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TEENAGE

La invención de la juventud 1875-1945

TEENAGE

La invención de la juventud 1875-1945

JON SAVAGE

Prólogo de Servando Rocha

Illustration

Teenage. La invención de la juventud 1875-1945

Savage, Jon

Teenage. La invención de la juventud 1875-1945/ Savage, Jon [traducción de Enrique Maldonado Roldán].

Madrid: Desperta Ferro Ediciones, 2018. – 704 p. ; 23,5 cm – 1.ª ed.

ISBN: 978-84-122079-6-5

94”1875/1945” 316.723

316.346.32-053.6

TEENAGE

La invención de la juventud 1875-1945

Jon Savage

Título original:

Teenage. The Creation of Youth 1875-1945

© Jon Savage 2007, 2008

© de esta edición:

Teenage. La invención de la juventud 1875-1945

Desperta Ferro Ediciones SLNE

Paseo del Prado, 12 - 1.º derecha

28014 Madrid

www.despertaferro-ediciones.com

ISBN: 978-84-122079-6-5

Traducción: Enrique Maldonado Roldán

Diseño y maquetación: Raúl Clavijo Hernández

Coordinación editorial: Mónica Santos del Hierro
Producción del ebook: booqlab.com

Primera edición: noviembre 2018

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados © 2018 Desperta Ferro Ediciones. Queda expresamente prohibida la reproducción, adaptación o modificación total y/o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento ya sea físico o digital, sin autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo sanciones establecidas en las leyes.

Para Joseph Leslie Sage
(Cruz Militar Británica)
y para
Margaret Dorothy Sage.

ÍNDICE

AGRADECIMIENTOS

PRÓLOGO

INTRODUCCIÓN

PRIMERA PARTE 1875-1904

CAPÍTULO 1 El cielo y el infierno

Marie Bashkirtseff y Jesse Pomeroy

CAPÍTULO 2 Nacionalistas y decadentes

La contrarrevolución europea

CAPÍTULO 3 Hooligans y apaches

Delincuencia juvenil y medios de comunicación de masas

CAPÍTULO 4 «Una repentina visión del paraíso»

L. Frank Baum y el país de los sueños de Oz

CAPÍTULO 5 El siglo de Estados Unidos

G. Stanley Hall y Adolescence

SEGUNDA PARTE 1904-1913

CAPÍTULO 6 Peter Pan y los Boy Scouts

La juventud imperial británica

CAPÍTULO 7 Novatos de instituto y mano de obra juvenil

Adolescencia e industria en Estados Unidos

CAPÍTULO 8 Wandervogel y neopaganos

Movimientos de vuelta a la naturaleza en Europa

CAPÍTULO 9 Nickelodeons y danzas animales

La economía estadounidense de los sueños

TERCERA PARTE 1913-1919

CAPÍTULO 10 Invocación

La brecha generacional en Europa

CAPÍTULO 11 Sacrificio

Los caídos y los jóvenes contra los viejos

CAPÍTULO 12 Los que tenían doce años

Delincuencia juvenil y la Gran Guerra

CAPÍTULO 13 Bandas de jazz y doughboys

La juventud estadounidense llega a Europa

CUARTA PARTE 1919-1929

CAPÍTULO 14 Conmociones de posguerra

Los Fascisti, los Bunde alemanes y la Woodcraft Folk

CAPÍTULO 15 Caídes y reinas de Saba

El mercado juvenil en Estados Unidos

CAPÍTULO 16 El complejo de Cenicienta

Problemas de la cultura de masas estadounidense

CAPÍTULO 17 El afán de placer

La Bright Young People

QUINTA PARTE 1930-1939

CAPÍTULO 18 Soldados de una idea

Las Juventudes Hitlerianas

CAPÍTULO 19 Los niños vagabundos y el New Deal

Los adolescentes estadounidenses en la Gran Depresión

CAPÍTULO 20 Biff boys y la amenaza roja

La polarización de la juventud británica

CAPÍTULO 21 Jitterbugs y cuadrados

El swing y el consumismo juvenil en Estados Unidos

SEXTA PARTE 1939-1943

CAPÍTULO 22 Conquistadores y líderes supremos

Las Juventudes Hitlerianas en la guerra y en Alemania

CAPÍTULO 23 Reclutas reacios y héroes socialistas

La juventud británica en la guerra

CAPÍTULO 24 Sub-debs y reclutas

Los adolescentes estadounidenses en clase y en los barracones

CAPÍTULO 25 La Swingjugend y los zazús

El swing en la Europa nazi

CAPÍTULO 26 Zoot-suiters yVictory Girls

Disturbios en Estados Unidos

SÉPTIMA PARTE 1943-1945

CAPÍTULO 27 Pacíficos invasores

Los soldados estadounidenses y la juventud británica

CAPÍTULO 28 Helmuth Hübener, La Rosa Blanca y Ana Frank

Resistencia en la Europa nazi

CAPÍTULO 29 Teenage

El lanzamiento de Seventeen

CAPÍTULO 30 Año cero

El triunfo del teenager

BIBLIOGRAFÍA COMENTADA

CRÉDITOS DE LAS IMÁGENES

Illustration

Tarjeta comercial: «Juventud». Primeros años del siglo XX.

AGRADECIMIENTOS

Aunque es mi nombre el que aparece en portada y el resultado final es mi responsabilidad, muchas personas se han visto implicadas en la redacción de este libro. Me gustaría dar las gracias a las siguientes:

Por la aportación de ideas, información, comentarios fundamentados y documentación poco conocida (en orden alfabético): Vince Aletti, Alan Betrock (DEP), Adair Brouwer, Martin Chalmers, Steve Chibnall, Colin Fallows, Simon Frith, Mike Gallagher (Gallagher Collectibles), Paul Gilroy, Philip Hoare, Stephen Humphries, Ian Sinclair, Neil Spencer. Gracias también a Michael Hearn por los datos sobre L. Frank Baum y el mundo de Oz; Sheila Jones, de la biblioteca Beaumaris, por localizar varios libros raros; Mott R. Linn, coordinador de archivos y colecciones especiales en la biblioteca Robert Hutching Goddard de la Universidad Clark; Dorothy Sheridan y Joy Eldridge del Mass-Observation Archive (Universidad de Sussex).

Por su amistad y apoyo emocional o práctico (en orden alfabético): Vince Aletti, Nicola Barker, Stuart Baxendale, Ian Birch, Dorothy Bleakley (DEP), Michael Bracewell, Fudge Bradley (DEP), Liz Bradley, Amanda Brown, Peter Brown, Peter Burton, Murray Chalmers, Caroline Cowell, Colin Fallows, Stuart Ferraris, Paul Fletcher, Simon Frith, Laurence y Gabriel Gane, Paul Gilroy, Dave Godin (DEP), Penny Henry, Raymond Hughes, Brian Jackson, Harri Jones, Joanna Laxton, Ged Lynch, Ian MacDonald (DEP), Gillie McEwen, Johnny Marr y Angie Marr, Rhys Mwyn, Renate Noller, Thom Oatman, Patti Palladin, Penny Perrin, Lucy Pilkington, Geoff Powell, Henry Priestman y Jackie Priestman, Gwyndaf Pritchard, Arthur Roberts, Markie Robson-Scott, Peter Rogers, Chris Salewicz, Tracey Scoffield, Neil Spencer, Neil Tennant, Jenny Thomas, Ben Thompson, Paul Tickell, Nest Tomos, Chloe, Mike y Sarah Walczak, John Wardle, Stuart Williams, Sharon Wilson y Jon Wozencroft.

Por encargarme el libro tiempo atrás, en el siglo XX: Jonathan Burnham y Wendy Wolf. Por la investigación de las imágenes, Marshall Walker y Lily Richards. Por el diseño del libro, Carla Bolte; por el diseño de la portada, Greg Mollica; y por seguir la pista de todo ello, Sharon González. Por hacer tan buen trabajo en la edición y corrección, Roland Ottewell y, finalmente, por transcribir y mecanografiar bajo presión, Marc Issue Robinson.

Por su asistencia, ánimos, crítica y todo su gran esfuerzo, me gustaría agradecer específicamente a mis editores, Wendy Wolf y Jenny Uglow, y a mis agentes, Tony Peake e Ira Silverberg. Vuestra ayuda fue inestimable.

Por último, me gustaría mencionar a algunos de los miembros de mi familia que estaban vivos durante el periodo que abarca el libro: Malcolm James Grant, Dorothy Louise Grant, Joseph Leslie Sage, Margaret Dorothy Sage, Dorothy Bleakley y la tía abuela a la que nunca conocí, Gladys Pearl Grant. Este fue vuestro tiempo.

PRÓLOGO

Jóvenes bárbaros de hoy

■ ■ ■

Jóvenes bárbaros de hoy: entrad a saco en la civilización

decadente y miserable de este país sin ventura.

Alejandro Lerroux, ¡Rebeldes! ¡Rebeldes!, 1906.

Brooklyn parecía un territorio de guerra. El paseante debía prestar mucha atención. Las pintadas eran advertencias, códigos de ese otro mapa de la ciudad cuyas fronteras, sin embargo, estaban perfectamente delimitadas. Había que memorizarlas y, sobre todo, respetarlas. El peligro llegaba al entrar en la zona de influencia de los despiadados Cobras, que solían enfrentarse a Scorpions, Jaguars, Demons o Daggers, entre otras decenas de bandas juveniles, todas ellas expertas en la lucha cuerpo a cuerpo, el navajazo y las siempre temidas cadenas. Rovers y Stompers, dos bandas fuertes y cohesionadas, solían ayudar a los Cobras cuando las cosas se ponían feas. El periodista Harrison E. Salisbury, en un ensayo clásico de los estudios culturales, The shook-up generation, publicado en 1958, los conoció y escribió sobre ellos. Su análisis formaba parte del paisaje cultural, de todo eso que ocurría y tenía su epicentro en los jóvenes.

Aquel fue el año de Eddie Cochran y su «C´mon everybody», pero también de las bandas de motoristas salvajes y de la jukebox. Discos, libros y películas funcionaban como talismanes, mientras los crímenes se sucedían. La prensa aseguraba que estaban protagonizados por «bandas negras». El verano siguiente, conocido en toda Francia como «el verano de los blousons noirs», no fue mejor: la subcultura francesa, inspirada en la cultura anglosajona, especialmente en el rock and roll, las motos y la imagen de chaquetas negras, imponía su dominio en la periferia urbana. Tuvo sus réplicas en toda Europa, más o menos similares, pero adaptadas al contexto de cada país. Con el auge del rock and roll y la cultura que arrastró, casi no se salvó ningún país de la oleada de cuero negro y brillantina. En el Reino Unido surgieron los teddy boys, con su impecable imagen desviada del look eduardiano; en Alemania, los Halbstarken, excesivos y homoeróticos, sembraron el terror en el Berlín occidental y se extendieron por Austria y Suiza; los nozem holandeses (antecedentes de los radicales provos), desbordaron a la policía; los skunafolke suecos, durante la noche de San Silvestre de 1956 destrozaron decenas de escaparates en Estocolmo; o los vitelloni italianos, detenidos en grandes redadas. La lista es extensa, pero los rasgos eran similares. Se hablaba de crimen, salvajismo y de «el problema de la juventud».

La historia traficó con la literatura. Aunque se movía en los límites de la no ficción, se vendía también como subproducto pulp. Cada semana se publicaban cientos de libros, revistas, películas o canciones que alertaban y ponían en guardia a los adultos ante una ciudad convertida en bestiario. Los jóvenes se volvieron «misteriosos» y hasta los mismos sociólogos se preguntaban a qué obedecía aquella violencia, qué fuerza «misteriosa» les empujaba a hacer lo que hacían y a ser lo que (ya) eran.

Un siglo antes de Cobras, Scorpions o Jaguars, la composición de las bandas era distinta. Hasta el final de la Segunda Guerra Mundial la mayoría de las pandillas no estaba integrada solamente por adolescentes precoces. También había adultos. Los más mayores imponían su propia ley y la jerarquía pasaba de unos a otros según caían presos o fallecían en choques con bandas o la policía. Cuando terminó la guerra, todo pareció cambiar. Por vez primera se habló de la «juventud» como fenómeno. Hasta entonces, decir «gamberro» era poco frecuente. Los jóvenes eran «muchachos». Se atendía a un hecho biológico, pero no cultural: no existía una cultura creada por y para ellos, lo que llegaría en aquellos años, precisamente.

Teenage. La invención de la juventud (1875-1945) es un relato entre dos mundos, una odisea entre el joven a finales del siglo XIX, donde comienza el libro, y ese pavoroso Brooklyn de la posguerra. Es todo eso que sucedió entre bambalinas y que puede ayudar a explicar la locura desatada ante la muerte del actor Rodolfo Valentino en 1926, cuyo suicidio revivió una extraña conexión entre estrellas de cine y, posteriormente, cantantes pop con Goethe, el autor de Penas del joven Werther, publicada en 1774, quien contempló aterrorizado cómo se desató una oleada suicida en varios países a causa de su novela. Aquellos primeros fans del personaje de una novela en la que sufría por amor y terminaba quitándose la vida, se suicidaban tal y como lo hacía este. La imitación era casi perfecta. La ficción se hizo terriblemente real. Y luego Frank Sinatra, como primer músico adorado de forma masiva por la juventud.

Esta arqueología del fan concluye aquí, con la revuelta de los zoot-suiters o las primeras revistas para adolescentes. Aquello que cuenta –y, sobre todo, cómo lo cuenta– es una apasionante y, al mismo tiempo, apasionada prehistoria de bandas como los Cobras, subculturas como los teddy boys, jóvenes existencialistas y letristas franceses, ingleses airados, punkis y rockers, el camino que condujo a una juventud ya constituida como clase y, durante los sesenta, con hogueras ardiendo en distintas partes del mundo y convertida ya en un «sujeto revolucionario» que alcanzó su punto culminante, el sueño hecho realidad de marxistas y amantes de los estudios culturales, cuando esos mismos blousons noirs, antecedentes de la racaille de los suburbios parisinos, se unieron a los estudiantes y obreros en los combates callejeros del Mayo francés. Savage, habituado a la arqueología subcultural de los individuos y clases desviadas (su England’s dreaming es, probablemente, el mejor libro sobre punk rock, igual que Awopbopaloobop Alopbamboom, del gran Nik Cohn, lo es del pop y el rock and roll), narra una historia secreta de la juventud como conspiración de iguales. Lo que viene a desvelarnos en esta obra brillante e insuperable (nadie, durante décadas, osará atreverse a emularlo), es lo que sucedió antes de la historiografía oficial del joven como sujeto, mucho antes de que la «juventud» se convirtiese en un fenómeno, antes de Nik Cohn, antes de prácticamente todo.

Pero… no quiero adelantarme. Savage lo cuenta de forma magistral. Es una lectura para leer con una sonrisa un tanto malévola, un gesto de desaire y, por supuesto, un cuaderno de notas a mano. Es lo que hice yo cuando una tarde, durante una visita a Londres, me hice con la primera edición de esta obra que es ya un clásico. Al abrir su primera página, me lleve una gran sorpresa: el ejemplar iba firmado por su autor. Lo siguiente fue pasar otra página, y luego otra, y otra más. Parar, darme un respiro, seguir, y… levantar la vista. Al hacerlo, para mi sorpresa, lo que descubrí era que su epopeya teenager también había sucedido aquí. Así que quizá, para partir con cierto orden (algo que es un sinsentido, porque este libro también trata del desorden y la pasión por ponerlo todo patas arriba) es bajar a la calle y ver la sombra de las tribus del relato de Savage en nuestras mismas ciudades. Es como un rumor no tan lejano. Un destello que tiene su propia y, en gran medida, historia secreta.

■ ■ ■

El anciano rey Lear, al sentir que su fin está cerca, deja la dirección de su reino a sus tres hijas. Piensa que, de este modo, podrá vivir tranquilo el poco tiempo que le queda. Sin embargo, sus hijas se vuelven contra él. El monarca, desconsolado, se siente abandonado por su malvada e ingrata prole. Este era el argumento de El rey Lear de Shakespeare, un relato enmascarado que escondía otros tantos. En «Viejos y jóvenes», un artículo publicado en Madrid Cómico en 1898, el año del Gran Desastre, se defendía a la juventud, mientras por todas partes se acusaba a los jóvenes de bárbaros, salvajes, sucios. Son los pérfidos «hijos del rey Lear». «“Los hijos de Lear”, así llama un distinguido escritor, amigo mío, a la juventud contemporánea», afirma su autor, Emilio F. Vaamonde, que, no obstante, los defiende: «Los viejos nos gobiernan; los viejos nos juzgan; los viejos nos divierten… Política, ciencia, arte... todo está en manos de los viejos. Ellos han levantado y ellos habitan el deleznable edificio social que hoy se viene abajo: ellos son los únicos responsables de su obra». «Los hijos de Lear», para burgueses, aristócratas y gente de orden, serían los jóvenes melenudos y decadentes, todos esos protagonistas de nuestra particular prehistoria hispana del teenager, mucho antes del yeyé y del pandillero, del quinqui o del castizo navajero.

Había llegado la «Santa Bohemia», como se conocía a aquella generación de poetas, escritores y tipos de dudosa reputación como Antonio Palomero, Manuel Reina, Pedro Barrantes (que publicaba con el seudónimo de «El Emperador de los Zarrapastrosos») y, sobre todo, Alejandro Sawa, nuestro auténtico enfant terrible de aspecto desastrado, melenudo y siempre en compañía de su perro. Eran jóvenes que combatían la vieja idea de España y se enfrentaban a los viejos (dicho así, sin tapujos y como una afrenta: viejos) a los que acusaban de inmovilismo y servilismo. Tomaban drogas y bebían ajenjo, el elixir de la bohemia. Se les encontraba en bares y cafeterías y exhibían un gusto extrañamente necrófilo (años más tarde, el escritor Emilio Carrere, protagonista de la siguiente oleada bohemia, se quejaría de que todos los jóvenes que llegaban a la capital en busca de fortuna y fama acudían a rendirle honores a su casa y, seguidamente, le proponían una visita al… cementerio). Gente como Sawa, que había vivido en París y conocido a Paul Verlaine, que hasta le dedicó una foto, o Pedro Luis de Gálvez, posiblemente el más desastrado, estrafalario y también peligroso de los poetas sablistas (al llegar la guerra, ya convertido en comisario político y antes de morir fusilado acusado del asesinato de varias monjas, blandía amenazante una pistola: «Es justo, pues que tenga / dolores, / viva lleno de sinsabores / y desee que la muerte venga», confesó en su poema «Trampolín»), proclamaban el final de una idea de España y anunciaban, látigo en mano, la llegada de una juventud rebelde.

En Iluminaciones en la sombra, Sawa lanza un violento «¡Viva la juventud!», aunque seguidamente advierte de que «a condición de que no dure toda la vida». Rechaza la vida escogida por los otros jóvenes, aquellos que aspiran a un sueldo miserable a costa de vender su fuerza de trabajo o sus poemas, toda su energía vital, «esta juventud española de ahora que huele a sacristías», afirma. Había otra juventud, pero no se distinguía de la decimonónica. La juventud pasaba fugaz. No existía ningún ritual de paso. Se vivía por y para ser adulto. Igual que había otra juventud también había otra bohemia, la burguesa, conocida como la «bohemia divina», esa que podía permitirse viajes y lujos y no las copas de vino barato y maloliente del ejército comandado por Sawa. Ricardo Baroja, líder junto con Ramón del Valle-Inclán de la tertulia del Café de Levante, en Gente de la generación del 98 describe así a esa bohemia «auténtica»: «Los bohemios dormían en casas de huéspedes, comían en restaurantes baratos o en alguna taberna. Su verdadera morada era el café. [...] Vivían como podían, a salto de mata. Escribían en periódicos que, o no pagaban o lo hacían muy mal; pintaban cuadros que no vendían; publicaban versos que no quería nadie. [...] Iban a las librerías de lance a liquidar restos de edición, ejemplares de libros regalados, a los que ni siquiera se arrancaba la dedicatoria escrita en la primera hoja. En cuanto reunían unas pesetillas se hundían en el café a charlar, a discutir, sin importarles un pito lo futuro. No había porvenir que se extendiera más allá de una semana. [...] Muchos de aquellos compañeros podían pasar dos o tres días sin otro alimento que café con leche con media tostada o el chocolate de la churrería».

Sawa, igual que el resto de jóvenes, son o aspiran a ser como Rimbaud, paradigma de todos ellos: se encuentran con la ciudad en expansión y el progreso y se alían con los desheredados de la urbe, la chusma agonizante, prostitutas y gente de mal vivir, gays y delincuentes que ocupan los divanes de los cafés, frecuentan tertulias y se alían con cupletistas, apaches y sicalípticas. Todos y todas luchan por la vida. Esa ciudad, que como Madrid, Barcelona o Valencia, entre tantas otras, había experimentado un gran desarrollo, será su campo de operaciones. Pero primero había que transmutar su aspecto para acercarla a París, buscar sus propios cuarteles (bares, antros, librerías de viejo), coquetear con lo demoníaco. Si la mayoría de los movimientos juveniles europeos urbanos de la época, como los que retrata Savage, estaban inspirados en el flaneur, el eterno paseante, el nómada, el voluntario vagabundeo, aquí sucederá lo mismo. Se vive por y para la noche. Los cafés cantantes, abiertos toda la noche, son su refugio. Allí no impera el odiado orden burgués; entre sus paredes se desvanece el viejo mundo, funcionan otras reglas: se vive de otra manera.

Así, muchos jóvenes bohemios se convirtieron en pequeños delincuentes y se habituaron a su contacto con la prostitución. A veces, incluso, vivían en una delgada frontera con la indigencia, pero no por gusto, sino por creencia en un determinado estilo de vida, en una moral. Aquel desastre exterior que exhibían era, al mismo tiempo, un orgullo de clase, la del malditismo, pasando las noches junto a la Rubia, la Zoila, la Escarolera o el Varillas, todos ellos travestidos madrileños asiduos a las tertulias, bronquistas del paisanaje noctámbulo y seres trágicos hermanados con literatos sin fortuna, chulapos de tres al cuarto o, directamente, golfos tatuados. En Barcelona, las luminarias hamponas tenían nombres como los de la Paco, la Gallega, la Viola, la Pescadera, la Fideos, la Temblorosa o la Cristales. Barrantes, aquel «Rey de los Zarrapastrosos», antes de su sorprendente conversión al catolicismo por la que renegaba de los vicios del pasado, publicó el poemario Delirium tremens (1890), donde incluyó una «Sátira contra las mujeres que parecen honradas y no lo son». En su poemario, que se convirtió en un breve best seller de la época, se sucede el alcoholismo, el deambular sin rumbo y la alucinación. Tras polemizar e insultar a militares (como el general Camilo Polavieja, a quién describe como «De facciones retrógradas sectario. / Corta estatura. Corta inteligencia» y asegura que «fusila con la misma indiferencia / con que pasa las cuentas del rosario») o al jesuita Cándido Sanz, al que acusa de ser un pederasta («Pero sin duda tales halagos / placer le causan muy singular, / pues corresponde con palmaditas / dadas con mimo sobre la faz, / y pellizquitos entre las piernas / de los que forman su troupe filial»), fue condenado y encerrado en la cárcel Modelo, donde vivió todo un calvario de torturas que incluyó la ingestión de matarratas. A punto de morir, agonizante y con el intestino perforado, lo amontonaron junto a cadáveres de ajusticiados, pero revivió en una fosa común del cementerio del Este. Tras quitarse de encima la cal viva, se sumó a los jóvenes bárbaros del colérico Lerroux, de quien se convirtió en lugarteniente. En «Soliloquio de las rameras», otro de sus poemas, Barrantes escribe: «Un mísero tabuco es nuestra casa; / negro está y desconchado la pared. / La canalla va allí cuando la abrasa / del gran deseo, hidrópica la sed. [...] / Somos bestias humanas, no sabemos / lo que es amor, decoro y honradez, / ni aprenderlo tampoco pretendemos, / pues no aprendimos más que lo soez. / Cuando ya no servimos para nada, / nos echan del abyecto lupanar, / y ya nuestra existencia degradada / arrastramos sin lecho y sin hogar».

Muchos de ellos, iconoclastas y mordaces, se contaban entre las filas de lo que se llamó «anarquistas literarios», aquellos que hacían de la juventud una bandera y no dudaban en mostrar sus simpatías hacia el anarquismo de acción en la época de los atentados anarquistas. Sawa, en «Juvenilia», un artículo publicado en El Globo en 1903, explica por qué «la juventud española se muestra adusta y desdeñosa con sus mayores». Primero, pone en guardia al lector con un desafiante «vais a saber por qué». El rencor, afirma, se alimenta del desastre del 98, de la pérdida de las colonias y la carnicería que sufría la soldadesca española, siempre proletarizada. Al regresar derrotados, parte del populacho y muchos periodistas los culparían de falta de heroísmo e insuficiente ardor en la defensa de la patria maltrecha. Esos mismos antiguos soldados, con el tiempo y tras intentar sobrevivir como matones o vigilantes de casas de juego, aparecerán muertos en una auténtica epidemia suicida que se vivió al despuntar el siglo. Se tiraban de los puentes, tomaban cianuro o se lanzaban a las ruedas de los coches.

Sawa, indignado, arremete contra el arribismo de los padres de la nación, la mediocridad de las instituciones y la podredumbre generalizada. Lo que provocan todas esas miserias es una juventud en combate contra los viejos y lo viejo: «Esos, esos recuerdos y la rebelde e impía terquedad de los viejos en no ceder los puestos que, contra toda ley moral y natural, ocupan como por usufructo vitalicio, es lo que forma el sedimento rencoroso de la juventud de ahora», advierte. Un poco después, en una serie de artículos titulados precisamente «Juvenilia» y publicados en La Lucha (1904), anuncia que las turbas de jóvenes hambrientos, aquellos que sueñan con un porvenir en un periódico y en un oficio, al no tenerlo y ser despreciados y forzados a alistarse en las huestes del hampa, se vuelven escépticos o, peor aún, malvados. Lo siguiente será el apache, la navaja siempre a mano, la mirada aviesa. Barbudos y con melenas, algunos con sombrero de ala ancha, vestidos de forma ostentosa pero a base de trajes gastados y sin planchar, siempre de negro, dispuestos a derrocar a los viejos, a la vieja España, arremetiendo incluso contra los literatos jóvenes y la pretendidamente progresista bohemia modernista, formada por hijos de familias burguesas: «Jóvenes son todos aquellos que tengan dentro del pecho un corazón liberal –señalaba un artículo de comienzos de siglo titulado “Gente nueva”–; los que entiendan la existencia como un sacrificio fecundo para el porvenir; los enamorados del ideal que tuvo poder bastante para remozar a Fausto. Los pocos años no son la juventud. Pidal era ya un fósil a las pocas horas de ser engendrado, Larra si continuase viviendo sería tan muchacho como cuando le apuntó el bozo».

Capas, melenas, viejas pipas o barbas. También tenían su propia jerga, su lenguaje conquistado. Cuando José Martínez Ruiz, uno de los defensores más ardientes de ese anarquismo bohemio o de la bohemia ácrata, comenzó a publicar sus artículos, calificados por muchos de sus contemporáneos como «doctrinas locas y demoníacas», no era más que un adolescente (de él se decía, con desdén, «no es más que un niño»). Muchos periódicos se referían a esa generación como el resultado de una simple moda, un ejemplo de rebelión netamente juvenil. Se vivía así, aseguraban, hasta los veinte años. Luego uno cambiaba. Urales, en El último Quijote, publicado en La Revista Blanca en octubre de 1923, recuerda a esa generación: «La juventud intelectual tardó buen rato en llegar y así que iba entrando, se dividía en varios grupos. En uno, estaba Rosendito rodeado de varios jóvenes pálidos, sucios y cabelludos; algunos fumaban enormes pipas; casi todos usaban lentes y llevaban un libro en la mano. Eran estos los llamados modernistas». Lo mismo que Ramón del Valle-Inclán, que en «Madrid de noche» (1892) los describe saliendo a tomar la noche, ese momento en que «los bohemios, semejantes a aves nocturnas, bajan de sus guardillas, ateridos de frío, las manos hundidas en los desgarrados bolsillos del pantalón y embozados en vieja capa, cuando no a cuerpo gentil; metidos en una levitilla lustrosa y bisunta, abrochada hasta debajo de la barba. Es cosa de ver aquellas figuras pálidas y desaliñadas; con el cabello largo y revuelto, que asoma en desiguales mechones por debajo del sombrero, puesto siempre al desgaire».

Federica Montseny, hija de Federico Urales, fundador de la legendaria publicación libertaria La Revista Blanca, no dudaba al afirmar que «todas las juventudes son revolucionarias». En esos años, incluso escritores y jóvenes fogosos y beligerantes como Ramiro de Ledesma, falangista envuelto en filosofía alemana, hacían llamadas al quijotismo defendido por Miguel de Unamuno quien, sin embargo, atacó duramente a modernistas y decadentes en su artículo «Los melenudos», calificándolos de mediocres y faltos de originalidad. Su oposición era literaria. La «gente nueva», como también se les conocía, afirmaban defender un arte igualmente «nuevo» del cual Unamuno renegaba. Fue él quien contestó al artículo «Viejos y jóvenes», publicado en Madrid Cómico, y rompió una lanza en favor de los viejos: «Nada más justo que el “no hay que empujar”», afirmó lastimosamente. Unamuno, contradictorio y durante un tiempo punta de lanza de una juventud no dispuesta a poner la otra mejilla, sería venerado por facciones falangistas antes de su repudio y célebre descalabro final en la Universidad de Salamanca. Este fue el germen de lo que vendría a continuación y que, décadas más tarde, a mediados de los treinta, desembocaría en tropas de asalto falangistas formadas por jóvenes que imitarán al fascio, a las juventudes militantes dispuestas a no dejar piedra sobre piedra.

En 1906, mientras en Alemania se multiplicaban los grupos Wandervogel y neopaganos, el españolista y anticlerical Alejandro Lerroux publicó un manifiesto que recordaba la furia del inminente futurismo italiano. El texto, que alcanzaría una gran repercusión, era un llamamiento a la violencia iconoclasta en manos de los jóvenes. «¡Rebeldes!,¡Rebeldes!», como se titulaba, fue inicialmente difundido por el periódico ¡Cu-cut!, un semanario satírico catalanista cuya redacción sería asaltada por militares por la publicación de una viñeta en la que se ironizaba sobre las derrotas del Ejército español. «Jóvenes bárbaros de hoy: entrad a saco en la civilización decadente y miserable de este país sin ventura –proclamaba el manifiesto–; destruid sus templos, acabad con sus dioses, alzad el velo de las novicias y elevadlas a la categoría de madres para virilizar la especie. Romped los archivos de la propiedad y haced hogueras con sus papeles para purificar la infame organización social. Penetrad en sus humildes corazones y levantad legiones de proletarios, de manera que el mundo tiemble ante sus nuevos jueces. No os detengáis ante los altares ni ante las tumbas... Luchad, matad, morid». El texto tuvo un gran eco. A partir de entonces, los disturbios callejeros y ataques a católicos parecían haber sido alimentados por aquellos espectrales jóvenes bárbaros. Se reclamó la detención de Lerroux por exaltar el crimen y promover la violencia anticlerical, incluso el asesinato. El político se defendió escudado en las licencias de la retórica. Sus jóvenes bárbaros, como se conocía a sus seguidores más jóvenes, tenían su propio local en la calle Relatores de Madrid. Resultaban amenazantes: era la idea junto al puño americano. Lerroux, por entonces, igual que todos, aún los llamaba «muchachos»: «Muchachos, haced saltar todo eso como podáis: como en Francia o como en Rusia. Cread ambiente de abnegación. Difundid el contagio del heroísmo. Luchad, matad, morid», proclama al final del manifiesto.

Los futuristas italianos, a su vez, firmaron manifiestos similares. El pasado debía perecer bajo el rodillo y el puño futuristas. El propio Filippo Tommaso Marinetti, su fundador, en junio de 1910 lanzó el manifiesto «Proclama futurista a los españoles», expresamente escrito para ser publicado en Prometeo, revista modernista, y secundado por Ramón Gómez de la Serna (aunque con el seudónimo de Tristán). Marinetti, empleando su habitual lenguaje de guerra, advierte de la necesidad de un cambio de rumbo y de la imparable fuerza del porvenir. En caso de no atender al llamamiento, «será el momento de la república radical-socialista con Lerroux y Pablo Iglesias, que harán una incisión profunda y quizás definitiva en la carne leprosa del país –advierte–: ¡En cuanto a vosotros los jóvenes, los valientes, pasad por encima! ¿Qué hay ahí aún? ¿Un nuevo obstáculo? ¡No es más que un cementerio! ¡Al galope! ¡Al galope! ¡Atravesadle saltando como una banda de estudiantes en vacaciones! ¡Abatid las hierbas, las cruces y las tumbas!... Reirán nuestros antepasados con una alegría futurista, feliz, formidable y desusadamente feliz, por sentirse hollados por pies más pujantes y más inauditos que los suyos. ¿Qué lleváis? ¿Azadas?.... ¡Desembarazaos de ellas, porque no han hecho más que fosas funerarias!... Para devastar la tierra de la vid sombría, forjaréis nuevas azadas fundiend0 el oro y la plata de los ex-votos».

En Prometeo se sucedieron los textos de exaltación juvenil, dispuestos a dar el tiro de gracia a la ya denostada generación del 98. El propio Gómez de la Serna, en su primer número de 1908, afirma que «nuestra edad fabulosa y evolutiva nos acrecienta, allende los muertos, nos da un radio mayor y nos apaísa plus ultra de los que tienen un año más que nosotros. En la ecuación momentánea, de vejeces, en que entran todos los vivos, somos los jóvenes, los más jóvenes –mejor dicho– los más viejos, porque en la misma hora somos los más lúcidos, los más fuertes, los más vírgenes, los alambiques más ardientes, y sobre todo a los que la vida promete la mayor prórroga...». Había que derribar a toda costa el mundo heredado. «¿Qué idea sugiere a mi juventud, políticamente considerada, la España actual? –se preguntaba en la revista Pedro Ginestal al año siguiente– ¡Ay! La misma que a casi todos o todos los jóvenes: en extremo deplorabilísima. Debemos echar abajo todo este mohoso y carcomido edificio político... y después hablaremos». Quedaba todo por hacer y, al mismo tiempo, no había nada que hacer: «Aquí, en la aplastante monotonía de nuestro vivir provinciano, flota sobre todas las cosas y a todas las horas una eterna pregunta: ¿Qué hacemos? Los viejos tienen su partida de tresillo; no les falta ocupación. Cuando no hablan de caza, juegan; y luego, ya terminada la faena de los naipes, charlan otro poco de la sementera, de los noviazgos de los muchachos, de lo que hará el Alcalde en la próxima sesión del municipio. Pero los jóvenes. ¿En que nos hemos de ocupar los jóvenes?... Las niñas del Secretario tienen novio, y la sobrinita del cura también lleva relaciones; las de Sánchez Gil, el boticario, aún son jovencillas, y las otras, las de la Viuda de Trigueño, y las de Giménez Ramos, no nos gustan... No se puede ir al Casino. ¡Para qué! Siempre los mismos; la conversación de caza, la montería que se proyecta, el perro que se pone mejor que todos los demás, la perdiz que canta insuperablemente... Todo es monótono, de excesiva paz, de una inercia asesina, de un embrutecimiento pavoroso».

Más tarde, en 1918, se publicó Ultra, primer manifiesto ultraísta y dirigido de manera expresa a los jóvenes, que terminaba con una exhortación a la unidad y el ardor guerrero: «Jóvenes, rompamos de una vez nuestro retraimiento y afirmemos nuestra voluntad de superar a los precursores». Había que destruir esa insoportable «inercia asesina», el deleznable «embrutecimiento»

Mientras la facción ultraísta publicaba sus manifiestos y lanzaba sus diatribas de exaltación juvenil, los apaches franceses, surgidos durante el cambio de siglo, atravesaban la frontera huyendo de la persecución policial y se instalaban en nuestro país. Tatuados, expertos en el uso de la navaja y el ataque sorpresa, despertaron una gran fascinación en nuestro país. Y también el pánico. Se puso precio a su cabeza. Cada cierto tiempo surgían de los bajos fondos españoles, en ciudades como Madrid, Barcelona, Bilbao o Valencia. Los periodistas de sucesos, junto con la policía, hacían batidas en su busca por las chabolas y las casuchas miserables de los barrios «tenebrosos».

Joaquín Belda, en su prólogo a la novela Los señores apaches (1928), afirmó que «el apachismo, que gozó de una época de verdadero esplendor ha entrado en un lamentable periodo de decadencia». Se equivocaba en unos quince años. La Primera Guerra Mundial, con toda su atroz matanza, había acabado con cualquier posibilidad de fantasear con la violencia urbana. Pero el fenómeno ya era muy popular. Muchos golfos y golfillos copiaron su aspecto y su estilo. Otros, simplemente, huyeron de la presión policial para seguir aquí con sus fechorías. El joven apache, ese mismo que aparece en el libro de Savage, se había convertido en el criminal por excelencia y su estilo de vida despertó rápidamente la fascinación de la prensa española. Poco tardaron los periódicos, tras seguir las aventuras y desventuras de los apaches que dominaban Les Halles o Montmartre, en comenzar a hablar de su presencia en España. En algunos casos, los periodistas clamaron contra la moda, que dominaba las noticias: «¡Hay hombres honrados y sólo se habla de apaches! –protestaba La Escuela Moderna en marzo de 1911–. ¡Hay acciones de virtud, de abnegación sublimes, y no se habla más que de apaches! ¡Hay sabios que se inclinan sobre las retortas de los laboratorios, sobre los sueros salvadores, sobre los microbios asesinos, investigadores admirables de la salud y de la vida, y sólo se habla de apaches! ¿No veis que eso es lo que les alienta, lo que les impulsa al asesinado, por orgullo y por contagio? Si Eróstrato resucitase, no quemaría el templo de Éfeso. ¡Se haría apache!».

Antes, en 1904, comenzaron a aparecer las primeras referencias a apaches en suelo español. La fecha coincidió con el año de la gran batalla de La Bastilla, sucedida en agosto, cuando decenas de ellos, pertenecientes a bandas rivales, se enzarzaron en una multitudinaria pelea que dejó un reguero de muertos. Ese año, mientras en París se convertían en la gran atracción, El Imparcial publicó una columna de opinión titulada «El bolsín de la mugre», donde se denunciaba el clima de delincuencia en alza, la gran suciedad y la presencia del hampa en las calles cercanas a la Puerta del Sol, una zona que desde hacía décadas llevaba siendo uno de los epicentros del mal vivir en la capital. La zona caliente iba desde la calle Montera hasta el Café Colonial. A altas horas de la noche transitaban ladrones, prostitutas y, de pronto, también apaches. De Cavia, autor del artículo, fue de los primeros que confirmó la presencia apache en nuestro país: «Dos limpias se han hecho recientemente allende los Pirineos: una de frailes en toda Francia y otra de apaches en París. Las consecuencias de esas limpias viene a gozarla nuestra España bendita y generosa. En pos de los frailes han venido los apaches». A partir de entonces fueron frecuentes las noticias de asaltos, robos y agresiones protagonizados por apaches. La mayoría eran fácilmente detectables porque iban tatuados, entonces algo solamente habitual en marineros y presos. Hubo periodistas que incluso denunciaron indignados que en Madrid se producían cacerías indiscriminadas tan solo por lucir tatuajes.

Mientras esto sucedía, vivíamos nuestra particular belle epoque noctámbula. En los bajos fondos, en los barrios chinos y pequeños Montmartres de nuestro país (en Barcelona reinaba su inigualable barrio Chino; en Madrid su reducido barrio chino estaba en algunas calles de Lavapiés, como Amparo o de la Esgrima, donde tenían su fortín los decadentes y el hampa en tabernas, cafés cantantes y casas de dormir; en Valencia, los cenáculos del hampa estaban en el desastrado barrio de los Pescadores), la exaltación juvenil venía de la mano de cupletistas y heroínas del arte frívolo, como la Fornarina, Tórtola Valencia, Pastora Imperio, la Chelito y tantas otras.

En los años veinte, con el auge de cabarets y cafés cantantes, los music halls y la llegada de la moda francesa, en ciudades como Madrid o Barcelona apareció una nueva generación de mujeres. Su aspecto, para las convenciones de la época, resultaba rompedor: llevaban el pelo corto y vestidos también recortados, bebían y fumaban e iban en grupos de chicas. Este ejército femenino y feminista «sicalíptico» (de «sicalipsis», como derivación de «apocalipsis» por todo lo que el fenómeno tenía de tremendista en el imaginario popular), ataviado con ropas extravagantes y relacionado con la célebre morfina y la «cocó», con la mirada pálida y el maquillaje oscuro y excesivo alrededor de los ojos, fue criminalizado por un sector de la prensa, que lo acusó de libertinaje y de llevar una vida «relajada» y «disipada». Se cortaban el pelo a lo garçon; muchas lucían un aspecto andrógino. A otras incluso se las relacionó con el apachismo: «Las mujeres de los apaches», afirmaron algunos periódicos, las llamaron «vírgenes locas», derivado de las flappers y el fenómeno coincidió con la aparición de publicaciones pioneras en artículos de sociedad y moda femeninas. La Esfera, por aquellos años, alarmada ante aquellas jóvenes, afirmaba que «estas “fiestas de hotel”, mal traducidas (como los figurines, las novelas y las comedias), contribuyen a la propagación en Madrid del tipo parisiense que dio a Marcelo Prevost tantos disgustos y acabó por tenerlo en cama mucho tiempo, curándose de dos balazos que una intrépida “demi-vierge” [chicas que mantenían relaciones sexuales sin coito] le disparó al salir de un baile». Para la revista, las «vírgenes locas» eran «liras báquicas […] con su peinado en melenitas, sus tufas apaches y sus ojos ojerosos y pintados, su falda corta». El nombre, claramente peyorativo, provenía de una famosa novela por entregas que, entre mayo y octubre de 1886, se publicó en Madrid Cómico. Uno de sus capítulos era «Se sabe que algunas vírgenes locas son locas pero no vírgenes».

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Bohemios, modernistas, ultraístas, apaches, sicalípticas, vírgenes locas. Este fue nuestro particular Edén, todo eso que ahora, cuando pases la página, encontrará su explicación, su ritmo, su propia musicalidad en un fenómeno sin duda global. La primera reacción puede que sea la sorpresa: tratar con el pasado y sentir que este es tan… contemporáneo.

«Cielo e infierno», como se titula el primero de los capítulos de Teenage. La invención de la juventud (1875-1945), auténtica obra maestra, describe las aventuras y desventuras de esa prehistoria de la juventud. Los jóvenes soportaron un mundo donde no contaban y resistieron, a veces casi rozando el cielo y otras veces padeciendo pequeños infiernos. Buscaron sus complicidades y lugares. Esperaron su momento. Tomaron su estilo de muchas partes, jugando con los escombros de su época o soñando con otras pasadas. Pero, sobre todo, siguieron las palabras del poeta William Blake, esas que resumen la historia de la disidencia: «O creas tu propio sistema o el sistema te destruye».

Servando Rocha

INTRODUCCIÓN

América era el templo de la juventud en la imaginación de todo el mundo. En América había jóvenes, y en el resto del mundo solo gente.

John Lennon (1940-1980), entrevistado en 1966.

Este libro termina con un principio.

En 1944, los estadounidenses empezaron a utilizar la palabra teenager para describir al grupo de edad entre los catorce y los dieciocho años. Se trató, desde el primer momento, de un término comercial utilizado por publicistas y empresas que reflejaba la capacidad de consumo recién descubierta en los adolescentes. El hecho de que, por primera vez, los jóvenes se hubieran convertido en un mercado objetivo diferenciado significaba también que configuraban un grupo de población específico con sus propios rituales, derechos y exigencias.

La invención del término coincidió con la victoria estadounidense en la Segunda Guerra Mundial, un hecho decisivo en la historia mundial que dio lugar al imperio que sigue manteniendo su dominio en el siglo XXI. De hecho, la definición de los jóvenes como consumidores ofreció una oportunidad de oro para una Europa devastada. Durante las décadas siguientes, esta imagen de la adolescencia propia de la posguerra ha dominado la forma en la que Occidente entiende a sus jóvenes y ha sido exportada con éxito a todo el planeta. Como el nuevo orden mundial que anunciaba, anda necesitada de una redefinición.

Pero la cultura juvenil de la posguerra no es tan novedosa como podría parecer. Desde el último cuarto del siglo XIX se produjeron numerosos intentos discrepantes de imaginar y definir la posición social de la juventud, ya fuera mediante esfuerzos coordinados para organizar a los adolescentes a través de medidas políticas de carácter nacional o con aproximaciones artísticas y proféticas que reflejaban la voluntad de los jóvenes de vivir según sus propias normas. Esta historia empieza en 1875 con los textos autobiográficos de Marie Bashkirtseff y Jesse Pomeroy y concluye en 1945; durante ese intervalo, todas y cada una de las cuestiones asociadas en la actualidad con la juventud moderna tuvieron un precedente brillante y volátil.

Esta es, por tanto, la prehistoria de la adolescencia.

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En enero de 1980 participé en el proyecto de una posible serie de televisión sobre la historia de las subculturas juveniles. Trabajaba yo en aquel momento en Manchester, era documentalista para Granada Television, un canal muy conocido por su programación innovadora y con sensibilidad social. Con el apoyo de quien entonces era mi productor, Geoff Moore, elaboramos una propuesta que pretendía contar la historia de todas las «sectas de posguerra»: «Teddy boys, beats, mods, rockers, hippies, skinheads, glitterboys y punkis», así como «rude boys y rastas».

El estímulo para la idea de Granada Television provino de Subcultura: el significado del estilo, de Dick Hebdige, un libro que, publicado en 1979, había logrado por méritos propios salvar la distancia entre el entorno académico y un público más amplio. Subcultura era fruto de la pionera perspectiva interdisciplinar del Centre for Contemporary Cultural Studies (Centro de Estudios Culturales Contemporáneos) de la Universidad de Birmingham. Fusionando la sociología con la interpretación literaria y la escuela francesa, el texto de Hebdige ofrecía una historia sinóptica de las numerosas culturas juveniles británicas de la posguerra sin ignorar factores de clase y étnicos.

El enfoque cargado de referencias de Hebdige encajaba con mis propias observaciones de la escena punk de Londres, donde en 1976 los pioneros de este movimiento, que por entonces apenas si tenía nombre, juntaron casi todos los estilos de las diferentes culturas juveniles, los ensamblaron con imperdibles y salieron orgullosos a pasear el resultado. Una chaqueta mod de los sesenta podía llevarse con unos pantalones zoot-suit y con los trepaburdeles de los teddy boys: zapatos gigantes de suela gruesa no muy distintos a los que llevaban los zazús de París durante los años cuarenta. El resultado era al mismo tiempo llamativo, alucinante y amenazador.

Este collage andante, como se supo posteriormente, lo habían inspirado las prendas que vendió en sus diversas encarnaciones comerciales el número 430 de King’s Road, la tienda gestionada por Malcolm McLaren y Vivienne Westwood. Entre 1971 y 1976 el nombre del comercio cambió varias veces, desde «Let It Rock» (teddy boy), pasando por «Too Fast To Live, Too Young To Die (accesorios rocker y zoot), hasta «Sex» (fetichismo sexual) y «Seditionaries» (ropa punk de diseño «para héroes»). Cada fase vino marcada por un nivel excepcional de investigación y atención al detalle.

Pero el collage histórico del punk marcó también el punto en el que el avance lineal de los años sesenta se vio reemplazado por un bucle. De pronto, la cultura pop de todo momento era accesible en un mismo nivel, estaba disponible de forma inmediata. Si volvemos la vista atrás, este proceso había comenzado en 1966 (en plena cumbre de la modernidad pop) y había necesitado diez años para convertirse en parte funcional, viva, de la cultura juvenil. Llevado incluso más allá a principios de los años ochenta por el más novedoso estilo juvenil del momento, los nuevos románticos, este saqueo del pasado reafirmaba el hecho de que existía una larga historia de la juventud, mal documentada, que se retrotraía hasta la Segunda Guerra Mundial e incluso más atrás.

Durante los siguientes dieciocho meses, el material sobre cultura juvenil que habíamos preparado mi productor y yo para Granada Television se convirtió en un programa piloto para una posible serie documental. Con una hora de duración, el primer capítulo, «Teenage», abarcaba la cultura juvenil británica entre 1945 y 1957: la transición entre la austeridad de la posguerra, la primera aparición de los eduardianos, más tarde llamados teddy boys, y el impacto del rock ‘n roll durante 1956 y 1957. Por diversos motivos, no obstante, el piloto quedó sin terminar y la serie de televisión fue cancelada.1

Sin embargo, mi interés por el tema continuó vivo. Durante una década, aproximadamente, seguí recopilando todo material relativo al asunto de la cultura juvenil (en especial aquel marcado con la palabra mágica teenager). Cuanto más leía, más me convencía de que existía toda una historia previa a la Segunda Guerra Mundial. Al saber de los grupos de Wandervogel o del mercado universitario estadounidense de la década de 1920 fui consciente de que había un análisis histórico por hacer que no concordaba con la idea ampliamente aceptada de que la era de la juventud había empezado a mediados de los años cincuenta.

Adolescence