Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
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28001 Madrid
© 2004 Karen Templeton-Berger
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La apuesta de su vida, n.º 15 - mayo 2018
Título original: Staking His Claim
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-9188-578-8
Nada de eso había sido elección suya. Ni el coche, un maltrecho GTO negro con el parachoques delantero pintado de naranja, ni el viaje, pues tenía un montón de casos pendientes y poco tiempo para desplazarse a Oklahoma, ni el motivo del viaje.
Aunque aquello no era cierto del todo. Tal vez ella no había elegido el resultado, pero sí había tenido algo que ver con los acontecimientos que habían llevado hasta él.
¡Tanto decir que había que vivir el momento!
Dawn Gardner paró frente a la granja de dos pisos pintada todavía, como siempre, de marrón canela con bordes blancos y verde oscuro. Con un césped reseco por el calor de principios de septiembre, con las mismas rosas de siempre. Los chopos se movían suavemente en la brisa, como cansados por el esfuerzo de dar sombra a la casa durante todo el verano, pero sus susurros perezosos no podían competir con el canto de las cigarras. La mezcla de olores que invadía el aire húmedo... a caballo y heno recién cortado, el olor dulce de la fruta muy madura, asaltaban tanto su olfato sensible como su memoria y la hacían sentirse... desarraigada, como un alma en el limbo.
Un perro con mezcla de mastín, cuyo nombre había olvidado, se acercó al coche con un ladrido de desgana. Dawn sonrió y se agachó a acariciarlo. Mientras lo hacía, miró el porche de la casa y vio con los ojos de la memoria un niño y una niña sentados en él, como cientos de veces antes. El niño tendría seis o siete años, era mucho más joven que sus dos hermanos mayores, que estaban ya en el instituto, y en sus rasgos se adivinaba ya el hombre atractivo que llegaría a ser, de ojos verdes como la hierba nueva y cabello rubio espeso y rebelde. Un poco mimado, tal vez, ya que era el pequeño, pero nada llorón.
La niña tenía la misma edad y un pelo rojizo largo que su madre se negaba a cortar. Mientras las dos madres charlaban en la cocina, ella acompañaba al niño a hacer sus tareas en la granja, en su mayor parte dar de comer a los animales: cerdos, cabras, gallinas, conejos, caballos. Y como eran muy pequeños para acercarse solos a los animales grandes, a veces los acompañaba el padre de él, un hombre alto, de pelo canoso, ojos oscuros y sonrisa fácil que siempre llevaba caramelos en los bolsillos y llamaba «jovencita» a la niña, pero no como suele llamarlo la gente cuando haces algo malo.
A veces ella envidiaba al niño por aquel padre, aunque nunca lo dio a entender.
El oído interior de Dawn captaba todavía fragmentos de una conversación que no sabía que recordara.
—Puede que Ryan y Hank no quieran quedarse aquí, pero yo no me iré nunca —decía el niño.
Y ya a aquella edad, a ella le parecía extraño que no quisiera ver lo que había en el mundo y se lo decía así. Su madre la había llevado a Tulsa una vez cuando tenía cinco años y sólo podía pensar en volver algún día. Pero su madre estaba muy ocupada ayudando a tener niños a las mujeres y no podía permitirse irse mucho de allí por si alguno de los bebés decidía llegar mientras estaba fuera.
El niño se encogía de hombros y mordía un trozo de manzana, arrancada de uno de los árboles del huerto.
—¿Qué quieres hacer ahora? ¿Jugar con los camiones?
—Los camiones son aburridos.
—No tanto como las muñecas.
—Pero yo no juego con muñecas.
El niño la miraba raro.
—Pero eres una chica.
—¿Y qué? No por eso tengo que jugar con muñecas. Además, eso es machista.
El niño tiraba al jardín la manzana a medio comer.
—Eres muy rara, ¿sabes? ¿Y por qué no juegas con muñecas?
—No lo sé. A lo mejor porque veo muchos bebés y niños pequeños cuando mamá me lleva con ella a su trabajo. Los bebés lloran mucho y ensucian los pañales.
No era justo que tuviera que levantarse en mitad de la noche para irse con su madre cuando una de las mujeres tenía un niño.
—Podemos leer.
—Leer es aburrido —declaraba el niño—. Tengo un rompecabezas nuevo. ¿Quieres hacerlo?
—No me gusta hacerlos contigo, nunca los haces bien.
El niño se quedaba un momento pensativo.
—Podemos ir a cavar en el jardín, si quieres.
—Hace mucho calor.
—¿Dawn? ¿Qué haces aquí?
La joven se sobresaltó y sus recuerdos se desperdigaron como las cucarachas en su apartamento cuando encendía la luz en mitad de la noche. La embargó el pánico y se le formó un nudo en el estómago. Cal Logan se acercaba al coche rodeado de perros de todas las razas y tamaños, con una expresión preocupada en el rostro. La brisa movía el mismo pelo rebelde de siempre, ahora más oscuro que en la infancia.
A Dawn no le parecía justo.
Toda su vida Cal había sido sólo Cal. En su mayor parte. También había habido algún retazo de fantasía de vez en cuando, ¿pero qué otra cosa se podía hacer en aquel pueblo excepto soñar? Su único encuentro sexual había sido una aberración, un desvío momentáneo del camino de la razón. Ella lo sabía, él lo sabía y lo habían hablado como adultos racionales a la mañana siguiente. Y su inesperado estado actual no alteraba aquella aberración.
Excepto porque al mirar ahora aquel cuerpo que ya no era un misterio, cubierto por los vaqueros y la camisa de trabajo, se dijo que era una tonta. ¿Cómo narices había podido pensar que le sería fácil olvidar lo bueno que era aquel hombre en la cama?
¿Que no se le haría la boca agua cuando lo viera?
Pero el agua en la boca no cambiaba nada. Un minuto habían sido viejos amigos, aunque algo distanciados, y al siguiente habían sido amantes. Por desgracia, en medio había un agujero que jamás podrían llenar.
Excepto por el niño que habían hecho y que, en cierto modo, tendría que crear un puente permanente sobre aquel agujero.
Cal se acercó y Dawn tragó saliva, hasta que se dio cuenta de que él parecía más interesado por el coche que por ella. Y no pudo decidir si se sentía aliviada u ofendida.
—¿Éste es el viejo GTO de Scooter Johnson?
—Ajá.
Cal soltó una risita. Con motivo. La madre de Dawn había aceptado el horrible vehículo como pago por ayudar a nacer al segundo hijo de Johnson, pero Scooter se había llevado la mejor parte del trato.
—Es feo hasta contigo al lado —sonrió él.
Pero su buen humor lo abandonó en cuanto volvió a mirarla. No era ningún tonto. La miró esperanzado.
—¿Por qué has venido?
Los perros los rodeaban, jadeando y retorciéndose; trinaban los pájaros, las hojas verdes bailaban contra el cielo azul en un lugar tan apartado de la vida que ella se había hecho como la luna. Y Dawn, que todavía no sabía qué pensar de aquello, respiró hondo y preguntó:
—¿Recuerdas el condón que se rompió?
Y se le doblaron las rodillas.
Cal maldecía en su interior mientras llevaba a Dawn a la sala de estar con la falda larga de ella pegándose a él como si fuera de plástico y su blusa blanca oliendo a flores. La depositó con torpeza en el viejo sofá de cuero marrón que había ocupado el centro del suelo de madera desde que él podía recordar. Ethel, el ama de llaves de toda la vida, llegó desde la cocina con un vaso de agua temblándole en la delgada mano.
—Lo he visto todo desde la ventana. ¿Está enferma? ¡Oh! Ya se recupera.
Cal miraba a Dawn abrir los ojos como si viera un programa de televisión, como si aquello no fuera con él. Cuando pasó un mes sin que tuviera noticias de ella, pensó que habían tenido suerte. No porque la idea de tener niños con Dawn Gardner no se le hubiera pasado por la cabeza más de una vez en la última década, sino porque no creía que la fantasía fuera recíproca.
—Toma, querida —Ethel le ofreció el agua y se sentó en el borde del sofá a su lado—. Bebe esto.
Dawn obedeció y la trenza que le llegaba hasta la cintura cayó sobre su hombro cuando intentó sentarse para agarrar el vaso. Siempre era aconsejable hacer lo que decía Ethel.
—Tienes muy mal aspecto —dijo la mujer—. ¿Te ha afectado el calor?
Dawn miró a Cal y sonrió a Ethel.
—Debe de ser eso.
El ama de llaves se cruzó de brazos y Cal se preguntó si no tendría algo que hacer en la cocina, pues no estaba dispuesto a comentar aquel tema privado con nadie hasta que hubiera tenido tiempo de asimilarlo.
Ethel lo miró de hito en hito, pero acabó por levantarse y volver a la cocina. El silencio que dejó tras de sí era tan pesado que Cal casi esperaba que temblara la estancia.
Dawn dejó el vaso en la mesa y tocó el mantelito de encaje que la cubría, amarillo ya por el tiempo.
—No puedo creer que siga aquí —miró con el ceño fruncido la colección de muebles antiguos, las gastadas alfombras orientales falsas y la mesa colocada cerca de la ventana con un puzzle a medio hacer—. Increíble. Todo está igual que cuando éramos niños, hasta el piano —señaló el piano de cola que ocupaba un extremo de la sala.
Cal cruzó los brazos a la altura del pecho.
—Me gusta así.
Ella lo miró con esa expresión levemente compasiva que asumen las mujeres cuando se enfrentan a un tema de decoración, y suspiró.
—Lo siento. No pretendía asustarte presentándome así de pronto.
Cal la miró preocupado. Estaba muy pálida, muy delgada, sin maquillaje, con mechones de pelo colgando sueltos como serpientes mareadas en torno a su cara. Y sin embargo, incluso inmóvil parecía vibrar con la misma energía nerviosa que había hecho que la viera distinta al resto de la gente desde que eran niños.
—No te preocupes. ¿Te sientes mejor?
—¿Mejor que muerta? Sí, supongo que sí.
Cal sabía que tenían que hablar, pero no sabía qué decir. Ni qué pensar. Era la primera vez que le fallaba un condón y no le parecía justo que hubiera ocurrido en el preciso momento en que un óvulo andaba suelto por ahí.
Lo embargó el pánico.
Miró al exterior, hacia el granero y los pastos de más allá. Hacia la parte de su vida que seguía siendo igual que diez minutos atrás. Era egoísta, sí, pero en ese momento necesitaba estar en un lugar donde sintiera que sabía lo que hacía. Miró los ojos interrogantes de Dawn.
—Supongo que no te apetecerá dar un paseo —dijo—. Sólo hasta los pastos.
La joven tomó otro sorbo de agua, asintió con la cabeza y se puso en pie; la falda multicolor flotaba en torno a sus tobillos cuando siguió a Cal al exterior. Los perros los rodearon con la lengua fuera y moviendo la cola. Dawn les habló con suavidad, con una voz que no había perdido del todo el acento de Oklahoma a pesar del tiempo que llevaba fuera.
Cal notó que su pelo parecía una llamarada ardiente.
Y a él le ocurría lo mismo.
No tenía sentido negar ni el recuerdo de su encuentro dos meses atrás ni la reacción de su cuerpo ante ella. Sabía que Dawn siempre se había sentido incómoda con su cuerpo, que creía tener las piernas muy largas y los pechos muy grandes para su armazón. Y por eso esa noche había procurado demostrarle de todos los modos posibles que él la encontraba perfecta.
—¿Cal? Espera un segundo.
Se volvió. Ella se apoyaba en el tronco de un chopo y se cubría la nariz y la boca con las manos.
—El olor —murmuró—. Todo huele... más fuerte ahora —explicó.
—¡Oh! ¿Quieres volver?
Dawn negó con la cabeza, se apartó del árbol y sonrió.
—No. Ya estoy mejor. Vamos.
Aunque tenía aspecto de ir a vomitar en cualquier momento.
En los pastos estaban todas las yeguas, la mayoría preñadas, y los diez potros que Cal esperaba vender todavía antes de que llegara el invierno; estaban en grupos sociales de dos y tres, como las personas en una barbacoa. Cindy, una yegua baya, preñada por novena vez, se acercó como siempre a la valla a pedir algo. A la luz del atardecer, el pelo de la yegua y el de Dawn tenían casi el mismo color.
Cal le acarició el cuello brillante y rió cuando ella le mordisqueó el cabello. La yegua relinchó y asintió con la cabeza delante de Dawn.
—Cindy, te presento a Dawn. Ella también va a tener un bebé.
Cindy pasó la gran cabeza por la valla en busca de afecto. Dawn fue lo bastante lista para no rechazar la oferta. Introdujo una mano en la crin del animal y acarició su cuello con la otra, con cara de querer hundirse en la calma de la yegua y no salir nunca. Uno de los gatos del granero se frotó contra su pierna.
—Es preciosa —dijo Dawn de la yegua—. Todos lo son. ¿Tienes muchos?
—¿Permanentes? Quince yeguas y un alazán que dejé como semental. Y los jóvenes. Todas las yeguas son antiguas ganadoras de premios o hijas de ganadoras. Buenas oyentes y muy tranquilas. Y tienen potros muy guapos.
—¿Y te va bien? —preguntó ella con tono de preocupación—. No debe de ser fácil conseguir que funcione algo así.
—No te voy a mentir y decir que lo es. Y menos con lo que han caído los precios de los potros los dos últimos años. Pero el dinero que me pagan por usar a Twister de semental me mantiene a flote. De hecho, casi he terminado de comprar la parte de mis hermanos. El año que viene por estas fechas será todo mío.
La vio observar el granero nuevo, que había sustituido a los edificios viejos de antes.
—Has encontrado tu lugar en la vida, ¿eh? —dijo ella.
—Supongo que sí —repuso él—. Trabajar con caballos tiene algo de básico y sincero. Tú los tratas bien y ellos te devuelven el favor y hacen lo que pueden por ti. Me levanto por la mañana y, aunque tenga mucho trabajo o esté preocupado por alguna de las yeguas, espero el día con impaciencia. ¿Cuánta gente puede decir lo mismo?... ¿Dawn? ¿Estás bien?
Ella bajó la frente al morro de la yegua.
—Lo siento —murmuró.
—¿Por qué?
Dawn lo miró con pena.
—No por estar embarazada, ¿verdad? —preguntó él.
—Tal vez. No dejo de pensar que debería disculparme por algo. Por haberme metido en la cama contigo, por ejemplo.
—Eh. Si no recuerdo mal, fue una decisión mutua. Y yo no me arrepiento —ella lo miró—. Ni siquiera ahora.
—Pero fue una estupidez.
—¿Eso es lo que piensas?
—Sí.
—Pues estás loca. Que ninguno de los dos esperara nada más que una noche no significa que fuera una estupidez. Ni que no tuviera sentido.
Apoyó los brazos en la valla e intentó vencer su irritación. Intentó también comprenderla. Cindy, que se dio cuenta de que ya no era el centro de la conversación, se largo moviendo la cola.
—De acuerdo, ha pasado algo con lo que no contábamos y supongo que voy a estar en shock un período de tiempo, pero eso no significa que haya que lamentar nada. Y si quieres echar la culpa a alguien, no fuiste tú la que olvidó mirar la fecha de caducidad de los condones.
La joven sonrió con tristeza.
—¿Debería sentirme halagada de que hubiera pasado tanto tiempo?
Cal vaciló.
—A decir verdad... me equivoqué de caja. Saqué uno de la caja que tenía que haber tirado cuando compré la nueva el mes pasado.
—Eso te lo podías haber callado.
—Pensaba que a las mujeres les gusta que los hombres sean sinceros con ellas.
—No hasta ese punto.
Cal la miró. Estaba apoyada en la valla igual que él, pero en ella todo estaba tenso: la boca apretada, las manos unidas, los hombros que subían y bajaban al ritmo de su respiración superficial y apresurada...
Miró los pastos y lo que había sido su vida durante más de diez años. Levantar aquello le había dado algo en lo que centrarse cuando murieron sus padres, algo que sabía le podía dar satisfacción y placer cuando su vida personal no iba bien. Por una parte sabía que no necesitaba ahora esa complicación repentina, pero al mismo tiempo sentía una excitación extraña al pensar que lo único que hasta el momento no había conseguido tener... la promesa de una familia... podía estar al alcance de su mano.
Miró el perfil de Dawn, su expresión decidida. Mejor dicho, la promesa de parte de una familia; intuía que donde él veía esperanza, ella veía catástrofe. Lo que él consideraba una oportunidad, era para ella una cárcel.
Y sus miedos tenían la virtud de despertar los de él.
—¿Por qué has esperado tanto para decírmelo? —preguntó con suavidad.
—No quería creérmelo —ella respiró con fuerza—. Había tenido un resfriado muy malo y pensé que eso podía haberme alterado el ciclo —soltó una risita sin humor—. No quería creerlo —repitió.
El sol se acercaba cada vez más al horizonte mientras ellos seguían allí, sin mirarse ni hablar. Uno de los perros se sentó a rascarse y un par de yeguas decidieron jugar al pilla-pilla levantando nubes de polvo con los cascos. Cal seguía pensando que tenía que decir algo, ofrecer algún tipo de solución, pero casi podía oír el viento silbando en la cavidad hueca donde antes estaba su cerebro.
—Supongo que estás segura.
—Sí, claro. Y sí, voy a tenerlo —suspiró—. Pero nunca había pensando en tener un niño. Y menos sola. ¿Cómo sé si voy a ser una buena madre? Puede que sea un desastre.
Cal la agarró por los hombros.
—Deja de hablar así. Serás una madre maravillosa. Puede que no una madre normal, pero sí muy buena.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Porque te conozco. O por lo menos te conocía. Y la Dawn que yo recuerdo nunca hacía las cosas a medias —sus pulgares empezaron a acariciarle los hombros por puro reflejo—. Y me sorprendería mucho que hubieras cambiado.
—Sí, bueno, criar a un hijo no es igual que aprobar un curso o ganar un caso. Que, por cierto, no siempre los gano.
—Pero... pero tú estuviste a punto de casarte.
—Sí —suspiró ella—. Pero a Andrew no lo entusiasmaba la idea de tener niños y yo tenía mis ambivalencias.
—¿Y sabes por qué?
Ella se encogió de hombros.
—Quizá porque trabajo mucho con niños —explicó—. Hago trabajos voluntarios en nombre del bufete y veo chicos a los que han maltratado.
Y su expresión... bueno, te parten el corazón. Desean confiar a toda costa, pero tienen mucho miedo.
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Todo el mundo dice que no te mezcles mucho, que no dejes que te afecte personalmente. Pero yo me hice abogada para intentar cambiar algo, por cursi que suene —sonrió con tristeza—. Pero tener un niño propio... nunca he pensado que me realizaría ser madre y ahora estoy embarazada, confusa, con náuseas la mitad del día y asustada. Es todo lo que sé. Eso y que tenía que decírtelo. Nada más.
Sus ojos se encontraron un momento. Luego ella fue hacia su coche; Cal estaba tan confuso que no supo lo que lo impulsó a gritar:
—Podemos casarnos.
Ella se volvió con la boca abierta. Se echó a reír.
—No es ninguna tontería —murmuró él, acercándose.
Dawn se cruzó de brazos y lo miró compasiva.
—¿Puedo saber a quién votaste en las últimas elecciones?
Él se lo dijo y ella volvió a reírse. La puerta del coche crujió al abrirse.
—No sobreviviríamos ni a la próxima campaña electoral. Además, aunque yo quisiera quedarme aquí, tú sabes tan bien como yo que los matrimonios forzados casi nunca funcionan.
Cal no podía discutir aquello. De las tres parejas que habían ido al instituto con ellos y habían «tenido» que casarse, sólo una seguían juntos.
—Espera —sujetó la puerta para que no se cerrara—. ¿Qué es eso de que no te quedas?
Dawn enarcó las cejas.
—Supongo que no pensarás que voy a volver aquí sólo porque estoy embarazada.
—Yo no pienso nada. Pero tampoco habría esperado que me dieras una noticia así y te largaras.
—Me quedaré hasta el final de la semana.
—Ah, bueno. Eso es distinto.
—¡Maldita sea, Cal! —hizo un gesto de impaciencia—. Sé que tu vida está aquí, pero la mía no. Hace mucho tiempo que no. He invertido demasiado en mi carrera y mi madre ha sacrificado demasiado para ayudarme a llegar donde estoy para dejarlo ahora todo porque voy... vamos... a tener un bebé.
Cal se sentía cada vez más confuso. Sí, siempre había aceptado que Dawn no podía ser feliz en Haven. Y sin embargo, sabía que si no podía ver crecer a ese niño día a día, minuto a minuto, se moriría.
—Y si tú crees que me voy a conformar con ser padre por e-mail, estás más loca de lo que pensaba —declaró—. Puedes ser abogada en cualquier parte. Aquí también.
—Sí, claro. Como si pudiera sobrevivir más de un abogado en un pueblo de novecientos habitantes.
—Eh, ahora somos novecientos nueve. Y además, creo que Sherman Mosley está pensando jubilarse. El infarto que tuvo el año pasado le metió miedo y puede que...
—¿Y qué trabajo haría yo aquí? ¿Ayudar a la gente a escribir su testamento? ¿Preparar contratos? Yo no soy Ally McBeal. No me paso el día con casos frívolos y la noche tomando copas en un bar.
—Ya imagino que no.
—¿Y por qué no comprendes que necesito estar en un lugar donde pueda cambiar la vida de la gente? Los niños de los que te he hablado me necesitan. Y si llego a convertirme en socia del bufete, puedo ayudarlos aún más.
—En otras palabras, los problemas de los pueblos no importan.
—Yo no he dicho eso. Pero... ¿cómo puedo hacerte comprender esto sin parecer estirada? Aquí me sentiría asfixiada e inútil. ¿No puedes entenderlo?
Cal golpeó el techo del coche con la mano abierta.
—¿Y cómo narices vamos a educar a un hijo juntos si no vivimos en el mismo sitio?
—No lo sé. Pero yo no puedo renunciar a mi vida sin más.
—En otras palabras, tu trabajo es más importante que tu hijo.
—¡No! —ella lo miró angustiada—. No te imaginas cuánto quiero ya a este niño. Y estoy dispuesta a dedicarle todo lo que haga falta, ¿pero tan malo es que no quiera perderme a mí misma en el proceso?
Cal la miró a los ojos.
—¿Tan malo es que yo quiera formar parte de la vida de mi hijo?
—Claro que no, pero...
—Un niño no debería crecer sin su padre, Dawn. Y yo pensaba que tú serías la última persona que quisiera que a su hijo le pasara eso.
El rostro de ella se puso tenso. Levantó las manos y movió la cabeza.
—Lo siento. Estoy muy cansada para hablar de esto ahora —subió al coche—. ¿Mañana, tal vez?
Cal apartó la mano del techo del vehículo.
—¿Piensas cambiar de idea esta noche?
Dawn negó con la cabeza.
—Yo tampoco. Así que yo diría que estamos en un punto muerto, ¿no crees?
La observó alejarse y se preguntó si habría servido de algo confesarle que tenía tanto miedo como ella.
O tal vez más.
Cuando volvió a la casa después de atender a los caballos, lo único que podía hacer era pasear de una estancia a otra. Actividad que acabó poniendo nerviosa a Ethel, que hacía ganchillo en la sala de estar mientras veía la tele.
—¡Por el amor de Dios, muchacho! O te sientas y hablas conmigo o te vas a otra parte. Y ya he adivinado que está embarazada, así que no lo hagas por eso.
Cal miró el pelo rizado y canoso de la mujer.
—¿Cómo lo has sabido?
Porque es verdad lo que dicen de que las mujeres embarazadas resplandecen. Aunque el resplandor de ella parezca más bien obra de residuos radiactivos. Además, ¿por qué otra razón iba a venir aquí?
Cal suspiró. Ethel chasqueó la lengua, dejó su labor de color rosa en el regazo y lo miró por encima de sus gafas de vista cansada con la misma preocupación que si hubiera sido su madre, lo cual, teniendo en cuenta que había ocupado ese lugar en su vida desde que él tenía nueve años, no resultaba nada sorprendente.
—¿Por qué no vas a ver a tu hermano?
—¿A cuál?
—¿Importa eso?
Aquello casi arrancó una sonrisa a Cal.
—¿Y de qué serviría?
—¿Aparte de para hacerte salir de aquí? No tengo ni idea —volvió a tomar su labor—. Pero para eso están los hermanos mayores, para hablar con ellos. Ahora que los dos han aprendido por fin algo sobre las mujeres, quizá no les importe compartir su sabiduría. Además, no tardarán en saber la verdad, así que da igual que se lo digas ya.
Quizá tuviera razón en eso. Y como él carecía de una idea mejor, supuso que no tenía nada que perder.
—No me esperes levantada —dijo.
—No tengo la menor intención —repuso ella.
Pasó primero por casa de Ryan, pero Maddie, su esposa, le dijo que estaba de guardia en la clínica hasta las diez, así que optó por ir a ver a Hank.