Tudisco, Claudia Ingrid
Los juegos del tiempo / Claudia Ingrid Tudisco. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2019.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: online
ISBN 978-987-87-0245-2
1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Título.
CDD A863
Editorial Autores de Argentina
www.autoresdeargentina.com
Mail: info@autoresdeargentina.com
Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723
Impreso en Argentina – Printed in Argentina
A mis hijos.
ÍNDICE
CUENTOS DE LA SELVA DE ASFALTO
Un cuento de veterano
Un cuento de escritor
Un cuento de brujo
Un cuento de hermafrodita
Descripción de Xé
Actos de Xé
Xé y el espectáculo
Xé y su amiga Lucía
Xé y su madre
Xé y el curandero
Clímax y final
LAS CUATRO ESTACIONES
PRIMAVERA I. Allegro
PRIMAVERA II. Largo
PRIMAVERA III. Allegro
VERANO I. Allegro Non Molto
VERANO II. Adagio-Presto-Adagio
VERANO III. Presto
OTOÑO I. Allegro
OTOÑO II. Adagio Molto
OTOÑO III. Allegro Pastorale
INVIERNO I. Allegro Non Molto
INVIERNO II. Largo
INVIERNO III. Allegro
REDENCIÓN
1. El escritor
2. La señora de las rosas
3. El señor de las rosas
4. La mujer del puente
5. El cortejo fúnebre. El pintor
6. Los borrachos
7. El policía
8. El bibliotecario
9. El ferretero
10. La madre del pintor
11. El sepulturero
12. El cura
13. La anciana religiosa
14. El diabólico violín
15. La inmigrante
16. La costurera
17. El carnicero
18. El clown
19. El hombre del puerto
20. El loco
21. La actriz
22. La cantante retirada.
23. El médico forense
24. El mendigo
25. El niño que quería ser futbolista
26. La prostituta
27. La mujer celosa
28. El cliente
29. Redención
Cuentos de la selva de asfalto
Un cuento de veterano
Un hombre apesadumbrado camina en el lineal espacio que contiene una acera. Sus manos nerviosas intentan calmarse al vaivén de las piernas. El hombre piensa que hubiese sido mejor no estar a esas horas avanzando por ese lugar inhóspito y helado, pero siente la obligación de hacerlo: su padre, harto de verlo arreglar el fusil que guarda en el armario, le dijo que se fuera, que buscase qué hacer a la intemperie. Ahí está, sin rumbo, pero con el mandato de su padre que resuena en su cabeza como un disco rayado sin arreglo. Tiene miedo, sí, un miedo inexplicable y espantoso, un miedo de muerte que lleva a cuestas desde la guerra. Esas imágenes que no pueden borrarse ultrajan su mente con flashes reiterativos de su amigo muerto, de estallidos en el cielo, y el ruido, que también escucha a diario.
¿Estaba loco? ¿Por qué no podía olvidar, aunque solo fuera un momento, aquella maldición que alguien le envió? ¿Por qué lo habían elegido? ¿Por qué el número de su documento era ese y no otro?
Comienza a tararear una canción que coincide a la perfección con todas las escenas que recuerda.
De estar caminando a esas horas, lo peor es el frío que le cala en los huesos. Se imagina arreglando el fusil del armario y unas lágrimas ruedan por sus mejillas. Llora a diario, no puede evitarlo. La tristeza que lleva cargando desde hace tantos años no lo deja despertar de esa pesadilla, círculo vicioso de autoflagelo.
“No te olvides –se dice a sí mismo–, no hay posibilidad de olvido”.
Lee y relee las cartas que escribió durante su viaje, cartas a su familia, al amor de su vida. Las lee todos los días, como un ritual, para tener muy presente ese sentimiento que un día importó.
Los años lo habían convertido en un ser distante y parco, muchos decían que había dejado de sentir, que había perdido parte de su “humanidad”, la esencia del ser. ¿La habría dejado en las islas?
Se abraza para protegerse del frío. Restregarse las manos en su propio cuerpo era lo que hacía cuando estaba de guardia, mirando las estrellas en el paraje helado de las islas. Terror sí sentía, ese sentir lo conocía muy bien. Mirar las estrellas de noche y tener miedo de que cayeran sobre él, en un derrame de luces que aniquilara todo ser vivo en un cierto radio de alcance.
Recuerda aquella película de Farocki en que habla sobre el napalm. El hombre nunca lo vio, pero la impresión del dolor intenso que se marcaba en el rostro de sus compañeros de batalla al ser heridos se le aparece como semejante a la de aquel que figura en pantalla. Rostros reiterados y acumulados en siglos de guerras y muertes.
Se imagina cómo podría sentirse el desintegrarse en un instante bajo la bomba atómica, aunque es un sentir no fácil de captar. ¿Y qué tiene eso que ver con él?
Se siente con suerte dentro de la desgracia de su pasado. Cualquiera diría que salió bien parado del asunto.
El hombre llega a una iglesia y decide subir las escaleras que lo llevan a la entrada. Abre la puerta rechinante de óxido acumulado en las bisagras. Ese lugar le gusta mucho porque le recuerda a una fotografía de una construcción europea: la iglesia fue levantada sobre una mezquita antigua, que fue reacondicionada a sus nuevas funciones y cultos.
El hombre se ríe de esta comparación porque no sabe cuál es realmente el parecido y se adelanta hacia el altar. En el centro, al fondo del templo, se encuentra un Jesucristo crucificado. La primera vez que lo vio le llamó la atención que ese Jesús fuese negro y enorme. En otras iglesias había visto ángeles negros, pero nunca un Cristo crucificado de ese color.
Un ventilador hace ruido desde lo alto, distrayéndolo de sus pensamientos sobre los relatos de la Biblia. El hombre rememora el día en que se lo llevaron al hospital para pacientes con enfermedades mentales. Según le contaron, lo encontraron desnudo y ensangrentado, llorando a los pies de su cama por haber boxeado contra su propia imagen, en el espejo de su cuarto. Como no entendía en qué tiempo y lugar estaba, lo encerraron en el hospital. Allí le administraron varias pócimas mágicas que le devolvieron su juicio.
El hombre mira sus manos, llenas de cicatrices, pero sube la mirada hacia el destartalado ventilador. En algún punto, ese ventilador le trae a la mente imágenes de aquellos helicópteros que circulaban para matarlo, durante la guerra.
En una de las paredes de la iglesia se halla escrita una frase de Salmos:
“Te ensalzaré, oh, Dios,
porque, tirando de mí,
me has subido
y no has dejado que mis enemigos
se regocijen sobre mí” (Sl 30: 1)
El hombre a veces siente que el leer la Biblia lo ayuda, otras veces pasa por alto estas lecturas y se entretiene en cuestiones históricas o políticas, que son muy de su agrado desde su regreso a casa.
Reiterativa y recurrente, la voz de una explicación del gobernador resuena como una visión de derrota que lo acompaña en todo momento. Ese sentir del que fue obligado a pelear y al que, sin embargo, ni Dios quiso ayudar:
“(…) y no has dejado que mis enemigos se regocijen sobre mí”, se dice.
El día en que el hombre volvió de la guerra entendió que su vida futura se basaría en la búsqueda de una explicación sobre el proceder divino, y la superación del sentimiento del perdedor. Muchos de sus compañeros supervivientes ya se han quitado la vida, pero él sigue en pie.
El hombre no entiende aún cómo compaginar el modo en que fue manejado todo el asunto, la dictadura y su sentido patriótico. No ha encontrado en forma fehaciente si realmente tiene derecho a un reclamo soberano. Ha escuchado que los habitantes de las islas no estuvieron felices con la llegada de la guerra, y que tampoco estuvieron a favor de ninguno de los dos bandos, porque deseaban ser un Estado autónomo.
El hombre recuerda tantas declaraciones de independencia que hubo a lo largo de la historia, tantas muertes justificadas por amor a la patria.
“También está la cuestión religiosa”, piensa absorto.
En ese momento, el hombre decide volver a las islas, al sitio donde alguna vez estuvo al borde de la muerte. Aún no sabe exactamente el motivo de su impulso, pero siente la necesidad interna que le quema la sien, esa necesidad obligada de verlo todo de nuevo. Como la memoria, que hace reaparecer una y otra vez las mismas imágenes, así siente el hombre, clavada en su mente, la recurrente exasperación del retorno.
El hombre se pone de pie y camina hacia la salida. Moja sus dedos en agua bendita y hace la señal de la cruz sobre su propio cuerpo, persignándose al tiempo que recita en voz baja:
—Por la señal de la santa cruz, de nuestros enemigos, líbranos Señor, Dios nuestro.
Abre el portón y sale nuevamente a la calle. Allí hay un automóvil detenido desde donde suena la Cabalgata de las valquirias, de Wagner, una de sus composiciones favoritas.
El hombre la repite a diario en el tocadiscos del comedor, mientras recita de memoria el poema “Remordimiento póstumo” de Baudelaire. Siempre pensó que coincidían a la perfección música y ritmo de las palabras, otorgando un significado nuevo al fragmentario instante; como si hubiesen sido creados el uno para el otro, y él fuese el nexo necesario para que se produjera esa comunión de arte.
El hombre camina y se detiene en una agencia de viajes. Compra un boleto a las islas, sin alojamiento.
—Lo encontraré allí –dijo al vendedor
En algunas oportunidades se siente nuevamente como si estuviese en el hospital. En aquel lugar, lo único que hacía era levantarse por las mañanas, tomar las medicinas que le daba la enfermera, caminar dando una vuelta completa al piso, sin saludar a nadie e intentando que no lo descubrieran. Para ello, elaboró una técnica a la que llamó “expedición secreta” y que consistía en dar pasos sigilosos hasta llegar a la primera abertura que se encontrara. Entonces, quedarse inmóvil hasta que las personas que estén invadiendo el camino se dispersen. Luego avanzar nuevamente. Este método es el que utilizaba en el hospital, lamentándose de no tener su fusil al alcance de la mano por si algo fallaba y lo descubrían. El hombre sabía muy bien que todas las personas que estaban en la clínica lo vigilaban día y noche, dado lo cual era muy difícil escapar sin un arma. Luego de recorrer el piso completo, volvía a su habitación, se sentaba en una silla, y así quedaba sin moverse el resto del día. A través de la persiana entreabierta de la ventana, observaba el detalle de los movimientos de todos los hombres que habitaban el lugar. Escuchaba sus conversaciones y monólogos, miraba sus desplazamientos y se hacía un croquis mental en planta para estudiarlos y utilizarlos a su favor, de ser necesario. También tenía su propio código secreto para no olvidar algún detalle muy importante. La enfermera y el médico pensaban que el hombre era un ente, porque eso era lo que él quería que pensasen. Jamás relató ningún episodio de su niñez o de su pesar en las islas. En ningún momento obtuvieron de él alguna información o pista.
En el hospital conoció a un señor, el único que llamó su atención de un modo particular. Eliseo era su nombre, y era el líder de los demás hombres que se alojaban. Un líder sin condecoraciones, similar al del ejército, pero definido por motu popular. Se preocupaba por sus congéneres de manera dedicada, impidiendo que pasaran frío o hambre, convidando sus ropas y alimentos al que más lo necesitara. Esa era la razón por la cual lo seguían. Sin embargo, un día apareció muerto. En su honor, los demás pacientes inventaron un ritual, que aún hoy siguen practicando y enseñando los unos a los otros.
Después de un largo viaje, el hombre llega a las islas en búsqueda de alojamiento. Habla poco el idioma oficial, pero se las ingenia para conseguir lugar en un pequeño hotel. Le dan la llave de su habitación y agradece al recepcionista de tosca manera. Sube. Abre la puerta de la habitación y se acerca a la ventana para ver el paisaje, al igual que como lo hacía en el hospital. Descubre a varios transeúntes vestidos con los mismos colores.
“Es extraño”, piensa.
Decide quitarse toda la ropa. Así es solo un hombre como el que está paseando, como su amigo, como el que se encuentra al otro lado del mundo. Nadie le quitó su arma cuando salió de viaje. El hombre ve este hecho como una señal. ¿Es que se abre la puerta a una nueva contienda? Se mira al espejo completamente desnudo y su reflejo le parece el de otro hombre. Ese otro le habla, encerrado en el marco delimitante, sin ropa, igual que él.
—¿Estás hablando conmigo? –pregunta–. No hay nadie más aquí.
El hombre del espejo no le responde, mueve su boca burlándose, pero solo eso. El hombre toma su arma y apunta, el del espejo hace lo mismo. El hombre piensa que es mejor no disparar, corre el riesgo de que ese otro lo hiera. Decide tomar su chaqueta y cubrir el espejo.
Entra en la ducha, siente el agua escurriendo por su cuerpo como un bautismo del cual quisiera no salir. El sonido del agua hace que reflexione sobre su vida pasada. Se enjabona vigorosamente.
El hombre nunca había cometido un hecho grave que lo condenara a pelear en guerra: no había robado ni matado hasta ese entonces. ¿Por qué había sido castigado antes de tiempo? Recordó la idea de karma. ¿Será verdad? Se dijo a sí mismo que si entrara alguien a ese baño podría matarlo sin resistencia, como en la guerra, con bombas y balas.
El hombre siente un mareo que lo hace sostenerse de la pared. Decide sentarse mientras las gotas de agua empapan insistentemente su cuerpo triste y herido. Posee varias cicatrices profundas que sanaron luego de su regreso a casa. Su padre estaría buscándolo, pero eso no importaba realmente. Al hombre le preocupa sobremanera la obligación de cumplir con su deber. Desertor o valiente sería llamado según la determinación tomada.
—Valiente –dice en voz alta.
El hombre camina a través de las calles de las islas. Necesita llegar al cementerio de los caídos.
Allí, un guardia le permite el acceso. Se abren ante él una infinita cantidad de tumbas iguales, milimétricamente separadas por sendas de césped y dispuestas en hileras rectangulares unidas por piedra. Cada una tiene clavada una cruz tridimensional a escala de la gran cruz central, ubicada al fondo del cementerio. Todo es quietud y silencio. En varias lápidas se lee: “Soldado solo conocido por Dios”. Esta frase fue utilizada para soldados sin rostro, deshechos.
El hombre cae de rodillas en un sollozo profundo, infinito como la misma historia. Luego se recuesta sobre uno de los montículos de un N. N. En alguno de ellos se encuentra Xé, su amigo de la niñez. El hombre se había enterado de su desaparición a su regreso.
Se pincha un dedo y derrama una gota en cada tumba desconocida. A partir de ahora esos N. N. se convierten en sus hermanos de sangre. Una parte de su alma se queda con ellos.
El hombre respira hondo y se dirige hacia la salida: lleva consigo el dolor de tiempos pasados que se mezclan con el olvido social generalizado. Toca el arma fría que lleva en el bolsillo, la empuña, colocando el dedo en el gatillo.
—Valiente –dice en voz alta–. Nadie olvidará lo que pasó con nosotros, hermanos.
Entra en una escuela secundaria con paso firme. Se escuchan los gritos desaforados de los adolescentes y maestros. Luego, un último disparo y, nuevamente, el silencio sepulcral del cementerio.