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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2011 Jennifer Lewis

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

El mandato del rey, n.º 109 - septiembre 2014

Título original: Claiming His Royal Heir

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4568-8

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo Uno

 

–Su hijo es mi hijo.

El desconocido miró por detrás de ella hacia el interior del vestíbulo.

Stella Greco pensó cerrarle la puerta en las narices. Al principio, se había preguntado si sería un stripper como el que su amiga Meg había contratado dos años antes para una fiesta sorpresa. Pero la expresión del rostro de aquel hombre era demasiado seria. Alto, de pelo oscuro y rizado a la altura del cuello de la camisa, rostro bronceado y ojos grises, su sola presencia llenaba el vestíbulo.

De repente, sus palabras la hicieron reaccionar.

–¿Qué quiere decir con que es su hijo? ¿Quién es usted?

–Me llamo Vasco de la Cruz Arellano y Montoya, Vasco Montoya cuando estoy en el extranjero. ¿Puedo pasar?

Una sonrisa se dibujó en sus sensuales labios, pero no fue suficiente para tranquilizarla.

–No, no le conozco y no tengo la costumbre de dejar entrar en mi casa a desconocidos.

Un escalofrío de pánico le recorrió la espalda. Su hijo no tenía padre. Aquel hombre no tenía nada que hacer allí. ¿Por qué no cerraba la puerta?

El sonido de una canción de cuna llegó hasta donde estaban, delatando la presencia de su hijo en la casa. Stella miró hacia atrás, deseando poder esconder a Nicky.

–Tengo que irme.

–¡Espere! –exclamó dando un paso adelante mientras ella empezaba a cerrar la puerta–. Por favor –añadió suavizando la voz–. Quizá podamos hablar en algún sitio más tranquilo.

–Imposible.

No podía ignorar a Nicky. Tampoco quería llevarlo a ninguna parte con aquel desconocido.

Confiaba en que Nicky no apareciera gateando por el pasillo buscándola. Su fuerte instinto maternal la urgía a cerrar la puerta en la cara de aquel hombre tan guapo. Pero era demasiado cortés y había algo en él que le impedía hacerlo.

–Por favor, márchese.

El hombre se inclinó hacia delante y ella percibió una mezcla del aroma de su perfume con el del cuero de su cazadora negra.

–Su hijo, mi hijo… es el heredero del trono de Montmajor.

Parecía una proclamación y tuvo la sospecha de que él esperaba que se cayera de la impresión.

–Me da igual. Es mi hogar y, si no se marcha ahora mismo, llamaré a la policía. ¡Váyase!

–Es rubio –dijo el hombre mirando de nuevo por encima del hombro de ella.

Stella se dio la vuelta y se horrorizó al ver a Nicky avanzando por el suelo, con una enorme sonrisa en la cara.

Ajo.

–¿Qué ha dicho? –preguntó Vasco Montoya.

–Nada, solo son sonidos.

¿Por qué la gente esperaba que un pequeño de apenas un año pronunciara frases completas? Estaba empezando a cansarse de que la gente le preguntara constantemente por qué no hablaba todavía. Cada niño se desarrollaba a su propio ritmo.

–De todas formas, no es asunto suyo.

–Sí lo es –contestó el hombre con la mirada clavada en Nicky–. Es mi hijo.

Ella tragó saliva.

–¿Qué le hace pensar eso?

–Los ojos, tiene esos ojos…

Nicky miraba al desconocido con los enormes ojos grises que Stella creía de su abuela materna. Los suyos eran color avellana.

De repente, Nicky pasó junto a ella, levantó su mano regordeta y se agarró a uno de los dedos de Vasco. El hombre esbozó una gran sonrisa.

–Es un placer conocerte.

Stella tomó al niño en brazos y lo estrechó contra su pecho.

Ga la la.

Nicky saludó al hombre con una sonrisa.

–Esto es una invasión de mi intimidad, de nuestra intimidad –protestó Stella, sujetando con fuerza a su hijo.

Una desagradable sensación en la boca del estómago le decía que aquel hombre era realmente el padre de su hijo y bajó la voz.

–El banco de esperma me aseguró que la identidad del donante era confidencial y que nadie conocería mis datos.

–Cuando era joven y estúpido hice muchas cosas de las que ahora me arrepiento –dijo mirándola con sus ojos grises.

Sabía que Nicky tenía derecho a buscar a su padre cuando tuviera edad suficiente, pero había asumido que su padre no tenía los mismos derechos.

–¿Cómo me ha encontrado?

Quería que su hijo fuera solo suyo, sin nadie que se entrometiera y complicara las cosas.

–El dinero puede ayudar a descubrir muchas cosas.

Tenía un ligero acento, una suave inflexión en su tono de voz. Parecía sentirse superior.

–¿Le dieron el nombre de las mujeres que compraron una muestra de su semen?

Él asintió con la cabeza.

–Han podido engañarlo –concluyó Stella.

–He visto los expedientes.

Podía estar mintiendo en aquel momento. ¿Por qué quería a Nicky?

Su hijo se agitó en sus brazos, reclamando que lo dejara en el suelo. Pero no estaba dispuesta a hacerlo.

–Tal vez no sea suyo. Lo intenté con el esperma de varios donantes.

Ahora era ella la que mentía. Se había quedado embarazada al primer intento.

–También he visto su expediente –replicó él, alzando la barbilla.

–Esto es intolerable –protestó Stella sintiendo que le ardía el rostro–. Podría demandarlos.

–Podría, pero eso no cambia lo más importante –dijo él, y miró con ternura a Nicky–. Este es mi hijo.

Los ojos se le llenaron de lágrimas. ¿Cómo se había convertido un día normal en una pesadilla?

–Ha debido de engendrar un montón de hijos a través del banco de esperma, tal vez incluso cientos. ¿Por qué no va a buscar a los otros?

–No hay más –respondió sin dejar de mirar a Nicky–. Él es el único. Por favor, ¿puedo pasar? Esta no es una conversación para mantener en medio de la calle.

Su tono era suave y respetuoso.

–No puedo dejarle pasar. No tengo ni idea de quién es usted. Además, ha reconocido que está aquí gracias a una información que ha obtenido ilegalmente.

Stella se cuadró de hombros y Nicky se agitó en sus brazos.

–Me arrepiento de mi error y quiero enmendarlo.

Sus grandes ojos grises la miraron suplicantes.

Una extraña sensación de ternura se desató en su estómago e intentó ignorarla.

¿Quién era aquel hombre para jugar con sus sentimientos? Por su actitud, debía de estar acostumbrado a que las mujeres cayeran rendidas a sus pies.

Pero era incapaz de cerrar la puerta.

–¿Cómo se llama?

La pregunta del desconocido, hecha con una tierna sonrisa, la pilló desprevenida.

Se quedó pensativa. Si le decía el nombre de Nicky, le daría la oportunidad de llamarlo por su nombre. Pero ¿y si de veras era el donante? Su padre… La sola idea la hacía estremecerse. ¿Tenía derecho a mantenerlo alejado?

–¿Puedo ver algún documento de identidad, por favor?

Un hombre dispuesto a sobornar para conseguir información, era capaz de procurarse una identificación falsa.

Pero necesitaba tiempo para pensar y no se le ocurría otra manera.

Vasco frunció el ceño antes de llevarse la mano al bolsillo trasero y sacar una pinza sujetabilletes, de la que extrajo un permiso de conducir de California.

–Pensé que era de Mont…

¿Qué nombre había dicho?

–Montmajor. Pero viví en Estados Unidos mucho tiempo.

Stella estudió la fotografía. Tenía ante ella una versión algo más joven de su visitante. Vasco Montoya era el nombre que figuraba en la identificación.

Claro que cualquiera podía hacerse con un permiso de conducir en cualquier esquina, así que eso no probaba nada.

En ningún momento había conocido el nombre del donante, así que seguía sin saber si Vasco Montoya era el hombre por cuyo esperma congelado había pagado.

Había sido todo tan desagradable… Todos se habían reído al contarles cómo pensaba concebir a su hijo, bromeando acerca de la cánula y animándola a que se buscara un hombre. Había preferido evitar esa complicación y había recurrido a la reproducción asistida.

–¿En qué banco de semen hizo la donación?

Quizá se estuviera echando un farol.

Vasco tomó el permiso de conducir de sus manos temblorosas y volvió a guardarlo.

–En el banco criogénico Westlake –dijo.

Ella tragó saliva. Allí era donde había acudido y no se lo había contado a nadie, ni siquiera a su mejor amiga. De esa manera, había pensado que le resultaría más fácil olvidar todo aquel proceso.

Pero ahora, un hombre alto e increíblemente imponente estaba allí, restregándoselo por la cara.

–Sé que no me conoce. Pensé que lo mejor sería venir en persona y presentarme –dijo casi disculpándose–. Siento haberla incomodado y me gustaría que todo esto resultara más sencillo –añadió pasándose la mano por su pelo oscuro–. Ya sabe mi nombre. Tengo una compañía dedicada a la extracción de piedras preciosas, con oficinas y empleados por todo el mundo.

Sacó otra tarjeta y se la ofreció. Ella la tomó entre sus dedos temblorosos, sin dejar de sostener a Nicky en brazos.

 

Vasco Montoya, Presidente

Compañía catalana de explotación minera

 

«Catalana». Aquella palabra la sobresaltó. Una de las razones por las que lo había elegido como donante había sido su orgullo por su origen catalán. Le resultaba exótico y sugerente, y era una cultura con una magnífica historia literaria. Siempre le habían atraído esa clase de cosas.

Y era innegable que tenía los ojos del mismo gris plomizo, con un toque azulado, que su hi-jo.

–No quiero molestarla, solo quiero conocer a mi hijo. Como madre, estoy seguro de que podrá imaginarse lo que es saber que tiene un hijo en alguna parte y que no lo conoce –dijo mirando emocionado a Nicky–. Una parte de su corazón, de su alma, está ahí fuera por el mundo, sin usted.

Se le encogió el corazón. Sus palabras la emocionaron. ¿Cómo podía negar el derecho de su hijo a conocer a su padre?

La actitud de Vasco se había dulcificado, al igual que sus palabras. Su instinto maternal ya no la urgía a echarlo de allí. En vez de eso, sentía la necesidad de ayudarlo.

–Será mejor que entre.

 

 

Vasco cerró la puerta y siguió a Stella por el pasillo hasta un luminoso salón lleno de juguetes esparcidos por el suelo y el gran sofá beige.

Una mezcla de extraños sentimientos y emociones tensaban sus músculos. Había ido hasta allí movido por un sentido del deber, ansioso por atar un cabo suelto y evitar en el futuro problemas de sucesión.

Se había preguntado cuánto dinero tendría que ofrecerle para que le diera al niño. Todo el mundo tenía un precio, por alto que fuera, y estaba convencido de que él podía procurarle al pequeño una buena vida en un entorno lleno de amor.

Entonces, se había encontrado con aquellos enormes ojos grises llenos de inocencia infantil. Algo había explotado en su interior en aquel instante. Aquel era su hijo y enseguida había sentido una fuerte conexión con él. La mujer había vuelto a dejarlo en el suelo y el pequeño se había acercado gateando hasta él. Bajo la atenta mirada de su madre, el bebé había vuelto a aferrarse a su dedo, haciendo que se le encogiera el corazón.

–¿Cómo se llama?

Stella no había llegado a contestar la pregunta.

–Nicholas Alexander. Le llamo Nicky.

Pronunció las palabras lentamente, todavía reacia a que invadiera su intimidad.

–Hola, Nicky –dijo sin poder evitar sonreír.

–Hola –contestó el pequeño mostrando sus primeros dientes.

–Ha dicho hola –exclamó Stella emocionada–. ¡Ha dicho una palabra!

–Pues claro, está saludando a su padre.

El pecho se le ensanchó de orgullo, aunque su único mérito era haberle transmitido la mitad del ADN. Se avergonzó de haber entregado algo tan preciado como la semilla de la vida por un puñado de dólares.

Miró a Stella. Diez años atrás, había tenido sus motivos para donar su semen, pero ¿qué la había llevado a ella a comprarlo? En sus primeras indagaciones, había descubierto que Stella Greco trabajaba en la biblioteca de una universidad restaurando libros. Esperaba dar con una solterona madura y desgarbada. Sin embargo, se había llevado una sorpresa.

Era una mujer demasiado guapa para haber tenido que recurrir a un banco de semen. Tenía el pelo castaño dorado y lucía una melena corta. Las pecas salpicaban su nariz y sus ojos color avellana eran grandes y despiertos. Tal vez su marido fuera estéril.

Miró su mano y le agradó descubrir que no llevaba alianza. Mejor que no hubiera otra persona.

–Tiene que irse a vivir a Montmajor con Nicky.

En aquel instante, le pareció que no tenía sentido ofrecerle dinero por el niño. Si había conectado tan rápidamente con alguien de su misma sangre, era imposible que el vínculo maternal pudiera romperse a cambio del frío metal.

–No vamos a ir a ninguna parte –dijo Stella, rodeándose con los brazos.

El salón era pequeño, pero acogedor. No le sobraba el dinero. Podía adivinarlo por la sencillez de los muebles y el coche azul que tenía aparcado fuera.

–Tendrá un hogar confortable en el palacio real y no le faltará de nada.

El palacio que amaba con toda su alma y del que en una ocasión había sido cruelmente expulsado, era el lugar perfecto. En cuanto lo viera se daría cuenta.

–Me gusta California, gracias. Tengo un buen trabajo en la universidad restaurando libros antiguos y estoy a gusto en mi casa. Los colegios de la zona son excelentes y es un barrio muy agradable y seguro para que Nicky crezca. Créame, me informé bien antes de mudarme.

Vasco miró a su alrededor. Sí, la casa era agradable, pero el ruido del tráfico rompía la calma y California estaba llena de muchas tentaciones para una persona joven.

–Nicky estará mucho mejor en Montmajor, rodeado de montañas y aire puro. Tendrá los mejores profesores.

–Vamos a quedarnos aquí y no hay más que hablar –afirmó Stella, y se cruzó de brazos.

No era alta, pero tenía un aire de autoridad y determinación que lo intrigaba. Era evidente que no estaba dispuesta a alterar sus planes.

Por suerte, tenía mucha experiencia en negociaciones y rara vez fracasaba. Podía ofrecerle incentivos económicos y otras tentaciones a los que no podría resistirse. Aunque no tuviera precio en términos estrictamente económicos, todo el mundo tenía sus sueños y, si daba con ellos, podría persuadirla.

También podía intentar seducirla, algo que le resultaba apetecible después de haberla conocido. La seducción tenía el beneficio de la intimidad inmediata y del disfrute sin límite. Sin duda alguna, era algo a tener en cuenta.

Pero no era el momento adecuado. Su aparición la había desconcertado y tenía que darle la oportunidad de digerir la idea de que el padre de su hijo iba a involucrarse en su vida. Esperaría uno o dos días y después regresaría para conquistarla y convencerla de su plan.

–Me despido por ahora –dijo inclinando ligeramente la cabeza–. Por favor, busque información sobre mí –añadió señalando la tarjeta que sostenía en la mano–. Comprobará que todo lo que le he contado es cierto.

Ella frunció el ceño y se le arrugó la nariz. Parecía sorprendida de que fuera a marcharse sin llegar a un acuerdo.

–Está bien.

–Ya seguiremos hablando del asunto.

–Claro –dijo Stella, y se pasó un mechón de pelo por detrás de la oreja.

Seguramente, esa noche cerraría muy bien puertas y ventanas. Tenía que admitir que parecía una madre muy buena y protectora para su hijo.

El pequeño Nicky se sentó en el suelo, concentrado en meter unos anillos de plástico en una barra de plástico. Vasco estaba emocionado de haber encontrado a aquel niño, sangre de su sangre.

–Encantado de conocerte, Nicky.

El pequeño alzó la mirada al oír su nombre.

Ajo.

Vasco sonrió y Nicky le devolvió la sonrisa. Luego, miró a Stella.

–Es maravilloso.

–Lo sé –dijo ella sin poder evitar sonreír–. Es lo más preciado que tengo en el mundo.

–Lo sé, créame. Y lo respeto.

Por eso era por lo que quería llevarse a Stella a Montmajor con Nicky. Un niño debía estar con su madre y con su padre.

Al encender el motor de su moto, se congratuló por aquel primer encuentro con la madre de su hijo. Había empezado intentando echarlo de allí y había acabado dándole su número de teléfono.

Aceleró y subió por la colina en dirección a la autopista de Santa Mónica. Había sido un comienzo muy prometedor.

 

 

Stella cerró con llave la puerta nada más marcharse Vasco. Quería dejar escapar un suspiro de alivio, pero no podía. Aquello no había terminado.

Nunca terminaría.

El padre de su hijo, al que nunca había necesitado ni deseado, había irrumpido en sus vidas. Lo mejor que podía pasarle era que volviera de donde venía, Montmajor, un lugar del que nunca había oído hablar, y que los dejara en paz.

Quería creer que era un impostor y que su país era producto de una imaginación muy activa. Parecía sacado de una película de Hollywood, con su cazadora de cuero, sus vaqueros desgastados y sus botas de piel.

No tenía el aspecto de un rey, a no ser que fuera del Rey de la Carretera, especialmente después de verle subir a una gran moto negra delante de su casa. ¿Qué clase de rey iba en mo-to?

Quizá fuera una broma o alguna clase de locura. California estaba llena de desequilibrados.

Fuera quien fuese, algo le decía que era el padre de Nicky. Tenía el pelo oscuro, casi negro, y la piel bronceada por el sol, pero sin duda alguna, sus ojos eran los de Nicky. De un intenso gris, había sorprendido a las enfermeras del hospital, quienes habían insistido en que un bebé rubio debía tener los ojos azules. Nunca cambiaban de color y a través de ellos adivinaba su estado de ánimo.

Los ojos de Vasco transmitían desconfianza, mientras que los de Nicky todavía tenían la inocencia de la infancia. Vasco Montoya era el padre de Nicky.

Colocó al pequeño en su trona con un puñado de cereales y un zumo de manzana.

Odiaba haber tenido aquella conversación delante de él. ¿Hasta dónde podía comprender un bebé de un año? Solo porque todavía no hablara, no significaba que no pudiera entender, al menos en parte, lo que estaba pasando.

Capítulo Dos

 

Un débil rayo de sol se filtraba por las cortinas de la oficina de atención al cliente del banco criogénico Westlake. Stella reparó en cómo la luz llegaba hasta la mujer que había detrás del escritorio. ¿El dedo acusador?

Habían pasado tres días desde que Vasco Montoya había aparecido en su vida y no había vuelto a saber nada de él. Quizá todo había sido un sueño, o más bien una pesadilla, y no pasara nada más. Había estado ocupada valorando todas las posibilidades y se había pasado horas en Internet leyendo las experiencias de otras personas acerca de padres ausentes que habían reaparecido en sus vidas. Había considerado todas las posibilidades y problemas que podían surgir, pero ahora él había desaparecido.

Aun así, tenía que saber qué terreno pisaba.

–Ya se lo he dicho, señora, garantizamos la confidencialidad a todos nuestros clientes –dijo la mujer en tono formal.

–Entonces, ¿cómo explica la visita de ese hombre a mi casa?

Sacó la página de Internet que había impreso acerca de minas de zafiros. Era una entrevista con Vasco Montoya, presidente de la industria minera catalana y, como le había dicho, rey de la nación de Montmajor. Al parecer, había transformado su pequeña empresa de Colombia en una entidad internacional con millones en activos. En la foto llevaba un traje de rayas y mostraba una expresión amable. ¿Por qué no iba a ser así? Era un hombre que lo tenía todo.

Excepto a su hijo.

La mujer tragó saliva y luego forzó una sonrisa.

«Ha sido ella, lo intuyo. Seguramente la sedujo para conseguirlo».

–Sabe dónde vivo y que usé su esperma. Quiere que nos vayamos a vivir con él a su país. ¿Cuánto le ha pagado?

–Es imposible que haya obtenido esa información aquí. Todos los expedientes se guardan lejos de aquí, en un lugar seguro.

–Estoy segura de que también están digitalizados.

–Naturalmente, pero…

–No quiero oír «peros». Me dijo que pagó por la información, así que tienen algún fallo en la seguridad.

–Tomamos precauciones y contamos con asesoramiento legal –dijo la empleada deslizando una amenaza velada en sus palabras.

¿Acaso esperaban que los demandara? Eso no ayudaría en nada.

Se acomodó en la silla de plástico y pensó en Nicky, que estaba en la guardería de la universidad.

–Supongo que lo que de veras quiero saber es… ¿Tiene derechos o renunció a ellos cuando donó su semen?

–Los donantes renuncian a todos los derechos. No forman parte de la vida del niño ni son responsables de su mantenimiento.

–Así que, legalmente, ese hombre no es el padre de mi hijo.

–Así es.

Aquello la alivió.

–¿Ha nacido algún otro niño de su semen?

–Esa información es confidencial –declaró la mujer sonriendo de nuevo con frialdad–. Pero puedo decirle que el señor Montoya ha retirado sus muestras del banco criogénico Westlake.

–¿Por qué? ¿Cuándo lo ha hecho?

–Justo la semana pasada. No es extraño que se produzcan cambios en la vida de los donantes, por ejemplo, al casarse, y decidan dejar nuestra base de datos.

–Pero ¿cómo descubrió mi identidad?

Debbie English escribió algo en su teclado y luego se apoyó en el respaldo de su silla.