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Índice

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Epílogo

Agradecimientos

Contenido extra

1

Remi

Era una mierda de noche, simple y llanamente.

Por desgracia, debía haber sido la de mi luna de miel.

Suspiré hondo y miré a mi alrededor: me encontraba en Masquerade, un club nocturno de Londres donde la tenue iluminación conseguía que la atmósfera resultara íntima, y donde todos los presentes llevaban máscaras de dominó negras, unas más elaboradas y otras más sencillas, para ocultar su identidad. Algunos, los más frikis, incluso llevaban ropajes medievales con capas largas y sueltas.

Yo no era de esas. Me había ataviado de forma más moderna, con un sensual vestido azul muy corto y unos stilettos de diez centímetros, lo que hacía que mi altura llegara casi al metro ochenta. Sí, soy la valkiria enmascarada, la del vestido azul, la más alta de todas las chicas presentes, y también más alta que algunos chicos.

Me mordí el labio inferior mientras miraba a mi alrededor. Mis ojos saltaban aleatoriamente de un rostro a otro en aquel ambiente lleno de humo. Me sentía muy sola, lo que no era de extrañar, ya que mi novio se había esfumado.

Me había abandonado.

De acuerdo, Hartford Wilcox, también conocido como «el señor ejemplar gilipollas» de la universidad de Whitman, en Carolina del Norte, me había abandonado dos semanas antes del día de la boda, mientras cenábamos en nuestro restaurante italiano favorito, Mario’s.

Éramos historia, como los teléfonos de prepago y los vaqueros de cintura alta.

Él cumplía todos los puntos de mi lista del hombre perfecto, salvo por lo rápido que se corría y por tener el pecho demasiado velludo, pero había pasado por alto esos puntos porque creía que las relaciones sexuales lentas, apasionadas y alucinantes no eran para tanto.

En serio.

Había tenido ese tipo de sexo hacía tiempo, muchísimo tiempo.

Y ese tipo de pasión puede abrirte en canal y arrancarte el corazón del pecho.

No quería volver a encontrarme nunca con ese tipo de amor lujuria.

Mi mejor amiga, Lulu, que me había acompañado a Londres en el último minuto, me dio golpecitos con el dedo mientras nos sentábamos delante de la sólida barra de madera del club.

—Eo… Tierra llamando a Remi… Haz desaparecer esa mirada vidriosa de tus ojos y pide ya una copa. Tengo sed.

«Alcohol».

Asentí. No era plan de perder el tiempo.

—¡Joder! Aquí los hombres están más calientes que un soplete —agregó con su cadencioso acento sureño. Se ahuecó el pelo rosa, que llevaba cortado como un paje, y se alisó el tutú negro.

Era evidente que estaba «a la caza del hombre modo on», como debería estar yo.

Asentí a medias mientras estudiaba las botellas que había detrás de la barra.

—Quiero tequila —dije.

Se volvió hacia mí con expresión de horror.

—¿Qué? Ya sabes lo que te pasa cuando bebes esa mierda. O te comes una tonelada de tacos y vomitas o te lías con un bastardo arrogante con un buen culo.

Hice una mueca. El velludo Hartford tenía un trasero impresionante del que, probablemente, estaba beneficiándose alguna universitaria afortunada.

Se me escapó la risita. Una de esas risas «estoy hecha polvo, pero quiero fingir que todo va bien» que había estado soltando durante los últimos días. Porque las dos últimas semanas había oscilado entre una ser una plañidera y una mujer cabreada, tan cabreada que «¡joder!» era la única palabra que me parecía apropiada para todas las situaciones. Al ir a correos a enviar las tarjetas de anulación de la boda «Me ha dejado, pero gracias de todas formas», ¡joder! Al ir al salón donde íbamos a celebrar la boda y no recuperar la fianza de diez mil dólares, ¡joder! ¡Joder! Al darme cuenta de que me había quedado sin casa para el semestre de otoño, que comenzaría dentro de dos semanas, ¡joder!

Por supuesto, mi madre decía que todo era culpa mía.

Bajé la vista y me di cuenta de que había vuelto a caer en el viejo hábito de hacer girar el brazalete de diamantes que me rodeaba la muñeca como si estos fueran cuentas del rosario.

«Tienes que seguir adelante, Remi».

El camarero se acercó a nosotras; era un hombre alto y delgado con barba y el brazo lleno de tatuajes de rosas. Se presentó como Mike antes de preguntarnos qué queríamos tomar. Lulu pidió, como era habitual, un martini de manzana.

Yo, una botella de Silver Patrón. «Olvido, allá voy».

—Va a ser tu muerte —murmuró Lulu mientras me bebía el primer chupito y lamía la lima que Mike me había dado. Me estremecí mientras tragaba, frunciendo la cara ante aquel sabor ácido.

—¿A qué sabe? —me preguntó mi amiga, mirándome.

—A mala decisión —repuse, limpiándome la boca con una servilleta—. Pero me lleva a donde quiero. Dame quince minutos y hasta me pondré a bailar.

Ella soltó un sonido que fue mitad risa mitad resoplido.

—Mentirosa…

Ya. Al bailar parecía un pez boqueando fuera del agua.

Bebí otro trago mientras se acercaban dos chicos y se ponían a hablar con Lulu. Apenas los miré. Lulu casi se desmayó cuando nos pidieron que bailáramos con ellos.

—Venga, Remi, vamos a divertirnos —me suplicó Lulu mientras miraba con nostalgia la pista de baile antes de volver a clavar los ojos en mí. Los chicos ya estaban allí, haciéndonos gestos para que nos uniéramos a ellos.

—Dentro de un segundo estaré con vosotros. —Seguramente no iría.

Ella hizo un mohín.

—Estás mintiendo.

—Sí. Pero no te preocupes por mí. —Dejé a un lado el mal humor para señalar la botella de tequila—. Además, este chico y yo tenemos una cita.

Me lanzó una sonrisa triste.

—Vale. Eso sí, si te gusta algún chico, ve a por él. No quiero que te quedes toda la noche en este taburete pensando en el peludo Hartford. Ya sabes lo que dicen: «un clavo saca otro clavo».

Después de que se fuera, jugueteé con el brazalete mientras reflexionaba para mis adentros. Gruñí por lo bajo al recordar que Hartford me había jurado que me amaría para siempre y había roto conmigo delante de un plato de lasaña. Bloqueé ese pensamiento intentando que mi mente se desviara hacia recuerdos mejores. Pensé en su amabilidad y en su carácter pacífico, en su facilidad para anticiparse a todas mis necesidades, su buena planta típicamente americana…

«¡Oh, por el amor de Dios, Remi, ya basta de mierda sentimentaloide!», me grité.

Lulu tenía razón. Necesitaba un hombre, alguien que fuera diametralmente opuesto a Hartford…

Me quedé boquiabierta al ver el hermoso ejemplar masculino que pasaba junto a mí, y por «hermoso» me refiero a un tipo tremendamente sexy con la constitución de un muro de ladrillos.

Apreté los labios con fuerza y me ajusté la máscara de terciopelo, a pesar de que las molestas plumas que la adornaban se me pegaban al lápiz de labios rojo. Me volví un poco para comprobar que era tan atractivo como me había parecido. Se sentó en un taburete, a mi lado; alto y ancho, con hombros musculosos y una figura recia.

Me vino a la mente Whatta Man, de Salt-N-Pepa.

Me miré en el espejo de detrás de la barra para revisar mi aspecto, mientras analizaba mentalmente las posibilidades de que una chica del montón como yo se ligara a un macizo como él.

Aunque nadie me habría considerado un bombón, tenía dos —bueno, más bien tres— cosas a mi favor para que los chicos se fijaran en mí. Una melena de color dorado casi cobrizo que me llegaba por los hombros, unos voluptuosos «morritos», como los describía Lulu, y, por último, el pequeño espacio entre los dientes delanteros, los cuales, de no existir ese hueco, tendría perfectos. Lulu afirmaba que ese hueco me daba un aspecto exótico, como a Madonna o a Sookie Stackhouse, la protagonista de True Blood. Y siendo fan de esa serie como era, me llegaba con eso.

El chico volvió la cabeza hacia mí.

Luego, con rapidez, miró hacia otro lado.

«¡Joder!». Acababa de desperdiciar una buena ocasión para captar su atención.

Se movió en el taburete, inclinándose más hacia mí. El olor de su colonia flotaba en el aire: un caro deje a whisky y almizcle, que se combinaban para crear un aroma embriagador y algo peligroso. Aquella fragancia despertó en mí un recuerdo lejano que me puso la piel de gallina.

«Conozco ese perfume…».

Pero lo que mi nariz reconocía no conectaba con mi cerebro.

Con la mayor sutileza que pude, estudié su perfil de arriba abajo. Al igual que yo, llevaba una máscara negra, y, aunque la suya era más masculina, no ocultaba una mandíbula cincelada de estrella de cine. Poseía unos labios carnales de aspecto delicioso, el de abajo más grueso que el de arriba y con una hendidura en el medio; mientras lo observaba, se lo lamió con la lengua y se lo mordisqueó como si estuviera sumido en sus pensamientos. Se pasó una mano por el cabello oscuro, largo y despeinado, y mantuvo los dedos enterrados en el pelo durante unos segundos, aunque luego se lo soltó, lo que hizo que cayera de nuevo en su lugar con un atractivo desorden.

Perfección masculina hasta en el último pelo.

Aparté los ojos.

Había algo en él que me hacía sentir señales de advertencia en cada átomo de mi cuerpo.

«Peligro. Peligro. No lo toques. O serás aniquilada con un rifle M16 que apunta directo a tu corazón».

Pero no pensaba negarme el placer de admirar aquella camisa negra ceñida a un pecho musculoso que, sin duda, era producto de un gimnasio hasta bajar a un brazo que parecía capaz de romper una tabla en dos.

«Buenos bíceps, señor Macizo».

El punto fuerte era el tatuaje en forma de libélula que lucía en el brazo izquierdo, más grande que mi mano y de vívidos colores azules y naranjas. Tracé el contorno del diseño con la mirada, desde las alas transparentes a los ojos multifacéticos. El insecto estaba delimitado por una audaz línea negra que le daba un aire muy masculino.

«Una pasada».

Por supuesto, yo no tenía ningún tatuaje —mi madre me hubiera matado—, pero era uno de mis anhelos secretos. Mi parte más artística los admiraba en el resto de la gente, en especial cuando representaban a algo con alas. Seguramente porque era una chica a la que gustaban las aves y que algún día obtendría un doctorado en ornitología.

¿Me doctoraría en él esta noche?

«¡Sí! —dijo mi cuerpo—. Vete a por el señor Macizo, ¡hazlo tuyo!».

Sin duda resultaba ser el polo opuesto a Hartford, que era rubio y muy esbelto y no tenía tatuajes.

Me mordisqueé una uña.

«¿Y cómo le hago notar mi disponibilidad?».

En ese momento, una pelirroja con el pelo cardado a lo Farrah Fawcett se sentó en el taburete que él tenía del otro lado; refulgía como el cobre y llevaba una minifalda blanca ajustada que apenas le cubría las nalgas.

La miré mientras se pasaba el pelo por encima del hombro. Luego bajó un dedo por el brazo del macizo y empezó a hablar con él. Movió las largas pestañas postizas, que de alguna manera había conseguido que no se le quedaran pegadas con el rímel, e hinchó el pecho, levantando las bien desarrolladas tetas.

Capté lo que era aquel gesto al instante.

«El clásico ritual de apareamiento».

Incluso los flamencos estiran el cuello y se aproximan con pasos pequeños a la pareja que han elegido. Ella era como un ave con la cabeza roja avanzando bajo la luz de la luna en aguas poco profundas. Uno de los cortejos más geniales de la naturaleza.

«¿Por qué yo no logro hacerlo?».

Él se inclinó hacia ella y sonrió con picardía; el lenguaje corporal del macizo indicaba que se creía que era el tipo más sexy del club. Ella le susurró algo al oído, plantándole los pechos delante de la cara, pero él no le respondió lo que ella quería escuchar, porque unos segundos después se cruzó de brazos, me lanzó una mirada de desdén y se alejó.

La chica parpadeó.

«¿Qué le he hecho yo…?».

Luego, él se volvió hacia mí y me lanzó una sonrisa devastadora.

A mí.

El corazón me dio un vuelco en el pecho.

Joder… Habíamos hecho un contacto visual, a pesar de la claustrofóbica máscara.

«Pero espera un momento…».

Aquello era una locura.

Porque si ese tipo había rechazado a esa chica, no se iba a fijar en mí.

No era capaz recorrerle el brazo de forma insinuante con los dedos mientras me pasaba el pelo por encima del hombro con un movimiento sexy. Ni lograba que las tetas estuvieran a punto de salírseme del vestido.

Todo el mundo que me conocía era consciente de que yo no sabía ligar. Ni en un millón de años. Hartford solo me había invitado a salir porque me había tropezado con sus piernas cuando salía de estudiar de la biblioteca.

Ese recuerdo me hizo sentir un pinchazo en el corazón.

«¡Estúpida! ¡Estúpida! ¡Estúpida! Estúpida yo, estúpida noche y estúpidos todos los hombres. Olvídate del señor Macizo. Olvídate de Hartford. Olvídate de todo».

Di un golpe en la barra e intenté que alguien me llevara más lima.

Por fin, Mike, el barbudo tatuado, vio que movía la mano. Mantuve el brazo levantado para que me viera. Sonrió, realizó una señal de aprobación y, en cuanto terminó con la persona a la que estaba atendiendo, me trajo varios trozos de lima.

—Entonces… ¿eres americana? —me preguntó, inclinándose sobre el mostrador.

—Elemental… —Lo señalé haciendo un gesto con la barbilla—. ¿Británico?

—Elemental —repuso con una sonrisa.

Me sirvió otro chupito y me lo bebí de golpe; luego chupé la lima y dejé el vaso en la barra. Un chupito más y me estaría moviendo al ritmo de aquella alocada música techno, que ni siquiera me gustaba.

—Quizá no deberías beber más —murmuró Mike, que seguía revoloteando a mi alrededor.

—Si hubieras vivido las últimas semanas que he pasado yo, también querrías emborracharte.

Dejó pasar mis palabras sin responderme y se acarició la barba mientras me recorría con la vista el escote en V del vestido. Con intensidad. Luego buscó mis ojos.

—¿Cómo te llamas, cielo?

Entrecerré los ojos.

—¿Estás ligando conmigo? Que conste que, si lo estás haciendo, me parece bien.

—Por supuesto. Eres muy guapa. —Me recorrió los pechos con los ojos entornados. Otra vez.

Me reí. Me sentía liberada.

«Quizá mi ligue de esta noche está justo delante de mí».

—Cuando termines de ligar con la clientela, barman, me gustaría tomar algo —dijo el señor Macizo con un autoritario acento británico con el que exigía que se le escuchara, lo que hizo que Mike se alejara de mí para centrarse en él. Luego se escabulló para preparar su pedido.

Yo fruncí el ceño…

«Espera un minuto…».

Casi conocía aquel deje profundo con vocales suaves y redondas, el tipo de voz que daba ganas de saltar sobre él en la cama y montarlo como una cowgirl.

Al oírlo, me subió un escalofrío por la espalda, y una parte de mí quiso bajarse del taburete para escapar gritando. Aunque otra quería pasar los dedos por los labios del señor Macizo y pedirle que dijera algo más.

Como mi nombre…

Mi número de teléfono…

El monólogo de Romeo delante de la ventana de Julieta…

Me giré en el taburete y descubrí que los ojos del señor Macizo se habían clavado en mí una vez más, como si también él percibiera la extraña atracción que había entre nosotros.

«¡Qué raro…! ¿Qué me está pasando? ¿Por qué me está mirando?».

El corazón se me detuvo y luego se me aceleró. Se me puso la piel de gallina.

«¿Lo conozco?».

«¿Me conoce?».

De repente, algo hizo clic, y todo encajó en su lugar.

«¿Dax Blay?».

Contuve el aliento y me tragué la emoción que me subía por la espalda al pensar en él. Dax había sido mi gran error, la única vez que me había olvidado de las inhibiciones, que había dejado mis planes a un lado y me había dejado llevar por mis instintos —y mucho sexo— solo para que me lo recriminaran y me lo echaran en cara.

Pero el hombre que tenía al lado no era Dax. Gracias a Dios.

En primavera, en la fiesta de la fraternidad por el final del curso a la que había ido con Hartford, había visto a Dax; tenía el pelo más corto, como siempre, y no llevaba tatuajes. Sí. Claro que no era él.

Además, lo último que había sabido de él era que estaba en Raleigh, donde vivía su padre.

Y aun así…

Dax era británico…, así que podía tener familia aquí. ¿Era posible que se hubiera hecho un tatuaje?

Bah… Es decir, ¿cuántas posibilidades había de que los dos estuviéramos en el mismo club la misma noche a la misma hora, en un país donde no vivíamos ninguno de los dos?

«Venga, Remi, olvídate de ese falso Dax y céntrate en el barman; le gusta tu escote».

Decidida a recuperar la atención de Mike, que servía unas copas a otras personas, traté de bajarme el escote del vestido con la mano derecha —«¿Has visto esto, Mikey?»—, pero el corpiño de encaje se me enganchó en el brazalete durante el proceso y me dejó la muñeca inmovilizada como un trapo mojado colgando en un lugar inadecuado.

Moví el brazo.

Lo sacudí.

Noté que se me formaban unas gotas de sudor en la frente.

Contuve la respiración, retorcí la mano y tiré del brazalete, estirando el delicado material del corpiño hasta un límite peligroso.

«Joder… Mierda…», jadeé mientras me detenía para evaluar la situación.

Aunque quedaba ajustado a la piel y poseía un pronunciado escote, el vestido consistía en una tela elástica azul bordada con tiras de lentejuelas y una cremallera en el lateral. Formaba parte de mi ajuar para la luna de miel, un modelito de Tory Burch que costaba cuatrocientos dólares, la mayor cifra que había pagado en mi vida por un vestido de fiesta, y no quería estropearlo. Quizá tuviera que devolverlo para alquilarme un apartamento en Whitman.

Lulu…, necesitaba a Lulu… Era un genio cuando se trataba de resolver problemas con el vestuario.

Me giré sobre el taburete y usé la mano libre para hacerle una seña, pero ella estaba lanzada, bailando y pasándolo bien, completamente ajena a mí. Intenté llamar su atención con ambas manos, una en alto y la otra abajo. Varias personas me devolvieron el saludo con expresiones desconcertadas, pero Lulu no me vio.

«¡Maldita sea!».

Gemí y me desplomé en el asiento, a punto de gritar. ¿Y ahora qué? ¿Y si iba al cuarto de baño y lo arreglaba allí? Ese era un buen plan.

Pero el club comenzó a dar vueltas a mi alrededor en cuanto me puse en pie, las luces estroboscópicas me hicieron entrecerrar los ojos cuando aterrizaron sobre mi cara. Me tambaleé sobre los stilettos, decorados con animal print de leopardo y que Lulu había insistido en que me pusiera, y me agarré al taburete para mantener el equilibrio.

Respiré hondo, pero no lograba pensar con claridad. La sala giró, y, de repente, me sentí mareada.

«¿Por qué he bebido todo ese tequila? Y, ¡oh, Dios!, tengo la muñeca enganchada en la teta, lo que hace que mi brazo parezca el de un tiranosaurio rex».

—Oye, mi turno termina dentro de una hora más o menos, depende de la gente que haya. ¿Quieres que luego vayamos a tomar una copa?

¿Ehhh? Me había olvidado por completo del barman.

«Venga, Remi. Relájate. No pierdas la cabeza».

Me giré con cuidado para mirarlo, apoyando la barbilla en la mano que tenía atrapada, lo que me obligaba a inclinar la cabeza en un ángulo extraño.

Él frunció el ceño.

—¿Te encuentras bien? Estás un poco pálida.

—Er… ¿En serio? En realidad, no. Solo tengo que… Necesito ir antes al cuarto de baño. Estaré de vuelta enseguida. —Tratando de ir con cuidado, me agarré a la barra para mantener el equilibrio, pero con la mano izquierda, no con la derecha, que era la que usaba principalmente, por ser diestra. Eso hizo que perdiera el equilibrio, que tropezara y que se me torciera el tobillo. Solté un grito cuando perdí el zapato y salí disparada para quién sabe dónde, cayendo hacia delante, directamente sobre el regazo del señor Macizo.

2

Dax

Quince minutos antes

Entré con mi primo, Spider, en el club.

Esa noche tenía un objetivo: beber todo el alcohol que pudiera.

Llevaba ochenta y siete días, cinco horas y algunos minutos sin echar un polvo, lo que era muy raro para un chico guapo y carismático como yo que estaba acostumbrado a cambiar de chica como de chaqueta. Pero cuando mi hermano gemelo Declan me retó a ser célibe para tener las ideas claras, acepté su desafío.

Además, no era normal que un Blay rechazara un desafío. Me tenía pillado.

Pero además, antes de ir al club, había tenido que lidiar con mi padre, el señor Winston Blay, antiguo embajador de Estados Unidos que, tras dejar embarazada de gemelos a mi madre, una inglesa, se había casado con ella. Claro, que se había divorciado un año después.

Me había llamado desde su mansión, en Raleigh, para exigirme que hiciera un curso de posgrado después de graduarme en Whitman.

El curso no había empezado todavía, y él ya estaba dando por culo. Como siempre.

Le había dicho «ni de coña».

Como estudiante yo siempre había sido una gran decepción para él.

Pero este curso, este año, tenía que ir a por todas después de cinco años en la universidad y decidir qué iba a hacer después de graduarme, lo que significaba que no iba a seguir viviendo en la residencia de la fraternidad. Punto. Así que no tenía casa para el semestre de otoño.

Spider, que iba a ataviado con una cazadora de cuero negra y unos vaqueros pitillo, se ajustó la máscara sobre el pelo, de brillante color azul. Luego me dio un codazo, para recordarme que me pusiera la mía. Dada su afición a acabar en la cárcel por andar metido en peleas y consumir heroína, me había tocado ser su niñera en Londres hasta que su grupo, los Vital Rejects, se fuera de gira.

«¿Qué queréis que os diga? Sí, soy un primo estupendo…, y eso me ha dado la oportunidad de alejarme de Raleigh durante el verano».

Entramos en el club y nos acercamos a la barra, de más de quince metros de largo, que ocupaba la parte posterior de la sala y rodeaba la pista de baile, esta era tan grande que parecía contener cientos de cuerpos en diversos estados de abandono, producto de la embriaguez.

Spider sonrió mientras miraba a su alrededor. Adoraba usar máscaras porque así podía ocultar su verdadera identidad.

—¿Hacemos alguna apuesta esta noche? —preguntó, frotándose las manos.

—Colega, si quieres regalar a alguien tu pasta, no me importa que sea a mí.

Llevábamos todo el verano apostándonos minúsculas cantidades de dinero por las cosas más tontas.

¿Quién podía permanecer más tiempo debajo del agua helada de la ducha? Yo.

¿Quién era capaz de subirse a la barra y cantar I’m a little teapot? Yo.

Sí, eran cosas estúpidas, pero Spider necesitaba cualquier distracción que impidiera que se metiera en problemas.

—Tengo un buen presentimiento esta noche —comentó con una sonrisa.

Asentí.

—A ver. ¿Qué se te ha ocurrido?

Sus ojos castaños brillaron detrás de la máscara.

—¿Quién es capaz de echar antes un polvo en el cuarto de baño?

Hice una mueca.

—No.

Por lo general, no me importaría tener un rollito de una noche, incluso en el cuarto de baño, pero no me había sentido atraído por ninguna chica desde hacía mucho tiempo. Aunque, si encontraba a la mujer perfecta, abandonaría el celibato al instante.

—¿Estás seguro? Pero ¿no dices que eres el Rey del sexo? Mmm…

Arqueé una ceja.

—¿De verdad me estás lanzando el guante?

—Sí. Eres una nenaza y necesitas follar. No eres gay, ¿verdad? —Me miró de reojo—. Si te digo la verdad, estás bastante bueno, y con todos esos músculos…

Resoplé. Declan me había aconsejado que me mantuviera ocupado, así que me había pasado el verano haciendo ejercicio en el gimnasio más cercano, me había dejado el pelo más largo de lo normal y me había hecho un tatuaje. Spider tenía muchos; el más grande era una viuda negro en el cuello, y vérselo había hecho que me picara el gusanillo.

—No soy gay —afirmé.

—Pero tienes que reconocer que te gusta hidratarte y exfoliarte la piel. Además, usas todas esas mierdas para el pelo y la ropa. Oh…, y no nos olvidemos de que llevas bolso.

—Es una mochila.

—¡Eh! No te cabrees. —Me dio una palmada en la espalda—. Me encanta burlarme de ti. En serio, ¿qué coño te pasa?

—Nada, son gilipolleces. Quizá he puesto el baremo demasiado alto.

—Idiota… —Se rio entre dientes—. Venga, una apuesta. —Se golpeó las piernas con los dedos, clara señal de que estaba inquieto.

—A ver… —dije mientras observaba los cuerpos que se movían en la pista de baile. Luego me centré en la barra. Nada interesante… La misma música, las mismas chicas que veíamos cada vez que veníamos…

«Espera… un momento…».

Con la excepción de ella. La chica alta del vestido azul.

«Es preciosa».

Detuve la mirada sobre la pelirroja curvilínea con el pelo largo y brillante.

Estaba sentada en un taburete, con los brazos cruzados y una expresión airada. Irradiaba ira, con un toque sexy. Tenía los labios muy rojos, voluptuosos y en forma de corazón…

Mi conciencia envió un hormigueo a mi pie. Me palpitó la polla.

Pero no era mi tipo. Las prefería rubias, menudas y menos enfadadas. Si alguna vez me apartaba de ese estereotipo, acababa con el corazón hecho polvo.

«Acuérdate de Remi…».

Alejé aquel pensamiento sobre ella y lo encerré en donde bloqueaba las cosas que no sabía controlar: en lo más profundo de mi mente.

Solté el aire con fuerza. A estas alturas ya estaría casada con Hartford Wilcox, que además de idiota era un Omega, la fraternidad con la que peor nos llevábamos.

«Un montón de capullos».

Cuando yo estaba al mando de la fraternidad Tau, él lo estaba al frente de los Omega, y nuestras fraternidades eran enemigas acérrimas. Los Omega eran los gilipollas que se vestían como modelos de Ralph Lauren y jugaban al golf. Los Tau, por el contrario, estaban formados por los chicos malos, un grupo de cabrones que hacíamos lo que queríamos. Nos peleábamos para conseguir los mejores sitios del campus, y resultábamos vencedores la mayoría de las veces porque eso significaba que conseguíamos a las chicas más guapas de las «Hermanitas». No era raro que las peleas se desarrollaran en una mesa de mezclas o después de un tenso partido de fútbol americano.

Continué escudriñando el resto del club, pero no tardé demasiado en volver a mirar a la chica misteriosa. La examiné de arriba abajo. Su pelo brillaba bajo las luces estroboscópicas. Incluso con los brazos cruzados y aquella expresión beligerante era…, bueno, interesante.

Las ganas de quitarle la máscara hacían que me hormiguearan los dedos.

«¿De qué la conozco?».

No era probable que fuera alguien que hubiera conocido en mi infancia. Habían pasado ya doce años desde que no vivía en Londres. Consideré por un instante que pudiera ser una alumna de Whitman, pero me pareció muy poco probable, ya que Raleigh estaba al otro lado del océano.

Spider siguió la dirección de mis ojos.

—¿Esa no parece muy cabreada?

Me encogí de hombros al tiempo que me acercaba al bar.

—Quizá tenga problemas con los tíos.

—Seguramente sea más bien que odie a los hombres. Aunque tiene buenas tetas. Yo iría a por ella.

Puse los ojos en blanco.

—Quizá solo necesite una copa, como yo.

—Admítelo: te la tirarías —me presionó—. Te apetece, puedo verlo en tus ojos. Tiene algo que te gusta. ¿Quizá te vaya el sexo salvaje? Eso de atacarse y desgarrarse como animales en pleno coito tiene su aquel. —Apareció en su rostro una expresión melancólica.

Me reí. Mi primo era todo un personaje.

—Demasiada información para mí, colega.

Se encogió de hombros.

—Mmm… Quizá está buscando a alguien que la ayude a superarlo. Y ese podrías ser tú. —Movió la cabeza de arriba abajo de una forma que me decía que había tomado una firme decisión—. Por eso voy a apostar que no puedes conseguir que esa mujer tan cabreada se enamore de ti esta noche, y… —hizo una pausa—, para endulzar el reto, apuesto diez mil libras.

—¿Qué? —barboté—. Yo no soy una estrella del rock como tú.

—Tienes pasta.

Cierto. Cuando mi madre falleció, heredamos el dinero de su seguro de vida, por no hablar de que mi padre me había hecho un regalo anticipado por la graduación hacía unos meses.

Negué con la cabeza. Quizá fuera un tipo despreocupado, pero no estaba loco. Tenía que ahorrar hasta el último centavo si quería independizarme y no tener que recurrir a mi padre.

—Lo reservo para los malos tiempos.

Que llegarían dentro de dos semanas, cuando comenzara el semestre.

—¿Desde cuándo eres un puto boy scout? —Apretó los labios.

—No soy boy scout. Hago lo que quiero y cuando quiero. Soy un animal social.

Me estudió con intensidad; estaba claro que no se creía ni una palabra de lo que le decía.

—Vale, entonces, lo haremos así: si conquistas su corazón esta noche, ganas diez mil libras, y si pierdes, me pagas lo habitual: una libra.

Me detuve y lo miré.

—¿Qué sacas de esto?

—Me parece emocionante, tío, me pone a tope, y esa sensación me hace volar muy alto. —Esbozó una sonrisa de medio lado—. Entonces ¿qué? ¿Trato hecho?

—No sé… En una noche es complicado, incluso para un tipo tan sexy como yo. —Arqueé una ceja—. Dame algo más de tiempo. Estoy oxidado.

—Eres una nenaza. No, tiene que ser esta noche… ¿Sí o no?

Me encogí de hombros, sabiendo que le volvía loco que pareciera que pasaba de una de sus apuestas.

—En serio, me asusta lo nenaza que eres —gimió—. Venga. Di que sí. Di que sí.

—Eres un puto coñazo.

—Gracias —sonrió.

—Y un idiota que se piensa que el pelo azul mola.

—Mola, o no lo llevaría así.

—Y, además, estás loco.

—Bah… No es la primera vez que me lo dicen. Admítelo, te lo has pasado de puta madre siendo mi niñera este verano. Te ha dado tiempo para ver las cosas desde otra perspectiva, ¿verdad?

Me di cuenta de una cosa.

—Vas a echarme de menos cuando me vaya, ¿no? Te he estado preparando té todo el verano, filtrando las llamadas de tus amiguitas, limpiándote el piso y lavándote el Mercedes. Además, he sido tu compañero de ligues. Ahora mismo te resulto casi indispensable. ¿Qué vas a hacer sin mí?

—Pues aprenderé flamenco y te haré una peineta. Acepta la puta apuesta.

—No.

Me reí, pero ya estaba acercándome a la barra.

Me senté junto a ella en cuanto se quedó vacío el taburete que había a su lado. Spider se sentó en otro y miró con emoción a la chica del vestido azul mientras ella trataba de llamar la atención del camarero. Me pareció notar que tenía acento americano, pero teníamos un altavoz muy cerca, y no pude captar lo que decía.

Spider se rio sin contenerse.

—Ya saboreo la victoria. Lo vas a joder todo.

—Para empezar, eres un ludópata. Y, segundo, nunca me han rechazado.

—Cierra la boca, Rey del sexo. Lígatela.

Sin que ella se diera cuenta, la observé en el espejo que había frente a la barra mientras ella me estudiaba con descaro; inclinando la cabeza a un lado me recorrió con los ojos desde el pelo hasta las Converse.

Reprimí una sonrisa y miré a Spider.

—La tengo en la palma de la mano.

—Ja, ja, ja… —canturreó.

La cuestión se torció un poco cuando una pelirroja muy sexy balanceó las caderas hacia mí. Se rio la pelirroja.

—Mis amigas me han retado a que me acerque a pedirte que bailes conmigo. ¿Te apetece? —preguntó, poniéndome las manos en el brazo.

—Lo siento, cariño —dije sonriendo—, pero no puedo. —Sin subir la voz, arqueé las cejas en dirección a la chica con el vestido azul—. Ya estoy pillado.

Se dio cuenta de la insinuación y se alejó mientras la chica del vestido azul lo miraba todo. Sonreí de oreja a oreja al tiempo que me encogía de hombros.

«Hola, cielo, te elijo a ti…».

Ella ignoró mis evidentes mensajes oculares, lo que me hizo pensar que era inmune a mi encanto. ¡Joder!, la máscara solo era un engorro.

Mientras yo la estudiaba, el camarero se inclinó sobre la barra para coquetear con ella, repasándole el escote con los ojos. Me puse tenso, con los pelos de punta.

No podía permitirlo.

Esta era la primera chica que había despertado mi interés en todo el verano, y no pensaba entregársela a un aspirante a leñador. Lo distraje bruscamente, pidiéndole una copa.

Luego intervino el destino.

La chica de azul se levantó, perdió el equilibrio, se tambaleó y, ¡zas!, cayó en mis brazos.

¡Pim, pam, pum! Pleno.

Y no había tenido que mover ni un puto dedo.