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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Vicki Lewis Thompson

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una edad para amar, n.º 19 - mayo 2018

Título original: Old Enough to Know Better

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-582-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

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Si te ha gustado este libro…

1

 

 

 

 

 

—¡Alerta roja!

Kasey Braddock levantó la mirada. Mientras los dos hombres presentes en la oficina se explayaban con ingeniosos comentarios sobre el descaro femenino, todas las mujeres se acercaron corriendo a Gretchen Davies, que tenía la nariz pegada a la ventana del segundo piso. Al instante, se oyó un coro de gemidos y suspiros.

Viendo la reacción de sus compañeras, Kasey decidió que la vista merecía la pena, de modo que guardó el trabajo en el ordenador y se dirigió hacia la ventana. En esos momentos estaba ocupada con la campaña publicitaria de una tienda de lencería erótica que quería suavizar un poco su escandalosa imagen y mostrar algo más parecido a Victoria’s Secret.

Horas de minuciosa búsqueda y estudio sobre los tangas y los bodys transparentes le habían recordado que estaba descuidando la meta que se había puesto a sí misma: convertirse en la mujer que siempre había querido ser. Se había esmerado en su aspecto, por supuesto, pero aún tenía que esmerarse en su actitud personal para ser tan sexy como parecía. La mojigata que aún revoloteaba en su interior parecía controlar a la rompecorazones que mostraba al exterior. Tal vez echarle un vistazo a un buen espécimen de Phoenix hiciera salir a la nueva Kasey.

—Está bien, me toca —se aproximó al grupo de cinco mujeres que le tapaban la vista—. Dos de vosotras no estáis disponibles, así que dadle una oportunidad a una chica soltera.

—Sólo te estaba guardando sitio —dijo Brandy Larson, apartándose con una expresión de culpabilidad. Su novio, Eric, había salido de la oficina para una reunión—. Intenta no manchar de baba el cristal —murmuró.

—Eh, Brandy, voy a decírselo a Eric —dijo Ed Finley.

—No seas cotilla, Ed —lo reprendió Kasey con una mirada de advertencia, esperando que no hablase en serio.

—Sólo estaba bromeando, Kasey —se apresuró a aclarar Ed haciendo un gesto de paz.

—Mejor así —aceptó ella. Se había hecho un sitio en aquella ruidosa oficina, pero se preguntaba qué pasaría si los demás supieran que sólo tenía veinte años. Había acabado la universidad a los dieciocho. Tras evaluar todas las empresas de publicidad en Valley, había centrado su punto de mira en Beckworth, y había conseguido el empleo antes de cumplir los diecinueve. Sólo Arnold Beckworth, el jefe, sabía su edad, y ella quería que siguiera siendo así, para poder ser tratada como una igual.

—Diez dólares a que se quita la camiseta en menos de cinco minutos —dijo Gretchen, aferrando una carpeta contra su abundante pecho.

Kasey miró finalmente por la ventana.

—Dios mío, es Tarzán con una sierra mecánica —justo a la altura de los ojos, un hombre moreno y asombrosamente atractivo se balanceaba de pie sobre la rama de un gran mezquite. A medida que iba podando las ramas y éstas iban cayendo al suelo, a cinco metros por debajo, otros dos operarios las cortaban en trozos más pequeños y las apilaban en una furgoneta.

Tenía la mandíbula apretada, y sus gafas de protección le daban un aspecto tremendamente viril. Sostenía la sierra con firmeza, realizando cortes precisos. Sus músculos se abultaban bajo una camiseta empapada de sudor.

—Acepto la apuesta —dijo Amy Whittenburg, una divorciada pelirroja de cuarenta y tantos años—. Tiene un logo estampado en la espalda de la camiseta. Ashton Landscaping. Seguramente los empleados estén obligados a llevar siempre las camisetas para darle publicidad a la empresa.

—Pues a mí me parece que está haciendo un trabajo inmejorable para promocionar a su empresa —comentó Myra Detmar, la recepcionista—. Mirad esos hombros. Lástima que lleve guantes. No podemos ver su dedo anular.

—Ya estáis otra vez, convirtiendo a un pobre trabajador en un objeto sexual —dijo Jerry Peters desde su escritorio—. Si un grupo de hombres se comportara como vosotras, no dudaríais en crucificarlos —Jerry siempre reaccionaba con indignación ante una Alerta roja.

—Oh, vamos —dijo Gretchen—. Entre la insonorización de la oficina y el ruido de su sierra, no puede oír ni una palabra de lo que decimos, y con el reflejo en la ventana no puede vernos. Es como ver una película.

—Más bien es como la cámara oculta —replicó Jerry—. Creo que voy a salir a preguntarle si sabe que tiene a un puñado de fanáticas al otro lado de la ventana viéndolo como la principal atracción de Chippendale.

Gretchen se volvió y le lanzó una mirada furiosa.

—Hazlo y no volveré a traerte un chocolate expreso en mi ronda del café.

—Bueno, este Tarzán es ciertamente arrebatador —dijo Robbi Harrison, que había vuelto de su luna de miel la semana anterior—, pero yo estoy fuera de juego, así que os lo dejó para vosotras —se encaminó de vuelta a su escritorio—. Sólo he querido echar un vistazo para recordar los viejos tiempos.

—Os aseguro que va a quitarse la camiseta —dijo Gretchen—. Debe de hacer más de treinta grados ahí fuera, y tiene que ser muy incómodo manejar esa sierra. Mirad, la ha apagado y la ha apoyado contra el tronco. Seguro que está pensando en quitársela ahora.

—Apuesto diez más a que lo hace —dijo Kasey, uniéndose al juego. Observó la camiseta en cuestión. El nombre de Ashton Landscaping estaba estampado con letras verdes en la espalda. Por alguna razón, el nombre de Ashton le resultaba familiar, e incluso le parecía conocer a aquel tipo. Los recuerdos empezaban a despertar en los oscuros rincones de su memoria, pero aún no eran suficientemente claros.

—Si vamos a seguir adelante con las apuestas —dijo Amy—, tal vez deberíamos echarlo a suertes por si está disponible. Propongo que nos lo juguemos a la tira más larga.

—Increíble —murmuró Jerry—. Otra vez con esa tontería.

—Es el único modo justo de enfrentarse a una Alerta roja —dijo Gretchen—. Robbi, vuelve aquí. Tienes que ser tú quien sostenga las tiras.

El corazón de Kasey empezó a latir con fuerza. Estaba obligada a tomar parte en aquel juego si no quería quedar mal. Hasta entonces, nunca se había quedado con la tira más larga, de modo que nunca había tenido que salir a pedirle una cita a ningún hombre, por atractivo que fuera. Siempre se había sentido aliviada de no tener que hacerlo, pero tal vez un poco de presión fuera la mejor manera de sacar su nueva personalidad.

—Vamos allá —dijo Robbi alargando una mano. Cuatro tiras de papel salían de su puño cerrado—. Que gane la mejor.

Kasey observó las tiras de papel. La idea era que la afortunada ganadora saliera con el tipo en cuestión y lo hiciera babear sin llegar a darle nada. Pero en dos ocasiones desde que Kasey empezó a trabajar en Beckworth, una mujer había aceptado el desafío y había acabado comprometida. Y Kasey no estaba dispuesta a permitir que lo mismo le ocurriera a ella.

La verdad era que estaba en una posición desventajosa, teniendo en cuenta su edad y el hecho de que hasta su graduación había sido una persona tímida y cohibida. No era virgen, pero nunca había ido detrás de los hombres ni habían ido detrás de ella. Su primer trabajo le había parecido la oportunidad perfecta para empezar de nuevo y crear a una nueva Kasey Braddock. Aunque, hasta el momento, no había hecho más que cambiar su aspecto.

Ganar aquella apuesta le supondría el verdadero desafío para su cambio definitivo, y tal vez fuera ya el momento. Respiró hondo y agarró el extremo de una tira con la esperanza de que fuera la más larga.

 

 

A Sam Ashton le encantaba transformar un buen mezquite en una obra de arte. A sus empleados les había encargado otras labores de poda, pero no confiaba en nadie más para hacer los cortes adecuados en un ejemplar tan bonito como aquél. Además, aún sentía el entusiasmo de su niñez por escalar árboles.

Mientras trabajaba, no podía dejar de pensar en la mujer que había visto aquella mañana saliendo de un pequeño Miata rojo en el aparcamiento próximo al edificio. Había estado sentado en su furgoneta bebiendo café mientras esperaba a sus trabajadores, pensando en los posibles modos de expandir el negocio.

Más trabajo sería bueno para él, pero sería mucho mejor para el grupo de su hermano menor, que necesitaba desesperadamente un patrocinador. Aunque Colin y sus compañeros se las arreglaban con muy pocos recursos, los Tin Tarántulas habían montado un club de fans en la zona de Phoenix, y a Sam le encantaría ayudarlos a comprar un equipo mejor y grabar una maqueta. Sabía que los chicos podrían hacerlo si tuvieran los medios.

Había estado reflexionando sobre eso cuando aparecieron los problemas frente a él. El descapotable rojo era bastante llamativo, pero por si fuera poco, la matrícula anunciaba que la rubia que lo conducía estaba dispuesta.

A Sam se le había acelerado el pulso nada más leer la placa. Siempre había tenido debilidad por las mujeres que conducían descapotables rojos, y una que además anunciara que estaba «dispuesta» era verdaderamente prometedora.

Tomó un sorbo de café mientras la conductora se quitaba las gafas de sol y se pasaba un peine por la lustrosa melena que le caía hasta los hombros. Cuando se aplicó un poco de pintalabios, Sam se imaginó que sería tan rojo como el coche, aunque no podía verlo desde donde estaba.

No había tenido muchas citas en los últimos meses, principalmente por ser cada vez más exigente. Si veía que una relación no tenía futuro, se apresuraba a romperla con mucha más rapidez de lo que había hecho en el pasado. A los treinta años, no quería perder más el tiempo. Su última novia no había estado dispuesta a sentar la cabeza, sobre todo a causa de su edad. Sam tenía que admitir que había una gran diferencia entre los veintitrés y los treinta.

Pero aunque había empezado a cuestionarse seriamente el matrimonio, seguía siendo un hombre, y como tal se sentía atraído hacia lo que sus ojos veían. Sí, debería estar dispuesto a ignorar la figura externa y buscar en el alma de una mujer, pero aún no había evolucionado hasta ese punto.

Por tanto, había esperado con impaciencia a ver la clase de cuerpo que salía del coche rojo antes de interesarse. Al fin, la mujer abrió la puerta, y cuando Sam vio su pierna, el interés aumentó radicalmente.

Había dejado su taza en el posavasos del salpicadero y aferró el volante con ambas manos mientras se inclinaba hacia delante. Lo que siguió a la pierna fue una excelente visión del trasero más perfecto que hubiera visto en su vida, enfundado en una minifalda blanca que muy bien podría ser ilegal. Gracias a Dios, las minifaldas seguían estando de moda.

Tras cerrar la puerta, la mujer agarró su bolso del asiento del pasajero. Excelente. Sam vio con gran deleite cómo la tela se estiraba sobre sus nalgas. Lo contempló extasiado, echándose hacia delante… y apoyándose sin querer en el claxon. El estridente pitido lo echó inmediatamente hacia atrás. El día anterior había estado conduciendo por una zona rural y un enjambre de mosquitos se había estrellado contra el parabrisas. Rezó por que aquello impidiese que la mujer pudiera verlo con claridad.

Ella se volvió y miró hacia la furgoneta. Por suerte, desde su posición, no podía ver el letrero de Ashton Landscaping en los costados del vehículo. Sam agarró el contrato para el trabajo de aquel día y fingió que lo leía mientras la miraba por el rabillo de ojo. Dios, qué poco excitante era tocar accidentalmente el claxon. La mujer se encogió de hombros y se encaminó hacia el edificio meneando las caderas. Sus sandalias de tacón alto resonaban en el asfalto.

Sam dejó escapar el aire en una prolongada exhalación. Antes de acabar la jornada tenía que descubrir quién era esa mujer. Si no se le presentaba otra ocasión, podría dejarle una nota en el volante, pero preferiría hablar con ella en persona.

Mientras podaba el mezquite, se preguntó dónde estaría su oficina. Lástima que las ventanas del edificio tuvieran cristales reflectantes, porque desde su elevada posición podría ver el interior de varios despachos.

Aunque tal vez los cristales reflectantes fueran lo mejor. Si volvía a verla, especialmente si la veía inclinada sobre un cajón, seguramente acabaría cayéndose del árbol. Aquella mujer hacía que la sangre le hirviera. De hecho, pensar en ella le elevaba tanto la temperatura corporal, que el sudor le empañaba los ojos y le caía por la espalda. Pensó que sería mucho más agradable trabajar sin aquella condenada camiseta.

Apagó la sierra y la apoyó con cuidado contra una rama. Entonces se quitó los guantes y las gafas y los dejó junto a la sierra. Finalmente, apretó las rodillas contra el tronco para guardar el equilibrio y agarró el dobladillo de la camiseta.

 

 

Kasey tiró de una tira de papel. Tiró, tiró y tiró, hasta que sacó por completo la tira de ocho centímetros, que era claramente la más larga. Las otras tres mujeres suspiraron con decepción.

Pero antes de que Kasey pudiera asimilar que había ganado, Gretchen soltó un grito ahogado.

—¡La camiseta!

Todas las miradas volvieron a concentrarse en la ventana mientras Tarzán de la Sierra se quitaba la camiseta y la colgaba de una rama. Un gemido colectivo salió del grupo de mujeres.

—Puedo ver su dedo anular —dijo Myra en voz baja—. No lleva anillo.

Amy se aclaró la garganta.

—No me había dado cuenta. Estaba demasiado alucinada viendo su cuerpo como para fijarme en sus dedos. Chicas, tenemos una verdadera obra de arte.

—Y que lo digas —corroboró Gretchen haciendo un gesto hacia la ventana—. Ahí está la respuesta a mis oraciones, y aquí estoy yo con una tira demasiado corta.

El primer impulso de Kasey fue cambiar su tira con la de Gretchen. Aquel tipo estaba fuera de su alcance. Las citas que ella había tenido habían sido escasas y distanciadas las unas de otras, y ninguno había sido un hombre con un cuerpo como aquél. Pero cambiar la tira no era una opción, no si quería sacar a la luz su nueva faceta de chica atrevida. Una chica atrevida, con una matrícula anunciando que estaba dispuesta, usaría la tira más larga para reclamar su premio.

—Es más que guapo —dijo Amy—. Miradlo. Hasta tiene un tatuaje.

Kasey se armó de valor para echarle otro vistazo a su inminente reto, quien se estaba secando la cara con la camiseta. En efecto, tenía un tatuaje en el brazo, un alambre de espino.

Y mientras contemplaba el tatuaje, se hizo la luz en su cerebro y recordó la información que se le resistía desde que miró por la ventana. Había visto ese tatuaje doce años atrás, en el brazo del mejor amigo de su hermanastro Jim, un chico soñador llamado Sam Ashton.

Aún podía ver a los dos adolescentes tumbados junto a la pequeña piscina familiar, con la radio a todo volumen mientras se bronceaban para el baile de graduación. Ella no era más que una cría de ocho años, que se había pasado la tarde salpicándolos desde el agua. Finalmente, Sam había respondido, dándole una merecida ahogadilla.

El corte que se hizo en el labio fue sólo culpa de ella. Si no se hubiera agitado tanto, no se habría golpeado contra el bordillo. En cuanto Sam vio que estaba sangrando, la llevó corriendo a la casa, mojando el suelo recién fregado. Había insistido en acompañarla a Urgencias, donde el médico le dio un par de pequeños puntos.

Sam se había quedado a su lado, a pesar de haberse puesto verde durante el proceso. Se había disculpado al menos cien veces, y al día siguiente le había enviado un ramo de flores. Fue entonces cuando ella se enamoró perdidamente de él… todo lo que una niña de ocho años podía enamorarse de un adulto de dieciocho.

Después de aquello, no había dejado de preguntarle a Jim cuándo iba a volver Sam, pero, por lo visto, los exámenes finales lo tenían muy ocupado y le impidieron volver a su casa aquella primavera. Entonces Jim le contó que la familia de Sam se había trasladado a Oregón, y que sería allí donde Sam iría a la universidad en otoño. Por su parte, Jim se alistó en los Marines, de modo que los dos amigos perdieron el contacto. Kasey no volvió a ver a Sam… hasta ahora.

—¿Y bien, Kasey? —preguntó Gretchen—. ¿Cuál es tu plan?

Kasey parpadeó y regresó del pasado, cuando estaba locamente enamorada de Sam, al presente, donde acababa de ser nombrada como la chica mala de Beckworth para ir a excitar al propio Sam. Aparte de luchar contra su miedo, tenía que decidir si existía la más remota posibilidad de que la reconociera.

Seguramente no. Jim era su hermanastro, así que tenían apellidos diferentes. ¿Y cómo iba Sam a acordarse de una niña llamada Kasey? Además, no se parecía en nada a aquella niña de ocho años. La cicatriz apenas era visible. Un aparato para los dientes, fijador para su vaporoso pelo, y lentillas de colores para su miopía la habían convertido en alguien diferente. Las hormonas y los buenos consejos de Alicia, la que hasta entonces había sido novia de Jim, habían hecho el resto.

Kasey se había esforzado mucho por parecer mayor y más experimentada de lo que era. Con su descapotable rojo y su ropa atrevida, se había creado una imagen que ahora le exigía aceptar el reto y cazar a Sam.

—Creo que parece muy acalorado, ¿no? —le preguntó a Gretchen.

—Oh, cariño, no lo sabes bien. Tengo que saber lo que tienes pensado hacer. No nos queda más remedio que vivir la experiencia a través de ti, así que cuéntanos tu plan.

—Me refiero a que tiene mucho calor.

—¡Eso es lo que digo! ¿Cómo vas a…?

—Voy a llevarle una botella de agua fría de la máquina. Llamaré su atención y se la arrojaré.

—Brillante —dijo Gretchen con una sonrisa.

—Pero entonces, ¿no sabrá que lo hemos estado observando? —preguntó Myra.

—Sabrá que Kasey lo ha estado observando —dijo Amy—. Y creo que eso es parte de su estrategia, ¿verdad, Kasey?

No había sido así, pero al ser pillada con la guardia baja, Kasey se alegró de reunir cuantos consejos de seducción pudiera.

—Por supuesto —se dirigió hacia su mesa, sacó unas monedas de la cartera y se encaminó hacia la sala de descanso, seguida por Gretchen, Myra y Amy.

—¿Qué tal tu puntería? —le preguntó Amy—. No querrás fallar el lanzamiento.

—Mi puntería es fenomenal —respondió ella, metiendo el dinero en la máquina expendedora y pulsando el botón—. Mi hermano me enseñó a lanzar piedras cuando era niña.

—Qué suerte —Gretchen asintió cuando la botella cayó por el tubo—. Un lanzamiento torpe no te ayudaría mucho.

—Será mejor que salgas rápidamente —dijo Myra—. Va a encender de nuevo la sierra, y puede que no te oiga mientras está cortando ramas.

Efectivamente, el ruido de la sierra llegó hasta la sala de descanso. Kasey pensó con rapidez.

—Está bien, puedo hacerlo —le tendió la botella a Gretchen—. Sujétame esto un segundo, ¿quieres?

—Claro.

Kasey se quitó la chaqueta blanca del traje. Debajo llevaba un top elástico que realzaba sus generosos pechos.

—Eso es —dijo Amy—. Que se enfrente a dos buenas razones, pequeña.

A Kasey nunca le había gustado la palabra «pequeña», tal vez porque se lo habían llamado demasiadas veces en el pasado. Pero sabía que Amy no lo decía literalmente. Amy, como todas las demás, creía que Kasey tenía más de veinte años, puesto que eso era lo que Kasey les había hecho creer.

—Gracias —dijo. Tomó la botella, volvió a la oficina y arrojó la chaqueta sobre su silla.

Ni siquiera miró por la ventana mientras salía de la oficina, temerosa de que la apetecible visión de Sam hiciera mella en su valor. Sus compañeras le gritaron palabras de ánimo, mientras que Jerry y Ed intercambiaron otra tanda de críticas machistas. Pero ninguno de sus comentarios podía molestar a Kasey. Había pasado demasiado tiempo observando a su hermano mayor como para saber que las mujeres aún tenían mucho camino que recorrer para ponerse a la altura de los hombres en ese campo en particular.

Lo que sí la molestaba era el miedo, así de simple. En teoría, debía estar deseando mirar a un hombre y pedirle una cita. Pero empezar con Sam… Ni en sus sueños más salvajes se había enfrentado a un desafío semejante.

Si conseguía hacerlo sin que él supiera que ella era la niña pesada y delgaducha a la que había hundido en la piscina, sería algo asombroso. Hacer babear a Sam sería toda una hazaña en su particular transformación en chica mala. Una hazaña verdaderamente insuperable.

2

 

 

 

 

 

Aunque Sam les exigía a sus trabajadores que usaran orejeras mientras usaban la sierra, él no las soportaba, así que se las quitaba siempre que podía pasar sin ellas. Gracias a eso pudo oír a Carlos gritándole desde el suelo.

Apagó la sierra con el pulgar y miró hacia abajo.

—¿Qué pasa?

—La señorita quiere saber si te gustaría una botella de agua —dijo Carlos haciendo un gesto a su izquierda.

Sam se quitó las gafas de seguridad y las dejó colgando de su cuello mientras escudriñaba entre las ramas. Casi dejó caer la sierra. Era ella, la mujer del Miata rojo.

Su pelo rubio relucía a la luz del sol matinal. No sólo eso; se había quitado la chaqueta, y la visión de dos bellezas perfiladas bajo el elástico hizo que Sam tuviera que agarrarse a una rama para guardar el equilibrio.

Ella levantó el rostro hacia él, entrecerrando los ojos al recibir la luz del sol.

—¡Bonito trabajo!

—¡Gracias! —respondió él. Bonito… Él sí que estaba contemplando lo más bonito que había visto en mucho tiempo.

—Pensé que tal vez te gustaría un poco de agua —sostuvo en alto una botella de plástico.

A Sam le vendría bien algo más que agua. Una ducha helada, por ejemplo, y no porque estuviera sudando. Para ser sincero, tenía que reconocer que la intensa atracción que sentía hacia ella era un poco embarazosa. A su edad debería haber superado esa clase de deseo por una chica guapa. Había visto muchas bellezas, e incluso bellezas desnudas. Aun así, estaba alucinado por aquella mujer en particular.

Tal vez hubiera sufrido un golpe de calor. En cualquier caso, se obligó a sí mismo a entablar una conversación normal en vez de hablar como un cavernícola, que era lo único que se le ocurría en ese momento.

—Sí, la verdad es que me vendría muy bien —dijo. No tenía por qué decirle que guardaba varias botellas de agua en la nevera de su furgoneta.

—Te la arrojaré —dijo ella.

—No, ya bajo yo —por el modo en que ella lo desconcentraba, no confiaba en su coordinación visual y muscular para agarrar la botella al vuelo. Y nada podría ser peor que fallar en eso.

Bueno, sí. Peor sería perder la botella y al mismo tiempo caerse del árbol. Además de arriesgarse a sufrir graves lesiones, destruiría su orgullo para siempre, por no hablar de las posibilidades de seducir a aquella mujer.

Dejó la sierra contra las ramas y, tras quitarse las gafas, se puso la camiseta y empezó el descenso.

Nunca había bajado de un árbol teniendo público, y aquella conciencia lo hizo moverse con inusual torpeza. En un momento dado su pie resbaló y a punto estuvo de caer. Se agarró con ambas manos a una rama y, durante un par de humillantes segundos, estuvo colgado antes de encontrar finalmente apoyo.

Podía imaginarse a Carlos y a Murphy riéndose por lo bajo mientras contemplaban su actuación estelar. Los dos sabían que tenía agua de sobra en la furgoneta. Lo sabían porque él siempre traía agua para todos. La deshidratación era un peligro muy serio cuando se trabajaba en el exterior en Arizona.

Pero él estaba dispuesto a hacer el tonto delante de ellos y a aceptar la botella de agua que le ofrecía una mujer a la que ansiaba conocer. Le habría gustado conocerla sin estar tan sudoroso, pero se colocaría a favor del viento y esperaría que ella no notase demasiado su olor.

Era ridículo perder una oportunidad de oro sólo por estar sudando. Si todo salía como él esperaba, los dos acabarían sudando juntos. Sí, podía ser difícil, pero aquella conexión era una clara señal del destino.

Llegó al suelo y se dirigió hacia ella, sin hacer caso de sus empleados. Si alguno de ellos aprovechaba el momento para ir a la furgoneta y sacar una botella de agua, se pasaría el resto del verano trabajando con fertilizantes.

—No pretendía interrumpir tu trabajo —dijo ella. Su voz era suave y aterciopelada. A él le gustó. Una voz aterciopelada significaba una naturaleza sensual.

—No pasa nada. Necesitaba un descanso de todos modos.

—Apuesto a que sí. Pareces muy acalorado.

«Y tú también, cariño», pensó él. Sus ojos eran de un azul asombroso; posiblemente llevara lentes de contacto. A él le encantaba el azul, aunque se preguntó cuál sería el verdadero color de sus ojos.

—Pero es un calor seco.

—Sí, claro —dijo ella. Se echó a reír y le tendió la botella—. Toma. Esto te ayudará.

—Me has salvado la vida —aceptó la botella, rozándole la mano con la suya. Pensó que aquélla era la idea. Sin duda ella le había llevado el agua para que pudieran tener un intercambio. Ciertamente, era un modo muy ingenioso de conocer a un hombre.

—Ésa soy yo —dijo ella—. Kasey la Socorrista.

—¿Kasey? —preguntó, desenroscando el tapón—. ¿Es una sola palabra o son iniciales?

—Una palabra.

—Encantando de conocerte, señorita Kasey la Socorrista. Yo soy Sam el Agradecido —vació la mitad de la botella en un largo trago. Además de tener mucha sed, aquello le daba tiempo para pensar. ¿Y si la invitaba a cenar? Sí, buena idea. Llevarla a cenar. ¿Aquella misma noche? ¿Tenía alguna cosa pendiente?

Maldición, sí que la tenía. Los Tin Tarántulas actuaban en un pequeño local del centro, y él había prometido que estaría allí. No le parecía muy apropiado para una primera cita llevar a una mujer al concierto de su hermano, así que mejor le pediría una cita para la noche siguiente. Aunque odiaba esperar tanto.

Tomó un último trago, bajó la botella y le sonrió.

—Muchas gracias.

—De nada.

—Escucha, a cambio del agua, ¿qué te parece si…?

—¿Cómo has subido al árbol sin nada? ¿No sería más seguro usar una grúa o algo así?

Obviamente, no la había impresionado con sus habilidades escaladoras.

—¿Lo dices porque casi me rompo la cabeza hace un minuto? Normalmente lo hago mucho mejor.

—Me has dado un susto de muerte, pero no lo decía por eso. A mí me parece muy peligroso estar en lo alto de un árbol con una sierra mecánica.

—Bueno, soy un profesional —aquello sonaba un poco retrógrado, así que sonrió y añadió—: Pero que no se te ocurra intentarlo, ¿eh?

—¡Pues claro que no! Sólo de verte ya me pongo nerviosa.

—No te preocupes. He pasado muchas horas en los árboles —dijo, pero el comentario de Kasey le había hecho pensar que seguramente trabajara en la oficina que había junto al árbol y que había estado observándolo desde la ventana. Aquello sí que era gratificante—. A veces uso una grúa hidráulica, para las palmeras y eucaliptos, pero para un gran mezquite como éste, con tantas ramas, prefiero meterme en el árbol para ver la forma que necesita.

—Oh —desvió la mirada hacia el mezquite—. Supongo que es un trabajo más complicado de lo que pensé.

—Créeme, es mucho más complicado de lo que yo mismo pensé al empezar —no quería hablar de su trabajo. Quería hablar de una posible cita al día siguiente—. Escucha, ¿te…?

—¿Por casualidad estás libre para cenar esta noche?

Oh, no. Se le había adelantado.

—Esta noche, no, pero mañana sí. Me encantaría.

Ella dudó un momento.