cover.jpg
portadilla.jpg

 

 

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2007 Christine Reynolds

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Una visita inesperada, n.º 1780 - febrero 2014

Título original: A Bravo Christmas Reunion

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicada en español en 2008

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4113-0

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

 

Marcus Reid sabía perfectamente que debía alejarse de Hayley Bravo. Tanto cuanto pudiese.

Desde que ella lo abandonara y se marchara de Seattle, Marcus había trabajado más que nunca; se levantaba antes del amanecer para ir al gimnasio, donde llevaba su cuerpo al límite de sus posibilidades y quemaba toda la tensión que acumulaba cada día en la oficina. Por las noches, cuando no tenía que quedarse en el trabajo, trataba de mantenerse ocupado saliendo con mujeres. Mujeres guapas y cariñosas. Mujeres más elegantes y sofisticadas que Hayley. Mujeres que eran lo bastante sensatas como para no pedirle un imposible.

Sí. Había necesitado meses para olvidarse de Hayley. Si debía de ser sincero, era mucho más de lo que habría esperado; olvidarse de Hayley había resultado ser una tarea tremendamente difícil. Casi tan difícil como enfrentarse al abandono de su ex mujer, Adriana.

Pero lo había conseguido.

Al menos eso era lo que se decía a sí mismo una y otra vez. Había olvidado a Hayley. Para siempre. Por completo.

¿Qué hacía entonces a la puerta de su apartamento de Sacramento aquella fría noche de diciembre?

Como no tenía intención de responder a dicha pregunta, Marcus optó por apartarla de su mente con un movimiento de cabeza.

El conjunto de viviendas en el que vivía Hayley no tenía nada de especial; las casas se levantaban en torno a un patio central. Seguramente tenían un precio medio o incluso bajo. Desde luego Hayley había vivido mejor cuando trabajaba para él. Él mismo se había encargado de que así fuera. No sólo había tenido un generoso salario, también había dispuesto de un coche de lujo a su servicio y una cuenta de gastos por gentileza de la empresa, Kaffe Central. Por no hablar de todos los regalos que le había hecho...

Ahora estaba sola y sin duda tendría que ajustarse a un presupuesto más económico. A Marcus no le gustaba la idea de que tuviera que economizar. Aunque su relación hubiera terminado, había una parte de él que seguía queriendo cuidar de ella.

Se veía luz por la ventana que había a la izquierda de la puerta. A través de las cortinas, Marcus pudo ver que había un árbol de Navidad y entonces escuchó también una suave música. ¿Un villancico?

Hayley parecía haberse metido de lleno en el espíritu navideño. La terraza del segundo piso, que había convertido en una especie de patio con dos sillas de mimbre y una mesa de madera, estaba adornada con guirnaldas de luces. Sobre la mesa había un arbolito en el que tintineaban más luces. Marcus se había quedado ensimismado observando la decoración en lugar de hacer algo.

Había llegado el momento de dar el siguiente paso. Tenía que llamar al timbre o largarse de allí de una vez.

Respiró hondo, levantó la mano y golpeó la puerta.

Después de unos segundos interminables, la puerta se abrió por fin y a los oídos de Marcus llegó con más fuerza la melodía del villancico Blanca Navidad.

Allí estaba ella, la luz procedente del interior hizo resplandecer su cabello pelirrojo. Aquellos ojos verdes, grises y azules al mismo tiempo se llenaron de sorpresa a la vez que desaparecía una sonrisa que tan sólo se había asomado a aquellos labios que Marcus había besado con tanto deleite.

—¡Marcus!

La expresión de su rostro no era muy alentadora, más bien al contrario. Parecía sentir... dolor. Incluso cierto pánico. Se llevó la mano a la boca y después la bajó... hasta el vientre.

Marcus siguió el movimiento y vio cómo su mano se posaba sobre la forma redondeada del vientre. En un gesto protector. No podía apartar la mirada de su mano mientras intentaba asimilar lo que veía.

Era... enorme. Era como si se hubiera metido una pelota de playa bajo el suéter rojo que llevaba.

Estaba demasiado atónito como para mostrar cualquier tipo de cortesía, así que se limitó a cerrar la boca y luego volver a abrirla para lanzar una acusación.

—Estás embarazada —al levantar la mirada se encontró con sus ojos.

Hayley lo observaba con el ceño fruncido, parecía más preocupada que asustada.

—Marcus, ¿estás bien?

—Estoy bien —mentira. Le ardía el estómago, la acidez le subía hasta la garganta. Necesitaba dar un golpe a algo. Preferiblemente al cretino que se había atrevido a ponerle la mano encima a Hayley.

Dios. No podía creer que Hayley estuviera con otro. Que fuera a tener un hijo con otro.

No era posible.

Al mismo tiempo que pensaba que aquello no podía estar ocurriendo, la parte más racional de su mente era consciente de lo ridículo que resultaba su asombro. ¿Por qué demonios no podía estar con otro hombre? Con alguien que la hiciera feliz, alguien que la amara y la cuidara y quisiera formar una familia con ella...

El villancico llegó a su fin, pero dejó paso a otro.

—Marcus... —estiró una mano vacilante—. Pasa, por favor, y...

La interrumpió dando un paso atrás, alejándose hasta donde no pudiera alcanzarlo.

—Marcus... —lo miró con algo parecido a la lástima.

Sintió el deseo de gritar, de decirle alto y claro que nunca, jamás sintiera lástima por él. Pero no gritó. Ni mucho menos. En lugar de eso, dijo lo que tenía pensado. Soltó aquella frase sólo para demostrarle que verla embarazada de otro no le afectaba lo más mínimo.

—Estoy en la ciudad por trabajo y se me ocurrió pasar a ver qué tal estabas...

Ella se rodeó a sí misma con los brazos, los dejó descansar sobre aquel enorme vientre y lo miró fijamente. Ahora parecía triste.

—Estoy bien.

Marcus esbozó una especie de sonrisa.

—Me alegro. ¿Te he pillado cenando?

Ella apretó los labios y negó con la cabeza.

—¿Tu... marido está en casa?

Pasó una eternidad antes de que respondiera.

—No, Marcus.

Esperó a que dijera algo más con la mirada clavada en su rostro, con mucho cuidado de no volver a bajar la vista hasta su descomunal panza.

Finalmente ella respiró hondo y dijo:

—Bueno, ¿vas a entrar o no?

—Sí.

Se hizo a un lado para dejarlo pasar y cerró la puerta. Estaban solos en el apartamento.

La casa era pequeña. Frente a la puerta, un pasillo se extendía en la sombra. A la derecha había una diminuta cocina con una mesa para sólo dos personas. A la izquierda estaba la zona de estar, allí se encontraba el árbol de Navidad, que tenía ya dos paquetes envueltos a sus pies. Del mueble de la televisión colgaban guirnaldas de bolitas rojas e incluso había un belén en una de las mesitas auxiliares.

A Hayley se le daba muy bien hacer que la Navidad lo impregnara todo. El año anterior...

No, no iba a pensar en el año anterior. Estaba acabado y olvidado. Sólo estaba allí para saludarla y desearles a ella, a su bebé... y al tipo, maldito fuera, que fueran muy felices.

—Si me dejas el abrigo... —murmuró ella.

Marcus volvió a apartarse, a huir de su roce.

—No te preocupes. Prefiero dejármelo puesto.

Ella dejó caer el brazo que había extendido para agarrar el abrigo.

—Como quieras —ahora le tocaba a ella fingir una sonrisa—. Bueno, siéntate —le señaló el sofá azul que presidía la zona de estar.

Marcus fue a sentarse obedientemente.

—¿Quieres tomar algo? —le ofreció sin moverse aún de la puerta.

Una copa le iría muy bien. Necesitaba una copa en un momento como aquél, algo que le aletargara un poco los sentidos, que le nublara la visión. Algo que le hiciera creer que no le importaba que Hayley fuera a tener un hijo de otro hombre.

—Sí. Gracias.

—¿Una Pepsi?

—No. Mejor una copa. Cualquier cosa menos whisky.

Hayley parpadeó. Sabía lo que Marcus pensaba del alcohol en general.

—Muy bien. Creo que tengo una botella de vodka por alguna parte. Pero no tengo tónica, ni nada parecido.

—No importa. Vodka con hielo está bien.

La vio dirigirse a la cocina y desaparecer un momento. Oyó el tintineo del hielo y enseguida volvió con un vaso en una mano y la botella en la otra. Sirvió el licor sobre el hielo, tapó de nuevo la botella y volvió junto a él, precedida por la enorme panza.

—Gracias —le dijo cuando le dio el vaso. Se tomó el contenido de un solo trago y estiró la mano—. Otra, por favor.

Hayley abrió su preciosa boca para decir algo, pero la mirada de Marcus hizo que cambiara de opinión. Sólo lanzó un resoplido antes de servirle una segunda copa. Ya con el vaso en la mano, Marcus la vio sentarse en una silla frente al sofá.

Afortunadamente, el licor no olía a nada. Consideró la idea de apurarlo tan deprisa como la primera vez, pero temió que volviera a salir con igual rapidez, así que bebió poco a poco el desagradable líquido y agradeció que tuviera tan poco sabor como olor.

—¿Cómo has sabido dónde vivo? —le preguntó con la cabeza bien alta.

—Te he seguido la pista —le pasó por la cabeza que quizá eso le hiciera parecer un acosador, por lo que se apresuró a matizar—: Bueno, sólo sé tu dirección y tu teléfono... —no era nada obsesivo, se dijo a sí mismo. Lo que ocurría era que sentía cierta... responsabilidad hacia ella, por eso había contratado a alguien para que averiguara su dirección y su teléfono después de que se marchara.

Más de una vez había marcado el número cuando sabía que no estaría en casa, sólo para oír su voz en el contestador y para saber que, si alguna vez necesitaba ponerse en contacto con ella, podría hacerlo.

—Quería estar seguro de que te iba bien —añadió.

—Pues ya ves —extendió ambos brazos para señalar todo lo que la rodeaba, el pequeño apartamento, el sofá azul, el árbol de Navidad junto a la ventana, el bebé que llevaba dentro y el marido que aún no estaba en casa—. Me va bien.

Debería haberle pedido a aquel tipo que averiguara algo más, así al menos habría sabido que había otro hombre, habría estado sobre aviso con respecto al embarazo. Si lo hubiera sabido, no habría ido a verla y no estaría allí en aquel momento, bebiendo vodka y sintiéndose un estúpido.

—Tu marido... —empezó a decir, pero no supo cómo continuar.

Ella negó con la cabeza.

—Marcus, yo...

—Espera. Ahora que lo pienso, no quiero saberlo —tomó otro trago de vodka y se acabó la segunda copa. Él también estaba acabado—. Ya veo que estás bien y me alegro —y se puso en pie para dirigirse a la puerta.

—Marcus, espera...

Pero él siguió sin volverse. Cuatro pasos y estaba en la puerta. Cuando la abrió, ella insistió:

—¡Maldita sea, Marcus!

Cerró la puerta tras de sí, sin hacer caso de la voz que lo llamaba, bajó los escalones de la escalera de dos en dos, con un nudo en la garganta y una tremenda presión en el pecho.

En menos de un minuto, alcanzó la puerta de hierro que separaba el pequeño jardín delantero de la calle y se dirigió al coche que había alquilado. Metió la llave en el contacto y puso el motor en marcha.

Pero no se incorporó al tráfico, lo que hizo fue echar la cabeza hacia atrás y miró hacia delante, pero sin ver nada. La única imagen que aparecía ante él era la de Hayley mirándolo con esos ojos solemnes. Hayley acercándose a él con la segunda copa en la mano, con aquel abultado embarazo.

No llevaba anillo de casada.

Marcus irguió la espalda de golpe. Había dejado el trabajo y a él en... mayo. De eso hacía siete meses.

Recordó su imagen cuando le había abierto la puerta, con la mano en el estómago. En ese estómago grande como una pelota de playa.

Marcus no era ningún experto en embarazos, pero le parecía que ese vientre era de más de siete meses. La verdad era que parecía estar a punto de dar a luz...

El corazón le dio un vuelco dentro del pecho y se le encogió el estómago al tiempo que todo empezaba a dar vueltas a su alrededor.

Sin anillo de casada. Y el marido... No estaba porque...

No había ningún marido.

Sacó la llave del contacto y salió del coche. Atravesó corriendo el jardín hasta la puerta de hierro.

Estaba cerrada.

Maldijo entre dientes. Antes había tenido la suerte de entrar detrás de una pareja demasiado ocupada besándose como para darse cuenta de que alguien entraba con ellos a la urbanización. Pero esa vez no tuvo tanta suerte. Se quedó allí de pie, maldiciendo. Finalmente apretó el botón de la casa de Hayley.

Ella respondió de inmediato, como si hubiera estado esperando junto al telefonillo a que por fin sumara dos más dos.

—Marcus.

—¿Es mío?

En lugar de responder, le abrió la puerta.

Cuando llegó a lo alto de la escalera, la encontró esperándolo con la puerta abierta. Ya no había villancicos.

—¿Y bien? —le preguntó en voz baja.

Ella asintió. Muy despacio. Deliberadamente.

—¿Y tu marido? —siguió preguntando y al ver que ella fruncía el ceño, aclaró—: ¿Hay algún marido?

Ella negó con la cabeza. No había marido.

Marcus la miró en silencio. No tenía la menor idea de qué decir.

Aceptó su silenciosa invitación a entrar y volvió a sentarse en el sofá. Tenía el cuerpo entero como dormido.

La vio sentarse de nuevo en la silla y no pudo evitar clavar la mirada en su vientre. Intentó asimilar aquella extraña realidad: el niño que llevaba dentro era suyo.

Su hijo...

—Marcus —dijo con voz temblorosa—. Estoy tan...

—Lo sabías, ¿verdad? —la interrumpió bruscamente—. Por eso me dejaste. Porque sabías que estabas embarazada.

Ella negó con la cabeza.

—¿Qué? ¿Me estás diciendo que no sabías que estabas embarazada cuando me dejaste?

—Está bien. Sí que lo sabía —se apoyó en los reposabrazos de la silla como si fuera a levantarse—. ¿De verdad tenemos que...?

—Sí.

Volvió a dejarse caer en el asiento.

—No es necesario. De verdad. No espero nada de ti.

—Contéstame. ¿Me dejaste porque estabas embarazada?

—Más o menos.

—Maldita sea. O lo hiciste o no.

Hayley cerró los ojos y respiró hondo. Cuando volvió a mirarlo, comenzó a hablar con extremo cuidado.

—Me marché porque tú no me querías, ni querías casarte conmigo y ya me lo habías dicho. Cuando empezamos a estar juntos, dejaste muy claro que jamás volverías a casarte y que no querías tener hijos. Me sentí culpable por haberme quedado embarazada, pero al mismo tiempo quería tener el niño. No podía quedarme en Seattle y esperar a que tú te sintieras responsable a pesar de que no me querías, ni querías tener este hijo. No tenía otra salida, así que volví a casa.

El tono de su voz le puso los nervios de punta. Hablaba como si hubiera sido un acto de nobleza el abandonarlo sin decirle nada. Como si hubiera sido él el culpable.

—Deberías habérmelo dicho antes de marcharte. Tenía derecho a saberlo.

En sus mejillas pálidas apareció cierto color.

—Tenía intención de decírtelo.

—¿Cuándo?

Ella apartó la mirada.

—Escucha —dijo después de respirar hondo varias veces—. Tienes que entender que fue muy difícil para mí. Admito que no quería enfrentarme a ti, pero lo había organizado todo para que te enteraras.

—¿Lo habías... organizado?

—Eso he dicho.

—¿Lo habías organizado para cuándo?

—Para cuando naciera el niño. Ibas a enterarte en cuanto naciera.

—¿Ibas a llamarme desde el hospital?

Tragó saliva.

—No exactamente.

—Maldita sea, Hayley.

Se puso una mano en el vientre y de repente se levantó.

—Ven conmigo.

Pero él no se movió de donde estaba.

—¿Dónde?

—Ven conmigo, por favor.

—Hayley.

Pero ella seguía moviéndose. Se dirigió a la entrada, agarró un abrigo que había colgado de la percha y se volvió a mirarlo mientras se lo ponía.

—¿Dónde tienes el coche?

—En la puerta, pero no...

—¿Estás borracho?

—¿Qué? Por supuesto que no.

—Entonces puedes conducir.

Marcus soltó un sinfín de maldiciones antes de ponerse en pie y seguirla hacia la fría noche.

 

 

Diez minutos más tarde, Hayley le indicó un desvío que los llevó frente a una casa de ladrillo blanca, situada en una tranquila calle flanqueada de robles y arces.

Marcus se detuvo donde ella le dijo y paró el motor.

—¿Quién vive en esta casa?

—Vamos —le dijo, como si eso sirviera de respuesta.

En contra de lo que le decía el sentido común, salió del coche después de ella y la siguió hasta la puerta roja de la casa. Hayley llamó al timbre.

Enseguida se oyó el ladrido de un perro y una niña que gritaba:

—¡Yo abro!

La puerta se abrió y apareció ante ellos una niña de pelo castaño vestida con una malla rosa de ballet. El perro, un anciano pastor alemán, se quedó junto a la niña y ladró dos veces con evidente esfuerzo.

—Tranquilo, Candy —le dijo la niña con una enorme sonrisa en los labios—. ¡Es la tía Hayley!

¿La tía Hayley? Imposible. Para ser tía hacía falta tener hermanos y Hayley no tenía ninguno.

Tras la niña apareció una mujer de cabello castaño y ojos azules, una mujer que guardaba cierto parecido indefinible con Hayley, quizá fuera la forma de los ojos, o de los labios.

—Vaya, qué sorpresa —dijo la mujer al tiempo que se secaba las manos en un trapo de cocina. Después miró a Marcus con curiosidad.

—Éste es Marcus —explicó Hayley.

—Ah —dijo, como si acabara de recibir la respuesta a una gran pregunta—. Pasad.

Hayley y Marcus entraron a la cálida casa y siguieron a la mujer hasta un acogedor salón, tanto como el del apartamento de Hayley. También allí había un árbol de Navidad junto a la ventana.

—¿Me dais los abrigos? —les preguntó la mujer y cuando Hayley negó con la cabeza, dijo—: Entonces sentaos.

Marcus estaba deseando que alguien le dijera qué demonios estaba ocurriendo. Se sentó en la silla que tenía más cerca mientras la niña hacía una pirueta que no le salió nada bien. Aterrizó sin demasiada suavidad, pero enseguida se puso en pie, riéndose. Tenía una sonrisa tan contagiosa como la de su madre... y la de Hayley.

—Soy DeDe —dijo la pequeña.

—Los deberes —le recordó su madre.

—Mami...

No fue necesario que la madre dijera nada más, una mirada bastó para que la niña obedeciera.

—Está bien, ya me voy —farfulló a regañadientes.

Pero era evidente que era una niña alegre porque no pudo mantener el mohín por mucho tiempo y salió de la habitación sonriendo de nuevo, seguida por el perro.

Hayley, que se había sentado junto a él, le dijo:

—Marcus, ésta es mi hermana, Kelly.

De pronto se le pasó por la cabeza que la tarde empezaba a parecer un sueño. Hayley iba a tener un hijo suyo. La niña con las mallas rosas. El perro decrépito. La repentina aparición de una hermana cuya existencia desconocía por completo.

—Tienes una hermana... —dijo, mostrando la confusión que realmente sentía.

Hayley había crecido en casas de acogida. Su madre, una mujer enfermiza a la que no le duraba ningún empleo, siempre había dicho que no había tenido las fuerzas suficientes para criar a su única hija. Por eso la había abandonado, dejando que la cuidara el Estado.

—Dios, Marcus —comenzó a decir Hayley con evidente tristeza—. Sé que es una gran sorpresa. También lo fue para mí. Créeme. Mi madre siempre me dijo que era hija única y nunca se me ocurrió pensar que me hubiera mentido... no pensé que nadie fuera capaz de mentir sobre algo así.

—Comprendo —dijo Marcus, que esperaba que las sorpresas acabaran pronto.

Kelly sonrió.

—También tenemos un hermano.

—Los encontré en junio —siguió explicando Hayley—. Bueno, más bien nos encontramos los unos a los otros cuando murió mamá.

Marcus sintió algo extraño en la garganta y tuvo que toser.

—Tu madre ha muerto...

—Sí. Poco después de que me mudara aquí. Conocí a Kelly y a nuestro hermano, Tanner, en el hospital en el que estaba ingresada.

—¿Cuando se estaba muriendo?

—Sí —antes de que tuviera tiempo de preguntarle algo más, Hayley miró a su hermana—. ¿Puedes traer la carta, por favor?

Kelly frunció el ceño.

—¿Estás segura? A lo mejor deberías...

—Tráela, por favor.

—Está bien.

Cuando Kelly salió de la habitación, Marcus se quedó en silencio, mirando a la mujer que pronto daría a luz a su hijo. Ninguno de los dos dijo nada.

Probablemente era mejor así.

Kelly volvió enseguida con un sobre que le dio a Hayley. Ella se lo mostró para que viera su dirección escrita en el lugar dedicado al destinatario.

—Díselo, Kelly.

Kelly respiró hondo y miró a Marcus.

—Tenía que mandártelo en cuanto naciera el niño —le mostró dos pegatinas, una azul que decía: Es un niño y otra rosa en la que se leía: Es una niña.

Hayley añadió con voz débil:

—Ya sabes. Depende de lo que fuera.

Marcus miró el sobre, a la hermana que lo observaba con las dos pegatinas en la mano, a Hayley, sentada frente a él con la mano en el vientre.

«Me voy a despertar», pensó. «En cualquier momento me voy a despertar».

Pero no fue así.

Capítulo 2

 

Hayley sentía desprecio hacia sí misma.

Se había equivocado de lleno y lo sabía. Miró al padre de su hijo, sentado frente a ella, y deseó poder retroceder en el tiempo.

Debería habérselo dicho. Viéndolo con perspectiva, se daba perfecta cuenta del tremendo error que había cometido al no comunicarle la noticia en mayo, antes de romper con él, antes de dejar de trabajar como secretaria suya y volver a Sacramento a curar su maltrecho corazón.

La habría rechazado cuando ella le hubiera dicho que lo amaba, pero eso no importaba; tenía derecho a saberlo. No importaba que le hubiera dado un rotundo no por respuesta cuando ella le hubiera pedido que reconsiderara la idea de casarse y que luego, cuando ella hubiera sugerido que debían romper porque era obvio que lo suyo no tenía ningún futuro, él habría estado de acuerdo.

No importaba. Nada de eso importaba. Antes de dejarlo debería haberle dicho que iba a ser padre. Si se lo hubiera dicho entonces, ahora no estaría en el salón de su hermana, viendo el desconcierto en sus intensos ojos verdes y odiándose a sí misma.