama deshecha cubriéndose los ojos con el brazo. Alisa se queda de pie, balanceándose, mientras comprueba los cambios en la habitación desde la última vez que estuvo allí: ninguno. La estantería repleta, el escritorio con un montón de cacharros inútiles, ese instrumento metálico que ninguno de los dos sabe tocar pero que Sero se niega a tirar y, por supuesto, el diagrama del motor del súbex que comunica Los Ríos con Galvania.

—Bueno —dice Alisa, sentándose junto a su amigo—, ¿has oído lo que han dicho por los altavoces? La Corona va a anunciar algo importante. ¿Tienes idea de lo que…?

—¿La Corona? —Sero se incorpora de golpe como si le hubieran pinchado y empieza a revolver entre las sábanas. Encuentra un pantalón y se lo pone distraídamente sin dejar de buscar—. ¿Dónde tengo la radio…?

—¡Podría haberme atropellado un tranvía y no tendrías tanta energía!

—Si te hubiera atropellado un tranvía, no habrías podido entrar por la ventana.

—¡Sero!

Le da un golpe en el hombro y él le dedica media sonrisa antes de poner la lengua en la comisura de los labios y mover el diminuto dial de la radio que sostiene en las manos. Pronto se oye el mismo mensaje que Alisa ha oído en la calle:

«… comunicado importante de la Corona. Por favor…».

—A lo mejor la línea rebelde tiene más información…

Alisa se deja caer contra la almohada y no le presta demasiada atención durante los siguientes minutos que pasa girando el dial. Al otro lado, no oyen más que estática y palabras sueltas. Es imposible que la señal que Sero busca llegue hasta esa basura de aparato, pero no será Alisa quien le desanime. Sabe que le entretiene. A ella no tanto.

Ni siquiera está segura de si el interés de Sero por la revolución es real u otra más de sus aficiones extrañas. Los dos han escuchado lo que se dice por las calles: si quieres, sabes adónde ir; pero ni ella ni su amigo tienen intención de unirse a los rebeldes. Alisa entiende que la gente quiera cambios, y a ella también le gustaría que algunas cosas fueran diferentes, pero si alguna vez sintió el instinto de presentar batalla, este desapareció la primera vez que vio a un capa blanca. Y sobre todo, sus pistolas del tamaño de un brazo. Así que le tranquiliza que a Sero le cueste hasta bajar a comprar el pan: eso significa que ni loco se lanzaría a intentar derrocar el régimen o alguna cosa así.

«… ningún rey ilegítimo… controlar nuestras… ¡poder del pueblo!».

—No entiendo nada —dice Sero.

—¿Podemos ir a buscar a Reim? Seguro que él puede…

Alisa no termina la frase, porque la puerta del dormitorio se abre y una mujer menuda y de pelo negro lacio y ojos rasgados se asoma con cautela.

—¡Alisa, corazón! —La madre de Sero inclina la cabeza—. Me ha parecido escuchar tu voz.

—¡He entrado por la ventana!

—¡Otra vez! —Las dos se ríen al mismo tiempo. Luego, la mujer mira a su hijo—. Sero, haz el favor de vestirte como es debido.

El chico se sube los pantalones hasta la cintura.

—Estaba dormido otra vez, ¿verdad?

—Pero no se preocupe —Alisa se señala—, ¡para evitar que se convierta en musgo estoy yo!

—Alisa —Sero no necesita alzar la voz para que le miren—, tenemos que ir a buscar a Reim.

—Dadle recuerdos de mi parte. Y decidle que saque la cabeza de los libros más a menudo. Que le dé el aire. —La madre de Sero les sonríe.

—La última vez que se lo dije, se enfadó —comenta Alisa—. Es como un ratón. Hay que dejarle en su hábitat natural entre engranajes y tuercas y muelles…

Apoyada en el marco de la puerta, ve cómo Sero se calza unas botas y se cubre los hombros con un chaleco marrón. Ella se ajusta el gorro, comprueba que sus inseparables gafas siguen ahí y da la primera zancada en dirección al exterior.

Al salir a la calle, los dos chicos se quedan observando el cielo despejado. Algunas gaviotas vuelan un poco alejadas del puerto al otro lado de la ciudad; un vehículo frena en alguna calle contigua, pero, por lo demás, Los Ríos parece haber enmudecido. Es el silencio pesado de una ciudad que espera, paciente.

Alisa coge a Sero de la manga y tira de él calle abajo.

—Cogemos el tranvía —suelta su amigo.

—Eres un vago.

Así que aguardan, los únicos en una marquesina en la que alguien ha garabateado una declaración de amor. El tranvía llega pronto y se detiene justo delante de ellos con un chirrido estrepitoso y echando una humareda negra sobre sus cabezas. Sero saca una tarjeta perforada para pagar por los dos, saludan a los conductores y se sientan al final, uno al lado del otro.

Sero cierra los ojos y apoya la cabeza en el asiento. Alisa aprovecha para respirar hondo y mirar por la ventanilla. Poco a poco se adentran en el barrio viejo de Los Ríos, donde se sitúan varios de los sitios más interesantes de la ciudad, aunque también la mayoría de los locales de mala muerte… y el taller de Reim.

«… y la información llega directamente de Noira Barden —chirría repentinamente la radio del tranvía—. Según ha comunicado la portavoz, ahora regente, el rey ha fallecido esta mañana a causa de un infarto…».

Las palabras caen sobre los pasajeros como una explosión. Alisa se yergue, rígida como un palo, y a su lado Sero tiene la boca en forma de «o». No escuchan más, porque el tranvía se detiene en su parada con una sacudida. Los dos amigos descienden a un largo pasaje que conocen bien y que huele un poco a orina.

Alisa necesita comentar lo que acaban de oír, pero todo lo que se le ocurre suena vacío. Además, casi puede escuchar el cerebro de Sero zumbar a su lado.

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Los Ríos se enorgullece de tener el puerto más transitado y algunos de los rincones más preciosos del reino. El taller de Reim no es uno de ellos. Está al fondo de una callejuela, con un cartel medio caído sobre la puerta en el que quizás algún día pudo leerse algo. El interior no es mejor. La madera cruje bajo sus pies y Alisa se imagina a un grupo de ladrones escondiendo su mercancía robada entre las estanterías. Reim las ha llenado de libros tan viejos que en sus lomos brillan títulos en idiomas desconocidos y símbolos arcanos. Ella no sabe leerlos porque nadie le ha enseñado y porque su conocimiento de la magia es limitado; no puede hacer grandes cosas, sólo aumentar un poco su fuerza, alcanzar objetos lejanos…, en fin, como casi todo el mundo.

Pero Reim no es como todo el mundo.

Lo encuentran sentado, sumergido en un libro; la nariz casi pegada a las páginas y las gafas a punto de caerse. Da golpes frenéticamente contra una superficie metálica que hace las veces de escritorio. Sobre su cabeza se tambalea una bombilla, la única luz de toda la estancia, dejando en la penumbra el pasillo que arranca al fondo de la habitación.

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—¡Chicos! —Los mira sorprendido a través de la montura de alambre—. Vaya, Sero, ¿a qué viene esa cara?

—¿Has escuchado el comunicado?

—¿Que si lo he escuchado? —Se levanta de un bote y señala un cacharro alargado y plano que es lo menos parecido a una radio que Alisa ha visto en su vida—. ¡La gente se ha vuelto loca!

—Es lo más normal del mundo; el rey ha muerto —dice ella.

Los ojos marrones de Reim la miran como si estuviera chiflada.

—¿Es lo más normal del mundo liarse a tiros?

—¿Tiros?

—Antes del anuncio —asiente Reim—. Ha sido una barbaridad, hasta se han cargado a un par de rebeldes. O eso han dicho, pero nunca te puedes fiar demasiado de la frecuencia clandestina…

Al oírlo, la presencia de Sero deja de ser fantasmal.

—¿Pillas la señal desde aquí? ¿Con esa cosa?

—Es una radio mejorada en la que está trabajando una de las chicas con las que colaboro aquí —explica Reim—. Más fina, más pequeña y más potente.

—Sube el volumen.

Reim gira un dial. Alisa reconoce la voz del líder de los rebeldes, al que Sero tan fielmente escucha siempre que puede. No conoce su nombre (nadie lo conoce), pero su timbre apasionado es inconfundible: