Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

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EL SECRETO DE JACKIE, N.º 48 - octubre 2010
Título original: The Bridesmaid’s Secret
Publicada originalmente por Mills & Boon
®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2010

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-671-9209-4
Editor responsable: Luis Pugni

E-pub x Publidisa.

INHALT

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Contraportada

PRÓLOGO

«NADIE debe leer el contenido de esta carta, Scarlett. Dásela sólo a Romano».

Scarlett recordó las palabras de su hermana mientras corría por el bosque que había a las afueras de Monta Correnti. Jackie se enfadaría si se enteraba de que le había echado un vistazo al sobre que le había entregado, pero una de las esquinas se había despegado y la tentación había sido demasiado fuerte.

Antes de ir a la piazza a entregarle la carta a Romano, había tenido que enseñársela a Isabella, su prima y cómplice. Aquél era un secreto demasiado grande para guardarlo sola. A pesar de que Isabella y ella tenían la misma edad, Isabella era la mayor de su familia y siempre parecía saber qué hacer.

En la familia de Scarlett las cosas eran completamente diferentes. Ella era la pequeña de tres hermanas, la que siempre se quedaba fuera de las discusiones importantes porque «no las entendería». Y estaba harta. Jackie sólo tenía cuatro años más que ella, pero pensaba que podía mangonearla y mandarle que hiciese sus recados. No era justo. Así que, por una vez, Scarlett iba a hacer las cosas a su manera, de manera justa.

Iba en dirección a un pequeño claro que había al lado del arroyo, al pie de la colina. Nadie más conocía aquel lugar. Era su secreto y el de Isabella. Iban allí a hablar de sus cosas de chicas cuando Isabella terminaba de cuidar a sus hermanos pequeños. Allí hacían campamentos con ramas y hojas, inventaban códigos secretos y escribían en sus diarios, que se dejaban leer la una a la otra. A veces, hablaban en voz baja acerca de Romano Puccini, el chico más guapo de Monta Correnti.

¡Eso tampoco era justo!

Jackie se le había vuelto a adelantar, en eso también. ¡Llevaba semanas viéndose con Romano! A espaldas de su madre, por supuesto. ¡Cuándo se enterase Isabella!

Scarlett empezó a jadear y vio el pequeño claro al fondo. Romano sólo tenía ojos para la mandona de Jackie y Scarlett la odiaba por ello. Al menos, la odiaba cuando se acordaba del tema.

Vio un vestido rosa entre los árboles y supo que Isabella ya había llegado.

Scarlett llegó al claro e Isabella levantó la vista. Sus cejas arqueadas lo decían todo: «¿Qué se te habrá ocurrido esta vez, Scarlett?».

Ella dejó de correr y le tendió la carta con el brazo rígido.

Isabella se encogió de hombros mientras la tomaba y sacaba del sobre tres hojas de papel. Poco después ya no estaba sentada y poniendo los ojos en blanco. En cuanto hubo leído la primera página, se puso de pie, como loca.

–¡Oh, Dios mío! –susurró por fin–. ¡Jackie y Romano! ¿De verdad?

Aquélla no era la reacción que Scarlett había esperado. Asintió.

Isabella siguió leyendo, pidiéndole de vez en cuando que le descifrase alguna palabra. Cuando terminó, levantó la vista. Había dejado de sonreír.

–¿Qué vas a hacer? –le preguntó.

Scarlett frunció el ceño.

–Darle la carta a Romano, por supuesto.

–No puedes hacerlo. Tienes que enseñársela a tía Lisa.

–¿Sabes lo que haría mamá si se enterase? –preguntó ella con incredulidad–. Es un secreto demasiado grande.

De repente, Scarlett tuvo un mal presentimiento. Isabella no podía hacer algo así, ¿o sí? Vio cómo le brillaban los ojos y supo que iba a hacerse cargo del problema personalmente.

Si eso ocurría, Jackie sufriría la cólera de su madre, pero ella también se vería metida en un buen lío. Jackie tenía el mismo genio que su madre. Intentó arrebatarle la carta a su prima.

Isabella fue rápida y la apartó, y mientras peleaban por ella, el papel se rompió en dos e Isabella lo soltó. Las hojas de color rosa y el sobre a juego volaron por los aires.

Las dos chicas se quedaron inmóviles. Una de las hojas fue a caer al suelo y Scarlett se puso en movimiento para atraparla, pero el aire jugó con ella. Isabella ya había conseguido recoger las demás. El viento sopló hacia Scarlett, acercándole el papel, y saltó para agarrarlo.

Isabella chocó contra ella, que fue a parar a la tierra húmeda de la orilla. La hoja se le escapó de los dedos y fue a parar al agua.

Isabella empezó a gritar, pero Scarlett sólo pudo quedarse donde estaba, viendo cómo se alejaba el papel y la tinta se volvía borrosa antes de desaparecer bajo la superficie.

Se levantó y se sacudió la ropa.

–¡Para ya! –le gritó a Isabella, que estaba sollozando.

Antes de que mojase las hojas de papel que tenía en las manos, Scarlett se las quitó e intentó alisarlas.

–¡Falta la página tres! ¡La página tres! –exclamó mirando hacia el agua, presa del pánico.

¿Por qué no se había perdido la página dos, en la que su hermana le hablaba de amor a Romano? Había tenido que ser la página tres, en la que le contaba su gran secreto.

–¿Qué vas a hacer? –le preguntó Isabella en voz baja, secándose rápidamente las lágrimas de los ojos.

–No lo sé.

De repente, empezó a sentir calor.

¡Todo era culpa de Jackie! ¿Por qué no le había dado directamente la carta a Romano? ¡Si todo el mundo sabía que no se podía confiar en ella!

Se giró hacia Isabella con los labios apretados.

–No podemos darle la carta a Romano así –tendría que ir a hablar con él–. Y Jackie me matará si le cuento lo que he hecho. Sólo puedo hacer una cosa.

Isabella empezó a sollozar de nuevo. Murmuró que todo era culpa suya, pero Scarlett no la estaba escuchando, tenía la mirada fija en el agua del arroyo.

Muy despacio, se acercó a la orilla. Muy despacio, dejó caer en el agua otra hoja de papel. Otra más. Y después, el sobre. Fue casi como un rito solemne al que siguió un sepulcral silencio.

Nadie volvería a leer el contenido de aquella carta.

CAPÍTULO 1

EL AIRE acondicionado de la limusina funcionaba a la perfección, pero cuando Jackie miró por la ventanilla hacia las colinas, los viñedos y los limoneros, casi pudo sentir el calor del sol en los brazos. Era una ilusión, pero se le daba bien soñar, así que se dejó llevar y disfrutó del momento.

La vuelta a casa también sería una ilusión. Habría exclamaciones, abrazos, cenas en familia en las que todo el mundo hablaría a la vez, y un cierto recelo. Siempre lo había. Incluso sus hermanas y primos que no conocían su secreto se dejaban empapar por aquella atmósfera y se mantenían alejados de ella.

Se convertían en sus cómplices mientras ella intentaba negar su parte italiana y se comportaba como una británica. Aquello era lo mejor que había heredado de su padre. Había aprendido a ser fuerte y a mantener la compostura. Ella siempre sobresalía en todo lo que hacía, y aquello no era una excepción.

No había llamado para decirle a su familia a qué hora iba a llegar. En esos momentos prefería hacerlo sola y en limusina. Necesitaba tiempo para prepararse antes de volver a enfrentarse a ellos.

Llevaba un par de años sin ir a Monta Correnti. Y, en el pasado, siempre había ido en invierno. Los veranos eran demasiado maravillosos allí, le despertaban demasiados recuerdos. No obstante, su hermana mayor había decidido casarse en mayo y no había tenido elección. Después de todo, y por mucho que lo hubiese intentado, no había podido olvidar que pertenecía a una gran familia italiana.

Apartó la vista del paisaje y del cielo demasiado azul y tomó una revista. Era el último número de la competencia de Gloss! Sonrió triunfante al darse cuenta de que su equipo editorial había cubierto las tendencias de la temporada mucho mejor. Aunque para eso les pagaba. No había esperado menos.

Llamó su atención la marca Puccini, una de las más importantes de Italia. La casa de moda había cultivado un éxito tras otro desde que Rafael Puccini había dejado el departamento de diseño en manos de su hijo.

Con semejante hombre al mando podría esperarse que la colección masculina eclipsase a la femenina, pero nada más lejos de la realidad. Romano Puccini entendía tan bien los cuerpos de las mujeres que creaba para ellas las prendas más exquisitas. Elegantes, sensuales, con estilo. Aunque ella se había resistido a comprarlas, había acabado sucumbiendo el verano anterior, y en esos momentos tenía un vestido de la marca en su armario. Sólo se lo había puesto en una ocasión y se había sentido sexy, poderosa y femenina.

Romano Puccini sabía cómo hacer sentirse a una mujer tan femenina como la Venus de Botticelli. No obstante, eso también era una ilusión y Jackie lo sabía muy bien.

Frunció el ceño un instante y luego volvió a relajar la frente. Todavía no había caído en la trampa del botox, pero no tenía sentido empeorar las cosas. A pesar de estar en la cresta de la ola y de ser redactora jefa de la principal revista de moda londinense, trabajar y vivir en ese ambiente podía convertir en paranoica a cualquier mujer con más de veinte años.

Su teléfono móvil sonó y ella lo buscó en su enorme bolso. Le subió la adrenalina al ver quién la llamaba, aunque a esas alturas ya debía de haberse acostumbrado.

–Hola, Kate.

–Eh, Jacqueline.

Le sonó raro que la llamase por su nombre, pero todavía no se había ganado el título de madre con aquella jovencita. Tal vez no lo hiciese jamás.

–¿Necesitas algo?

Hubo un silencio al otro lado. Un largo silencio de una chica de dieciséis años.

–¿Estás allí? ¿En Italia?

Jackie volvió a mirar por la ventanilla.

–Sí. He salido del aeropuerto hace unos veinte minutos.

Oyó un suspiró al otro lado de la línea.

–Ojalá hubiese podido ir contigo.

–Lo sé. A mí también me habría gustado. Pero la situación… contárselo a mi familia… Requiere actuar con prudencia.

–También es mi familia.

Jackie cerró los ojos.

–Sí, pero es complicado. No los conoces.

–No, no los conozco. Y no es culpa mía.

Jackie pensó que tenía razón, que era culpa suya. Siempre lo había sabido, pero eso no tranquilizaría a su madre cuando le contase que la niña a la que había dado en adopción dieciséis años antes la había buscado recientemente, y que se habían estado viendo en Londres durante los últimos meses. Sobre todo, porque su madre siempre había insistido en que nadie de la familia se enterase del tema. Para una mujer como Lisa Firenzi, la imagen lo era todo. Y una hija adolescente embarazada que se negaba a dar el nombre del padre del bebé no encajaba en sus planes.

Jackie había sido más joven que Kate cuando se había quedado embarazada. Cuando había empezado a crecerle el vientre, su madre la había enviado a vivir fuera.

Había llegado a Londres una lluviosa tarde de noviembre, con quince años, temblando, sintiéndose perdida y sola. A la familia le habían dicho que iba a pasar una temporada con su padre, lo que era cierto. Se trataba del segundo marido de Lisa.

Así que no sólo iba a tener que decirle a su madre que su secreto estaba al descubierto, sino que, además, iba a tener que compartirlo con toda la familia. Ni siquiera Lizzie y Scarlett, sus hermanas, lo sabían.

La boda de Lizzie sería la ocasión en la que todos estarían reunidos después de años, pero no podía estropearle el día a su hermana. Jackie no tenía ni idea de cómo iban a reaccionar y por eso no había querido llevar a su hija a la boda, para no hacerla sufrir.

Respiró hondo por la nariz, como le había enseñado su profesor de Pilates.

–Lo sé, Kate. Y lo siento. Tal vez la próxima vez.

Volvió a reinar el silencio.

–Te avergüenzas de mí, ¿verdad?

–¡No!

–Entonces, ¿por qué no quieres que conozca a mis tíos y tías, a mis primos… a mi abuela?

–Son cosas de familia… complicadas, ya sabes…

Kate resopló.

–¿Recuerdas cuando me dijiste que a tu mamá…? –¡cuánto le costaba decir esa palabra!–.

¿… que a tu mamá le resultó difícil entender que quisieras conocer a tu madre biológica? ¿A que te costó decírselo? Porque no querías hacerle daño, pero, al mismo tiempo, era algo que necesitabas hacer.

–Sí –respondió la chica con voz temblorosa.

–Vas a tener que confiar en mí… –«cariño», deseó añadir–, Kate. Tengo que hacerlo yo sola. Y luego te prometo que podrás venir a conocer a todo el mundo, te lo prometo.

Sus palabras debieron de aplacar a su hija, porque Kate habló con resignación en vez de con enfado. Se despidieron. Jackie cerró el teléfono y lo guardó de nuevo en su bolso. Estaba agotada.

No había sido consciente de lo duro que sería aquello, aunque había deseado que sucediese desde que había escrito su nombre en el registro de adopciones con veinte años. Después de la primera llamada, se había sentido feliz, y más tarde, aterrada. El primer encuentro con Kate había sido extraño. Había tenido lugar bajo la mirada atenta de Sue, su madre adoptiva.

Kate se había quedado hipnotizada con su armario y con su coche deportivo. Sue había hablado con Jackie unas semanas más tarde y le había contado que Kate estaba impresionada con el hecho de que su madre «real» fuese Jacqueline Patterson, todo un icono de la moda. «No se te ocurra defraudarla», le había advertido con la mirada.

Jackie estaba haciéndolo lo mejor que podía, pero no estaba segura de conseguir que las cosas funcionasen y de tener una relación de madre e hija con Kate.

Cuando le diese la noticia a su madre ya no habría marcha atrás, pero no tenía opción. Quería, necesitaba volver a tener a su hija en su vida, e iba a hacer lo que fuese necesario para ofrecerle un lugar en ella.

La limusina tomó una curva y Jackie contuvo la respiración. Vio Monta Correnti en la distancia, una preciosa y pequeña ciudad cuyas casas con tejados de terracota descansaban en la colina. En esos momentos era el destino de vacaciones de muchos personajes famosos, pero en el pasado había sido su hogar. Su único hogar de verdad. Un lugar lleno de recuerdos, amarillentos y borrosos, como las viejas fotografías de familia.

Antes de llegar al centro de la ciudad la limusina giró hacia la izquierda para llevarla a la casa de su madre.

Romano abrió las grandes ventanas del salón y salió a la terraza. Todo era perfecto. Siempre lo era. Y eso le agradaba. Le gustaban las líneas sencillas, las formas limpias. No era un hombre que disfrutase de las cosas complicadas. Por supuesto, sabía que la perfección tenía un precio. Nada ocurría por casualidad.

En su ausencia, todo un ejército de jardineros había estado trabajando allí. También le habían limpiado la casa. Era la vieja residencia de verano de los Puccini, el lugar perfecto para retirarse de la ruidosa Roma durante los meses de verano. Y a él le gustaba tanto que, recientemente, había decidido quedarse también durante el invierno.

El palazzo Raverno era un lugar único. Había sido construido en el siglo XVIII por un conde, en una pequeña isla del lago Adrina, con estilo veneciano neogótico.

Y si el palacio era espectacular, los jardines cortaban la respiración.

Romano no pudo resistirse más. Empezó a pasear por ellos, deteniéndose a escuchar la suave música de un manantial que brotaba entre las rocas. Se dejó llevar por sus pies hasta el jardín que había en la parte más baja.

La brisa era deliciosamente fresca allí. Todo estaba verde y era muy romántico. Aquel lugar era el lugar perfecto para una boda.

No la suya, por supuesto. Sonrió al pensarlo. Él jamás entregaría su cuerpo y alma a una mujer para la eternidad.

Para un mes o dos, tal vez.

Suspiró mientras salía del jardín e iba subiendo de nuevo hacia la casa. Tenía que ponerse a trabajar.

No obstante, entró en lo que había convertido en su despacho silbando. Al fin y al cabo, ¿cómo iba a quejarse si su trabajo consistía en vestir y desvestir a bellas mujeres?

A Jackie todavía no le había dado tiempo a pisar el suelo con sus altos tacones cuando vio salir a su madre por la puerta, corriendo hacia ella con los brazos abiertos.

–¡Jackie! ¡Ya has llegado!

Ella se preguntó qué pasaría; su madre nunca la recibía así. Era como si le diese demasiada alegría verla…

–¡Llegas tarde!

Eso sí se lo había esperado.

Lisa la recorrió con la mirada de la cabeza a los pies, algo que no le importó porque sabía que no encontraría nada que criticar en ella.

–No creo que te dijese a qué hora…

–Las otras chicas han llegado hace más de una hora.

Jackie decidió no discutir con su madre, que era una mujer de ideas fijas y rígidas. Ya se había acostumbrado a ello.

A pesar de no haberse visto desde hacía casi un año, Lisa estaba como siempre. Seguía teniendo el estilo y la clase natural que en el pasado la habían convertido en una top model. Llevaba una versión renovada del traje clásico con el que la había visto el año anterior y el pelo recogido en un moño, como siempre.

Oyó voces femeninas en la habitación de su madre y vio a tres mujeres, las tres medio desnudas, cotorreando y alabando el traje de novia más exquisito que había visto Jackie en toda su vida. De hecho, estaban tan absortas ayudando a vestirse a la novia que ni siquiera se dieron cuenta de que ella estaba allí.

Lizzie fue la primera en levantar la vista y verla, y cruzó la habitación para darle un abrazo. –Por fin se ha dignado a venir vuestra hermana a probarse el vestido.

Jackie cerró los ojos e hizo caso omiso del comentario de su madre. No había de qué preocuparse, les había enviado sus medidas un mes antes y sabía que no había engordado ni un gramo desde entonces.

–¡Cuánto tiempo, Lizzie! –le dijo a su hermana con voz ronca–. Deja que te ayude –añadió, poniéndose detrás de ella para abrocharle los botones de la espalda.

El vestido, de línea imperio, le sentaba muy bien a Lizzie, que estaba embarazada. Era una novia radiante y parecía más feliz y relajada que nunca. Todo gracias a Jack Lewis, y más le valía seguir así si no quería tener que vérselas con ella.

–Gracias. Sabía que había un motivo por el que teníamos una experta en moda en la familia –comentó Lizzie sonriendo.

Jackie se concentró en la larga línea de botones forrados de seda.

–Es un vestido exquisito –le dijo.

Jackie se apartó y admiró a su hermana.

Isabella y Scarlett se acercaron también a estudiar el vestido y murmuraron su apreciación. Jackie se giró, sonrió con tranquilidad y se preparó para saludar a las otras dos damas de honor.

Primero a Isabella. Se besaron suavemente en ambas mejillas e Isabella le frotó el hombro con suavidad mientras intercambiaban cumplidos. Después siguió sonriendo mientras se giraba hacia su hermana pequeña. Se besaron en las mejillas sin tocarse en realidad y fingieron que se abrazaban.

Scarlett y ella se habían llevado muy bien, sobre todo después de que Lizzie se fuese a estudiar a Australia, cuando se habían quedado las dos solas, pero todo había cambiado el verano en el que ella se había quedado embarazada de Kate. Scarlett ya nunca había vuelto a mirarla del mismo modo.

Poco después de aquello, ella se había marchado de Monta Correnti. Había seguido los pasos de Lizzie y se había ido a vivir con su padre. Nunca habían tenido la ocasión de arreglar las cosas, ni había podido decirle a su hermana lo mucho que sentía haberla avergonzado.

En esos momentos, hablaban lo menos posible y no se veían casi nunca. Jackie soltó a su hermana y la recorrió con la mirada. Llevaban más de cinco años sin verse. Scarlett no había cambiado mucho, salvo que estaba un poco mayor y se parecía más a su madre. Tenía la misma mirada implacable, aunque la sonrisa la endulzaba un poco.

Lizzie estaba demasiado emocionada para darse cuenta de la enorme tensión que había en el ambiente.

–¡Venga, chicas! Ahora, vosotras. Quiero ver lo impresionantes que van a estar mis damas de honor.

Scarlett e Isabella ya habían sacado sus vestidos de las bolsas. Eran tan increíbles como el de Lizzie. Los tres eran de color berenjena, pero con diferente estilo y corte.

El de Isabella era clásico y femenino. El de Scarlett, más atrevido.

Jackie las ayudó a ponérselo y, cuando hubo terminado, Isabella le tendió el suyo.

Jackie dudó antes de abrir la bolsa. No había sido buena idea ayudar a vestirse a las demás, que ya no tenían otra cosa que hacer más que mirar cómo se desnudaba ella.

–¿Por qué no vas al cuarto de baño de mamá? –sugirió Lizzie–. Puedes refrescarte un poco, si te hace falta.