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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

© 2003 Karen Templeton-Berger
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La fuerza del corazón, n.º 14 - mayo 2018
Título original: Fathers and Other Strangers
Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

I.S.B.N.: 978-84-9188-577-1

KAREN
TEMPLETON

La fuerza del corazón

Logo editorial

Capítulo 1

—¡Ehhhh! ¿Por qué paramos aquí?

Jenna Stanton paró el motor del Corolla y miró la cara enfadada de la chica de trece años a la que quería con todo su corazón. Procuró reprimir el miedo y forzó una sonrisa. Merengue maulló detrás de su asiento para protestar por su encierro en la cesta.

—Éste es el pueblo del que te hablé —dijo Jenna, que seguía agarrando con fuerza el volante—. Vamos a pasar un mes aquí.

Blair se metió un mechón de pelo rojo detrás de la oreja y estiró el cuello para ver mejor el motel Flecha Doble.

—¡Es un motel! —exclamó, con la mueca de asco que solía reservar para el hígado frito y las películas de Disney.

—No nos quedaremos en esta parte. Hay cabañas al lado del lago.

Blair hizo una mueca. Y Jenna tuvo que reconocer que, desde ese ángulo, el Flecha Doble tenía el mismo aspecto de todos los moteles baratos: una planta de estuco beige con puertas y ventanas baratas. Unas doce unidades hasta donde alcanzaba la vista, con sólo tres coches aparcados fuera. Las cabañas no se veían desde allí.

Aun así, el lugar no era tan vomitivo como su sobrina se empeñaba en hacer creer. Las sombras temblorosas de docenas de sauces y robles suavizaban la arquitectura pragmática y acariciaban el césped bien cortado y los lechos de petunias y botones de oro. El aire era caliente, sí, pero el silencio resultaba espeso y exuberante, roto a veces por el trino de algún pájaro. Por lo poco que había visto, el pueblecito de Haven no estaba tan mal.

—Es muy bonito, ¿no te parece?

—Es aburrido.

Jenna reprimió un suspiro.

—Blair, a ti todos los sitios que tienen menos de un millón de habitantes te parecen aburridos.

Los ojos azules de la chica la miraron con rencor. Había sido una niña muy guapa y alegre, pero el principio de la adolescencia no se estaba portando bien con ella ni en el plano físico ni en el psíquico. Su pelo era muy fino, sus piernas muy largas y sus dientes estaban prisioneros de un aparato muy caro. Y la pobre tenía más pecas que políticos hay en Washington.

—No lo entiendo —protestó—. Tus libros siempre transcurren en Washington. Siempre. ¿Y ahora tienes que escribir uno que tiene lugar en Oklahoma?

Habían tenido esa conversación quince veces como mínimo desde marzo, cuando Jenna se había dado cuenta de lo limitado de sus opciones. Tiró hacia abajo de la camiseta húmeda de sudor, pues el aire acondicionado había fallado a la altura de Nashville, e intentó sonreír de nuevo.

—Ya te lo he dicho. Me estaba quemando y necesitaba un cambio.

—¿Y qué quieres que haga yo un mes entero aquí mientras tú escribes diez horas al día? —los ojos de Blair se llenaron de lágrimas y a Jenna se le partió el corazón—. Aquí no conozco a nadie. ¿Por qué no me has enviado a mí a un campamento?

Jenna se pasó una mano por el pelo, que olía todavía a los productos químicos con los que se lo había teñido ella misma el día anterior.

—Tú odias los campamentos y ya te dije que no pienso escribir mucho. Sólo repasaré las pruebas de imprenta del libro de diciembre y esbozaré un poco el nuevo, pero nada más. Esto es básicamente un viaje de investigación, así que iremos a ver paisajes y quizá también de acampada. Tú siempre has querido hacer eso.

—Pero tú no sabes nada de acampar.

—¿Y tú sí, listilla?

—No.

—En ese caso, podemos aprender juntas.

Hubo un silencio. Blair soltó el cinturón y abrió la puerta.

—Tengo que ir al baño —anunció.

Salió del coche y corrió hacia el cartel que ponía Oficina.

Jenna suspiró, sacó su bolso de debajo del asiento y la siguió, tirando de su pantalón corto hacia abajo. No era justo para Blair arrastrarla hasta allí y se sentía culpable por no poder decirle la verdad, pero era demasiado pronto para eso.

Siguió a su sobrina a la oficina y tragó saliva. Sólo había hablado con Hank Logan una vez, cuando llamó para alquilar una cabaña durante un mes, y recordaba bien su voz profunda y cargada de sarcasmo. Una voz que no encajaba con la imagen de un hombre que, según su información, había comprado un motel destrozado y lo había restaurado él solo ladrillo a ladrillo.

Una voz que no encajaba con el césped bien cortado y los maceteros de petunias y botones de oro.

—¿Qué desean?

Sí. Esa voz.

Blair fue la primera en volverse, con la mano en el picaporte de la oficina. Jenna miró a su sobrina, que no se parecía nada a Sandy, la hermana de Jenna, y que quizá se pareciera a Hank o quizá no. De no ser así, su plan podía ser una pérdida de tiempo. Después de todo, lo único que tenía era un nombre en un diario, algunas coincidencias y nada más. No tenía pruebas.

Entre la timidez crónica que nunca había superado del todo y lo extraño de aquella situación en particular, se volvió con un nudo en el estómago.

Por suerte, Blair no se parecía nada a Hank Logan.

Por desgracia, Blair no se parecía nada a Hank Logan.

—¿Puedo usar un baño? —preguntó la chica.

—Entra ahí y a la derecha. Está abierto —repuso él.

Sus ojos se posaron en Jenna y a ella se le encogió el corazón.

Hank tardó menos de un segundo en identificar a la mujer como la persona que había llamado desde Washington unas semanas atrás. No porque sus pantalones cortos caquis y su camiseta verde fueran precisamente elegantes, pero su postura, su modo de llevar las gafas de sol encima del pelo rubio revuelto y sus sandalias modernas indicaban quién era.

Apoyó la escalera que llevaba colgada al hombro en el tronco de un roble cercano y tomó su camiseta negra de la rama en que la había colgado antes. Intentó limpiarse con ella el sudor y el polvo de la cara y luego se la puso.

La joven lo miraba como si nunca hubiera visto el pecho de un hombre, cosa que a él le habría divertido en otro tiempo, pero ahora lo irritaba. Aunque por otra parte, casi todo lo relacionado con mujeres lo irritaba ahora.

—¿Es usted Jenna Stanton? —preguntó.

Ella asintió; sus ojos azules parecían alerta y apretaba los labios. Hank calculó que tendría más o menos su edad... acercándose a los cuarenta o un poco más. La brisa le lanzó el pelo rubio y liso sobre la cara y ella lo apartó. Parecía tener calor.

Y también parecía asustada. Como si le tuviera miedo.

—¿Y usted es el señor Logan? —preguntó al fin.

—Así es.

La mujer hizo ademán de acercarse, pero no llegó a hacerlo.

—Soy Jenna Stanton. Hablé con usted por teléfono hace unas semanas.

—Sí. Suponía que era usted.

—Sé que nos hemos adelantado, pero me gustaría saber si la cabaña está lista.

Hank tomó la escalera y pasó delante de la mujer para apoyarla en la pared de la oficina.

—Señora, está de suerte. Los anteriores ocupantes se han ido antes de lo previsto.

—¿Las cabañas tienen más éxito que esta zona?

Hank sintió enojo, pero procuró reprimirlo.

—Todavía es pronto. Esto se animará dentro de un par de semanas. ¿Quiere que le enseñe la cabaña?

Ella le lanzaba en ese momento una de esas miradas de valoración que tan bien se les dan a las mujeres y tanto odiaba Hank. Metió las manos en los bolsillos y él decidió que tenía buenas piernas... para una mujer de su edad.

—Olvidé preguntarle qué hay para cocinar.

Hank enarcó las cejas.

—Las cabañas tienen cocina. Y por cierto, no tienen aire acondicionado porque el viejo no servía y no he tenido tiempo de cambiarlo. Aunque todas las habitaciones tienen ventiladores en el techo.

La joven torció la boca.

—Entiendo. Bueno, señor Logan, tengo calor y llevo dos días en el coche con una adolescente que está convencida de que ha sido condenada al infierno, así que, mientras haya agua corriente y colchones decentes y no haya chinches, me quedaré.

Sus palabras sonaban a fuerza, pero sus ojos azules contaban otra historia, una historia que Hank desconocía, porque, como a casi todos los hombres, no se le daba bien comprender a las mujeres. Pero su instinto de ex policía le decía que allí pasaba algo raro.

—Los colchones son nuevos, las tuberías funcionan y, si ve algún animal dentro, le enviaré a alguien para que le pegue un tiro —dijo—. ¿Qué le parece?

Ella palideció.

—Yo no quiero matar nada, sólo quiero que se quede fuera.

Hank metió los pulgares en los bolsillos.

—Bueno, querida, en el campo suele haber bichos. Y como ellos llegaron antes, suelen entrar en un sitio si les apetece. Los de cuatro patas saldrán solos si hace ruidos, y a los de seis u ocho puede aplastarlos. Bueno, quería una de dos dormitorios, ¿verdad?

Entró en la oficina, donde había una mesa con un ordenador, un tablero de corcho con llaves, un teléfono y un par de sillas viejas. Oh, y unas fotos de la zona que habían puesto allí los dueños anteriores y que Blair observaba con el ceño fruncido. Pelirroja y con pecas, tenía toda la pinta de ir a ser aún más alta que su madre, quien ya era más alta que la media.

—Sí, dos dormitorios —dijo Jenna Stanton—. Y olvidaba otra cosa. Necesito una clavija de teléfono para mi conexión a Internet.

Hank, que ya tenía una llave en la mano, hizo una mueca y la cambió por otra. Aquello no tenía sentido. ¿Qué hacía una mujer así en aquella zona y con una adolescente que seguro que se aburriría como una ostra allí?

—En ésta hay clavija de teléfono —mostró la llave—. Los antiguos dueños vivían allí, así que tiene más servicios. ¿Pero puedo preguntarle qué piensa hacer durante su estancia aquí?

—Soy escritora —contestó la mujer con una sonrisa—. Quiero investigar para mi próximo libro.

—¡Ah! —abrió el libro de registros—. Muy bien, puede firmar aquí —le pasó un bolígrafo.

Ella firmó con la mano izquierda, una mano que lucía una alianza y un anillo de compromiso.

Hank dio la vuelta al libro.

—¿El señor Stanton se reunirá con ustedes?

—No.

—¿Tarjeta de crédito?

—Oh. Por supuesto —sacó una cartera del bolso y de ella la tarjeta de crédito. Llevaba las uñas cortas y no parecía usar maquillaje ni perfume, aunque lo que quiera que usara en el pelo olía lo suficiente para impregnar toda la oficina, quizá por el calor.

—¿Y qué hace con el recibo? —preguntó ella.

—Va a la caja fuerte hasta que se marche. Nadie puede verlo aparte de mí. Pueden ir a la cabaña, la suya es la segunda que se encontrarán, la del porche azul —vaciló—. ¿Necesitan ayuda para descargar el coche?

La mujer lo miró a los ojos un momento.

—No, nos arreglaremos bien —enderezó los hombros y miró a la chica—. ¿Blair? ¿Estás lista?

—Sí, lista para vomitar —murmuró la chica; salió tras ella.

Jenna miraba el paisaje de pie en el porche y procuraba relajarse. El lago, a unos cincuenta metros de allí, era más bien un estanque grande, pero brillaba a la luz del sol y había un muelle en una orilla, por lo que quizá se podía nadar en él. En el otro extremo se veía un bosquecillo denso con mil tonos de verde distintos que complementaban los azules y púrpuras lejanos de las montañas Ozark. Hacía calor y los mosquitos estaban pesados, pero el lugar era muy hermoso.

Inhaló profundamente y soltó el aire despacio. Lo mejor que podía decir de su primer encuentro con Hank Logan era que había salido relativamente ilesa. Era un hombre desarreglado, sin afeitar, que bordeaba la mala educación y no parecía sentir una afinidad especial por los niños. A Blair, al menos, no he había hecho ningún caso.

Y a ella le había alterado las hormonas de un modo inesperado. Suspiró con rabia. No había duda de que llevaba tres años metida en una cueva. De no ser así, jamás se habría excitado con un hombre que parecía un cavernícola.

Aun sabiendo lo que sabía de su pasado reciente, tenía que disculparlo hasta cierto punto; no podía permitir que nada, ni el pasado de él ni sus hormonas, nublaran su sentido común.

Bajó a buscar la última bolsa, entró en la cabaña y la dejó en la alfombra gastada pero limpia que ocupaba casi todo el suelo de madera de la zona de estar.

Se acercó a la ventana más cercana, la abrió y se fijó en que el mosquitero era nuevo y el alféizar estaba recién pintado. Por desgracia, no había aire, lo que hizo que agradeciera más aún los árboles que daban sombra al exterior.

Miró los dormitorios, que eran pequeños pero limpios y con muebles sencillos. Y sí, los colchones parecían nuevos, aunque las almohadas eran sintéticas y se alegró de haber llevado consigo la suya de plumas.

Volvió a la zona de estar, abrió más ventanas, conectó el ventilador del techo y miró la parte de la cabeza de su sobrina que sobresalía por encima del brazo del sofá pegado a una de las paredes de madera. Como siempre, Blair escuchaba música con la gata tumbada en su estómago. Jenna se acercó y retiró uno de los auriculares.

—¿Qué habitación quieres?

Blair hizo una mueca, se encogió de hombros, le quitó el auricular y volvió a ponérselo.

Jenna decidió que no era un buen momento para perder la paciencia y abrió la última ventana, con lo que al fin consiguió tener algo de aire. Volvió a acercarse a Blair.

—Ven, tienes que ayudarme a meter la nevera y tenemos que hacer algo de cenar. No sé tú, pero yo estoy muerta de hambre.

No era verdad. Lo único que quería era dormir una semana y olvidarse de sobrinas malhumoradas, revelaciones en diarios, informes de detectives y hombres sexys y sin afeitar con voz profunda que alteraban sus hormonas.

Blair se dignó a levantarse del sofá y salir hasta el coche. Jenna la siguió algo más animada.

—¡Jenna! ¡Jenna, despierta!

Jenna abrió un ojo y miró a Blair.

—¿Qué...?

—El agua del inodoro se sale.

Jenna sintió entonces unas ganas terribles de orinar.

—Está inundando todo el baño.

Tres segundos después, Jenna chapoteaba en unos tres centímetros de agua inesperadamente fría, que amenazaba con llegar rápidamente a la sala de estar. Lanzó una maldición y rezó para que hubiera una llave de paso debajo del inodoro.

La había, pero desgraciadamente no se movía. Jenna salió maldiciendo del baño y entró en la cocina, cuya llave de paso sí se movió, cosa que detuvo la inundación pero dejó sin agua toda la cabaña.

Volvió a maldecir, entró en su habitación y tomó un rollo de papel higiénico de la cómoda.

—Enseguida vuelvo.

Salió al exterior con su pijama de pantalón corto y, cuando volvió al porche, Blair la miró horrorizada.

—¿Has orinado fuera?

—Sí, señorita —entró en la cabaña y buscó en las maletas aún sin deshacer. Estaba ya de mal humor. Su intención había sido dormir hasta tarde, no enfrentarse a Hank Logan antes del café—. Y no te preocupes. Sólo estábamos los pájaros y yo.

Miró a su sobrina, cuya expresión de horror había dado paso a una de asco. Tomó su gorra de los Redskin de la mesilla y se la puso.

—Voy a informar enseguida de esto. Vístete mientras vuelvo y nos iremos a desayunar al pueblo.

—Todo esto ha sido una idea estúpida.

Jenna vio que su sobrina tenía lágrimas en los ojos y se acercó a abrazarla.

—Siento que haya empezado tan mal —le susurró—, pero te prometo que mejorará.

Aunque ya habían pasado más de dos años, todavía había mañanas en las que Hank despertaba sudando y luchando por respirar, con la sensación de tener una carga de cemento en el pecho.

Cerró los ojos y se sentó en el borde de la cama a buscar los cigarrillos. Las manos le temblaban tanto que le costó tres intentos conseguir que funcionara el mechero. El año anterior había dejado de fumar varios meses, pero entre los recuerdos del día y el terror de las noches... bueno, fumar parecía el menor de los males.

Dio la primera calada y esperó a que su corazón se calmara. Ryan, su hermano y médico del pueblo, le daba siempre la lata con que dejara de fumar, uno de los motivos por los que procuraba no verlo mucho.

¿Y quién narices llamaba al timbre de la oficina tan temprano?

Lanzó una imprecación, dio varias caladas más y apagó el cigarrillo. Se puso los vaqueros que había dejado al lado de la cama la noche anterior y fue a abrir.

Jenna lo miró sobresaltada.

—¡Señor Logan! ¿Y si llega a ser Blair? Por favor, vaya a terminar de vestirse. No tengo tanta prisa.

La única concesión de Hank fue abrocharse la cintura del pantalón.

—Si viene a tocar el timbre antes de las ocho, tendrá que verme como me encuentre. Y supongo que no viene a invitarme a desayunar.

La mujer lo miró a los ojos.

—El baño se ha inundado. He cerrado la llave de paso, pero ahora estamos sin agua, así que tiene que arreglarlo enseguida.

Hank se rascó la barbilla y pensó que tal vez se afeitara ese día. O quizá no. Tendría que pensarlo bien.

—No tiene agua, ¿eh? ¿Quiere usar mi baño? —señaló hacia el apartamento.

—No, no necesito usar su... baño. Ya hemos...

Hank casi sonrió a su pesar. Hacía mucho tiempo que no se divertía tanto tomándole el pelo a una mujer.

—Supongo, señora Stanton, que tendrá suficiente sentido común para no usar hojas para...

—Blair y yo vamos a desayunar al pueblo —lo interrumpió ella, con las mejillas rojas—. Le agradecería que solucionara el problema antes de que volvamos.

Dio media vuelta y empezó a alejarse.

—¿Señora Stanton?

Ella lo miró. Hank sacó un billete de cinco dólares del bolsillo.

—Ya que van a ir al pueblo, ¿puede traerme un sándwich de beicon y huevo del Café de Ruby? Y patatas fritas. Oh, y... —sacó otros cinco dólares—. Tráigame también un batido de chocolate.

Ella lo miró un momento con una expresión mezcla de sorpresa y lástima. Pero retrocedió y aceptó los billetes.

—Supongo que es lo menos que puedo hacer a cambio de que arregle el baño a estas horas —se sonrojó aún más y carraspeó—. ¿Usted toma batido para desayunar?

Hank sonrió.

—Usted no conoce los batidos de chocolate de Ruby.

Ella no dijo nada más. Se volvió y Hank se quedó mirando su trasero.

Sí, Jenna Stanton tenía también sus encantos. Era la clase de mujer que hacía que un hombre quisiera ayudarla a relajarse y besarla hasta dejarla sin sentido.

Y Hank sentía que tenía mucha suerte de ser lo bastante viejo y también lo bastante listo para saber que él no iba a ser ese hombre.

Capítulo 2

Jenna había leído sobre lugares así... había incluso escrito sobre lugares así, pero hasta esa mañana no había visto uno en persona y, a juzgar por la expresión de Blair, ella tampoco sabía qué pensar del Café de Ruby.

La chica se inclinó hacia delante.

—Parece el escenario de una película.

Jenna hizo lo mismo.

—Lo sé.

Blair hizo una mueca y se echó hacia atrás en el asiento. Una camarera morena vestida de rosa les había dado ya las cartas y servido café descafeinado a Jenna. El lugar estaba lleno de gente, en su mayoría hombres con distintas marcas de vaqueros y camisetas de algodón. Las risas, conversaciones y el chocar de platos se mezclaban con el crujido del beicon en la plancha detrás del mostrador, y a pesar del mal principio de la mañana, Jenna empezaba a sentirse un poco mejor.

Hasta que levantó la taza y en ella volvió a ver a Hank Logan medio vestido, con el pelo revuelto y recién levantado.

Blair frunció el ceño.

—¿Qué te pasa? Estás colorada.

—Nada. ¿Has dormido bien?

—Charmaine me ha dicho que teníamos visita —dijo una voz encima de sus cabezas. Jenna levantó la vista y se encontró con una cara redonda y morena de mujer con pelo corto blanco. Sonreía de oreja a oreja—. ¿Qué tal están?

—Bien —musitaron Jenna y Blair al unísono.

La mujer, ataviada con una camisa blanca amplia y pantalones azules de poliéster, rellenó la taza de café de Jenna.

—Me alegro. Soy Ruby Kennedy. Mi marido Jordy y yo somos los dueños de esto, así que, si quieren algo que no esté en la carta, lo piden y veremos lo que podemos hacer. Aunque estoy pensando hacer tortitas de arándanos, si a alguien le interesan —miró a Blair, quien a su vez miró a Jenna casi con interés.

—Adelante —rió ésta.

—¿Puedo pedir también café?

—Sabes que no. Zumo o leche.

La chica suspiró y pidió tortitas de arándanos con zumo de naranja.

—¿Quieres también beicon o salchichas? —preguntó Ruby.

Blair se estremeció.

—No como carne.

La mujer enarcó las cejas, pero no dijo nada. Miró a Jenna.

—¿Y tú, encanto? ¿Quieres también las tortitas de arándanos?

—No. Creo que me conformaré con un tazón de Special K y un pomelo partido por la mitad.

Ruby se echó a reír.

—Vaya, no me extraña que estés tan delgada, pero si eso es lo que quieres, ¿quién soy yo para criticarlo? Vale, enseguida viene...

—¡Oh, espere! —dijo Jenna—. Acabo de recordar que también tengo que llevarme el desayuno para el señor Logan.

—¿El señor Logan? ¿Cuál de ellos?

Jenna y Blair se miraron.

—¿Hay más de uno?

—Hay tres. Los tres hermanos. Aunque uno es el doctor Logan, no el señor Logan. ¿Para quién es el desayuno?

—Ah... Hank. El del motel Flecha Doble.

La mujer frunció el ceño y cruzó los brazos.

—¿Os hospedáis allí?

—Hemos alquilado una de las cabañas para un mes, sí.

—¿De dónde eres, querida?

—De Washington. ¿Por qué?

—¿Y vienes hasta aquí para quedarte en una de las cabañas de Hank Logan?

Jenna no supo qué decir.

—Mi tía es escritora —intervino Blair—. Está aquí investigando para su próximo libro.

Ruby miró a Jenna.

—¿Es eso cierto? ¿Escribes algo que yo conozca?

Jenna vio que varias cabezas miraban en su dirección y dijo su pseudónimo con miedo. A la dueña del café se le iluminó el rostro.

—¿Tú eres Jennifer Phillips, la de los libros de misterio de Stella Moon? Los he leído tantas veces que están destrozados. Eh, Jordy —gritó hacia el mostrador, donde un hombre negro y calvo atendía la plancha con una camiseta blanca y un delantal—. ¿Sabes quién está aquí? Jennifer Phillips, la escritora.

—¿En serio? —Jordy miró por encima del hombro, sirvió tortitas en media docena de platos, las complementó con salchichas o beicon y llamó a gritos a las dos camareras.

Se secó las manos en una toalla y se acercó a la mesa con una sonrisa amplia, que mostraba un diente de oro a juego con su pendiente de aro.

—Escribe usted muy buenos libros, señora Phillips. Nunca sé quién es el malo hasta el final.

Después de un minuto de conversación, Ruby y él volvieron a la cocina, pero no antes de que otras cinco o seis personas se acercaran a la mesa para felicitarla, preguntarle si le importaría firmar sus libros o darle ideas para su próximo libro.

Jenna comprobó sorprendida que el pánico que siempre hacía que le sudaran las manos y se le cerrara el estómago en esos momentos no llegó a producirse. No sabía por qué, como no fuera porque, curiosamente, aquellas personas no le parecían extraños.