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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Jill Shalvis

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La princesa fugada, n.º 20 - mayo 2018

Título original: A Prince of a Guy

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-583-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

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Si te ha gustado este libro…

1

 

 

 

 

 

Sean O’Mara tardó cinco minutos en darse cuenta de que estaban aprovechándose de él; quizá fueran seis. Su única excusa era que había estado trabajando hasta medianoche y apenas eran las cinco de la mañana, lo que hacía que estuviera desconcertado y no pudiera fijar bien la mirada.

—¿Qué dices que vas a hacer? —dijo lentamente mientras intentaba entender.

—Me voy dos semanas a Inglaterra.

Su hermana dejó a Melissa, su hija de cuatro años, en el suelo de la sala. La niña desapareció inmediatamente en la cocina. Su hermana desapareció también, aunque volvió a aparecer, dos veces, con el abundante equipaje que había descargado del coche.

No era una buena señal.

—¿Inglaterra? —preguntó cuando consiguió concentrarse un poco.

—Ajá —dijo ella como si fuese a cruzar la calle de su casa en Santa Barbara, California, en vez de cruzar medio mundo—. No puedes imaginarte lo que significa para mí tu ayuda, Sean —ella se tambaleó un poco por el peso—. Melissa no será una molestia, te lo prometo, y yo terminaré mi trabajo lo antes posible.

Que Melissa no iba a ser una molestia… ¡ja! Eso debía ser alguna forma de ironía. El agotamiento dio paso enseguida a una punzada de necesidad para convencer urgentemente a su hermana de lo contrario. No podía hacerse responsable de la niña durante dos semanas interminables, era imposible. Tenía trabajo, tenía una vida… quizá no tuviera mucha vida fuera del trabajo, pero tenía trabajo, mucho trabajo.

Además, no tenía ni idea de cómo ocuparse de una niña.

—Ah, no te olvides —le advirtió Stacy—, todavía necesita un poco de ayuda en el cuarto de baño; con el papel, ya sabes…

—¿Qué? Espera un segundo —Sean se frotó los ojos, bostezó y se estiró, pero no se despertó en la cama, lo que significaba que no estaba soñando—. No puedes dejarla aquí.

—¿Por qué no? Eres responsable. Sabes cocinar. Eres amable; casi siempre. ¿Qué podría pasarle?

—¡Cualquier cosa! ¡De todo! —buscó desesperadamente una prueba y la encontró justo delante de él—. Ni siquiera soy capaz de cuidar de los peces —dijo muy sinceramente—. Mira —señaló una pecera que había en la mesa—. Se me olvida darles de comer, lo cual desmiente que yo sea responsable y amable.

Stacy le sonrió con indulgencia.

—Lo harás perfectamente. Ah, no te olvides de bajar la tapa del retrete o ella… acabará pescando.

—Pero…

Sean estiró el cuello para mirar dentro de la cocina. En el suelo estaba sentada una niña de cuatro años con aire dulce e inocente.

A él no le engañaba.

Melissa no tenía nada de inocente, por muchos rizos dorados que tuviera. Podía organizar un desastre en un abrir y cerrar de ojos. Durante su corta vida ya lo había mordido tres veces, le había cortado el pelo dos, sin permiso, y se había hecho pis en su cama quince minutos antes de que llegara una cita muy prometedora.

El pequeño monstruo en cuestión, el que no sería ninguna molestia, lo miró y sonrió con candidez… mientras se volcaba encima la taza llena de zumo de uva.

Se rio ruidosamente mientras chapoteaba en el liquido morado y pegajoso.

Sean sintió una punzada de espanto en el estómago.

—Tengo trabajo —le dijo a Stacy con un tono que a él mismo le pareció desesperado.

Los niños no se le daban bien. Era arquitecto. Tenía su propio estudio, lo que significaba que un buen día le dedicaba catorce horas como mínimo.

Descendía de una estirpe de adictos al trabajo. Su abuelo y su padre habían sido abogados, muy buenos, pero no habían pasado ni un minuto con sus hijos, lo cual había sido uno de los motivos por los que él no había tenido descendencia.

No quería descuidar a sus propios hijos; si alguna vez tenía alguno. El trabajo lo absorbía completamente. Difícilmente sería el indicado para ocuparse de una niña cuando no tenía ninguna experiencia.

—Menuda noticia —dijo Stacy—. Trabajas demasiado.

—Me gusta mi trabajo.

—Ya, ya, eso lo sabemos todos —lo miró con afecto—. ¿Cuándo fue la última vez que te tomaste un día libre?

—Bueno… —no lo recordaba exactamente, pero pensó que debió de ser hacía un par de años, cuando su ex novia lo destrozó.

—Voy a hacerte un favor, Sean, ya lo verás. Melissa te mostrará lo maravillosa que es la vida, o que puede serlo si te tomas un respiro. En estos momentos no sabrías cómo disfrutar de la vida si tuvieras la oportunidad.

No hacía falta ser muy listo para darse cuenta de que estaba perdiendo la batalla.

—Pero…

—Inténtalo, Sean. Haz un rompecabezas. Colorea un dibujo. Es una forma estupenda de combatir el estrés.

¿Colorear un dibujo? Sean sintió un escalofrío solo de pensarlo, pero había algo en el tono de su hermana que iba más allá de la zalamería. Una especie de… desesperación.

—Stacy, ¿qué ocurre de verdad?

Ella no hizo caso de la pregunta. Se puso en jarras, se sopló el flequillo y revisó la montaña de cachivaches que había dejado en el suelo.

—La cama portátil; las tazas; ropa para distintas actividades; la silla para el coche; la silla para la cocina; el chaleco salvavidas para la playa; el humidificador, por si acaso…

—Stacy…

—Sí, creo que está todo. Ah, toma una serie de números de teléfono que podrían venirte bien —le dio un montón de tarjetas—. El médico, el hospital, la compañía de seguros, el agente de seguros…

Dios mío, en ese momento era ella la que parecía dominada por el pánico.

—¡Eh! —Sean la tomó de los hombros y la obligó a que lo mirara—. ¿Qué ocurre?

Ella intentó esbozar una sonrisa.

—Ya te lo he dicho.

—¿Solo se trata de trabajo?

—De verdad —levantó dos dedos y sonrió—. Palabra de scout.

—En ese caso tiene que haber alguien que pueda quedarse con Melissa, una amiga, o…

Comprendió la verdad mientras iba diciendo las palabras. Estaba escrita en la cara de su hermana.

No tenía nadie a quien acudir.

Sus padres habían muerto hacía tres años. Su padre de un ataque al corazón, seguramente fruto de una combinación de jornadas de trabajo de dieciocho horas, dos paquetes de tabaco diarios y comida rápida. Su madre murió el mismo año de neumonía.

En cuanto a los amigos, Stacy tenía muchos, aunque no muy responsables precisamente, como bien sabía Sean, que había pasado los últimos años intentando meter en vereda a su hermana.

Él sabía que Stacy no tenía a nadie más. No podía confiar en sus antiguos amigos y los nuevos eran demasiado nuevos. El padre de Melissa había desaparecido hacía mucho tiempo.

Solo le tenía a él.

Stacy lo miraba con seriedad, la sonrisa se había desvanecido.

Ella se esforzaba mucho por ser valiente, por dejar a un lado su corazón herido y maltrecho y salir adelante sin demasiada ayuda de su hermano mayor. ¿Cómo le correspondía él?

Intentaba darle la espalda.

No podía hacerlo después de todo lo que ella había pasado. La quería con todo su corazón.

—De acuerdo —dijo Sean con un suspiro y una sonrisa—. Lo haré.

—¿De verdad? —le resplandeció el rostro por la felicidad y el alivio y se arrojó en brazos de su hermano—. Te lo debo —susurró mientras le lanzaba un beso a su hija y se dirigía hacia la puerta—. ¡Te quiero, Melissa! ¡También te quiero a ti, Sean!

Sin más, se encontró solo.

Vio cómo su hermana se montaba en el coche y oyó las risas de Melissa en la cocina mientras hacía cualquier travesura.

—Yo también te quiero —dijo él al coche que se alejaba velozmente.

Lentamente, presa del terror, Sean fue hacia la cocina.

Melissa le sonrió y levantó la taza vacía.

—Más.

Sean se frotó los ojos y agarró una esponja. Aprendió la primera lección del día: el zumo de uva manchaba. Lo manchaba todo y no había manera de limpiarlo.

Dos días después, Sean tenía irritados los ojos por la falta de sueño. No había tocado una maquinilla de afeitar ni había hecho una colada y parecía como si un ciclón hubiera arrasado la casa. No podía ir el estudio y cuidar de la niña a la vez, por lo que había instalado otra línea telefónica y hacía lo que podía desde casa; que se limitaba a perseguir a una diablilla de cuatro años.

En ese momento, sonaban los dos teléfonos y el fax y su cabeza estaba a punto de estallar. Melissa se le había metido en la cama cada hora durante toda la noche. Durante todas las noches.

De repente se dio cuenta de que la niña estaba demasiado silenciosa, lo cual contrastaba con los teléfonos.

—Melissa… —dijo mientras iba a contestar.

Silencio.

La última vez que había estado tan callada había sido porque estaba adornando la tarima del vestíbulo con pompas de jabón. Cuando él se apresuró a detenerla antes de que fuera tarde, se resbaló y cayó sentado, lo que consiguió que Melissa tuviera un ataque de risa.

Esperaba que funcionara el anuncio que había puesto en el periódico. Esperaba que la niñera a la que iba a entrevistar se quedara. Lo dudaba. Ninguna se quedaría.

—Melissa —volvió a llamar mientras contestaba un teléfono.

Era Nikki, su secretaria, y estaba agobiada.

—Vaya, veo que vives —dijo ella—. Tengo tres contratos para firmar, cinco proyectos para revisar y…

—No cuelgues —no hizo caso del suspiro de desesperación de su secretaria y contestó a la otra línea. Era Sam Snider, su último cliente.

Mientras, el fax empezó a escupir papeles. Nikki, siempre tan eficiente, le enviaba uno de los contratos. Sean saludó a Sam, echó una ojeada al contrato y con el oído que le quedaba libre intentó percibir alguna señal de vida de Melissa, sin éxito.

Se había convertido en un auténtico experto en hacer cuatro cosas a la vez.

—¿Tu proyecto? —le dijo a Sam—. Lo tendré preparado…

—¡Tío Sean!

Melissa había aparecido. Estaba en el cuarto de baño.

Sean tapó el teléfono con la mano.

—¡Voy enseguida!

—¡Ven ahora, tío Sean!

—Enseguida —repitió mientras destapaba el teléfono para seguir hablando con su cliente—. Como te iba diciendo…

—¡Pero he terminado, tío Sean!

Fantástico. Ella había terminado. Intentó que Sam lo esperara, pero no había forma de hacerlo callar. Melissa le gritaba por un oído mientras Sam le hablaba por el otro. El fax seguía escupiendo hojas del contrato.

—¡Tío Sean!

Como todo podía empeorar, en ese momento sonó el timbre de la puerta.

Necesitaba un clon.

O una esposa.

Hacía dos años, Tina estuvo a punto de serlo. Nunca se había arrepentido de no haberse casado; hasta ese momento.

Sam seguía hablando.

—¡Límpiame! —gritó Melissa lo suficientemente fuerte como para que la oyera todo el estado.

—¡Te limpiaré dentro de un segundo!

—¿Cómo dices? —balbució Sam.

Sean dejó caer la cabeza y la golpeó contra mesa, pero nada cambió aunque él estuviera a punto tener una conmoción cerebral. Estaba desmoronándose de forma lamentable y lo único que no podía permitirse era aquello. Contó lentamente hasta diez, pero, efectivamente, su vida seguía en plena pendiente hacia el desastre.

Colgó a su riquísimo cliente lo más educadamente que pudo y se dirigió hacia el cuarto de baño mientras se lamentaba por haber perdido esa fuente de ingresos.

Luego, se dirigieron juntos hacia la puerta.

—Espero que sea mamá —dijo Melissa saltando como un cachorrillo muy nervioso lleno de rizos rubios despeinados y enredados. Ella no había permitido que Sean le cepillara el pelo desde que llegó.

Sin embargo, sí había conseguido que se limpiara los dientes. Eso tenía algún mérito.

—Quiero que venga mi mamá.

—Lo sé —Sean también añoraba a la mamá de Melissa, muchísimo—, pero no vendrá hasta dentro de dos semanas. La persona que está en la puerta quiere ser tu niñera durante el día.

Al menos eso anhelaba él.

Melissa se paró en seco.

—¿Cuánto es dos semanas?

—Catorce días.

Ella inclinó la cabeza y lo atravesó con una mirada lúgubre.

—Es mucho.

A él se lo iban a contar, pensó Sean.

—Pasarán antes de que te des cuenta. ¿Quieres abrir la puerta?

A ella se le iluminó el rostro.

—Espero que sea Mary Poppins. Canta muy bien.

A Sean le daba igual cómo cantara. Necesitaba a alguien que lo ayudara a ejercer de padre y lo necesitaba inmediatamente.

Él esperaba que fuera una niñera mayor, como una abuelita que le diera a la niña muchos abrazos y besos y le contara muchas historias, que hiciera todo lo que él no tenía tiempo de hacer y que le permitiera volver al trabajo sin remordimientos.

Abrieron juntos la puerta.

—Hola —dijo la mujer, que no se parecía en nada ni a Mary Poppins ni a una abuelita.

Lo primero que pensó Sean fue que esos eran los ojos más azules y extraordinariamente brillantes que había visto en su vida, ampliados, además, por unas gafas de cristales gruesos. Centelleaban al sonreír y eso era lo que ella estaba haciendo en ese momento. Tampoco era la sonrisa forzada de alguien que busca un trabajo, era la sonrisa más amplia y franca que había visto jamás. Él también sonrió, aunque lo hizo más por alivio que por otra cosa.

—Me llamo Carly Fortune y pretendo ser la niñera —dijo mientras sacudía la oscura melena y alargaba la mano.

—Yo me llamo Sean O’Mara y busco una niñera.

Ella no era ni remotamente lo que él se había imaginado, pensó Sean mientras estrechaba la mano cálida y delicada. Entre otras cosas, era joven. El pelo había vuelto a taparle la cara, pero él calculó que tendría alrededor de veinticinco años. Llevaba un jersey largo y una falda amplia que le llegaba a los tobillos y dejaba ver unas pesadas botas.

No mostraba ni un centímetro de piel por debajo del cuello y él no podía decir si era delgada o rellenita o algo intermedio. Era un hombre, un hombre que, además, tenía esa debilidad y distinguía a una mujer por su aspecto. No estaba especialmente orgulloso de ello, pero era la verdad. Volvía la cabeza cuando veía una mujer hermosa.

No quería decir que aquella mujer no fuese hermosa. Se parecía a Sandra Bullock en Miss Congeniality antes de que la maquillaran.

Sin embargo, rezumaba comprensión y alegría por cada poro y él pensó que eran dos aspectos importantes cuando se trataba de cuidar a una niña, que era el motivo por el que estaba sonriéndole desde el quicio de la puerta.

Sin embargo, se sintió incómodo por la sensación de que ella se ocultaba detrás de una ropa un poco grande. Pensó en Tina con un destello de amargura. Habían pasado dos años desde que dejara de estar con la mujer que no podía decir la verdad por nada del mundo y él seguía recelando de cada mujer que conocía.

A pesar de todo, algo sucedió cuando comprobó que ella seguía sonriéndole con esa sonrisa contagiosa y franca. Notó una pequeña sacudida en su corazón dañado, algo que apenas supo reconocer.

Ella se inclinó para tomar una bolsa de lona que tenía al lado y, cuando se sujetó las gafas que estuvieron a punto de resbalarse, él pudo vislumbrar un muslo largo y delicado a través de la abertura de la desmesurada falda.

Uno podía suponer que debajo de tanta tela habría más tela, pero no… había piel desnuda y deliciosa.

Sin aviso previo, la sacudida del corazón bajó por todo el cuerpo.

—Pero… no eres Mary Poppins —a Melissa le temblaba el labio inferior y se escondió detrás de Sean con los ojos húmedos—. Yo quería de verdad a Mary Poppins —tenía la cara pegada contra él y le clavaba los dedos en las piernas.

Sean se volvió e intentó levantarla, pero ella se aferró con más fuerza. Él rodeó los pequeños hombros de la niña con sus brazos y pensó que, para ser una pequeña tirana, parecía demasiado indefensa. Le daba igual. Había que hacerlo. Él necesitaba ayuda.

Necesitaba una vía de escape.

—Cariño —Carly miró a Sean, que estaba agachado a la altura de Melissa—. Lo siento mucho. Tienes razón, no soy Mary Poppins, pero tengo un bolso como el de ella lleno de diversión.

Levantó la bolsa de lona y la agitó tentadoramente. Algo tintineó y algo sonó con un ruido metálico.

Melissa sollozó y se asomó por un costado de Sean.

—¿Está mi mamá dentro?

—Bueno… no.

Tenía una voz grave y ronca. Otra contradicción. Era una voz llena de sensualidad en un cuerpo vestido de novicia.

—Pero tengo vestidos, ¿qué te parece?

Melissa parpadeó lentamente y asintió con la cabeza.

—De acuerdo.

De acuerdo. Había dicho que de acuerdo. Sean se encontró sonriendo con cara de tonto a la mujer que iba a salvarle la vida. Por lo menos las próximas dos semanas de esa vida.

2

 

 

 

 

 

Ella dudó por primera vez en sus veintiséis años. Pero eso era lo que ella quería, un cambio en su vida disparatada. Una oportunidad para ver cómo vivía la otra mitad de la gente.

Una oportunidad para bajar a la realidad.

La princesa Carlyne Fortier entró en casa de Sean O’Mara, pero no lo hizo como una princesa elegante y sofisticada.

No, lo hizo como… Carly Fortune.

Era una creación propia. Solía leer detenidamente los periódicos de Estados Unidos. Era una costumbre, como lo era atesorar y ver a escondidas viejos programas americanos de televisión. Ella estaba insatisfecha con su vida y leía los anuncios que ofrecían trabajo, luego se imaginaba que se instalaba en algún lugar relativamente remoto y conocía a don Perfecto.

Eso era algo que no podía ocurrir en su mundo. Allí no había Perfectos, al menos en un futuro inmediato. Pero ella se preguntaba cómo podría llegar a tener la oportunidad de comprobar si sería una buena madre.

Un día le llamó la atención un anuncio en un periódico de Santa Barbara, California. El anuncio en el que Sean O’Mara pedía una niñera.

—¿Sabes hacer masa para jugar? —le preguntó Melissa.

Ella no solo iba vestida mucho peor que cualquier ejemplo de lo que no debe hacerse, sino que era la personificación de la niñera americana, de la niñera americana para una niña de cuatro años.

Una niña de cuatro años que la miraba con gran solemnidad.

Carlyne no sabía nada de niños y mucho menos de hacer masa para jugar, pero eso iba a cambiar.

—Me temo que no, pero sé dónde comprarla.

Lo sabía porque dio la casualidad de que la había visto en los almacenes donde compró su nuevo atuendo normal y corriente. El almacén la había entusiasmado, se podía comprar unas medias y muebles para el jardín en el mismo sitio.

—La hay de todos los colores —dijo ella orgullosa de saberlo— y, además, estoy segura de que es mejor que la hecha en casa.

—Pero mi mamá la hace —dijo Melissa adelantando el labio inferior.

Daba igual. Carlyne llamaría a Francesca, su ayudante, para que le consiguiera una receta lo antes posible.

—Melissa, la masa para jugar no es indispensable —le dijo Sean mientras se agachaba para estar a la altura de la niña.

—¡Quiero masa para jugar!

—Ya hemos hablado de eso, ¿lo recuerdas? –le dijo Sean—. No está permitido que me grites.

—¿Qué es remitido?

Sean cerró los ojos y se pasó los dedos por el pelo negro.

—Ella es Melissa, la niña que necesita una niñera —le dijo a Carlyne al recordar que aquello era una entrevista de trabajo.