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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 425 - julio 2019

© 2012 Jennifer Lewis

Pasión intensa

Título original: The Deeper the Passion...

© 2012 Michelle Celmer

Prohibido enamorarse

Título original: Princess in the Making

© 2013 Kristi Goldberg

Un amor del pasado

Título original: One Night with the Sheikh

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2013

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiale s, utilizadas con licencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-365-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Pasión interna

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Epílogo

Prohibido enamorarse

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Un amor apasionado

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

–Se pronuncia seint sir –Vicki St. Cyr se apoyó en el mostrador de la recepción del hotel. Estaba acostumbrada a que mutilaran su apellido.

–No se crea ni una palabra. No se puede confiar en ella.

La voz profunda y ronca la sobresaltó e hizo que girara en círculo. Esos brillantes ojos familiares estaban clavados en la recepcionista.

La mujer joven de detrás del mostrador alzó la vista y su cara adquirió ese destello tonto de una chica que de repente se enfrenta a las atenciones de un atractivo varón depredador.

–¿Puedo atenderlo en algo, señor?

–Se lo haré saber –Jack miró a Vicki.

Y ella sintió que la sangre le hervía.

–Hola, Jack –se dio cuenta demasiado tarde de que había cruzado los brazos en un gesto de defensa–. Qué raro verte por aquí.

–Vicki, qué sorpresa –la voz no mostraba más asombro que la de ella. Los ojos la atravesaron y desnudaron una parte pequeña de su alma, si es que aún le quedaba una–. Tengo entendido que me andas buscando.

Ella tragó saliva y se cuestionó cómo se había enterado. Había esperado disponer al menos del factor sorpresa. Aunque no sabía por qué, ya que hasta ese momento Jack siempre había ido dos pasos por delante de ella.

–Tengo una propuesta para ti.

Él se apoyó en el mostrador como un puma perezoso.

–Qué romántico.

–No esa clase de propuesta –al instante lamentó el tono seco y remilgado de su voz–. Una… propuesta de negocios.

–Quizá deberíamos ir a un sitio un poco más íntimo –sus ojos transmitían algo oculto a sus palabras. Miró a la recepcionista–. No va a necesitar la habitación.

Como un aluvión, la recorrió una oleada de deseo entremezclado con temor, expectación e incluso pesar por lo que iba a hacer. Se acomodó el bolso en el hombro. En ese momento era fuerte. Podía manejarlo. Tendría que hacerlo.

–¿Por qué no iba a necesitar mi habitación? –la pregunta no era más que una manera de disimular, ya que ambos conocían la respuesta.

–Te quedarás conmigo. Como en los viejos tiempos.

La boca, generosa y sensual, se amplió como la sonrisa de un cocodrilo. Los ojos incrédulos de Vicki estudiaron su trasero prieto enfundado en unos vaqueros ajustados y el modo en que la camiseta le marcaba los músculos de la espalda.

–¿Cancelo la habitación? –la recepcionista no apartó la vista de él, ni siquiera cuando desapareció por la puerta giratoria–. La cancelación acarrea un cargo de cincuenta dólares porque ya…

–Sí –Vicki dejó su tarjeta de crédito sobre la superficie de madera. Se dijo que otros cincuenta poco importaban con todo lo que ya debía. Se ahorraría una fortuna al no tener que quedarse en ese hotel caro. Dos años de tratar de mantener las apariencias la habían dejado al borde de la mendicidad. De lo contrario, Dios sabía que no estaría allí.

Pero tiempos desesperados requerían medidas desesperadas, como atreverse a entrar en la guarida de Jack Drummond.

 

 

Cuando salió, Jack se hallaba al volante de su Mustang clásico. El intenso sol del sur de Florida azotaba el asfalto y lanzaba deslumbrantes reflejos contra el verde jade de la carrocería. El motor ya estaba en marcha y la puerta del acompañante abierta para que entrara.

Se preguntó si sabría que no tenía coche. En los viejos tiempos habría alquilado uno e insistido en llevarlo solo para tener una vía de escape. Pero en ese momento no gozaba de dicho lujo. Se acomodó en el suave asiento de piel.

–¿Cómo sabías que estaría aquí?

–Tengo espías por todas partes –no la miró al salir del aparcamiento y dejar el hotel atrás.

–No tienes ningún espía –aprovechó la oportunidad para estudiar su cara. Como de costumbre, tenía la piel bronceada y reflejos dorados en el pelo oscuro–. Siempre has sido un lobo solitario.

–Te has aproximado a los Drummond de Nueva York. Supuse que yo sería el siguiente.

Seguía sin mirarla, pero notó que apretaba con fuerza el volante. Vicki respiró hondo.

–Pasé unas semanas apacibles con Sinclair y su madre. Fue divertido ponerse al día con viejos amigos.

Una sonrisa asomó a la comisura de sus labios.

–Tú siempre tienes un motivo oculto. La diversión radica en descubrirlo.

–Mis motivos son muy sencillos –se puso rígida–. Ayudo a Katherine Drummond a localizar las piezas de un cáliz de la familia de trescientos años de antigüedad.

–¿Y lo haces por la pasión que te inspira la historia? –giró la cabeza y la sonrisa se agrandó–. Tengo entendido que te dedicas a las antigüedades.

–El cáliz tiene una historia interesante.

–Oh, sí –corroboró la profunda voz–. Tres hermanos, zarandeados por mares revueltos en su pasaje desde la hermosa Escocia, se despidieron en el Nuevo Mundo pero juraron que un día reunirían su tesoro familiar. Solo entonces el poderoso clan de los Drummond podría recuperar la buena fortuna de sus amados ancestros –lanzó una risa al viento–. Vamos, Vicki. Ese no es tu estilo.

–Hay una recompensa –era mejor la sinceridad. Lo probable era que Jack se sintiera más tentado por el dinero que por los sentimientos.

–Diez mil dólares –abandonó la carretera principal y entró en un camino comarcal sin pavimentar, flanqueado a ambos lados por palmeras y pinos altos–. Tengo basura más valiosa en el maletero de mi coche.

–Son veinte mil por pieza. Convencí a Katherine para que aumentara la recompensa con el fin de atraer a los mejores cazarrecompensas.

–Como yo.

–Como yo –se sintió complacida cuando él giró la cabeza hacia ella. Esa mirada oscura le provocó una sacudida de emoción. Viejos sentimientos largo tiempo enterrados empezaron a querer forzar su camino a la superficie. Experimentó un viso de pánico–. No es que necesite el dinero, desde luego. Pero si voy a buscar una copa antigua, bien puedo obtener un beneficio por ello.

–Y necesitas mi pericia de rastreador para reclamar la recompensa.

–Eres el buscador de tesoros de más éxito en la costa atlántica. He leído un artículo sobre tu nueva embarcación y todo el costoso equipo que contiene. Eres famoso.

–Algunos dirían infame.

–Y casi con toda seguridad el fragmento de la copa está en alguna parte de tu casa –había encontrado la primera pieza en el desván de la mansión del primo de él, Sinclair, en Long Island.

–Si es que existe –giró y se metió en otro camino comarcal no señalizado.

Los árboles desaparecieron con la misma brusquedad que el camino, que concluía en una playa. Jack giró a la izquierda y aparcó en un muelle de madera. En el extremo se bamboleaba un barco de considerable tamaño, resplandeciente, con barandillas cromadas de color blanco.

–Tu muelle me parece diferente de como lo recordaba.

–Ha pasado mucho tiempo –bajó del coche y avanzó por el embarcadero portando la maleta de ella con una agilidad felina.

–No tanto. Aquí había un edificio y un portón –y un banco sobre el que una vez habían hecho el amor bajo una intensa luna llena.

–Desaparecieron durante el último huracán. También los caminos se hacen cada vez más cortos.

–Debe de ser frustrante perder terreno valioso al mar.

–No si te gusta el cambio –metió la maleta en la embarcación y se volvió para verla avanzar.

La ayudó a subir a bordo. Ella fue hasta donde una silla mullida e imponente ocupaba una posición de predominio. Se sentó en ella y se aferró a los apoyabrazos.

A Jack siempre le había gustado la velocidad. Los motores entraron en acción con un rugido y la embarcación salió con brusquedad. Laura afirmó los pies en el suelo mientras daban botes sobre las aguas agitadas.

Al minuto la isla de Jack apareció en el horizonte. Las palmeras ocultaban cualquier construcción, dándole el aspecto de un sitio en el que, de quedar encallado allí, no sería difícil morir. Y ella estaría atrapada con Jack Drummond, a menos que tuviera ganas de desandar ese largo trecho a nado.

El muelle de la isla estaba igual que la primera vez que lo vio, años atrás. Construido con roca de coral y tallado con el elaborado estilo de algunos antepasados ricos de los Drummond, estaba flanqueado por dos torreones que en alguna ocasión probablemente ocultaron a hombres armados. Tal vez aún lo hacían, si eran ciertas las historias sobre la riqueza de Jack.

–¿Has perdido tu naturaleza marinera? –la sujetó por el brazo cuando las piernas le flojearon al tratar de bajar de la embarcación.

–No he pasado mucho tiempo en el agua últimamente.

–Es una pena.

La miró y, para su horror, sintió que se ruborizaba. No entendía cómo podía tener ese efecto en ella. Era ella quien se merendaba a los hombres. Jack no era más que un sujeto miserable de su pasado.

«¿Sigue considerándome hermosa?». El pensamiento súbito la atravesó con un aguijonazo de inseguridad. «¿A quién le importa? No has venido para conseguir que se enamore de ti. Necesitas su ayuda para encontrar el cáliz y luego podrás olvidarte de él para siempre».

Era evidente que la vieja casa de la isla era más fortín que una residencia acogedora. Paredes de piedra caliza se alzaban más allá del seto silvestre que separaba la franja de playa del interior de la isla. Solo dos ventanas diminutas atravesaban el exterior de piedra, aunque las puertas con remaches de hierro se hallaban abiertas al sol de la mañana.

–¿Tienes visita? –le surgieron pensamientos inoportunos en la mente, como la presencia de otra mujer. No se había atrevido a suponer que no tenía pareja, ya que las mujeres se acercaban a Jack Drummond como los tiburones a una herida abierta.

–Estaremos solos –cruzó el alto umbral arqueado y lo envolvió la sombra.

«Bien», pensó ella. En esa fase no necesitaba competencia. Resultaría embarazoso coquetear delante de otra persona. Intentar competir. Quizá lo hubiera disfrutado en los viejos tiempos, pero ya no tenía la seguridad atrevida de la juventud.

El suelo de mármol de varios colores del recibidor establecía un marcado contraste con la fortaleza exterior.

Puede que los antepasados de Jack hubieran sido piratas, pero también amaban las cosas hermosas, caras… lo que podría explicar la razón de que terminaran dedicándose a la piratería.

Y Jack, perteneciente a esa dinastía de buscadores de tesoros que se movía en la semiclandestinidad, había sobresalido en el negocio familiar y ganado más dinero, legalmente, en los últimos cinco años que todos sus antepasados juntos.

Llenó un vaso con agua de la enorme nevera de acero y se volvió hacia ella para ofrecérselo.

–Es demasiado temprano para champán, pero, de todos modos, celebro tu llegada.

El brillo travieso en sus ojos la desarmó mientras aceptaba el vaso. Se preguntó si de verdad se sentiría feliz de verla.

–El placer es mutuo –alzó el agua. Que comenzara el coqueteo–. Te he echado de menos, Jack.

–Esto se pone mejor por momentos. Sigo sin lograr descubrir qué persigues.

Le escoció su comentario tan poco romántico. Él se apoyó sobre la mesa de pino de la cocina y cruzó los poderosos brazos.

–¿No es suficiente con visitar a un viejo amigo mientras se ayuda a otro?

–No. Y la mitad de una recompensa de veinte mil dólares no basta para tentar a la Vicki St. Cyr que yo conozco. A menos que tu situación económica haya cambiado –entrecerró levemente los ojos.

Tragó saliva y se puso rígida, pero intentó no manifestar su ansiedad. La prensa aún no había olfateado el descenso súbito de su padre a la ruina financiera. La confusión creada por el ataque al corazón que le causó la muerte le había proporcionado una cortina de humo. Su madre se había escabullido a Córcega con un amigo rico de su padre y la única persona que quedaba defendiendo el fuerte vacío era ella.

–Siempre puedo encontrar algo bonito en lo que gastar diez mil dólares –jugó con su brazalete de plata, que probablemente valdría doce dólares–. Es una maldición que te eduquen para gustos caros.

–A menos que nazcas en una cuna de plata. Tú jamás has necesitado ganar dinero.

–Me resulta emocionalmente satisfactorio –si Jack se enteraba de que realmente necesitaba el dinero, estaría menos predispuesto a ayudarla. No sería capaz de controlar el impulso de jugar con ella–. Me hace sentir normal.

Él soltó una carcajada que reverberó por toda la estancia.

–¿Normal? Probablemente seas la persona menos normal que conozco, razón por la que disfruto tanto contigo.

–Ha pasado mucho tiempo, Jack. Quizá sea más convencional que lo que solía ser.

–Lo dudo –en su boca se asomó una leve sonrisa.

–¿Por qué te molestas en ganar dinero? –se dijo que quizá la mejor defensa fuera el ataque–. Podrías haber vivido cómodamente de las ganancias fraudulentas de tus antepasados, pero en vez de eso, sales todos los días a recorrer los mares en busca de doblones de oro como si en ello te fuera la vida.

–Me aburro con facilidad.

A Vicki se le encogió el estómago. Se había aburrido de ella. Ocho meses mágicos, y un día desapareció para ir en busca de un tesoro más escurridizo y una damisela nueva para su cama.

–Así es. ¿Y qué haces con todo el dinero que ganas?

–Parte lo gasto en juguetes nuevos, el resto lo dejo por la casa guardado en sacas –la miró de nuevo con ojos traviesos–. Tengo gustos caros, como los barcos, en particular el último que he comprado.

–Volviendo al cáliz. Forma parte de la historia de tu familia y probablemente esté guardado en algún rincón polvoriento de este lugar –con un gesto abarcó las paredes de piedra que los rodeaban–. ¿Alguna idea de dónde podría estar?

Jack ladeó la cabeza, como si intentara recordar.

–Ni idea.

–¿Podemos repasar los archivos de tu familia?

–Los piratas no se caracterizan por guardar archivos detallados. Es más difícil negar la posesión de cosas que están registradas.

–La gente no se enriquece tanto como tus antepasados siendo descuidada con el inventario de sus cosas –se llevó un dedo a los labios en gesto de reflexión–. Apuesto a que en alguna parte hay algunos viejos libros de contabilidad.

–Aunque los hubiera, ¿por qué iban a molestarse en catalogar un viejo cáliz sin valor? Probablemente, se deshicieron de él.

–¿De una herencia familiar? No lo creo –pero no pudo evitar un escalofrío–. Los Drummond están demasiado orgullosos de su antiguo linaje escocés. Mira –encima de la gran abertura donde en el pasado hirvieron grandes calderos se veía una cresta, con la pintura descascarillada de la madera gastada.

Jack sonrió.

–Guardaban archivos detallados –la estudió con detenimiento–. Y los he repasado todos casi con lupa. No se menciona ningún cáliz.

–No es la pieza entera. Encontramos el pie en Nueva York. Probablemente tú tengas o bien la base o bien la copa propiamente dicha, de modo que podría haber recibido una descripción diferente si la persona que lo hizo desconocía qué era. ¿Por qué no repasamos juntos los libros desde el principio y vemos si aparece algo?

–Aquí no hay nada de la primera persona que los generó. Él no construyó esta casa. Y por lo que sabemos, ni siquiera llegó a visitar la isla. Se ahogó en un naufragio con todas sus posesiones.

–Entonces –Vicki frunció el ceño–, ¿quién fundó esta isla y continuó con el linaje familiar?

–Su hijo. Llegó a nado y tomó posesión del lugar. Por entonces apenas contaba quince años de edad, pero rechazó a todos los que se acercaron con algunos mosquetes y municiones que logró salvar. Con el tiempo, logró robar y estafar a suficientes personas y así recuperar la fortuna familiar. Estoy convencido de que era un encanto.

Vicki iba desanimándose por momentos.

–Entonces, si su padre tenía el cáliz, habría desaparecido en el naufragio.

–Junto con todo su botín y su última esposa casi núbil.

Jack jugaba con ella. Incluso antes de subir al coche, había sabido que el artículo que ella había ido a buscar había desaparecido hacía tiempo. Aunque era un buscador de tesoros marinos.

–¿Sucedió lejos de aquí?

–En absoluto. El muchacho llegó a la costa en este punto agarrado a un trozo de mástil. No puede haber más de un par de kilómetros.

–Vayamos a buscarlo.

De nuevo su profunda risa llenó la cocina.

–¡Claro! Arrojaremos un sedal y lo sacaremos de las aguas. La gente lleva años buscando ese barco.

–¿Y por qué no lo ha encontrado? –la recompensa de diez mil dólares comenzó a encogerse en su mente.

–¿Quién sabe? –se encogió de hombros.

–Vamos. Sé que tú debiste buscarlo.

–Al principio. La verdad es que estas aguas están repletas de viejos naufragios, y siempre encontraba algo distinto que me mantenía ocupado. La combinación de flotas españolas cargadas de tesoros en sus viajes habituales a La Habana con la temporada de huracanes convierte esta zona en el lugar ideal para un cazador de tesoros.

–Pero ahora dispones de un equipo mejor que entonces –el entusiasmo le hizo hormiguear la piel–. Apuesto que en ese barco había un tesoro cuando se hundió.

–Sin duda –la miró a los ojos con un destello de ironía–. Jamás pensé que te oiría suplicar acompañarme en una búsqueda del tesoro.

–¡No te estoy suplicando!

–Todavía no, pero si no te doy un sí, lo harás.

Su arrogancia hizo que tuviera ganas de abofetearlo.

–Solo te lo estoy pidiendo.

–No –cruzó la cocina y salió por una puerta que había en el otro extremo, desapareciendo de vista.

Vicki se quedó boquiabierta. Luego fue tras él. Lo vio en un corredor largo y de piedra.

–¿Qué quieres decir con ese no?

Él se volvió.

–Que no te llevaré a buscar una pieza de un viejo cáliz. Aunque sí me despierta curiosidad por qué lo anhelas tanto.

–¿Y si la leyenda es verdad y los Drummond no vuelven a ser felices hasta que se hayan reunido las piezas del cáliz? –enarcó una ceja con falsa indiferencia.

Jack le devolvió el gesto.

–Por lo que puedo percibir, ninguno de nosotros sufre en la actualidad.

–Y ninguno de vosotros está felizmente casado tampoco –aunque el primo de Jack, Sinclair, no tardaría en estarlo, en gran parte gracias a su intervención.

–Quizá por eso somos felices –continuó andando.

–¿Tus padres tuvieron un matrimonio feliz? –se apresuró en seguirle el paso.

–Sabes que no. Mi madre lo desplumó en el divorcio. Incluso consiguió esta isla.

Su madre era una famosa modelo nicaragüense que ya iba por el cuarto o quinto matrimonio.

–¿Lo ves? Los padres de Sinclair tampoco fueron felices. Es su madre la que impulsa la búsqueda de la copa. No quiere que él sufra como le pasó a ella.

–¿Cuántos años tiene Sinclair? ¿Todavía se gasta sus fondos de compensación en jardinería?

–Para que lo sepas, Sinclair es un hombre muy agradable. Y además, acaba de enamorarse.

–Ahí se esfuma tu teoría de la maldición familiar.

–A ver si lo entiendes. Su novia y él llevaban años suspirando el uno por el otro en secreto… ella es su ama de llaves y no fue hasta que se inició la búsqueda del cáliz cuando al fin se unieron –no mencionó su papel de celestina en dicha unión.

Él llegó hasta una puerta tallada y apoyó una mano en el picaporte.

–Qué tierno. ¿Qué pasa si yo no quiero enamorarme?

–Tal vez ya lo estés.

–¿De ti? –los ojos le brillaron.

–De ti mismo –su cuerpo había ganado volumen en los últimos años… todo músculo, y se lo veía más atractivo que nunca. Agradeció no ser tan blanda como antaño, de lo contrario corría el peligro de volver a enamorarse de él–. De acuerdo, eso ha estado fuera de lugar. Eres asombrosamente modesto para los logros que has alcanzado. Y supongo que no te faltarán mujeres locas por ti.

–Sin embargo, tienes razón –reconoció pensativo.

–¿En que estás enamorado de ti mismo?

–No. En que nunca me he enamorado. No realmente.

Dio la impresión de ir a decir algo más, pero no lo hizo.

Ella quiso soltar un comentario sarcástico sobre cuánto la había deseado todos esos años, pero tampoco habló. Demasiadas fantasías.

–¿Y crees que ha llegado el momento de hacerlo?

Todavía ante la puerta, Jack se frotó el brazo izquierdo.

–Quiero tener hijos.

Los ojos de ella se abrieron como platos. ¿Jack Drummond deseando una familia? Quizá se burlaba de ella.

–Tal vez alguno encalle en la playa durante la próxima tormenta.

–Piensas que bromeo, pero no es así. Me gustan los niños. Son divertidos. Le aportan una perspectiva diferente a todo y les gustan los juguetes tanto como a mí.

Vicki rio.

–Siempre estás lleno de sorpresas, Jack. Entonces, ¿por qué no hay críos corriendo por el Castillo Drummond?

–Aún no he conocido a su madre –ladeó la cabeza al mirarla–. Al menos eso creo.

–¿Lo ves? Necesitas encontrar la copa para poder encontrar a la esposa perfecta y poder empezar a construir vuestro equipo. Echémosle un vistazo a esos mapas tan complicados que te encantan y veamos si podemos averiguar dónde fue el naufragio –avanzó hacia él, y a pesar de sus protestas, pudo ver que sentía algo de interés.

–Veo que sabes que el camino al corazón de un hombre pasa por sus mapas náuticos –al final giró el pomo y abrió la puerta–. Pero primero vayamos a la cama.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

Entró en el dormitorio sabiendo que Vicki lo seguiría. Se consideraba una mujer atrevida e impredecible, pero él sabía que no lo era. Quería ese viejo cáliz por alguna razón y se la veía muy decidida a alcanzar su objetivo.

No pudo resistirse a darse la vuelta para disfrutar con la expresión de ella. Como había esperado, lo había seguido con indiferencia y observaba la estancia.

–Pasa –le dijo.

Ella dedujo que esa inmensa cama de roble llevaba allí desde que se construyera la casa.

–No me habrás traído aquí con la idea de seducirme, ¿verdad?

–La esperanza no tiene fin.

–Tienes que ser optimista en el juego de la caza de tesoros. Hay que centrarse en la recompensa.

Vicki llevaba el cabello oscuro mal recogido, con mechones que le caían alrededor de esas orejas preciosas. Bajó la vista al top negro que parecía confeccionado con piezas de una camiseta hecha jirones y vueltos a coser. Conociéndola, probablemente era de París y costaba dos mil dólares. Ocultaba su esbelta figura, pero él sabía que debajo había un cuerpo ágil con pechos erguidos y en punta y un estómago sobre el que se podían hacer rebotar doblones de oro. Un cinturón ancho de cuero le sujetaba unos vaqueros bajos y ceñidos que encapsulaban sus piernas largas y finas. Sintió una oleada de deseo.

–Y el premio es tentador, como de costumbre.

–Veo que con los años no te has vuelto más sutil.

–Tampoco mucho más sabio. ¿Y tú?

–Me parece que yo me vuelvo más tonta cada año que pasa –sonrió–. De lo contrario, ¿para qué habría vuelto aquí.

–Porque no podías quitarme de tu cabeza –observó su reacción con ojos entrecerrados. Sabía que solo era una fantasía. Probablemente, lo había olvidado diez minutos después de marcharse. Desde luego, eso había esperado entonces. La relación se había hecho demasiado intensa y había sido hora de levar anclas y hacerse a mar abierto.

–Te desterré como un mal hábito que se ha dejado –alzó el mentón–. Así que no te hagas ninguna idea de que he vuelto por ti. Solo lo he hecho porque te necesito.

–Apiádate de mi corazón –se llevó una mano al pecho y no le sorprendió descubrir que latía más deprisa que de costumbre. Vicki debía surtir ese efecto en cualquier hombre–. Ven a echarte a mi lado.

–Ni lo sueñes.

–Es importante.

–Nada es tan importante –cruzó los brazos en un gesto defensivo. Experimentó un destello de deliciosos recuerdos… las caderas pegadas a las de Jack, que se arqueaban cada vez más alto y los empujaban a un reino de belleza y locura.

–¿Ni siquiera dar con tu preciada copa?

–No encuentro la relación en que acostarme contigo me acerque a mi objetivo.

–La cuestión es que debes unirte a mí en la cama para ver cómo van las cosas.

Frunció los labios y los ojos violeta claros lo estudiaron con intensa suspicacia.

–Desde aquí puedo verlo muy bien.

–No –él alzó la vista al techo. El tiempo había descolorido y oscurecido la imagen. El yeso se había agrietado por partes, pero el fresco aún mostraba la costa verde de la isla contra el azul claro del mar–. Vamos. Sube –palmeó las sábanas–. Para que puedas echarle un vistazo al viejo mapa.

–¿Qué? –miró arriba, pero sin lograr ver nada debido a los postes del dosel de la cama, que tapaban la imagen.

–Lázaro Drummond, el superviviente del naufragio, pintó el mapa encima de su cama para que, salvo él, nadie más pudiera verlo.

–Y sus amantes.

–Exacto –corroboró con una sonrisa.

Vicki se dirigió a la cama y subió lentamente por el otro lado. Se tumbó y apoyó la cabeza en la almohada. Y se olvidó de todo lo demás. Observó la pintura en silencio, casi sin respirar, durante un minuto entero.

–Creo que es el primer mapa real del tesoro que he visto jamás.

–Nunca se parecen a los que aparecen en las películas –disfrutó con su expresión fascinada y se preguntó cuándo había sido la última vez que besara esa boca descarada. El impulso de repetir la historia comenzaba a borbotearle en la sangre.

–No dejo de buscar la X pero sin éxito.

–La sirena sentada en la roca. Ella es la X.

–Mmm –la estudió con atención–. De modo que los restos del naufragio están al sudeste de la isla. ¿Hay algún tipo de escala para que podamos conocer la distancia a la que se encuentra?

–Si el tamaño de la isla ha sido dibujado con exactitud, estaría a tres kilómetros y medio de la cala más septentrional. En cualquier caso, es lo que siempre han supuesto los Drummond.

–Y ninguno la ha encontrado.

–Todavía no –la estudió con expresión de astucia.

Al final ella giró la cabeza para mirarlo. Los ojos le brillaban como diamantes.

–Para eso he venido.

–Puedo creer que traigas suerte.

–¿Suerte? ¿Y qué dices de mi mente aguda? –volvió a escrutar el fresco.

–¿Qué harás por mí si yo la encuentro para ti? –preguntó con una especie de ronroneo sugestivo.

–¿Hacer por ti? Obtendrás todo el botín que tu antepasado robó y se llevó consigo al fondo del océano. ¿Eso no es suficiente?

–Nunca es suficiente.

Ella volvió a girar la cabeza para mirarlo.

–¿Qué otra cosa tenías en mente?

Esa boca suave y carnosa irradiaba promesas. No le costaba nada imaginar que se adelantaba unos centímetros y pegaba los labios a los suyos.

La excitación le llegó a la entrepierna y le aceleró la respiración.

–Me gusta volver a tenerte en mi cama. Si te quedas en ella mientras buscamos, yo peinaré las profundidades del océano para ti.

Ella abrió mucho los ojos.

–Es una petición importante.

–También la tuya. Tengo proyectos que podrían mantenerme ocupado hasta 2050. Me pides que lo deje todo para ir en busca de un naufragio que la gente lleva buscando desde hace más de doscientos cincuenta años. Una cosa es cierta, no será fácil dar con él.

–Pero a ti no te gustan las cosas demasiado fáciles, ¿verdad, Jack?

–Así es, Vicki, no me gustan –respondió con una carcajada.

–Entonces, no puedo aceptar tu orden, ¿cierto? –se levantó de la cama y abandonó el dormitorio antes de que él pudiera poner en orden sus pensamientos.

Distraído por ese trasero embutido en los vaqueros ajustados, Jack pensó que lo conocía muy bien.

 

 

 

–Bien, ¿dónde está el barco? –Vicki se dirigió al salón y abrió un ventanal que daba a una amplia terraza de piedra.

–En el muelle.

–No me refiero en el que vinimos aquí. Hablo de tu barco de trabajo de alta tecnología.

–Ah. Está oculto.

–¿Es más valioso que los tesoros que encuentra?

–Algo por el estilo –la siguió a la terraza y entrecerró los ojos al sol de la tarde.

Tuvo que reconocerse a sí misma que se había sentido tentada a aceptar su oferta. Había estado casi irresistible en la cama, relajado y sexy, con esos poderosos músculos hundiéndose en la cama y la expresión distante y curiosa.

Pero como había manifestado, a él no le gustaban las cosas demasiado fáciles. Terminaba por aburrirse con rapidez. A cualquiera que pretendiera retener el interés de Jack, le convenía mantenerlo en ascuas. Y ella ya había fracasado una vez en dicho cometido, lo que incrementaba la presión.

–Confías en mí, ¿no? –le sonrió con dulzura.

Él volvió a esbozar esa sonrisa de felino perezoso.

–Al menos hasta donde puedo ver –avanzó un paso–. Veamos exactamente lo lejos que es.

Vicki tensó los músculos al leer la súbita intención en el cuerpo de él.

Con un grito, emprendió la carrera escaleras abajo hacia el césped, que crecía salvaje. Giró a la izquierda y buscó una abertura en el emparrado, pero ya era demasiado tarde. Las manos de Jack se cerraron en torno a su cintura y la atrajeron contra él.

El impacto emocional de volver a sentir esos brazos grandes a su alrededor la dejó sin aire. Sintió su aliento cálido en el cuello.

El deseo se desplegó en su interior, ardiente y líquido, debilitándola desde la cabeza hasta los pies. Podía girar en ese instante y darle un beso en la boca… pero eso pondría fin a la persecución, y era eso lo que excitaba a Jack.

–No te aprovecharías de una doncella indefensa, ¿verdad?

–Jamás. Pero, ¿de ti? Desde luego –respondió sonriendo–. Aunque eso no me dice mucho sobre cuánto puedo confiar en ti –se inclinó más–. Pero lo extraño es que confío. Jamás me engañaste ni me desviaste a un camino falso –sonó pensativo–. Al menos no que yo sepa.

–Y no pienso empezar ahora –quería moverse. Estar tan cerca de él empezaba a afectarle el cerebro. Y lo que era peor, su cuerpo comenzaba a reaccionar. Los pezones se endurecían contra su top, sentía un cosquilleo en el estómago, apenas podía confiar ya en sus rodillas. Y prefería morir antes de que se diera cuenta de que todavía tenía poder sobre ella–. Volviendo a tu preciado barco. Supongo que lo tienes en alguna cala oculta, ¿no?

–No, está en el muelle más profundo –retiró lentamente las manos de su cintura–. Sígueme –se apartó de ella y emprendió la marcha por el césped.

El alivio se mezcló con una sorprendente oleada de tristeza. Carente de sus atenciones cálidas, sintió la piel fría. Pero pensaba seguir manteniendo el control que había conseguido en esa ocasión.

El barco de Jack era de un azul oscuro, aclarado por el sol. No parecía especialmente importante o caro, pero probablemente lo mismo les sucedía a los tesoros que encontraba… al principio.

Con movimientos ágiles, él subió a bordo.

–¿Has buceado últimamente?

–No.

–¿Aún recuerdas cómo se hace?

–Más o menos –Jack le había enseñado a bucear años atrás. No le entusiasmaba demasiado volver a hacerlo–. ¿Necesitamos bucear? ¿No tienes un sónar que pueda encontrar el barco y un equipo de nanorobots que marche por el lecho oceánico en busca de los artefactos?

Él rio.

–Eso le quitaría toda la gracia –alargó una mano y la ayudó a subir a la cubierta oscilante–. A veces empleamos el sónar para buscar un naufragio, pero no siempre ayuda. Estos embudos su usan para abrir agujeros en el suelo marino con el fin de poner a la vista las cosas que han quedado enterradas bajo la arena. Después, todo depende de una vista aguda y paciencia.

–No das la impresión de ser muy paciente –el sol la obligó a entrecerrar los ojos. La embarcación estaba en perfecto orden, cada cordaje en su sitio y las superficies impolutas.

–Soy tan paciente como el que más –la sonrisa pausada la retó a discrepar–. Si algo vale la pena, puedo esperar una vida entera.

–Fascinante –miró los controles del barco. Probablemente no sería más difícil de maniobrar que un coche, si surgiera la necesidad–. Supongo que esa es la razón de que nunca te casaras.

–¿Quién ha dicho que nunca me casé? –la reacción de ella de levantar la cabeza con brusquedad le provocó una sonrisa divertida–. Solo dije que nunca me había enamorado. Pero me conmueve que te importe.

Vicki lamentó su falta de control.

–Entonces, ¿te has casado? –intentó sonar indiferente mientras se dirigía a otra parte de la cubierta. La idea de Jack jurándole fidelidad a otra mujer hizo que sintiera un nudo en el estómago, lo cual era ridículo. ¿Qué podía importarle?

–Todavía no. Pero podría haberlo hecho.

–Si hubiera alguien lo bastante loca como para aceptarte.

–Me gustan las mujeres locas.

Le recorrió el cuerpo con mirada lenta y ella sintió que se encendía, lo que la irritó.

–¿Por qué eso no me sorprende?

–Probablemente por eso me gustaste tanto.

Era como si la atravesara con la vista y se odió porque aún le atrajera tanto. Estar cerca de él bajo ese sol abrasador hacía que emergiera el deseo largo tiempo olvidado como si de un tesoro enterrado bajo el mar se tratara.

–No creo que te gustara tanto como dices –fue hacia la proa del barco. La cubierta se alzaba y bajaba con el constante oleaje del océano y tuvo que esforzarse un poco para mantener el equilibrio–. Pero tal vez me equivoque –se volvió hacia él, más segura con un poco más de distancia entre ellos.

–Puede que sí –convino con el ceño fruncido.

Vicki tuvo que reconocer que todavía no había superado del todo que la dejara al final de su ardiente romance. Y si por casualidad la chispa entre ellos volvía a encenderse, esperaba ansiosa la oportunidad de devolverle el favor.

El movimiento de la embarcación empezaba a marearla. Como Jack se enterara, sabía que se burlaría de ella.

–Bueno, ¿planificamos el inicio de la búsqueda para mañana? –así podría tomar una pastilla para el mareo antes de partir.

–No lo sé –estudió el horizonte antes de centrarse en ella–. ¿Has pensado en mi propuesta?

–Supongo que tiene sentido pasar tiempo juntos bajo el mapa. Estudiarlo.

–Será como en los viejos tiempos –comentó con algo más que una leve sugerencia.

Sin aguardar una invitación, bajó con cierta dificultad por el costado del barco al muelle.

–En realidad, no –en esa ocasión ella tendría el control de lo que sucediera y cuándo acabaría.

–¿Te marchas tan pronto? Iba a mostrarte el sónar.

–Lo veré en acción mañana.

Emprendió el regreso a la casa con la esperanza de poder llegar y echarse en alguna parte con rapidez. No quería que Jack la viera en un momento de debilidad.

En cuanto tuviera la recompensa, se sentiría fuerte. Diez mil dólares podían parecerle poco a sus viejos amigos, pero bastarían para sembrar las semillas de su nueva vida, en la que solo dependería de sí misma.

Oyó el ruido sordo de los pies de Jack al aterrizar en el muelle. Iba tras ella. Esbozó una sonrisa satisfecha. Se aseguró de contonear un poco más las caderas, sabiendo que los ojos de él se centraban en su trasero.

Creía haber logrado una victoria al conseguir que aceptara acostarse con él. No se imaginaba que ese había sido su plan desde el principio. También ella lo disfrutaría. No había tenido una relación sensual en casi un año. Había estado demasiado ocupaba eludiendo a acreedores y tratando de ocultar su precaria situación económica. No había querido entablar una relación íntima en la que tal vez tuviera que abrirse a alguien.

Con Jack no le sucedería algo así. Sus muros personales eran tan gruesos como las almenas de su hogar ancestral, y jamás los derrumbaría. Podían hacer el amor toda la noche y mantener los corazones bien encerrados bajo llave.

Las pisadas de él se acercaban y Vicki contuvo el impulso de acelerar la marcha. De hecho, aminoró para dejar que la alcanzara.

–¿Existe la esperanza de poder cenar en tu isla desierta?

–Ayer capturé un pez espada grande. Podemos asarlo.

–¿No se suponía que no debíamos comer pescado ahora que hemos envenenado los océanos? Una amiga mía está embarazada y su médico le dijo que las toxinas pueden afectar a los genes y provocarle daño a los futuros bebés que tengas.

–A mis hijos puede que les divierta tener tres ojos –sonrió–. ¿Te preocupa tu propia descendencia?

–Yo no tendré hijos –aseveró con énfasis–. Así que puedo comer todo el pez espada que quiera.

–¿No puedes tener hijos? –la sonrisa se desvaneció de su cara.

La sorprendió el cambio súbito de conducta. ¿Qué podía importarle que tuviera o no hijos?

–No quiero. No estoy hecha para ser madre. Demasiados pañales y llanto para mi gusto.

–¿Es que tu madre hacía esas cosas? –preguntó con una carcajada.

–No, para esas tareas contrató a una niñera –aceleró el paso, ya que la conversación adquiría ribetes demasiado personales.

–Tú podrías hacer lo mismo.

–No, gracias. Me esfuerzo para no acabar siendo como mis padres.

–Yo también. A diferencia de mi padre, pretendo estar vivo a los cincuenta años.

Algo en su tono la impulsó a girar la cabeza para observarlo. Tenía la expresión velada.

–Me enteré de su muerte. Lo siento. Fue en un accidente de avioneta, ¿verdad?

–No fue un accidente –marchó con firmeza sin apartar la vista del frente–. Llevaba años tratando de matarse.

La casa se alzaba entre los árboles.

La maldición de los Drummond. Vicki recordó a Katherine Drummond suplicándole que la ayudara a encontrar los fragmentos perdidos y así eliminar la maldición que había azotado a la familia durante siglos. Al principio se había negado pero era evidente que los Drummond no parecían tener demasiado suerte en la vida. Podían ganar dinero las veinticuatro horas del día, pero cuando se trataba del matrimonio o de la armonía familiar, entraban en una zona catastrófica.

–Ha descendido un silencio incómodo –musitó Jack con leve tono burlón–. Entonces, pez espada. Dejemos que nuestros hijos aprendan a jugar con la mano ominosa que se les reparta.

–Estoy segura de que saldrá delicioso.

–Recuerdo que era tu pescado preferido.

Abrió una puerta lateral de la casa. Algo en el tono de su voz hizo que ella contuviera la respiración. ¿Qué más recordaba? ¿Cómo lo había llamado en plena noche solo para oírlo hablar? ¿Cómo suspiraba cuando le besaba el cuello?

El momento en que había cometido el amargo error de decirle que lo amaba.

Eso no era una pregunta. Probablemente lo recordara, a menos que, de algún modo, hubiera podido reprimirlo. Ese pequeño desliz lo había hecho huir.

Lo siguió al interior fresco y umbrío.

–Se te ve muy callada.

La voz la sacó de su ensimismamiento.

–Por mi cerebro pasan muchas cosas que no se canalizan por mi boca –se apoyó en la encimera de la cocina con una sonrisa en los labios.

–Qué enigmática –extrajo una botella de vino de un botellero grande que había en una pared–. ¿Pinot grigio?

–Claro –admiró la definición del bíceps mientras tiraba del sacacorchos con un movimiento veloz y seco. Se dijo que lo mejor era que aprendiera a contener sus deseos desbocados, algo que parecía casi imposible.

Jack le pasó una copa de vino dorado.

–Por el tesoro.

–Por el tesoro –Vicki sonrió y alzó la copa. El vino sabía delicioso, suave, exuberante y refrescante después del ardiente sol del exterior–. Joyas, monedas y lingotes de oro para ti, parte de un cáliz antiguo para mí.

–Eso no suena justo –los ojos le brillaron–. Quizá tengamos que buscarte un collar de oro o algunos anillos.

Ella alzó una mano pálida y delgada.

–Como puedes ver, no llevo anillos.

–Quizá cambies de idea por la persona idónea.

–No cuentes con ello –no pensaba vivir su vida según las reglas de nadie–. Pero los vendería encantada por un beneficio importante –le dedicó una sonrisa luminosa–. De hecho, es el futuro negocio que tengo pensado, así que sería un buen comienzo.

–Tengo entendido que trabajabas para una casa de subastas.

–Fue mi aprendizaje. Ahora que sé lo que valen las cosas, planeo ir por mi propia cuenta –bebió otro sorbo de vino–. Está muy bueno. Sabe a vino caro.

–Conoces lo que valen las cosas –confirmó.

–Eres gracioso, Jack. Siempre te muestras tan ecuánime y te comportas como si el dinero no te importara, pero disfrutas de las mejores cosas que puede ofrecer la vida.

–Una de mis muchas flaquezas.

–Mmm, hace que me pregunte cuáles son las otras.

–La pasión por una amante caprichosa –la miró por encima del borde de la copa.

–El mar –no podía ser una mujer real.

Él asintió.

–Aunque conmigo ha sido generosa.

–Te está dando todas las riquezas que le quitó a cientos de hombres y mujeres que han muerto en estas costas a lo largo de siglos.

–Ya dije que era caprichosa.

–Y es evidente que tiene sus preferidos.

–Vayamos a sentarnos donde podamos verla.

La guio hasta una terraza que ofrecía una vista de las aguas por encima de las dunas y las algas. Azul y estable, el océano se extendía ante ellos como un todo de terciopelo. Podía oír las olas al romper en la playa. Jack la llevó hasta un elegante sofá. Una vez sentados, él pasó un brazo por el respaldo.

Los hombros y el cuello de Vicki hormiguearon sensibles a esa proximidad. Desde luego, Jack lo hacía adrede. Su intención era seducirla, y quizá le dejara, pero no hasta que al menos hubieran zarpado en busca de la copa. De lo contrario, una vez conseguido lo que quería, corría el riesgo de que la despidiera.

Le dio vueltas a la copa.

–Debido a la recompensa, es posible que haya más gente buscándola. Debemos movernos deprisa.

–Empezaremos mañana en cuanto haya luz.

–¿Y qué hora es esa?

–A las seis, aproximadamente, es cuando comienzas a distinguir el mar de la costa.

Sintió un nudo en el estómago. Necesitaba algo para el mareo. De haber sabido que el cáliz se hallaba bajo el mar, habría ido mejor preparada.

–¿Dónde está la farmacia más próxima?

–¿Dolor de cabeza?

–No –titubeó–. Puede que mañana, en el barco, necesite algo para el estómago –evitó su mirada–. Siempre es bueno estar preparada.

–No te preocupes. Mi despensa está bien equipada –se dijo que quizá le diera un placebo para que estuviera todo el tiempo inclinada sobre la borda, suplicando misericordia. Sonrió para sus adentros–. A veces permanecemos en el mar durante días seguidos. Semanas incluso.

–No estoy segura de poder sobrevivir todo ese tiempo atrapada en un barco contigo, Jack.

–Sospecho que podrías sobrevivir a todo –movió el brazo detrás de ella y sintió un ligero temblor–. Por fuera se te ve delgada y frágil, pero estás hecha de un material resistente.

–Eso espero –porque necesitaba sobrevivir a esa prueba. Estar tan cerca de Jack comenzaba a surtir un efecto peligroso en su cordura–. Supongo que solo el tiempo lo dirá.

–Se te ve diferente –continuó él mientras estudiaba su rostro con ojos entrecerrados.

–Hace seis años que no nos vemos –se preguntó si él parecería mayor–. Se te ve igual.

Lo cual no era cierto.

Se encogió un poco ante el escrutinio que le estaba haciendo. Era una persona completamente distinta de la muchacha impetuosa, segura y atolondrada que había ido de fiestas y tenido sexo con él en la playa un verano. Que había creído que el mundo era suyo. Los años le habían enseñado que al mundo le era indiferente y que los cimientos de su vida, los privilegios y la riqueza proporcionados por su orgullosa familia, se habían alzado sobre una ilusión.

Desde luego, no iba a dejar que él lo averiguara. Sería su secreto hasta que consiguiera volver a levantarse.

Esperaba no hablar en sueños.