elit18.jpg

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Jill Shalvis

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Cura de amor, n.º 18 - mayo 2018

Título original: Luke

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-581-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

1

 

 

 

 

 

Las dos mujeres medio desnudas jugaban en el agua a solo unos pasos y Luke Walker bostezaba. Bostezaba.

Sin duda, estaba a punto del agotamiento. Detrás de él estaba su casa de los riscos de Malibú. Frente a él, las chicas del bikini.

Y en su interior… el agotamiento. De hecho, había sobrepasado el agotamiento y estaba a punto de llegar a la muerte cerebral, pero ¿quién le estaba siguiendo la pista?

Por desgracia, ni siquiera dormir lo ayudaba. No ese día no, cuando cada vez que cerraba los ojos, se trasladaba atrás en el tiempo.

La sangre corriéndole por las manos, salpicando sus pantalones mientras él permanecía junto al niño de seis años que permanecía inmóvil. Los camilleros lo trasladaban al quirófano mientras Luke daba órdenes y trataba de mantener cerrada la herida del niño, a la vez que rezaba a un Dios que no estaba seguro de que pudiera oírle.

—¿Y cómo es que no estás ahí jugando con las chicas?

Al oír la voz con acento español, Luke abrió los ojos. Carmen DeCosta creía que lo conocía lo bastante bien como para mangonearlo. Ella permaneció allí con las manos en sus anchas caderas, esperando una respuesta.

¿Es que todo el mundo iba a mirarlo mal?

—No empieces —le advirtió—. Intento tomarme un respiro.

—Bien. No lo haces a menudo —la mujer de piel y cabello oscuro se dejó caer sobre la arena, al parecer, tomándose un descanso en su tarea de limpiar la casa de Luke para ofrecerle su opinión sobre su vida. Nada nuevo. Le encantaba mangonearlo. También, sermonearlo, y él sabía que ella se consideraba como una sustituta de su madre, puesto que la suya verdadera había muerto.

Pero Luke no necesitaba una madre. De hecho, nunca la había necesitado. Sin embargo, no había conseguido convencerla.

Miró hacia la rompiente de las olas, a las chicas con ridículos bikinis y no vio nada más que al doctor Leo Atkinson, del South Village Medical Center, frunciendo el ceño. Luke era el jefe del área de urgencias, pero Leo era el jefe de cirugía. También era el director de varios departamentos. Así que, aunque técnicamente eran iguales, Leo tenía más poder, puesto que estaba en la junta directiva del hospital y en el ayuntamiento. Algo que a Luke le parecía bien, ya que solo quería que lo dejaran en paz para poder curar a la gente y no tener que navegar en las hediondas aguas de la política hospitalaria.

—Llegaste demasiado lejos, Luke —le había dicho Leo—. Eres una pesadilla de la mercadotecnia y, ahora, por desgracia, tendrás que hacer algo o no te volverán a nombrar director del área de urgencias en este siglo.

Por supuesto, se refería a cuando Luke había hecho un comentario acerca de la idiotez de los burócratas que dirigían el hospital después de enterarse de que habían ayudado a financiar el centro Healing Waters Clinic, un lugar donde la medicina convencional ni siquiera se practicaba.

El comentario se había filtrado a la prensa, y lo habían publicado en Los Ángeles Times y en The South Village Press. Las consecuencias habían sido inmediatas. El dueño de la clínica había llamado a la dirección del hospital, que se lo había dicho a Leo, quien había hablado con Luke.

—Arréglalo. Retráctate de tu comentario —le había dicho.

No era tan sencillo. Para Luke, las cosas eran blanco o negro.

Cuando se trataba de una urgencia médica, podía solucionarla o no. Y la mayor parte de las veces, sí lo hacía.

Para él no había zonas grises, nada intermedio.

Pero Healing Clinic Waters… Allí se trabajaba en esa zona gris de la aromaterapia, la acupuntura, la fisioterapia… el yoga.

Que la junta directiva financiara un lugar como ese cuando el hospital rechazaba pacientes que no podían pagar, pacientes que necesitaban asistencia médica, era una necedad.

En su modesta opinión.

Que al parecer, no era tan modesta. Iban a penalizarlo por su comentario. De la peor manera posible.

—Las cosas son como son —le había dicho Leo a modo de disculpa—. Eres estupendo con tus pacientes, pero cuando se trata de los demás… la junta directiva, tus empleados… todos dicen que eres una pesadilla, e incluso yo estoy de acuerdo. Tienes que aprender a ser más delicado, Luke, o por muy bueno que seas, vas a conseguir que te despidan. En vista de eso, vas a ofrecer tus servicios de manera voluntaria, todos los sábados durante tres meses, en Healing Waters Clinic.

Luke lo había mirado un instante.

—¿Por qué no me quitas la licencia? Sería menos doloroso.

Leo se había reído y le había dado una palmadita en la espalda.

—Disfruta, Luke. Es tu última oportunidad para demostrar que sabes jugar en equipo.

«Jugar en equipo», pensó. Su meta más anhelada. No. Contempló el océano y siguió dándole vueltas al tema.

—Bonita vista —dijo Carmen señalando las chicas en bikini con la mirada.

Él se encogió de hombros. Maldita sea, él era un buen médico. Un médico estupendo. Eso debía de ser todo lo que importara, no lo que le contara a la prensa ni cómo tranquilizara a los que lo rodeaban.

—Entonces… —Carmen se apoyó sobre los codos, como si ya no pensara limpiar más—. ¿A cuántos pacientes has visto hoy?

—A muchos —dijo Luke con un suspiro.

—¿Alguna paciente interesante? Digamos… ¿alguien lo bastante interesante como para salir con ella?

¿Por qué un hombre soltero siempre era un blanco irresistible?

—¿Por qué lo preguntas?

—Porque una de ellas te trajo unas galletas. Debes de haberle causado una buena impresión, doctor Luke.

Una ola tras otra rompía contra la orilla, provocando las carcajadas de las bellezas que jugaban en el agua. Luke inhaló la brisa marina y espiró despacio.

—¿No quieres saber quién dejó las galletas? Deja que te haga recordar. Rubia, alta, guapísima. Y… —Carmen colocó las manos delante de sus pechos—. Pechugona.

Luke inhaló de nuevo.

—¿Estás escuchándome?

—Intento no hacerlo.

—¡Ay! ¿Quieres saber quién te dejó las galletas o no?

Lucy Cosine. Él la había cosido a principios de semana. No se había detenido en un semáforo en rojo y se había empotrado contra un camión, atravesando el parabrisas con la cabeza. Tenía veintitantos años, era rica y buscaba marido, esas habían sido sus palabras, no las de él, y, al parecer, Luke encajaba en lo que ella iba buscando.

Una lástima que no estuviera en el mercado.

—¿Están buenas las galletas?

—Bah —Carmen hizo una mueca—. Las mías están mejor.

Frente a ellos, una de las mujeres se metió bajo una ola y salió riéndose como una idiota.

—Qué trabajo más duro tienes aquí, doctor. No puedo creer que no consigas una mujer. A lo mejor tienes un problema de capacidad de concentración.

Luke miró el cielo azul de California.

—Curioso.

—El amor es un buen alivio para el estrés.

—No vamos a discutir sobre sexo.

—He dicho amor. No sexo —dijo Carmen—. Pero el sexo también funciona.

Luke soltó una carcajada. Siempre, por muy mal que se pusieran las cosas, Carmen podía darle el toque cómico al asunto.

—Me estás estropeando el mal humor.

—Bien —sonrió ella, y lo besó de forma ruidosa en la mejilla—. Solo quiero que seas feliz, Luke. Todo el mundo se merece un poco de felicidad.

—Lo soy —o había sido bastante feliz, hasta el ultimátum que Leo le había dado ese día.

—No, para eso necesitas una mujer, alguien con quien compartir tu corazón, tu casa, tu cama, y no es necesario que sea en ese orden.

Luke estaba dispuesto a compartir su cama con una mujer cualquier noche de la semana, siempre que tuviera tiempo y no estuviera de guardia, pero ¿una mujer en su corazón? Ni loco, no cuando vivía para su trabajo. ¿Qué mujer en su sano juicio querría un hombre al que no le quedaba nada para entregar?

¿Y qué mujer en su sano juicio querría a un hombre, un médico, al que acababan de sancionar con un expediente disciplinario que iba a acabar con él?

Trabajar en una clínica de medicina natural, por el amor de Dios. Durante tres meses. Increíble.

No se le podía ocurrir un destino peor.

 

 

Cuando su horóscopo decía que los astros no estaban alineados a su favor, Faith McDowell debía haberlo creído y haberse quedado en la cama.

Pero hacer tal cosa nunca había sido su estilo.

Abrió el grifo de la ducha, encendió la radio y prendió una vela con aroma a jazmín, que según garantizaban, estimulaba y levantaba el ánimo.

Mientras se enjabonaba, cantó a todo volumen, porque cantar era una estupenda manera de liberar energía. Funcionaba durante sesenta segundos, que era el tiempo que tardaba el cerebro en rechazar la música y los aromas, y enfrentarse a la realidad.

Su realidad no era fácil de afrontar.

Esa misma semana tenía que recortarse el salario que cobraba como directora de Healing Waters Clinic. Eso significaba que comería muchos macarrones con queso en el futuro próximo.

Pero al menos tenía una clínica en un bonito edificio en el South Village. La había abierto el año anterior, en North Union Street, después de trabajar durante cuatro años como enfermera.

En el área de urgencias de San Diego había visto toda clase de sufrimiento y siempre había tenido la impresión de que la medicina moderna no estaba haciendo todo lo que se podía hacer. Pero nadie había querido escuchar sus ideas acerca de la medicina natural, de los tratamientos homeopáticos, ni de todos los métodos tradicionales que funcionaban de verdad, y menos cuando cada día había múltiples heridas de bala, accidentes de automóvil y otras urgencias con las que enfrentarse.

En su clínica podría concentrarse en esas ideas que se consideraban fuera de la práctica de la medicina convencional y en tratar el sufrimiento con métodos menos invasivos. Sorprendentemente, los responsables de los hospitales locales habían colaborado con ella derivándole pacientes, e incluso financiando parte de su proyecto, y ella nunca había estado más contenta.

Hasta que uno de los médicos locales, un tal doctor Luke Walker, había criticado públicamente el trabajo que ella hacía allí. Faith ya se había enfrentado a algo parecido antes. Una vez que el público había leído la opinión del doctor y había comprendido que ella no tenía su apoyo, le tocó pasar parte del día contestando preguntas y discutiendo acerca de las diferentes técnicas médicas, lo que supuso dedicarle más tiempo a cada paciente y, por tanto, provocar largas esperas. Como resultado, los pacientes no regresaban a la consulta.

Por suerte, el hospital había intervenido y se había ofrecido a que el doctor Walker trabajara como voluntario los fines de semana durante tres meses. «Eso es», pensó ella, con su primera sonrisa del día. Una gran ayuda. Así que el horóscopo debía estar equivocado.

Estaba tan convencida de ello, que cuando se le terminó el agua caliente con el pelo todavía enjabonado, se quedó de piedra. Después, la báscula del baño decidió no ser su amiga y, además, no encontraba calcetines limpios.

No eran ni las siete en punto y ya estaba harta de ese día. Se dirigió al piso de abajo. Había algo negativo en vivir encima de la clínica, en la calle principal de una ciudad grande llena de gente que se levantaba temprano. La calle ya estaba llena de ciclistas, corredores y trabajadores, la mayor parte jóvenes urbanos más arreglados de lo que ella estaría nunca a las siete de la mañana.

Recogió el periódico que estaba sobre la hierba en lugar de en la entrada del edificio. Lo agarró con los dedos y vio cómo se deshacía el papel empapado. Con un suspiro, miró la cara del doberman del vecino.

—¿Otra vez, Tootsie?

Tootsie alzó el mentón y se marchó corriendo.

—Eso es lo que te pasa por vivir en tu lugar de trabajo —era la voz de Shelby Anderson, una médico naturópata que trabajaba en Healing Waters y que además era su mejor amiga. Se acercó a la acera y siguió a Faith hasta la puerta trasera de la clínica. Parecía más una actriz que una médico.

Faith sabía que Shelby no podía evitar que su cabello rubio estuviera siempre perfecto, que no tuviera que ponerse maquillaje para estar preciosa, ni que fuera la única mujer a la que los pantalones del uniforme le quedaban estupendamente, pero, aun así, le resultaba irritante, sobre todo a primera hora de la mañana.

—Vivo encima de mi trabajo, no en mi trabajo —la corrigió Faith.

—Encima del trabajo, o en el trabajo, da lo mismo —dijo Shelby—. Las dos cosas son horribles.

Faith miró el periódico destrozado.

—De acuerdo, a veces sí.

Shelby dejó el bolso, se apoyó en el mostrador y bebió un poco de la infusión de hierbas que había llevado consigo.

—¿Quieres un poco? Ya pareces cansada.

—Vaya, y yo que pensaba que me había maquillado bien.

Shelby sonrió.

—No te pones maquillaje, así que calla. Pero, recuerda, cada vez que te abandonas pillas la gripe.

Terminando con agotamiento, temblores y un fuerte dolor de cabeza. Llevaba años afectada por un virus del trópico, y más desde que abrió la clínica, pero no estaba dispuesta a que le sucediera otra vez.

Había pillado el virus hacía años, cuando era una niña y vivía en Bora Bora con su padres, quienes estaban allí de misioneros y, desde entonces, había sido susceptible a enfermar. Tenía que extremar el cuidado, cuidar la alimentación y descansar suficiente, algo que no le costaba demasiado. Excepto por su adicción al chocolate.

Aunque lo había dejado porque quería cumplir con lo que predicaba. Quería vivir una vida saludable. A pesar de que su cuerpo no siempre estaba de acuerdo con ella.

—Estoy bien —le dijo a Shelby.

—¿Por qué no haces un tratamiento de hierbas hoy? O mejor aún, ¿me dejas que te lo prescriba yo?

—Puede —primero tenía que poner la clínica en funcionamiento. No debería suponerle mucho esfuerzo, ya que la clínica era un éxito. La gente estaba encantada con los servicios que ofrecían. El problema era que la mayoría de los seguros médicos no cubrían esos servicios y ella se veía obligada a cobrar menos de lo que debía. Como resultado, tenía poco personal y no tenía posibilidad de contratar más gente.

Las buenas noticias… los servicios del doctor Walker serían gratuitos. Durante tres meses.

—¿De veras crees que el doctor Walker va a ayudarnos?

—Sí, y antes de que lo preguntes… llega tarde. Lo sé.

Shelby miró el reloj.

—Veinte dólares a que no aparece.

Más le valía aparecer. El hospital le había prometido que iría a trabajar allí con una sonrisa y haría todo lo posible por rectificar el daño que les había causado.

Faith contaba con ello. El doctor Luke Walker era muy respetado en la comunidad. La gente lo escuchaba. Con un poco de suerte, sería más amable con la clínica cuando los viera en acción y trabajase en ella.

—Aparecerá.

—De acuerdo, pero solo faltan unos minutos para que lleguen los pacientes, y si él no está aquí…

—Lo sé, lo sé —se imaginaba a los pacientes enfadados, quejándose y marchándose, algo que no podía permitir que sucediera.

Aun así, esperaron al doctor treinta minutos y, cuando vieron que los pacientes se acumulaban, Shelby y Faith se encontraron en el pasillo con cara de preocupación.

—Habitualmente, hoy sería su día libre —dijo Faith—. Quizá se haya quedado dormido sin querer.

—Entonces, estamos acabadas.

—No. No lo estamos —agarró sus llaves—. Dame su dirección.

—Está en tu escritorio —sonrió Shelby—. ¿Vas a sacarlo de la cama?

—Si hace falta. Sé que ya vamos retrasadas, pero, si consigo traer a otro médico, merecerá la pena que me ausente un momento —Faith se mordió el labio—. Será mejor que me desees suerte.

—Oh, sí, te deseo suerte. Vas a necesitarla.