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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Christine Rimmer

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El hombre perfecto, n.º 11 - mayo 2018

Título original: Mercury Rising

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-574-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Mamá…

Virginia Elliott se apartó de la ventana.

–Ah, gracias, querida –Jane le dio las rosas recién cortadas y envueltas en un cucurucho de papel–. Qué bonitas –Virginia se las acercó y aspiró su perfume–. Tienes buena mano para el jardín. Tu tía Sophie estaría orgullosa de ti.

Sophie Elliott, la querida tía de Jane, había sido siempre una dama soltera. A su muerte, acaecida casi tres años antes, le había dejado a Jane su bonita y vieja casa y el hermoso jardín que la rodeaba.

La madre de Jane se volvió de nuevo hacia la ventana.

–He notado que tu nuevo vecino está en casa.

–Sí –Jane procuró mantener la voz y el semblante tan inmaculados como una blanca sábana limpia–. Pero viaja mucho.

Virginia, que sostenía las rosas en la mano izquierda, se llevó la derecha a las perlas de la garganta. Jugueteó con ellas, pasándolas de una en una como las cuentas de un rosario.

–Hace un momento estaba ahí fuera, en el porche lateral de la casa –cada una de sus palabras estaba cargada de desdén.

Jane se contuvo para no contestar con un sarcasmo, como, por ejemplo: «Bueno, madre, está en su casa. Supongo que tiene derecho a salir al porche».

Por el pueblo corría el rumor de que Cade Bravo tenía una lujosa casa en Las Vegas y un piso en el cercano lago Tahoe. Al comprar la casa Lipcott, contigua a la de Jane, había dejado completamente perplejos a los habitantes del pequeño pueblo de New Venice. Una destartalada casona de estilo victoriano parecía el último lugar del mundo en que aquel hombre desearía vivir. Pero la casa ya no estaba destartalada. Las reformas habían durado meses. Finalmente, las variopintas cuadrillas de obreros habían recogido sus cosas y se habían ido, y el nuevo propietario había ido a instalarse en ella.

–Por lo menos ha respetado el estilo arquitectónico de la casa –dijo Virginia a regañadientes, la mano aún en las perlas.

Jane pensó que Cade había hecho un trabajo excelente con la vieja casona. Ahora se parecía mucho más a como debía de haber sido en el momento de su construcción, a principios del siglo XX: una casa, muy parecida a la de Jane, que recordaba tiempos más sencillos y plácidos, con un porche profundo y acogedor que rodeaba el edificio y planchas de madera dispuestas a modo de escamas de pez hasta los aleros del tejado.

Virginia masculló:

–Pero aun así… Uno de esos Bravo viviendo en Green Street… ¿Quién iba a imaginar tal cosa?

La calle Green era amplia y estaba flanqueada de árboles. Sus casas, hermosas y antiguas, siempre habían pertenecido a los miembros más prósperos y respetables de la comunidad, a las familias de postín de New Venice: los Elliott y los Chase, los Moore y los Lipcott.

Sí, el hecho de que Cade Bravo hubiera prosperado en la vida había sorprendido a todo el mundo. Por su riqueza respondía al perfil del habitante de Green Street. Pero ¿era acaso respetable? No según el exigente criterio de Virginia Chase Elliott. Claro que, conforme a la sesgada opinión de Virginia, ningún Bravo era o podía ser una persona respetable.

–¿Te ha molestado ese hombre, querida? –ahora su madre la miraba fijamente.

–Claro que no.

–Siempre ha sido un salvaje… El peor de todos. Lo dice todo el mundo. Ha salido a su madre –los ojos grises de Virginia se achicaron al mencionar a Caitlin Bravo. Su mano se aferró con más fuerza a las perlas–. Supongo que habrá mujeres entrando y saliendo continuamente de su casa.

–No. La verdad es que, cuando está aquí, apenas se nota su presencia. Deberías llevarte esas rosas a casa, mamá. Córtales un poco el tallo al bies y…

Su madre sacudió en el aire la mano con la que había estado jugueteando con las perlas.

–Lo sé, lo sé. Hay que quitar todas las hojas que queden bajo el agua.

Jane sonrió.

–Eso es. Y utiliza ese fertilizante que te di.

Virginia suspiró.

–Lo haré, lo haré. ¿Y qué tal está Celia?

Celia Tuttle era una de las dos mejores amigas de Jane. Ahora se llamaba Celia Bravo. Hacía poco más de dos meses, a fines de mayo, se había casado con Aaron, el hermano mayor de Cade.

–Contenta –dijo Jane–. Celia está muy, muy contenta.

Una de las cejas de Virginia se alzó.

–Y embarazada, o eso he oído.

–Sí. Aaron y ella están encantados.

–Quería decir que está un poco demasiado embarazada para el tiempo que llevan casados.

Jane sacudió la cabeza.

–Déjalo, mamá. Celia es feliz. Aaron la quiere con locura. Hacen una pareja maravillosa, están completamente enamorados y desean tener ese hijo. Ya me gustaría a mí encontrar un hombre que me quisiera como quiere Aaron Bravo a su mujer.

Su madre dejó escapar un remilgado sonido gutural. Jane cruzó los brazos y lanzó a Virginia una mirada larga y fija, cargada de reproche. Virginia pareció arredrarse y agitó la mano de nuevo.

–Está bien, está bien. Celia es un encanto y, si es feliz, me alegro por ella.

–Eres muy generosa.

–No uses ese tono de superioridad conmigo, te lo ruego. No me gusta. Y lo sé, lo sé. Celia es tu amiga del alma, igual que Jillian –Jane, Celia y Jillian Diamond eran amigas desde la guardería–. Ya debería saber que no puedo decir ni una palabra contra ellas.

–Sí, en efecto, ya deberías saberlo.

Virginia se acercó un paso. La mirada de sus ojos se suavizó. Extendió una mano y acarició el pelo siempre rebelde de Jane con gesto tan tierno, tan maternal, que Jane no pudo evitar sentirse apaciguada. Quería a su madre, a pesar de que no siempre era fácil sentir afecto por Virginia Elliott.

–No me has dicho qué tal fue tu cita del viernes.

Jane le ofreció una sonrisa indiferente.

–Pasé un rato agradable.

Virginia pareció desconcertada.

–Dios mío, tu indiferencia es realmente asombrosa.

Indiferencia. Por desgracia, aquella palabra resumía acertadamente los sentimientos de Jane respecto a su cita del viernes. Había sido su segundo encuentro con aquel hombre. Él enseñaba ciencias en el instituto y Jane lo conocía desde hacía más de un año. Él había entrado en su librería buscando un manual de ornitología y un libro con buenas ilustraciones sobre fenómenos climatológicos. Parecía en todo punto la clase de hombre que buscaba Jane: estable y franco, amable y sensato. Un hombre que primero había buscado su amistad. Le había dicho a Jane que admiraba su franqueza, que respetaba su independencia y valoraba su sentido crítico. Ella había creído sus palabras. Y además era guapo, con su abundante pelo castaño y su complexión fornida. No había nada desagradable en él. A Jane le agradaba de verdad. Pero también sabía que, en el fondo, eso era todo lo que sentía por él.

¿Pedía demasiado al osar desearlo todo: decencia y estabilidad y un beso que la volviera loca de deseo?

Seguramente.

–Gary Nevis es un chico estupendo, mamá. Pero no creo que sea mi tipo.

–Vamos, dale un poco de tiempo. Puede que descubras que hay más en él de lo que piensas.

–Buen consejo –dijo Jane sin mucha convicción.

–En fin, yo me voy a casa con mis rosas.

Jane acompañó a su madre a la puerta y bajó con ella los escalones delanteros.

–Estamos teniendo un verano precioso –dijo su madre mientras bajaban por el caminito en dirección al coche aparcado junto al bordillo de la acera.

–Sí –Jane alzó la cara hacia la cálida esfera del sol de agosto–. Un verano espléndido.

El valle de Comstock, al norte de Nevada, era en opinión de Jane el mejor lugar del mundo para vivir. Un lugar donde el ritmo de vida no era excesivamente ajetreado, los vecinos se conocían, la gente siempre olvidaba cerrar con llave su puerta y ello daba igual porque nunca ocurría nada malo. Allí los inviernos eran relativamente suaves y en verano las temperaturas diurnas no superaban los treinta grados.

En la acera, a unos pocos metros del deportivo verde pistacho aparcado frente a la casa de Cade, Jane tomó las rosas y sostuvo la puerta abierta mientras su madre se subía en su coche, se deslizaba en el suave asiento de cuero, apartaba el quitasol del parabrisas, lo plegaba meticulosamente y lo dejaba en el asiento de atrás.

–Trae, dame eso –Virginia tomó el ramo de olorosas flores, se giró para depositarlo cuidadosamente en el asiento del copiloto y sonrió a su hija una vez más–. Gracias por ir a la iglesia conmigo.

–Lo he hecho encantada.

–Y por la comida.

–Ha sido un placer.

Virginia alzó la cara para que le diera un beso. Jane obedeció dócilmente. Luego, retrocedió y cerró la puerta. Su madre tanteó un momento el salpicadero, encontró la llave y la metió en el contacto. Un instante después, el pesado coche bajó surcando la calle y dobló la esquina en dirección a Smith Way, perdiéndose de vista.

Jane se volvió hacia su casa. Dio dos pasos y se detuvo a contemplar la escena que se ofrecía ante sus ojos. Su casa era de estilo reina Ana. Tenía un torreón rematado por un chapitel, retazos de un friso de fantasía bajo los aleros del tejado y multitud de rincones acogedores.

El jardín era precioso. Ahora, a fines del verano, se hallaba en su apogeo, un poco rebosante quizá, como una mujer hermosa a la que acabara de pasársele su flor. Las clemátides que trepaban por la valla lateral estaban en plena floración. Las margaritas alzaban al sol sus caras de pétalos dorados. A la derecha del camino, el amplio arriate de dalias de hojas lacias era un enjambre de púrpura, blanco, azul y rosa.

Entre las dalias, sobre pedestales de diversa altura, Jane había colocado una serie de esferas de cristal: una azul, una rosa, una verde y otra que parecía una enorme burbuja de jabón, clara como el cristal, con una ligera pátina de madreperla. Las dalias las ocultaban parcialmente. Pero las suaves esferas reflectantes asomaban aquí y allá, devolviendo el fulgor del sol.

Todo era muy bello. Jane ya no tenía a su querida tía Sophie, pero al menos tenía una casa y un jardín, y su corazón se llenaba de alegría cada vez que se tomaba un minuto para detenerse y mirar todo aquello.

Jane profirió una leve risa de puro placer. Ya bastaba de regodearse en la belleza que la rodeaba. Tenía que ponerse la ropa vieja y el ancho sombrero de paja y seguir con su tarea. Los domingos, con la librería cerrada, se dedicaba a trabajar en el jardín. Disponía de todo el día para ella sola y había que recoger los tomates y las zanahorias del huerto.

Echó a andar de nuevo por el camino y de pronto vio a Cade Bravo salir de entre las sombras del porche. No era su intención mirar hacia la casa de su vecino. Pero de todos modos lo había hecho. Y, mientras miraba, él emergió a la luz del sol. Sus largas piernas se movieron deprisa, bajaron los escalones y recorrieron el caminito de entrada. Su pelo reflejaba el sol. Tenía un pelo precioso, ni castaño ni rubio, sino de un extraño color intermedio; un pelo que daba ganas de tocarlo. Aunque lo llevaba corto, tenía una seductora tendencia a rizarse. Jane pensaba secretamente que era el cabello que habría tenido un dios griego, un cabello digno de llevar una corona de laurel.

Cade la saludó con la mano, con un ligero gesto, llevándose la mano a la frente un instante y dejándola caer al pasar.

–Hola, Cade –ella le dedicó una rápida y contenida sonrisa, y procuró ignorar el estremecimiento que se extendió bajo su piel, el calor que se difundió por sus entrañas y la repentina aceleración de su pulso.

Dándose la vuelta, tranquila y desesperanzada, Jane buscó cobijo en su casa.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Cade dejó atrás a Jane y siguió caminando acera abajo. Apenas la había mirado: le había dedicado un apresurado saludo y había pasado de largo.

Sabía que ella quería que así fuera. Pues muy bien, eso le daría.

De todos modos, no habría sido buena idea intentar hablar con ella en ese momento. Cade estaba a punto de estallar. ¿Quién sabía qué cosas habrían escapado de sus labios? La visión de Virginia Elliott mirándolo fijamente desde la ventana del comedor de Jane, jugueteando con sus perlas con el ceño fruncido, lo había puesto de un humor de perros.

Cade se metió en su coche, cerró la puerta de golpe y encendió el motor. Quería tomarse una copa, pero no le apetecía sentarse solo en aquella casa que quizá no debería haber comprado, sirviéndose tragos de whisky y echándoselos al coleto sin compañía alguna. Beber solo era deprimente, de modo que Cade puso rumbo al Highgrade, aquella mezcla de bar, cafetería, tienda de souvenirs y salón de juegos situada en Main Street. Aquel lugar era como su hogar… o, al menos, era lo más parecido a un hogar que había conocido. Allí había crecido, en el laberíntico apartamento de encima del local, en el segundo piso.

El Highgrade tenía la techumbre plana y recubierta de láminas de madera machihembradas, y por dentro estaba forrado de arriba abajo de nudosa madera de pino. Las paredes estaban cubiertas de grietas y el aire olía a hamburguesas grasientas, a cerveza rancia y a humo de tabaco.

Sí, sin duda había mejores sitios si uno necesitaba animarse un poco. Pero, incluso siendo domingo, Cade sabía que en el Highgrade encontraría a unos cuantos parroquianos recalcitrantes acodados en la barra. No serían grandes conversadores. Tendría suerte si le dirigían unos cuantos gruñidos y un: «Eh, Cade». Pero, técnicamente al menos, no bebería solo.

El trayecto hasta la calle principal era muy corto. Cade se metió por el callejón entre el Highgrade y la tienda de Jane, The Silver Unicorn.

Jane. Su nombre se repetía como un eco obsesivo en su cabeza. Últimamente parecía que no podía dar un paso sin que algo le recordara a ella. Era ubicua.

Sí, tal vez él no hubiera ido a universidad, a diferencia de Jane. Y de sus propios hermanos. Pero sabía leer. Y se planteaba desafíos. Intentaba aprender una palabra nueva cada día de la semana. Cinco palabras nuevas por semana. Multiplicadas por cincuenta y dos. Doscientas sesenta palabras nuevas al año. Incluyendo «ubicua», otra palabra para definir a Jane.

Porque Jane estaba en todas partes. Su librería se hallaba junto a la casa de la madre de Cade. Una de sus dos mejores amigas se había casado con el hermano de Cade. Y Jane vivía en la casa contigua a la de él.

Sí, sí. Si vivir junto a ella lo molestaba, no debería haberse comprado la casa. Pero se había empeñado en volver al pueblo. Y había conseguido hacerlo a lo grande al adquirir la vieja casa Lipcott. ¿Cómo demonios iba a saber él cuáles serían las consecuencias de la compra de aquella maldita casa? ¿Cómo iba a saber de antemano que la cercanía de Jane alimentaría la atracción que sentía por ella? ¿Y que la atracción se convertiría en obsesión?

Nunca había imaginado que pudiera pasarle tal cosa. No, Cade Bravo no perdía la cabeza por sus amantes… ni por las mujeres que quería convertir en sus amantes. ¿Para qué? A pesar de su falta de formación académica, las mujeres se le daban bien. Nunca se había sentido rechazado por ellas. La mayoría se mostraban dispuestas a dedicarle una segunda mirada. Y, además, él siempre se había tomado la vida según venía. Si una mujer no le hacía caso, pues bueno, muy bien, ya habría otras. Él no era de los que perdían la cabeza por una mujer.

O, al menos, no lo había sido hasta ahora.

Aparcó el coche en una de las plazas reservadas para la familia en la parte de atrás del edificio y entró por la puerta trasera. Caitlin Bravo regentaba el Highgrade desde hacía más de treinta años, desde antes de que naciera Cade. Según tenía entendido Cade, Blake Bravo, el granuja de su padre, le había dejado el bar a Caitlin. El viejo le había dado tres hijos varones y el Highgrade y luego había desaparecido de sus vidas sin dejar rastro.

En realidad, Cade nunca había visto a su padre. Por lo menos, no en carne y hueso. Solo en fotografía. No se enorgullecía de ser el único de los tres hijos de Caitlin que había sacado los ojos de Blake Bravo. Ojos plateados. Ojos amenazadores, pensaban muchos. Y, a decir verdad, el viejo había sido un canalla.

Blake Bravo había fingido su propia muerte en un incendio no mucho después de plantar la semilla que algún día se convertiría en Cade. Más tarde, cuando todo el mundo lo creía muerto, había secuestrado al segundo hijo de su propio hermano para pedir un inmenso rescate… y nunca había devuelto al pequeño.

Ahora, al recordarlo, todo el mundo se figuraba que Blake había puesto el cadáver de algún pobre desgraciado en su lugar antes de prenderle fuego al apartamento. De algún modo había conseguido falsificar sus registros dentales. En aquella época acababa de salir de prisión bajo fianza, acusado de homicidio por matar a otro granuja sin suerte en una refriega tabernaria.

Fingir su propia muerte le había permitido librarse de la acusación sin siquiera ir a juicio. Un tipo listo, ese Blake Bravo.

Pero la buena noticia era que Blake ahora estaba realmente muerto. La había palmado en un hospital de Oklahoma hacía poco más de un año. Caitlin se había sentido profundamente humillada al saber que el muerto al que siempre había considerado el amor de su vida había seguido viviendo treinta años más.

En el interior del Highgrade, la parte más animada era la cafetería. Siempre era así los domingos después del servicio religioso. Caitlin, vestida con pantalones ceñidos y una camisa vaquera con remaches, hacía las veces de anfitriona, acompañaba a los clientes hasta sus taburetes y charlaba con ellos en el mostrador, atrás la caja registradora, cuando se iban. Al ver a su hijo, le guiñó un ojo.

Cade dirigió sus pasos hacia el otro lado del bar, hacia el reconfortante y denso silencio de la barra. Bertha estaba atendiendo. Grande y sólida, con sus trenzas de color zanahoria pegadas a la cabeza como una corona, Bertha era mujer de pocas palabras, pero tenía buen corazón y sonrisa fácil. Que Cade recordara, siempre había trabajado en el Highgrade.

–Hola, corazón –con solo mirar a Cade, Bertha supo lo que tenía que hacer. Puso sobre la barra la botella de tequila Cuervo y un vasito, sacó los gajos de limón y la sal y sirvió una cerveza.

Había dos tipos al otro lado de la barra. Cade los saludó y recibió como respuesta los gruñidos de rigor. Cerró el puño, se echó la sal y la lamió. Luego, se bebió el primer trago.

 

 

Aquello no tenía sentido, se dijo al cabo de una hora. Al final solo se había bebido un par de tragos y ni siquiera había alcanzado ese estado en el que empezaba a sentir los labios entumecidos. Y, sin embargo, no quería seguir bebiendo. No tenía ganas de emborracharse.

Las cosas andaban realmente mal cuando ni siquiera se tenían fuerzas para ahogar las penas en tequila. Cade tiró un billete de veinte sobre la barra, le dijo adiós a Bertha y se largó.

Sabía que no debía hacerlo, pero aun así volvió a casa. Aquellos dos tragos y la cerveza no habían conseguido emborracharlo, pero en cambio habían quebrantado su determinación de quitarse de la cabeza a la atractiva librera. Paró delante de su casa, apagó el motor y se quedó allí, sentado tras el volante, mirando el jardín delantero de Jane, en el que flores de todas clases y colores se enredaban en las vallas y trepaban por las paredes.

No vio a Jane. Debía de estar en la parte de atrás. Cade sabía que seguramente estaba en el jardín, en alguna parte. Los domingos, por norma, Jane iba a la iglesia con su madre. Y después salía a trabajar en el jardín. A veces se ponía un enorme y horrendo sombrero de paja. Pero otras no. A veces, iba con la cabeza descubierta, con aquella salvaje melena rizada de color café atada en un desmadejado moño sobre la cabeza. Para trabajar en el jardín siempre se ponía ropa vieja y dada de sí que, de algún modo, a Cade le parecía más provocativa aún por lo que no revelaba.

Sí, de acuerdo. Conocía las costumbres de Jane. Estaba al corriente de sus hábitos. La había observado entrar y salir de la casa mañana, tarde y noche, ir y venir de la librería, con la melena suelta sobre los hombros, los mechones serpentinos zarandeados por el viento.

Ella a menudo se dejaba las ventanas abiertas. A veces, Cade podía oírla hablar por teléfono con su suave voz de mezzosoprano. Su risa era cálida, baja, musical. Su sonido surtía sobre Cade el mismo efecto que la visión de su cuerpo. Le hacía pensar en sorprenderla desnuda y esconder la cara entre su cabello, o en escuchar aquella linda voz susurrándole cosas provocativas solo para sus oídos.

Cade sabía de buena tinta que Jane tenía un lado salvaje. Pero también sabía que lo mantenía bajo estricto control. Que se lo preguntaran a cualquiera. Todo el mundo lo sabía. Desde que Rusty Jenkins había muerto siete u ocho años antes en un chapucero atraco a una tienda de electrodomésticos, Jane Elliott había seguido el camino recto sin desviarse de él ni un milímetro. Tras la muerte de Rusty había ido a la universidad de Stanford y había obtenido un bonito título en artes liberales. Tenía su jardín y la casa de su tiíta y su linda librería en la calle principal. Solo salía con tipos formales y trabajadores. Era perfectamente práctica, completamente realista y sensata hasta la obstinación.

Cade, en cambio, había amasado su fortuna en timbas de póquer a lo largo y ancho del estado y, más tarde, en las grandes partidas que se organizaban en Las Vegas y Los Ángeles. Cierto, había tenido unos cuantos roces con la ley, casi todos siendo aún un adolescente o apenas cumplidos los veinte, en la época en que el tío de Jane, J.T. Elliott, que ahora era el alcalde de New Venice, era el sheriff del pueblo. También se había labrado entonces su fama de mujeriego. Y sí, tenía que admitirlo: se la había ganado a pulso.

Desafortunadamente, Jane Elliott pertenecía a la única clase de mujeres con las que un tipo como él no tenía nada que hacer, y Cade lo sabía. Jane era de las que tenían experiencia y habían aprendido de sus errores. Si tenía un poco de seso, se olvidaría de ella. Pero ¿quién decía que tuviera seso?

Cade lo estaba pasando mal, y era una lástima. Y desde que su hermano se había casado con Celia, la amiga de Jane, las cosas iban de mal en peor. Ahora, Jane y él coincidían a veces en las reuniones sociales. Naturalmente, él había intentado aprovechar las oportunidades que le brindaban aquellos acontecimientos. No era tonto. Había puesto en práctica todas las diligencias preliminares que usaba un hombre con una mujer atractiva. Se había acercado un poco demasiado a ella, y ella se había apartado. Había iniciado penosas conversaciones banales a las que ella ponía fin rápida y cortésmente antes de que empezaran siquiera. Cuando se servía comida, Cade se ofrecía a llevarle un plato y a cambio recibía una fría sonrisa y un: «Gracias, Cade. Ahora mismo no tengo hambre».

Una vez, en un baile, la había invitado a bailar. Ella lo había pillado por sorpresa al acompañarlo a la pista. Cade la había estrechado en sus brazos durante un solo baile. Sus espectaculares pechos le habían rozado la camisa. El olor de su pelo había estado a punto de volverlo loco. Pero, en cuanto cesó la música, ella le dio las gracias y se desasió de su abrazo. Antes de que pudiera escapar, él le sugirió:

–Eh, ¿qué tal si bailamos otra?

Ella torció la boca y dejó escapar una risa baja y turbadora:

–No se me da muy bien bailar, Cade.

Cade sabía que Jane no estaba interesada en él o que, al menos, no le daría ni una sola oportunidad de llegar a más. Él había conocido a suficientes mujeres en su vida como para saber cuándo una no estaba interesada en él, cuándo ni si quiera estaba dispuesta a relajarse y esperar a que fuera él quien diera el primer paso.

Seguramente aquel deseo que se le anudaba por dentro no tenía la más mínima esperanza. Así que ¿por qué demonios seguía creciendo?

Cade sabía adónde tenía que llevar forzosamente todo aquello. Sabía que pronto llegaría el momento de preguntarle sin rodeos: «Jane, ¿quieres salir conmigo?». Había estado retrasando en lo posible aquel momento. A fin de cuentas, sabía lo que ocurriría cuando se lo preguntara. Ella lo rechazaría de plano.

El día se estaba volviendo caluroso. Cade se quitó la chaqueta de cuero y la tiró al asiento de atrás. Luego, salió del coche. Aquella desazón tenía que acabarse de una vez por todas.

Se lo preguntaría ahora, ese mismo día. Ella le daría una respuesta. Y luego, quizá, él podría olvidarse de Jane Elliott y seguir adelante con su vida.