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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Jennifer Lewis

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Apostar por la seducción, n.º 2060 - septiembre 2015

Título original: A High Stakes Seduction

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6813-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

–Líbrate de ella lo antes posibles. Es peligrosa.

John Fairweather miró ceñudo a su tío.

–Estás loco. Deja de pensar que todo el mundo va a por ti.

John no quería reconocerlo, pero estaba nervioso. Le preocupaba que la Oficina de Asuntos Indios fuera a mandar a una contable para fisgonear en los libros del New Dawn. Paseó la mirada por el espléndido vestíbulo del hotel casino: empleados sonrientes, relucientes suelos de mármol, clientes relajándose en grandes sofás de piel. Sabía que estaba todo en orden, pero aun así…

–John, tú sabes tan bien como yo que el gobierno de Estados Unidos no es amigo de los indios.

–Yo sí lo soy. Nos han reconocido como tribu. Hemos conseguido lo que queríamos, hemos construido todo esto. Tienes que relajarte, Don. Solo van a hacer una auditoría de rutina.

–Te crees un gran hombre, con tu título de Harvard y tu brillante currículum, pero para ellos no eres más que otro indio que intenta meter la mano en el bolsillo del tío Sam.

Dentro de John se agitó un sentimiento de exasperación.

–Yo no he metido la mano en el bolsillo de nadie. Hablas igual que los dichosos periodistas. Hemos levantado este negocio con muchísimo trabajo y tenemos tanto derecho a obtener beneficios de él como los tenía yo en mi empresa de software. ¿Dónde se ha metido, además?

En ese momento se abrió la puerta y entró una chica joven. John consultó su reloj.

–Seguro que es ella.

Su tío miró a la chica, que llevaba un maletín.

–¿Me tomas el pelo? No parece tener edad suficiente ni para votar.

Llevaba los ojos ocultos tras unas gafas. Se detuvo en el vestíbulo, desorientada.

–Coquetea con ella –susurró su tío–: Muéstrale el encanto de los Fairweather.

–¿Te has vuelto loco? –John vio que la mujer se acercaba al mostrador de recepción. La recepcionista la escuchó y a continuación lo señaló con el dedo–. Oye, puede que sí sea ella.

–Lo digo en serio. Mírala. Seguramente ni siquiera la han besado nunca –siseó Don–. Coquetea con ella, ponla nerviosa. Así se asustará y saldrá huyendo.

–Ojalá pudiera asustarte a ti. Piérdete. Viene para acá –avanzó hacia la joven, tendiéndole la mano con una sonrisa–. John Fairweather. Usted debe de ser Constance Allen.

Le estrechó la mano, que era pequeña y suave. Parecía nerviosa.

–Buenas tardes, señor Fairweather.

–Puede llamarme John.

Llevaba un traje de verano azul, más bien suelto, de color marfil, y el pelo recogido en un moño. De cerca seguía pareciendo muy joven y bastante bonita.

–Siento llegar tarde. Me equivoqué de desvío en la autopista.

–No se preocupe. ¿Había estado antes en Massachussets?

–Es la primera vez.

–Bienvenida a nuestro estado y a las tierras de los nissequot –dijo con satisfacción–. ¿Le apetece beber algo?

–¡No! No, gracias –miró el bar horrorizada.

–Me refería a un café o un té –él sonrió, tranquilizador–. A algunos de nuestros clientes les gusta beber durante el día, pero los que trabajamos aquí somos mucho más aburridos y predecibles –advirtió con fastidio que su tío Don seguía tras ellos–. Ah, este es mi tío, Don Fairweather.

Ella se subió las gafas por la nariz antes de tenderle la mano.

–Encantada de conocerlo.

–Permítame acompañarla a nuestras oficinas, señorita Allen –dijo John–. Don, ¿puedes hacerme el favor de ver si el salón de baile está ya montado para la conferencia de esta noche?

Su tío lo miró con enfado, pero se alejó en la dirección correcta. John exhaló un suspiro de alivio.

–Deje que le lleve el maletín. Parece que pesa.

–Ah, no. No se preocupe –se apartó dando un respingo cuando John hizo amago de agarrarlo.

–Descuide, no muerdo. Bueno, no mucho, al menos –quizá debía coquetear con ella. Necesitaba que alguien la ayudara a relajarse un poco.

Ahora que la veía mejor, notó que no era tan joven. Era menuda, pero tenía una expresión resuelta que demostraba que se tomaba muy a pecho su trabajo, y a sí misma. Lo cual le suscitó el deseo perverso de buscarle un poco las cosquillas.

–¿Te importa que te tutee?

Ella pareció dudar.

–De acuerdo.

–Espero que disfrutes de tu estancia en el New Dawn, aunque hayas venido a trabajar. A las siete hay una actuación en directo. Estás invitada a verla.

–Seguro que no tendré tiempo –se detuvo y miró las puertas del ascensor mientras esperaban.

–Tus comidas corren por cuenta de la casa, por supuesto. Aquí se come tan bien como en cualquier restaurante caro de Manhattan. Y quizá quieras pensarte lo de la actuación. Hoy actúa Mariah Carey. Las entradas se agotaron hace meses.

Se abrieron las puertas del ascensor y Constance se apresuró a entrar.

–Es usted muy amable, señor Fairweather…

–Por favor, llámame John.

–Pero estoy aquí para hacer mi trabajo y no sería oportuno que disfrutara de ciertos… alicientes.

Su forma de fruncir los labios hizo pensar a John en lo divertido que sería besarlos.

–¿Alicientes? No estoy intentando sobornarte, Constance. Es solo que estoy orgulloso de lo que hemos levantado aquí, en el New Dawn, y me gusta compartirlo. ¿Tan mal te parece?

–La verdad es que no tengo ninguna opinión al respecto.

Cuando llegaron a la planta de las oficinas, Constance se apresuró a salir de ascensor. Había algo en John Fairweather que la hacía sentirse muy incómoda. Era un hombre grandullón, imponente y de anchísimos hombros, y hasta el amplio ascensor le parecía estrecho encerrada allí dentro con él.

Recorrió el pasillo con la mirada, sin saber adónde dirigirse.

–Por aquí, Constance –él sonrió.

Constance deseó que dejara de prodigarle aquella simpatía hipócrita.

–¿Qué te está pareciendo nuestro estado hasta ahora?

Otra vez aquel encanto seductor.

–La verdad es que solo he visto la autopista, así que no estoy muy segura.

Él se rio.

–Pues eso habrá que solucionarlo –abrió la puerta de una oficina espaciosa y diáfana.

Constance vio cuatro o cinco habitáculos vacíos y varias puertas de despacho.

–Este es el núcleo central de nuestra empresa.

–¿Dónde está todo el mundo?

–Abajo, en el hotel. Todos pasamos parte del tiempo atendiendo a los clientes. Es el alma de nuestro negocio. Kathy se encarga de responder al teléfono y de los archivos –le presentó a una guapa morena–. A Don ya lo conoces. Se encarga de la publicidad y la promoción. Rita se ocupa de la informática y hoy está en Boston. De la contabilidad me ocupo yo mismo –le sonrió–. Así que puedo enseñarte los libros.

John le lanzó una mirada cálida, y Constance notó en el estómago una sensación molesta. Era evidente que John Fairweather estaba acostumbrado a que las mujeres comieran de su mano. Por suerte ella era inmune a esas tonterías.

–¿Por qué no contrata a alguien para que se ocupe de las cuentas? ¿No está muy ocupado siendo el consejero delegado?

–Soy jefe de contabilidad y consejero delegado. Me enorgullece ocuparme personalmente de todos los aspectos financieros de la empresa. O puede que sea que no me fío de nadie –le enseñó sus dientes blancos y perfectos–. El responsable soy yo –añadió señalándose con el dedo.

«Qué interesante». Constance tuvo la sensación de que acababa de desafiarla a encontrar algún error en sus libros de contabilidad.

–La nuestra es una empresa familiar. Muchos de los empleados de la oficina son miembros de la tribu.

–¿Y dónde está el pueblo? He reservado una habitación en el Cozy Suites, pero no he visto el pueblo al venir hacia aquí.

John sonrió.

–El más cercano es Barnley, pero no te preocupes. Aquí puedes disfrutar de una cómoda habitación.

–Lo cierto es que prefiero alojarme en otra parte. Como te decía, es importante mantener la objetividad.

–No veo en qué va a afectar a tu objetividad dónde te hospedes –sus ojos oscuros la observaron fijamente–. No pareces de las que se dejan influir por halagos. Estoy seguro de que tus principios son demasiado firmes para eso.

–Sí, en efecto –respondió ella–. Nunca permitiría que nada afectara a mi criterio.

–Y una de las mejores cosas de los números es que nunca mienten –él le sostuvo la mirada.

Constante no apartó la suya, a pesar de que el corazón empezó a latirle a toda prisa. ¿Quién se creía que era para mirarla así? Por fin desvió los ojos, sintiendo que acababa de perder una escaramuza. Pero daba igual: al final, ganaría la guerra. Tal vez los números no mintieran, pero la gente que los presentaba sin duda podía mentir. La Oficina de Asuntos Indios había contratado a su empresa, Creighton Waterman, para auditar los libros del casino New Dawn. Estaba allí para cerciorarse de que el casino no mentía al presentar sus balances de ingresos y beneficios, y de que nadie se saltaba ningún procedimiento.

Se armó de valor para mirarlo de nuevo.

–Mi especialidad es ver qué hay por debajo de las relucientes filas de números que presentan las empresas en sus declaraciones anuales. Te sorprenderían las cosas que salen a la luz cuando empiezas a escarbar.

–Para la tribu nissequot es un placer someterse a tu escrutinio.

La sonrisa de John Fairweather volvió a producirle una sensación extraña.

–Confío en que los resultados sean satisfactorios.

John le indicó que entrara en uno de los despachos. Era un despacho amplio, pero utilitario. Él abrió un cajón.

–Los balances de ingresos diarios en efectivo, ordenados por fecha. Yo mismo anoto las cifras a primera hora de la mañana, todos los días –apoyó una mano sobre el informe de resultados del año anterior. Era indecente tener unas manos tan grandes.

Desde luego, no se parecía a ningún jefe de contabilidad que Constance hubiera conocido hasta entonces. Razón de más para desconfiar de él.

–Ponte cómoda –John miró su silla.

Constante tuvo que pasar a su lado, rozándolo, para llegar hasta la silla, lo que hizo que se le erizara la piel. John acercó otra silla y se sentó justo a su lado. Abrió el informe de resultados más reciente y señaló el dato de beneficios que figuraba en lo alto de la primera página.

–Como ves, aquí en New Dawn no nos andamos con bromas.

Cuarenta y un millones de dólares de beneficios netos no eran ninguna broma, desde luego.

–Lo que me interesa son los datos en bruto.

John sacó un ordenador portátil del cajón de la mesa y, tecleando, abrió un par de páginas.

–Con esta información te harás una idea bastante clara de nuestro funcionamiento diario. Constance puso unos ojos como platos al ver que le estaba dejando echar un vistazo a los balances diarios. Las cifras podían ser falsas, desde luego. Pero le impresionó lo rápido que John podía pasar de pantalla en pantalla con aquellos dedos tan grandes. ¿Llevaba colonia? Quizá fuera solo desodorante. Su olor se le metía constantemente en la nariz. Su traje gris oscuro no conseguía ocultar la mole viril de su cuerpo, que se hacía aún más evidente ahora que estaba sentado a apenas unos centímetros de ella.

–Esto son informes mensuales que hago de todas nuestras actividades. Si ocurre algo fuera de lo corriente, lo anoto.

–¿A qué te refieres con «algo fuera de lo corriente»? –fue un alivio distraerse y dejar de fijarse en el vello oscuro y suave de sus fuertes manos.

–A que alguien gane una cantidad de dinero sospechosamente grande, a que expulsemos a alguien del casino o a que haya quejas del público o del personal. Me gusta mantenerme al tanto de todos los pequeños detalles para que los grandes no me pillen por sorpresa.

–Es muy sensato –Constance sonrió.

Aquel hombre sabía que la ponía nerviosa.

–¿Cómo es que presentas informes anuales si no sois una sociedad anónima?

–No tengo que rendir cuentas delante de inversores, pero tengo una responsabilidad mayor: respondo ante el pueblo nissequot.

Por lo que Constance había leído en Internet, la tribu nissequot estaba formada principalmente por su familia inmediata, y la reserva en su conjunto era una interpretación un tanto fantasiosa de la historia local con el único propósito de montar un negocio muy rentable.

–¿Cuántos sois?

–Ahora mismo, unos doscientos que vivan aquí, pero hace unos años solo éramos cuatro. Espero que dentro de unos años seamos miles.

Otra vez aquella sonrisa. Constance apartó la mirada y la fijó en la pantalla.

–Seguramente no os será difícil convencer a la gente de que venga si les ofrecéis beneficios millonarios.

El silencio de John la hizo levantar la mirada. Tenía aquellos ojos penetrantes clavados en ella.

–Nosotros no damos donativos. Animamos a los miembros de la tribu a venir aquí a vivir y a trabajar. Los beneficios van a un fondo fiduciario para toda la tribu y sirven para financiar iniciativas sociales.

–Lo lamento si te he ofendido –tragó saliva–. No era esa mi intención.

–No me has ofendido –John la miró amablemente–. Sería más fácil reconstruir la tribu si repartiéramos cheques, pero prefiero atraer a la gente más despacio, porque de verdad deseen vivir aquí.

–Es lógico –intentó sonreír, pero no estaba segura de que su sonrisa pareciera convincente.

John Fairweather tenía algo que la desconcertaba. Era tan… tan guapo.

–¿Te encuentras bien?

–Quizá me vendría bien una taza de té, después de todo –contestó azorada.

 

Tumbada a oscuras en su cama del motel Cozy Suites, miraba fijamente el ventilador del techo. Estaba demasiado alterada para dormir. Quería impresionar a su jefa para poder pedirle un aumento y dar la entrada para comprarse una casa. Iba siendo hora de alejarse del ala protectora de sus padres.

Una cosa era volver a casa después de la universidad para ahorrar y otra muy distinta seguir allí seis años después, cuando ganaba un sueldo decente y podía permitirse vivir sola. En parte se debía a que necesitaba conocer a un hombre. Si tuviera una relación de pareja, con un hombre sensato y agradable, los seductores consumados como John Fairweather no surtirían ningún efecto sobre ella, por muy anchos que tuvieran los hombros.

Sus padres no se fiaban prácticamente de nadie, creían que el mundo estaba lleno de sinvergüenzas de los que había que huir como de la peste. Cuando les había dicho que iba a Massachussets a auditar los libros de un casino, habían reaccionado como si acabara de anunciarles que pensaba jugarse todos sus ahorros a los dados. Ella había intentando explicarles que era un gran honor que la empresa la hubiera elegido para cumplir un encargo tan importante de un organismo oficial. Pero se habían limitado a repetirle sus advertencias de siempre acerca de los sinvergüenzas y a recordarle que podía trabajar en la ferretería de la familia.

Pero Constance no quería pasarse la vida mezclando pintura. Intentaba ser una buena hija, pero era inteligente y quería sacar el mayor partido posible a su talento natural. Y si para eso tenía que cruzar fronteras entre estados y codearse con unos cuantos sinvergüenzas, que así fuera.