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Misiones fantástica
(cuentos)

Marcela Mariana Muchewicz

Muchewicz, Marcela Mariana

Misiones fantástica : cuentos / Marcela Mariana Muchewicz. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Tercero en Discordia, 2019.

137 p. ; 20 x 14 cm.

ISBN 978-987-4116-32-1

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título.

CDD A863

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor.

ISBN 978-987-4116-32-1

Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723.

Índice

Prólogo

Biografía de la autora

Biografía de Yoni Axt

Accidente

Brujería

La dama del aljibe

Cortesía por un amigo

Don Martín

Fuego en la vertiente

Asesinato encubierto

El juego

Amor de madre

La cuchara

El perfume

La pesadilla

Inmortal

Acompañante

La puerta

El pacto

Parásito

La casa de los suecos

El guardaespaldas

La pelota de fuego

Tito y las Ruinas de Mbororé

Prólogo

Estimado lector:

Te encontrás hoy con un libro que te permitirá conocer relatos que fueron contados y vividos por personas que aseguran haberlos experimentado realmente. Ahora, te advierto que, para entenderlos, debés abrir la mente y prepararte para un mundo que, por la agilidad de nuestros tiempos, ha quedado atrás.

Te invito, lector, a recorrer las páginas de este breve material no solo para entretenerte, sino también para descubrir cómo viven sus historias muchas personas del interior del país. Estoy segura de que vas a descubrir que no son tan diferentes a vos, más bien, vas a ver que muchas historias que yo te cuento ahora habrán pasado alguna vez por tu cabeza y que te vas a apasionar con cada episodio.

Los cuentos son para ser leídos lentamente, disfrutándolos, interpretando lo que dicen entre líneas para saborearlos mejor. Después de que acabes de leer cada historia, detenete un momento, cerrá el libro y descubrí cómo esas palabras se plasman en tu mente, te hacen recordar anécdotas paralelas o te sorprenden y te llevan a pensar en ello hasta la hora de cerrar los ojos y dormir.

No olvides que lo que te cuento es parte de la cultura de mucha gente, son personas que tienen una vida normal llena de episodios rutinarios, como vos y yo. Pero ellos se permiten un momento de su tiempo para vivir cosas extraordinarias. Así que dejate llevar por cada cuento y disfrutalo. La experiencia te va a encantar. Es una adorable manera de gozar de la literatura.

Biografía de la autora

Marcela Mariana Muchewicz nació el 3 de agosto del año 1981 en Temperley, Buenos Aires. Llegó a la provincia de Misiones en el año 1983 con su joven familia y es la cuarta de siete hermanos.

Sus padres, Eduardo Luciano Muchewicz y Yolanda Mercedes Viera, fomentaron su pasión por la literatura desde muy pequeña y la apoyaron siempre en su deseo de saber cada vez más sobre los misterios de la tierra misionera.

Cursó sus estudios primarios en el Instituto Ceferino Namuncurá y en la Escuela N.o 380 Juan Bautista Azopardo; los secundarios en la Escuela Normal Superior N.o 13 de la localidad de San Vicente, y los superiores en la Universidad Nacional de Misiones, en la localidad de Posadas, donde obtuvo el título de Profesora en Letras.

Se casó con Raúl Oscar König el 18 de febrero del año 2005 y tuvo con él dos hijos, John Bryan Sebastian y Alexander Eduard. Trabajó como docente en diferentes establecimientos de la localidad de San Vicente, en niveles secundarios y terciarios. En este momento de su historia, se dedica a dictar clases como profesora en la EPET N.o 21.

En el año 2015, publicó la novela infantil El señor de lo sueños, libro con el que visitó la Biblioteca Nacional Mariano Moreno de CABA en el año 2017, con motivo del homenaje al centenario del nacimiento de Roa Bastos. Allí y en la Casa de Misiones, en la capital de nuestro país, lo dejó en resguardo ese mismo año.

Pertenece, desde el año 2015, a SADEM (Sociedad Argentina de Escritores Misioneros) y es secretaria de la Biblioteca Municipal de la localidad de San Vicente desde el año 2017 hasta la actualidad.

Biografía de Yoni Axt

Jonatan Anselmo Axt nació en la localidad de San Vicente, Misiones (Argentina), el 2 de diciembre del año 1995 y reside en la localidad de Dos de Mayo (ubicada sobre la Ruta Nacional 14) desde 2010.

Cursó sus estudios primarios en la Escuela N.o 473, los secundarios en el Bachillerato Provincial N.o 7 y la especialización en fotografía en la localidad de Dos de Mayo.

Es el cuarto de nueve hermanos; su madre, Ramona Mirta Kelm, actualmente tiene treinta y siete años y su padre, Oscar Axt, cincuenta y tres.

Su pasión por la fotografía comenzó cuando era muy joven y hoy se dedica a ella profesionalmente; realiza especializaciones constantes desde que tiene veinte años. En la actualidad, ejerce la fotografía social en la zona del centro de la provincia.

Su participación en este libro es voluntaria y con la intención de compartir parte de la belleza de nuestra tierra roja.

Instagram: yoni_axt_fotografías

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Facebook: Yoni Axt Fotografías

Accidente

Un viajante ha vivido todos los climas y estaciones del año en la ruta, pero lo que me sucedió aquel viernes de otoño no tiene explicación. Era un día muy gris, recuerdo que hacía frío y que había tanta humedad que se empañaban los vidrios de mi auto, y el limpiaparabrisas se trababa porque estaba húmedo el cristal.

Llegaba al final de mi semana de trabajo y hacía el trayecto de la ruta provincial 213, que une El Soberbio y San Vicente, en Misiones. La niebla no dejaba ver el asfalto; de lo único que me podía valer para no salir de la carretera era de los grandes riscos de piedra que se ubican a sus costados en dos o tres partes del recorrido y de alguna luz de las casas que hay dispersas entre el monte y los sembradíos. Por otra parte, con niebla, mal tiempo o sol radiante, es un trayecto muy peligroso.

Había tardado más de lo necesario en mi itinerario por El Soberbio ese día. Un cliente me había pedido que esperara unas horas por el pago de la mercadería que le había dejado, y había tenido que quedarme en la ciudad hasta las diez de la noche. Había salido del lugar quince minutos después de hacer el cobro y había ido a calibrar las gomas y a cargar combustible para viajar más tranquilo: ese trayecto siempre me ponía un poco nervioso. Iba apurado, quería llegar a Posadas cuanto antes y estaba dispuesto a correr, así que subí un poco la velocidad. Calculaba estar con mi esposa en tres horas y media.

Me sentía tranquilo porque la ruta estaba desierta esa noche; sin embargo, en algunos tramos el camino estaba tapado por la niebla y tenía que fijar la vista y disminuir la velocidad para no salirme del asfalto, que no tenía ninguna señalización —o la tenía, pero estaba cubierta de barro o gastada—.

La preocupación por lo poco que veía me empezó a inundar; sostuve el volante con más fuerza e incliné el torso sobre él para poder ver mejor. Y, de repente, después de una curva, donde las altas paredes de piedra parecen dibujar caras extrañas al costado del camino, vi a un muchacho. Medía un metro ochenta, aproximadamente; tenía cabello castaño, ojos oscuros y la piel blanca. Era de contextura delgada, llevaba una camisa blanca y un pantalón de vestir oscuro, quizá negro. No tenía nada en las manos y estaba de pie en medio de la ruta. En una fracción de segundos nos miramos fijamente a los ojos.

Frené el auto lo más rápido que pude, pero no fue posible evitar el impacto: estaba muy cerca. Además, él solo levantó la cabeza, todo su cuerpo se iluminó con la luz de los faros antiniebla y nos miramos. El auto se inclinó por la fuerza de los frenos y por el movimiento brusco que le di al volante. Me preparé para lo peor y agudicé mis sentidos esperando escuchar el ruido de las chapas retorciéndose por la fuerza del choque. Me aferré al volante y esperé que ese desesperante sonido llegara, junto con el dolor de romperme los huesos.

Esos segundos fueron eternos. Como en cámara lenta, iba captando todo lo que sucedía, mientras el vehículo seguía las leyes de la física y volvía a la calma deteniéndose por la acción de los frenos que mi pie había activado al colocarse rígido sobre el pedal. Mientras todo pasaba, contrario a mis expectativas, tuve la sensación de que el cuerpo del chico no rompía nada, sino que atravesaba el auto por la mitad como si no tuviera materia, como si hubiera pasado por el medio de los dos asientos congelando mi brazo derecho con su paso, mientras me seguía mirando.

En mis oídos había un vacío. Me había preparado para oír el impacto, ese sonido espantoso que se escucha cuando la chapa se dobla al recibir un golpe duro contra un cuerpo que es destrozado por el mismo efecto del choque, pero no hubo ruido alguno, salvo el de los frenos de mi auto.

Me detuve a un costado de la ruta y esperé unos segundos sentado en mi butaca. Mis manos apretaban el volante con fuerza, como para que no se escapara, y mi pie derecho aún presionaba firme el freno contra el piso. Comencé a respirar lento, intentando hacer que mi corazón dejara de latir desbocado. Estaba muy asustado y prácticamente no podía contener mis emociones. Esperé en esa posición hasta que logré reponerme un poco.

Unos minutos después, ya había logrado soltarme del disco marrón y, con más calma y un poco más de valor, comencé a mirar a mi alrededor. Primero observé el interior del auto en busca de daños, pero, más allá de la marca que le había dejado al cubrevolante por la presión de las manos, no encontré nada. Todo estaba en su lugar. Extrañado, bajé del vehículo y caminé lentamente hacia adelante, analizando cuidadosamente el frente del automóvil, el capot, el parabrisas… Buscaba la marca del golpe o de sangre, pero no había nada.

Entonces, volví a sentarme en mi asiento para tratar de entender lo que estaba sucediendo. Fue en ese momento cuando percibí un raro humo blanco —aún más espeso que la niebla que me había acompañado en el viaje— y un olor a azufre que tardó semanas en esfumarse. Afuera, ahora, no había nada…, ni el joven, ni manchas de sangre, ni niebla. La ruta estaba vacía, limpia y seca como en los mejores días de verano y nada más.

Ese olor me asfixiaba; bajé del auto nuevamente y abrí todas las puertas. Continué buscando rastros del accidente, tal vez solo había golpeado levemente al joven y este se había caído un par de metros atrás… Recorrí a pie el camino que iba desde el auto hasta donde comenzaban las huellas que dibujaron sobre el asfalto los neumáticos al frenar. No había nada, solo esas marcas.

Trataba de comprender qué había pasado. Caminé en círculo, rodeando el vehículo a cien metros de distancia. Mi auto había quedado encendido, con las luces de las balizas parpadeando y de costado a la ruta, mirando una de esas inmensas paredes de piedra con formas de rostros que aún hoy me impresionan.

Luego de unos quince minutos de cavilaciones, los latidos de mi corazón se fueron suavizando. Estaba más tranquilo. «Locuras mías», pensé y volví a sentarme en el auto, dispuesto a continuar mi camino.

Aceleré. Quería llegar lo más rápido posible a San Vicente. Sin embargo, sentía como si alguien me estuviera observando desde atrás, como si me persiguieran. Sabía que eso no tenía sentido, pero la imagen del rostro del joven observándome antes de que lo chocara se repetía en mi cabeza una y otra vez. Todavía me quedaban unos cuantos kilómetros para hacer y la niebla que inundaba el interior del auto no se iba, pese a que viajaba con las ventanillas abiertas.

Decidí pasar la noche en un hotel de ruta, cerca de una rotonda, y telefoneé a casa para avisar que llegaría al día siguiente. Aunque mi esposa no creyó lo que le conté sobre el accidente, entendió, por el tono de mi voz, que tampoco me había quedado allí para salir a divertirme con algunos colegas.

Al otro día emprendí mi regreso a Posadas y llevé el auto al lavadero. No sé cuántas cosas probaron para quitarle el olor, pero se fue cuando quiso.

Los días pasaron y les conté lo que me había sucedido a algunos colegas, comerciantes de la ruta que también se ganan la vida recorriendo pequeños pueblos y ciudades del interior. Ellos tampoco le encontraron una explicación al hecho, ninguno había vivido una experiencia similar, pero desde entonces se quedaban conmigo en el pueblo si me ganaba la noche o salíamos en caravana. Había tomado la decisión de no volver a viajar de noche por esa ruta, porque no quería vivir otra vez la horrible experiencia de cruzarme con alguna cosa parecida.

Brujería

Arturo y Silvia eran muy alegres, estaban de novios desde hacía dos años y pertenecían al grupo de jóvenes de la iglesia de la ciudad misionera de El Dorado. Corría el año 1996, y todos los sábados los dos se juntaban con su grupo para practicar algún deporte o para ayudar en la iglesia, ya sea limpiando la capilla, organizando eventos parroquiales o dando clases de catequesis a los niños del barrio. Era una pareja muy unida, y se amaban como solo se puede amar al primer amor.

José también estaba en el grupo de jóvenes y odiaba esa relación o, mejor dicho, odiaba que Silvia fuera tan feliz con Arturo y no con él. José la conocía desde la escuela primaria y la adoraba. Le encantaban sus gestos, se reía hasta con el simple hecho de recordar alguna actitud de ella y soñaba con el momento en que pudiera tenerla en sus brazos, casarse con ella, tener hijos parecidos a ella y vivir juntos para siempre.

A sus dieciocho años, José estaba por terminar la secundaria, pero solo tenía en mente una cosa: conquistar a Silvia, convencerla de su enorme y eterno amor e irse con ella a otra localidad, para continuar allí con sus estudios terciarios, y muy lejos de Arturo.

Faltaban solo dos meses para finalizar la cursada cuando José puso en práctica su plan. Buscó aliados y comenzó a difamar a Arturo y a tratar de poner a Silvia en contra de su amado. Hizo todo lo que pudo por separarlos, pero nada logró. Parecía que, cuanto más hacía para distanciarlos, ellos más se querían y más avivaban la llama del amor.

Los celos de José fueron sembrando veneno en su amor propio. Las derrotas acumuladas se sucedían vertiginosamente y ya no soportaba verlos juntos. Todos los amigos que tenían en común le recordaban lo apasionados que estaban los dos y no aguantó más. Una tarde de martes, en vez de ir a jugar al fútbol como era su costumbre, fue a ver a una mujer que se dedicaba a la hechicería. Sus concepciones religiosas se cruzaban con el paganismo que vive en la mayoría de las personas que habitan Misiones. Primero con culpa, después con duda, pero lo hizo guiado más que nada por su amor propio, herido en lo más profundo.

Llegó a una precaria vivienda y entró. Durante unos cuarenta minutos, le contó su problema a una mujer mayor de ojos hundidos, que lo observaba en silencio.

Cuando salió a la calle, miró el cielo y vio que las primeras estrellas comenzaban a brillar en lo alto, caminó despacio e indeciso por las calles que lo llevaban a su barrio. Silvia y Arturo también vivían en el mismo sitio, tal vez pasaría por la casa de alguno de los dos, aunque lo pensó mejor, no quería volver a verlos juntos, y desvió su recorrido.

Pasaron los días y los jóvenes enamorados no se cruzaron con José en ninguna de las actividades que normalmente compartían. Siguieron con sus vidas sin extrañarlo mucho, Silvia ya le había contado a Arturo sobre las declaraciones de amor de José y ambos preferían no verlo. Era mejor dejar que pasara el tiempo, que José se olvidara de ella.

Una semana después, Arturo estaba cortando el pasto de su casa cuando encontró una bolsita de terciopelo negro. La podadora la había cortado y de su interior salieron muchas cintas de colores. Las observó con detenimiento, parecían aceitadas y estaban algo sucias. Restándoles importancia, las colocó junto a las hojas secas y el pasto cortado y las quemó.

Desde esa tarde, la relación con Silvia empezó a cambiar. Dejaron de verse tan seguido y, por una u otra razón, ya no se hablaban. Arturo comenzó a sufrir una rara afección en la piel. Le salían ampollas que le causaban gran picazón y, cuanto más se rascaba, más le salían. Estuvo tan ocupado con sus heridas que no pudo ir a ver a Silvia, quien a su vez se encontraba atravesando una inexplicable depresión.

Así fue que ninguno podía aliviar su mal. Arturo visitaba médicos que no lograban curarlo, y Silvia preparaba su bolso para viajar a Buenos Aires, tratando de escapar de su casa sin saber por qué.

Los días fueron pasando, Arturo perdió fuerzas y su salud empezó a desmejorar. Sus amigos de la iglesia y el sacerdote rezaban por él, haciendo cadenas de oración. Por su parte, Silvia no había sentido la necesidad de ir a verlo y había preparado todo para irse a vivir con una tía a la localidad de Temperley.

Mientras Arturo agonizaba en el sanatorio, el obispo se enteró de su situación. Y, como lo conocía muy bien, les ofreció a los padres del joven llevárselo a su casa. Después de tres semanas en la casa del obispo, Arturo recuperó el conocimiento y sus heridas comenzaron a sanar. Poco a poco fueron cicatrizando las llagas que invadían su cuerpo y, aunque había quedado muy marcado, ya no le causaban dolor. Pudo incorporarse y recuperar la lucidez de antes. Cuando el religioso lo llevó curado a su ciudad natal, ya habían pasado tres meses.