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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Christine Rimmer

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El mejor de los regalos, n.º 12 - mayo 2018

Título original: Scrooge and the Single Girl

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-575-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Jillian Diamond salió de Sacramento un domingo claro y frío de últimos de diciembre, poco después de las dos de la tarde. Acababa de dejar la ciudad cuando el cielo empezó a oscurecerse.

En las colinas estaba empezando a nevar. Los copos se movían en remolinos suaves por el cielo gris y se derretían en cuanto tocaban el parabrisas del coche.

Jilly le echó una mirada rápida al asiento del copiloto.

–Aquí está, Missy. La nieve.

Missy Demeanor, una pequeña gata blanca con manchas negras, una oreja rota y un buenísimo carácter, observaba a su dueña a través de las rejas de la jaula donde viajaba prisionera. A Missy no le gustaban los viajes.

Jilly miró de nuevo la carretera y continuó hablando, como si a Missy la hubiera asustado la noticia.

–La nieve es muy buena, ya sabes. Es parte del plan.

El plan era el siguiente: una mujer soltera, feliz y creativa, en un entorno idílico, en Navidad, escribía… un artículo. Las posibilidades eran ilimitadas.

Y no se trataba de la historia de una chica solitaria y errante, desesperada en un mundo poblado de parejas felices, ni de un cuento sobre relaciones sexuales superficiales con hombres que lo tenían todo, excepto corazón. Aquello era lo que el jefe de Jilly, el director del Sacramento Press-Telegram, le había pedido, en primer lugar.

–Escucha, Frank –le había contestado Jilly–. No importa que la mitad del tiempo yo misma crea que mi vida es así. No va a salir en el periódico para que lo lean dos mil quinientos extraños y toda la gente que conozco.

Así que le había ofrecido otro: la chica soltera en Navidad. O sea, ella misma y su gata, junto a un árbol de Navidad, felices y contentas en algún lugar tranquilo y apartado.

Frank había tenido el mal gusto de reprimir un bostezo y le había respondido:

–Bien pensado, da lo mismo.

Y por aquella razón, ella y Missy estaban en su todoterreno, de camino a una cabaña en la sierra, cerca de la orilla del lago Tahoe, en Nevada.

Y el tiempo estaba cooperando. Porque, por supuesto, para las Navidades de la chica soltera y feliz tenía que haber nieve. Era imprescindible que los copos cayeran en remolinos, formando parte del paisaje navideño a través de una gran ventana.

El único contratiempo era que Jilly había empezado a preparar aquel viajecito demasiado tarde, y se había tenido que conformar con un entorno un poco menos ideal de lo que había pensado. Seguramente, no habría ningún ventanal en aquella cabaña. Pero a Jilly no le importaba. Estaría en las montañas, rodeada de pinos y de nieve blanca. Lo demás valdría. Puso un compacto de canciones navideñas en la radio del coche, subió el volumen y se puso a cantar en voz alta.

Por el camino empezó a nevar con más intensidad. Los copos cada vez eran más gruesos, y se estaban empezando a acumular sobre la luna delantera. Jilly puso en marcha el limpiaparabrisas y metió otro CD en el reproductor.

Al poco tiempo se encontró en mitad de una tormenta de nieve. Sin embargo, no pensaba que hubiera llegado el momento de poner cadenas. El tráfico todavía se movía con fluidez y ella tenía un todoterreno, así que no era necesario. Se estaba haciendo de noche. Encendió las luces.

Después de un rato de haber salido de la autopista empezó a asustarse. No mucho. Se las estaba arreglando bien, por el momento.

La propietaria de la cabaña a la que se dirigía se llamaba Caitlin Bravo, y era una mujer de más de cincuenta años autoritaria y asombrosa. Caitlin le había dado todos los detalles del camino para que encontrase la cabaña con facilidad, así que debería haber sido pan comido. Debería haber sido pan comido, a la luz del día, sin la ventisca.

Jilly quitó el compacto e intentó sintonizar alguna emisora en la radio, pero le faltó poco para salirse de la carretera al intentar mover el dial y conducir al mismo tiempo. Además, ya era tarde para escuchar el pronóstico del tiempo. Tenía que haberlo hecho antes de salir de Sacramento. Era uno de sus mayores problemas: algunas veces, olvidaba los detalles más importantes debido al entusiasmo con el que se entregaba a los proyectos que más la atraían.

Apagó la radio y se concentró en la estrecha carretera llena de curvas por la que circulaba, siguiéndola con la vista según se iba materializando iluminada por las luces cortas. Estaba en lo más profundo del bosque, entre pinos altísimos que crecían a ambos lados de la carretera.

Se pasó una salida y no se dio cuenta hasta unos cuantos kilómetros más adelante, así que dio marcha atrás con muchísimo cuidado. La encontró, y después se pasó la siguiente, y así sucesivamente hasta tres o cuatro veces.

–Missy, cariño, lo estoy haciendo lo mejor que puedo –le dijo a su gata, que no parecía muy contenta a través de la rejilla de su caja de viaje. El animal maulló.

–Vamos a llegar, te lo prometo. Y entonces le daré a mi chica preferida una buena ración de croquetas para gatos.

Missy no dijo nada. Mejor. Jilly tenía que mantener toda su atención en la carretera.

Finalmente consiguió encontrar la vieja carretera que la conduciría a su destino. Estaba llena de nieve. A Jilly le rugió el estómago y se acordó de las bolsas de comida que tenía detrás. Llevaba ingredientes para hacer varias comidas, todos ellos dignos de un gourmet.

Aquel camino era muy largo, o por lo menos, lo parecía en la oscuridad y con visibilidad nula. Jilly estaba conduciendo con todo el cuidado para no chocarse contra un pino o con algún ciervo asustado que pudiera cruzarse en su camino.

La verdad era que estaba empezando a asustarse. Podía acabar enterrada en nieve en medio de ninguna parte, sin poder recurrir a nadie excepto a Missy.

–Oh, Dios mío –murmuró entre dientes–. Esto no tiene buena pinta…

Pero entonces se acordó de que tenía el teléfono móvil y de que la gente sabía dónde estaba la vieja cabaña a la que se dirigía. No pasaría nada. Podría llamar pidiendo ayuda.

Sin embargo, volviendo al tema de la casa, ¿dónde estaba? ¿Qué pasaría si realmente se había perdido? ¿Qué pasaría si…?

En aquel momento la vio.

–¡Oh, gracias! –exclamó–. ¡Gracias, gracias, gracias, Dios!

Unos diez metros más adelante se abría un claro. Y en el medio de aquel claro se veía la cabaña, con un tejado acabado en pico y un porche largo y profundo. Salía humo de la chimenea y dentro brillaba una luz dorada, que se divisaba a través de los remolinos de nieve…

Un momento.

¿Una luz dorada?

Se suponía que la casa iba a estar vacía.

Jilly llegó al claro. Frenó y aparcó al lado de otro coche que ya estaba allí. Apagó el motor y se quedó inmóvil un instante, mirando hacia la casa. ¿Quién estaría dentro? ¿Qué demonios estaba ocurriendo?

Entonces miró a través de la ventanilla. Estaba empañada, así que la limpió con la palma de la mano y acercó la cara.

–Oh, Dios mío.

Era el coche de Will Bravo. Estaba bien segura de ello.

Jilly se estremeció. Will era el hijo mediano de Caitlin. El único hijo de Caitlin que todavía estaba soltero; sus otros dos hermanos se habían casado con las dos mejores amigas de Jilly, Jane Elliott y Celia Tuttle.

El coche de Will Bravo…

Todo empezó a cobrar significado.

–Caitlin, ¿cómo has podido? –farfulló Jilly. Se sintió engañada. Usada. Totalmente manipulada.

Tomó el bolso y rebuscó el móvil. Tenía el número de Caitlin, por si acaso pudiera necesitarlo. Pero cuando se lo acercó a la oreja, el teléfono no hizo ningún sonido.

Se lo alejó de la cara y lo miró fijamente. Era horrible. No tenía cobertura.

Missy maulló.

Jilly metió de nuevo el móvil en el bolso, y tomó del asiento de atrás su sombrero y el abrigo. Se los puso, se colgó el bolso, tomó el asa de la caja de Missy, abrió la puerta del coche y salió a la tormenta de nieve.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Will Bravo estaba a punto de tomarse su solitaria cena: alubias y salchichas, con un ejemplar de Crimen y castigo por toda compañía, cuando alguien llamó a la puerta.

¿Qué demonios…?

Aquella cabaña, que había pertenecido a su abuela, estaba apartada de cualquier carretera. Para llegar allí había que conocer el camino, e incluso si el tiempo era bueno, nadie iba. Por aquella razón, él estaba allí. Quería que lo dejaran en paz.

Quienquiera que fuese volvió a llamar.

Will se levantó y abrió la puerta, y Jillian Diamond irrumpió envuelta en un remolino de nieve. Llevaba un gorro rojo de lana, un gran abrigo, un mono vaquero, unas botas de cordones y un jersey de cuello vuelto a rayas verdes y rojas. En la mano izquierda tenía una jaula de animales, de la que procedían unos maullidos sospechosos.

Will no podía creerlo.

–¿Qué demonios estás haciendo aquí?

«¿No va a ser divertido explicárselo?», pensó Jilly. Se volvió a cerrar la puerta, posó a Missy en el suelo y dejó que el bolso se le deslizase desde el hombro hasta caer al lado de la jaula de la gata.

–Te he preguntado qué estás haciendo aquí –inquirió Will por segunda vez.

Ella no sabía cómo responder, así que replicó provocadoramente:

–Podría hacerte la misma pregunta.

Él la miró durante un instante, con la cabeza inclinada. Y entonces cruzó los brazos sobre el pecho y dijo:

–Vengo aquí todos los años, desde el veintidós o veintitrés de diciembre hasta el dos de enero.

Jilly se quitó el gorro y lo sacudió para quitarle la nieve.

–Bueno, pues lo siento. No lo sabía.

Él soltó un gruñido.

–Podías haberle preguntado a cualquiera. A mi madre, a mis hermanos, a tus dos mejores amigas…

–¿De verdad?

–Sí, de verdad.

–Mira, puede que esto te cause una fuerte impresión, pero no se me ocurrió preguntar si tú ibas a estar aquí –aunque era cierto que podría habérsele ocurrido. Sobre todo, conociendo a Caitlin Bravo. En aquel momento, todo le pareció dolorosamente claro.

Él la estaba mirando como si sospechara toda clase de cosas horribles, como si no hubiera creído una palabra de lo que ella había dicho. Jilly ni siquiera quería devolverle la mirada.

Así que no lo hizo. Miró hacia otro lado y se encontró a sí misma con los ojos clavados en la única silla que había al lado de la mesa de madera, en el delicioso plato de comida y en el grueso libro de al lado.

–Contéstame –le rugió él–. ¿Qué estás haciendo aquí?

Missy maulló quejumbrosamente desde la caja.

–Mira –dijo Jilly con un suspiro–. Siento haberte molestado. Te juro que no tenía ni idea de que estabas aquí.

Él dejó escapar una risa de desprecio. Jilly lo veía reflejado en sus dos enormes ojos, que parecían lagos azules. Él creía que estaba detrás de él. Creía que lo había seguido hasta ninguna parte para intentar echarle el lazo.

–Piensa lo que quieras. La cuestión es que, por mucho que deteste la idea de molestarte, ahí fuera hace muy malo. Estoy atrapada aquí esta noche, y los dos lo sabemos.

Él volvió a reírse despreciativamente y siguió observándola. Finalmente, se rindió y admitió de mala gana:

–Tienes razón. No vas a poder ir a ningún sitio esta noche.

«Oh, muchas gracias por aceptar lo evidente», pensó Jilly.

–Tengo que sacar algunas cosas del coche –dijo, y Missy volvió a maullar–. Como por ejemplo, la comida y la arena de la gata.

–Muy bien. Eso es razonable. Vamos –dijo él. Había varios abrigos colgados en un perchero, a la entrada. Tomó uno con una gran capucha y se lo puso.

Nada le habría causado más placer a Jilly que decirle que no necesitaba su ayuda. Pero aparte de su orgullo, también estaban en juego sus maletas, la comida de la gata y las lechugas exóticas, las verduras y el pavo criado sin hormonas que había traído para cocinar en su fiesta de Navidad de chica soltera y feliz. Por no mencionar el vino y el champán caros de los brindis del día de Año Nuevo. De ninguna manera podía dejarlos fuera, congelándose. Si tuviera que llevarlo dentro ella sola, tendría que hacer al menos dos o tres viajes, y hacía mucho frío.

–Gracias –le dijo mientras se calaba el gorro hasta las orejas.

Fuera, incluso bajo el refugio del porche, el viento helado cortaba como un cuchillo afilado. Y una vez que salieron del porche al claro, fue incluso peor. Lucharon contra el viento, y la nieve les golpeó el rostro.

Por fin llegaron hasta los coches, y ella rodeó el suyo y abrió la puerta de atrás. Le pasó una bolsa que contenía diez kilos de arena de la gata y una caja de plástico. Él lo agarró todo con una mano, así que ella también le dio la más pequeña de sus dos maletas, en la que llevaba una muda limpia, un pijama y todo lo que necesitaría para pasar una noche fuera de casa. Después sacudió una mano para indicarle que eso era todo y que podía irse, y se volvió de nuevo hacia el coche para tomar las bolsas de comida.

Will no se había movido.

–¿Qué demonios estás haciendo? –le gritó para hacerse oír por encima del viento.

–¡Vete dentro de la casa! –respondió ella, gritando también.

Pero, por supuesto, él no lo hizo. Típico de un hombre, ser congénitamente incapaz de seguir una instrucción.

–¡Te he preguntado que qué estás haciendo!

Entonces ella se lo dijo.

–¡Es comida y no quiero que se eche a perder!

Él no dijo nada más. Simplemente se quedó allí de pie, mirándola con los ojos entrecerrados, con los labios curvados hacia abajo, las cejas llenas de nieve y su preciosa nariz afilada poniéndose roja como la de Papá Noel.

Jilly sacó todas las bolsas y cerró la puerta del coche.

–¡Dame algo más! –le gritó Will.

–¡No! –respondió ella–. ¡Yo puedo llevar el resto, vamos!

Él le lanzó otra de aquellas miradas suyas, oscuras y malvadas. ¿Y por qué? ¿Acaso estaba enfadado porque no le dejaba llevar las bolsas más pesadas? ¿Es que no iban a acabarse nunca las razones por las cuales aquel hombre se enfadaba con ella?

Se volvió y empezó a andar hacia la casa. Él la siguió unos cuantos pasos más atrás.

Cuando llegaron a la cabaña, Jillian no tardó más de unos instantes en preparar la caja de arena de Missy en una esquina del baño y en ponerle un cuenco de comida y otro de agua en la cocina. Después volvió al baño, se lavó las manos y, cuando volvió a la cocina de nuevo, Will había puesto todas las bolsas en la encimera, al lado del frigorífico.

–¿Y qué está haciendo aquí este pavo?

–Bailar la rumba –respondió ella alegremente.

Él abrió la nevera y empezó a meter las lechugas y las verduras.

–Ya sabes a qué me refiero. Podías haberlo dejado en el coche.

–Ni hablar. Si hubiera querido un pavo congelado, lo habría comprado. Este es un pavo criado en libertad, con alimentos naturales, sin hormonas, y se va a quedar en la nevera.

Él farfulló algo entre dientes. Ella no lo entendió, y pensó que probablemente era mejor que no lo intentara. Will terminó de meterlo todo, incluido el pavo, en el frigorífico, y cerró la puerta.

–Bueno. Tu gata está atendida, y la comida está guardada. Yo voy a comer. Solo tengo alubias y salchichas, si te apetece…

Oh, cómo le hubiera gustado rechazar el ofrecimiento. Pero a Jilly le encantaban las alubias y las salchichas. Sobre todo, con chili, queso y Cheez Doodles, sus ganchitos de queso preferidos.

Y, hablando de Cheez Doodles, tenía varias bolsas en el coche. Debería haber llevado alguna a la cabaña cuando habían sacado las cosas del asiento de atrás.

–¿Quieres comer o no? –le preguntó su desagradable anfitrión.

–Sí, claro –respondió ella.

Entonces, él tomó un plato del armario y un tenedor del cajón de los cubiertos.

–¿Leche?

–Sí, por favor –ella misma sacó un vaso y se la sirvió. Después se sentaron y empezaron a comer.

Oh, era como estar en el Cielo. Jillian no se había dado cuenta de lo hambrienta que estaba. Tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir sonidos guturales de placer. En aquel momento, mientras disfrutaba de aquella comida caliente, casi se sentía agradecida por haber encontrado a Will Bravo allí, y no haber llegado a una cabaña vacía y oscura, haber tenido que encender ella misma el fuego y haberse visto sola con el teléfono fuera de cobertura.

Pero entonces alzó la mirada, lo sorprendió mirándola fijamente y todas sus buenas intenciones desaparecieron.

–Y ahora cuéntame por qué has venido.

Ella se metió en la boca otra cucharada de alubias, las masticó y se las tragó. Después bebió un poco de leche. Que esperara, pensó. No iba a morirse. Fuera, el viento aullaba.

Él continuó mirándola ceñudo. ¿Cómo podía haber pensado alguna vez que iba a conseguir algo con Will Bravo.

Porque tenía que admitir que, hasta hacía dos semanas, había albergado esperanzas de que entre ella y Will podía haber algo.

Aparentemente, tenían muchas cosas en común. Los dos eran de la misma ciudad, New Venice, en Comstock Valley, Nevada, a unos cuarenta kilómetros de aquella cabaña vieja y rodeada de montañas. Los dos se habían mudado, por el momento, a Sacramento. Y además, había otra conexión mucho más obvia: los dos hermanos de Will se habían casado con las dos mejores amigas de Jilly.

Y también tenía que admitir que… Bueno, había otros detalles que hacían que una mujer enloqueciera por un hombre desde que el mundo era mundo. Por ejemplo, su físico despampanante y su sofisticación. Era difícil de creer, pero Will Bravo podía ser una persona encantadora cuando quería. Y además de su encanto, tenía aquel lado peligroso de los guapísimos hermanos Bravo. Oh, y no podía olvidarse de su impresionante carrera profesional: era uno de los abogados más importantes de Sacramento. Así que, por un momento, se había atrevido a pensar que Will Bravo podría ser el hombre de sus sueños.

Pero ya había abandonado aquella idea. Tenía los ojos bien abiertos en aquel momento, y veía lo que realmente era él: alguien amargado, triste y enfadado. Perdido y solo, y decidido a seguir como estaba.

Así que mejor sería dejarlo en paz. Al día siguiente, cuando la tormenta hubiera acabado, volvería a poner todas las cosas en el Toyota, metería a Missy en su jaula y volvería a casa.

–Jillian –dijo él, en voz baja, con un tono de advertencia.

Así que ella dejó el vaso en la mesa y se limpió los labios con la servilleta.

–Muy bien. Yo necesitaba una cabaña aislada para trabajar en un artículo sobre las vacaciones que estoy escribiendo.

Él la estaba observando, un mohín desdeñoso en la boca. Ella sabía lo que estaba pensando. Estaba pensando que era superficial y muy frívola, así que no quiso desilusionarlo.

–Por supuesto, al principio, me imaginé un lugar con televisión por satélite, calefacción central y una bonita vista sobre el lago Tahoe. Uno que tuviera una cocina bien equipada, para un chef –dijo, y sacudió el tenedor con ligereza–. Pero, por desgracia, he tenido mucho trabajo últimamente, y cuando me puse a buscar un sitio, no quedaba mucho donde elegir. En realidad, no encontraba ninguno.

–Así que llamaste a mi madre.

–No. Llamé a Celia.

Él pestañeó, y después soltó de mala gana:

–Eso tiene sentido.

Y era cierto. Celia Tuttle, convertida en Celia Bravo, se había pasado la vida trabajando de secretaria y ayudante personal, al principio de un presentador de televisión y después para el hermano de Will, Aaron, con el que se había casado. Parte del trabajo de Celia era encontrar todo lo que una persona pudiera necesitar en muy poco tiempo.

–Celia me recordó que existía esta casa –le dijo Jilly.

–Y te sugirió que llamaras a Caitlin –él lo estaba entendiendo todo, Jilly lo veía en la expresión de su cara. Estaba empezando a aceptar el hecho de que a ella le habían hecho una jugarreta, exactamente igual que a él.

Caitlin Bravo era una celestina incansable en lo que se refería a sus hijos, y ya se había ocupado de Aaron y de Cade, así que solo le quedaba encontrarle mujer a Will.

Jilly asintió.

–Tu madre fue muy lista. Me dijo que este lugar era muy rudimentario y primitivo, y que me recordaría todas las historias antiguas de los tiempos de tu abuela –la casa había pertenecido a la madre de Caitlin, Mavis McCormack, conocida por todos como Mad Mavis. La gente murmuraba que el fantasma de Mavis todavía habitaba la cabaña–. Pero por alguna razón, a tu madre se le olvidó mencionar que tú también estarías aquí. ¿No es sorprendente?

–No. Ni lo más mínimo –Will estudió a la mujer que tenía enfrente. Se había quitado el enorme abrigo y el gorro, se había subido las mangas del jersey de rayas y se había puesto a comer con entusiasmo la comida que él le había ofrecido. Tenía el pelo castaño y salvaje, con algunos mechones dorados, y los ojos, de un azul grisáceo, le brillaban bajo unas cejas casi negras, tan gruesas que casi rozaban lo ridículo. Y de alguna manera, no lo hacían. Le quedaban bien.

¿Era atractiva? Tenía que admitir que sí. Era una mujer guapa. Si a uno le gustaban ligeramente maniáticas y optimistas hasta la obsesión. Tenía su propia empresa, algo como Image by Jillian. Asesoraba a ejecutivos y a otros profesionales sobre su guardarropa, sobre la forma de vestir para el éxito. Y también escribía una columna de consejos titulada «Ask Jillian», que hasta hacía poco tiempo había sido semanal, pero había pasado a ser diario de lunes a viernes en el Sacramento Press-Telegram.

Sí, él lo sabía todo acerca de Jillian Diamond. Su propia madre se había asegurado de que lo supiera.

–Yo vengo aquí todos los años –le dijo él con tristeza–. Y Caitlin lo sabe –estaba pensando que no le importaría asesinarla tan pronto como le pusiera las manos encima. Después de todo, le había dejado bien claro que Jillian Diamond no era su tipo en absoluto.

La mujer que no era su tipo dijo:

–Bueno, tu madre no me dijo que estabas aquí; si no, te prometo que no habría venido.

Al principio, él había pensado lo contrario. La última vez que la había visto, en una fiesta de Cade y Jane, hacía un par de semanas, habría jurado que ella estaba interesada. No había sido nada obvio, pero había tenido el presentimiento de que si él la miraba dos veces, ella lo miraría también.

Pero ya no tenía aquel presentimiento. En aquel momento, parecía que estaba tan incómoda como él de haberse quedado allí atrapada. Y así era como debían ser las cosas.

Will oyó un ruido extraño, un ronroneo suave, y divisó algo peludo en un lado de su campo de visión. La gata. Había salido del baño y estaba sentada al lado de su silla, mirándolo con los párpados medio cerrados, perezosamente, con una expresión casi de éxtasis y la cola enroscada hasta las patas delanteras. Él se dio cuenta de que el ruido provenía del animal. Estaba ronroneando tan alto que se oía por encima del viento.

Jillian le dijo:

–Muy bien, Will. Explícame ahora qué estás haciendo tú aquí solo, en vacaciones de Navidad. Él desvió la mirada de la gata y se lo explicó directamente.

–Odio las Navidades. No quiero tener nada que ver con ellas. Acepto el hecho de que no hay forma humana de evitar estas malditas fiestas, pero hago todo lo que puedo. No decoro nada, ni envío felicitaciones. Y no tengo ninguna cita ni ningún compromiso con nadie a partir del veintidós de diciembre. Vengo aquí, a la cabaña de mi abuela, y me quedo hasta el dos de enero, sin televisión ni conexión a Internet. Solo traigo un pequeño transistor para escuchar el pronóstico del tiempo, y el teléfono móvil por si hay alguna emergencia. Además, me pongo al día con los libros que quiero leer –señaló a Dovstoievsky bajo su brazo–. Y hago todo lo posible por convencerme a mí mismo de que las Navidades no existen.

Ella lo miró fijamente, con una de aquellas gruesas cejas arqueada. Él esperaba que le hiciera la pregunta más lógica: ¿por qué? Y entonces podría decirle que se metiera en sus asuntos.

Pero ella no preguntó. Simplemente, dijo con suavidad:

–Cada uno tiene sus razones.

Lavaron los platos juntos, sin hablar. Ella fregó y él secó.

Mientras él enganchaba el trapo en un clavo que había encima del fregadero, dijo:

–Hay una habitación ahí, al lado del salón. Yo duermo ahí. Tú puedes quedarte con el piso de arriba, entero –y señaló hacia una puerta que había al lado de la del baño.