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HarperCollins 200 años. Desde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1988 Nora Roberts

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Juego sin nombre, n.º 71 - octubre 2017

Título original: The Name of the Game

Publicada originalmente por Silhouette© Books

Este título fue publicado originalmente en español en 2006

 

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises

Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-426-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

 

 

A Faye Ashley.

Ahora tendrás que dejarme el brazalete

Capítulo 1

 

—Marge, esta es su oportunidad de ganar diez mil dólares. ¿Preparada?

Marge Whittier, una maestra de Kansas City con cuarenta y ocho años y dos nietos, se removió en su silla. Los focos brillaban, el tambor redoblaba y la posibilidad de que Marge se mareara aumentaba a cada momento.

—Preparada.

—Buena suerte, Marge. El reloj empezará a correr cuando elija usted el primer número. Adelante.

Marge tragó saliva, se estremeció y eligió el número seis. Los sesenta segundos comenzaron a correr, y la tensión fue aumentando a medida que Marge y su compañera, una celebridad, se estrujaban las neuronas para hallar la respuesta acertada a cada pregunta. Contestaron en un periquete a preguntas tales como quién fundó el psicoanálisis y cuántas yardas tiene una milla, pero de pronto se pararon en seco. ¿Qué elemento químico contienen todos los compuestos orgánicos?

Marge se puso pálida y le temblaron los labios. Era profesora de lengua, sabía algo de historia y era un hacha en cuestión de cine, pero las ciencias no eran su fuerte. Miró con expresión suplicante a su compañera, más conocida por su ingenio que por su cultura. Los preciados segundos fueron pasando. La campana sonó mientras titubeaban, y a Marge se le escaparon diez mil dólares entre los sudorosos dedos.

El público del estudio rugió, decepcionado.

—Lástima, Marge —John Jay Johnson, el presentador, un tipo alto y relamido, posó su mano sobre el hombro de la concursante. Su voz bella y sinuosa expresaba la mezcla justa de desilusión y esperanza—. Has estado en un tris. Pero, con ocho respuestas correctas, añades otros ochocientos dólares a tu marcador. ¡Impresionante! —sonrió a la cámara—. Volvemos después de una pausa publicitaria para sumar las ganancias de Marge y darles la respuesta correcta a la pregunta. Quédense con nosotros.

Entró la música. John Jay dejó a mano su sonrisa paternalista y aprovechó la pausa de noventa segundos para acercarse a la bella celebridad.

—Será capullo —masculló Johanna.

La pena era que el aspecto de galán y las maneras untuosas de John Jay mantenían alto el índice de audiencia de ¡Alerta!, y Johanna lo sabía. Como productora ejecutiva, había tenido que resignarse a aceptar a John Jay como parte del decorado. Miró el segundero de su reloj y se acercó a las perdedoras. Compuso una sonrisa, las felicitó y les expresó su simpatía al tiempo que intentaba tranquilizarlas. Las necesitaba delante de la cámara para el final del programa.

—Entramos en cinco —anunció, y dio la señal para que entraran los aplausos y la música—. En el aire.

John Jay rodeó a Marge con el brazo, enseñó sus fundas dentales de tres mil dólares y despidió el programa.

Eran todos una gran familia cuando el ayudante del realizador paró su cronómetro.

—¡Se acabó!

Kiki Wilson, estrella de una popular comedia televisiva y compañera de Marge, se quedó charlando unos minutos con Marge tan afectuosamente que sin duda la maestra de escuela recordaría con cariño aquel momento muchos años después. Cuando se levantó y se acercó a John Jay, Kiki llevaba aún puesta su sonrisa.

—Si vuelves a hacer eso —le dijo en voz baja—, te hará falta una ambulancia.

John Jay, que sabía que se refería al rápido (y, a su modo de ver, sutil) manoseo que le había dedicado antes de que acabara el descanso, sonrió.

—Es parte del servicio. En cuanto a esa copa, cariño…

—Kiki —con un ademán suave que no parecía tan precipitado y ansioso como era en realidad, Johanna alejó de allí a la actriz—, quiero darte las gracias otra vez por venir al programa. Sé lo ocupada que estás.

La cálida voz y las suaves maneras de Johanna disminuyeron un poco la presión arterial de Kiki.

—Me he divertido —Kiki sacó un cigarrillo y le dio distraídamente unos golpecitos sobre la pitillera esmaltada—. El programa está muy bien. Es ágil. Y bien sabe Dios que nunca viene mal que la gente te vea.

Aunque no fumaba, Johanna llevaba siempre un pequeño encendedor de oro. Lo sacó y le dio fuego a Kiki.

—Eres un cielo. Confío en que vengas otra vez.

Kiki exhaló el humo del cigarrillo y miró a Johanna con fijeza. «Esta conoce su trabajo», se dijo, «aunque parezca una modelo de anuncios de champú o de yogures». El día había sido muy largo, pero el catering era de primera clase y el público del estudio había sido generoso con sus aplausos. En cualquier caso, su agente le había dicho que ¡Alerta! era el concurso de moda esa temporada. Teniendo en cuenta eso, y el hecho de que ella tenía sentido del humor, Kiki sonrió.

—Podría ser. Tienes un buen equipo, con una notable excepción.

Johanna no tuvo que volverse para adivinar sobre quién se había posado la mirada entornada de Kiki. A John Jay, se le quería o se le despreciaba. No había término medio.

—Debo disculparme si te ha causado alguna molestia.

—No te preocupes. En este negocio hay un montón de capullos —Kiki observó a Johanna de nuevo. «Menuda cara», pensó. «Hasta sin maquillaje»—. Me extraña que tú no tengas unas cuantas marcas de colmillos.

Johanna sonrió.

—Tengo la piel muy dura.

Cualquiera que la conociera sabía que era cierto: Johanna Patterson podía parecer dulce y delicada, pero tenía la energía de una amazona. Durante un año y medio había trabajado como una esclava para conseguir que ¡Alerta! saliera a antena. No era una novata en el negocio del entretenimiento, y precisamente por ello era consciente de que, entre bastidores y en las salas de reuniones, aquel seguía siendo un mundo de hombres.

Eso cambiaría algún día, pero algún día era un plazo de tiempo demasiado largo para ella. Johanna no tenía paciencia para esperar a que las puertas se abrieran. Cuando ambicionaba algo, las abría de un empujón. Para ello estaba dispuesta a hacer ciertos ajustes. El negocio del entretenimiento no tenía secretos para ella; ni los tratos, ni las concesiones, ni los compromisos. Siempre y cuando el producto final fuera de calidad, lo demás le traía sin cuidado.

Había tenido que tragarse su orgullo y sacrificar un principio o dos para que su criatura viera la luz. Por ejemplo, no era su nombre, sino el logotipo de su padre el que centelleaba en grandes letras al final del programa: Carl W. Patterson Productions.

Era a su padre a quien estaba vinculada la cadena de televisión, y en el que confiaban los peces gordos de la junta directiva. Así que Johanna usaba aquel nombre (a regañadientes) y luego hacía las cosas a su manera.

De momento, aquel difícil maridaje estaba en su segundo año y seguía en pie. Pero Johanna conocía el negocio (y a su padre) demasiado bien como para dar por sentado que las cosas seguirían siempre así.

Así que trabajaba con ahínco, ataba los cabos sueltos, resolvía con presteza los problemas que surgían y delegaba cuidadosamente todo aquello de lo que no podía ocuparse en persona. El éxito o el fracaso del concurso no la haría despegar ni la hundiría financiera o profesionalmente, pero no era solo su dinero o su reputación lo que estaba en juego. Johanna tenía sus aspiraciones y su amor propio.

El público había salido del estudio. En el plató quedaban aún un par de técnicos que estaban chismorreando o concretando algún asunto de última hora. Eran más de las ocho de la tarde, y Johanna llevaba catorce horas trabajando.

—Bill, ¿tienes las copias?

El editor le dio los duplicados de las cintas de ese día. En una jornada completa, se producían y grababan cinco programas. Cinco cambios de ropa para los concursantes famosos (Johanna se negaba a llamarles «estrellas invitadas»), y cinco visitas al guardarropa de John Jay, quien insistía en cambiarse hasta de calzoncillos para cada programa. Sus elegantes trajes y sus corbatas a juego serían enviados de vuelta al sastre de Beverly Hills que se los prestaba a cambio de que su nombre apareciera en pantalla al final de cada programa.

El trabajo de John Jay había acabado, pero el de Johanna acababa de empezar. Había que revisar las cintas, editarlas y hacer los ajustes de tiempo necesarios. Johanna supervisaba cada paso. Había correo que revisar, cartas de telespectadores que esperaban ser elegidos como concursantes y otras de personas que no estaban de acuerdo con ciertas respuestas. Debía reunirse con el coordinador de documentación para repasar datos y seleccionar nuevas preguntas para las siguientes emisiones. Y, aunque no podía entrevistar personalmente a cada posible concursante, repasaría la selección del coordinador encargado de elegirlos.

Los escándalos de los concursos de los años cincuenta habían quedado muy atrás, pero nadie quería que se repitieran. Las normas y la regulación eran muy estrictas. Johanna acostumbraba a no relajarse nunca, y a repasar cada detalle ella misma.

Cuando los concursantes seleccionados llegaban al estudio el día de la grabación, se les dejaba en manos de miembros del personal que los mantenían apartados del equipo, del público y de sus posibles compañeros. Se les entretenía, se les tranquilizaba y se les mantenía alejados del plató hasta que llegaba su turno.

Las preguntas se guardaban en una caja fuerte cuya combinación solo conocían Johanna y su ayudante personal.

Luego había que tratar, claro está, con los famosos, que querían que en el camerino hubiera flores y sus bebidas favoritas. Algunos se dejaban llevar y le hacían la vida más fácil, y otros se ponían quisquillosos solo para darse importancia. Johanna sabía (y ellos sabían que lo sabía) que muchos aparecían en programas concurso matinales no por dinero, ni por diversión, sino por ser vistos. Para ello aparecían en series o programas especiales, adulaban a los peces gordos de las cadenas de televisión y se desvivían por que el público no se olvidara de sus caras.

Por suerte, muchos de ellos se divertían una vez se echaba a rodar la pelota. Había aún más, sin embargo, a los que había que mimar, adular y engatusar. Johanna estaba dispuesta a hacerlo siempre y cuando la ayudaran a mantener su programa en antena. Cuando una había crecido en el mundillo del entretenimiento y entre temperamentos artísticos, había muy pocas cosas que pudieran sorprenderla.

—Johanna…

Johanna puso en espera su fantasía de un buen baño caliente y un masaje en los pies.

—¿Sí, Beth? —guardó las cintas en su enorme bolso y esperó a su ayudante. Bethany Landman era joven, lista y enérgica. En ese mismo instante parecía hallarse en estado de ebullición—. Espero que sea una buena noticia. Los pies me están matando.

—Es una buena noticia.

Bethany, una joven morena y vivaz cuyo físico contrastaba con la rubicunda frialdad de Johanna, agarró su portafolios y prácticamente se puso a bailar.

—Lo tenemos.

Johanna se colocó el asa del bolso sobre la hombrera de su fina chaqueta azul violáceo.

—¿A quién tenemos y qué vamos a hacer con él?

—A Sam Weaver —Beth se mordió el labio inferior al sonreír—. Y se me ocurren un montón de cosas que podríamos hacer con él.

El hecho de que Bethany fuera aún tan inocente que se dejara impresionar por un cuerpo musculoso y una cara bonita, aunque ruda, hizo que Johanna se sintiera vieja y cínica. En realidad, la hizo sentirse como si hubiera nacido así. Sam Weaver era el sueño de cualquier mujer. Johanna jamás habría negado su talento, pero hacía ya mucho tiempo que no se le aceleraba el pulso ante una mirada provocativa y una sonrisa altanera.

—¿Por qué no me dices las más plausibles?

—Johanna, no tienes ni un pelo de romántica.

—No, no lo tengo. ¿Podemos hablar mientras andamos, Beth? Quiero ver si el cielo sigue ahí.

—¿Te has enterado de que Sam Weaver ha hecho su primer programa para televisión?

—Sí, una miniserie —respondió Johanna mientras zigzagueaban por el pasillo del estudio.

—Ahora no lo llaman miniserie. Los de publicidad lo llaman «evento fílmico de cuatro horas».

—Me encanta Hollywood.

Bethany se echó a reír y cambió de sitio su portafolios.

—En fin, aproveché la ocasión y me puse en contacto con su agente. La película es para nuestra cadena.

Johanna abrió de un empujón la puerta del estudio y respiró hondo. Aunque era aire de Burbank y, por tanto, distaba mucho de ser fresco, le sentó bien.

—Estoy empezando a ver por dónde vas.

—El agente fue muy ambiguo, pero…

Johanna estiró los hombros y buscó sus llaves.

—Creo que me va a gustar ese «pero».

—Acabo de recibir una llamada de arriba. Quieren que lo haga. Habrá que pasar los programas la semana antes de que emitan la película y darle tiempo para que lo mencione cada día —se detuvo el tiempo justo para dar a Johanna oportunidad de asentir con la cabeza—. Con esas garantías, le presionarán y lo conseguiremos.

—Sam Weaver —murmuró Johanna.

No podía negarse su poder de atracción. Era alto, larguirucho y guapo, aunque un tanto tosco. Sin embargo, había en él algo más. Un papelito en una película, hacía cinco o seis años, había sido su trampolín hacia la fama. Desde entonces se contaba entre los mejor pagados y los más taquilleros. Era más que probable que fuera un incordio trabajar con él, pero valía la pena intentarlo. Johanna pensó en los millones de televisores de todo el país y en los índices de audiencia. Sí, valía la pena intentarlo.

—Buen trabajo, Beth. A ver si firma pronto.

—Eso está hecho —Bethany permaneció junto al pequeño Mercedes mientras Johanna subía—. ¿Me despedirás si babeo?

—Desde luego que sí —Johanna le lanzó una sonrisa mientras giraba la llave—. Nos vemos mañana.

Sacó el coche del aparcamiento como una bala. Sam Weaver, pensó mientras subía la radio y dejaba que el viento le agitara el pelo. No estaba mal, se dijo. No, nada mal.

 

 

Sam se sentía como un pez con el anzuelo clavado en la boca, y no le gustaba la sensación. Arrellanado en el mullido sillón de su agente, con las largas piernas estiradas, tenía en la cara aquel hosco ceño que tanto gustaba a las mujeres.

—Cielo santo, Marv. ¿Un programa concurso? ¿Por qué no me pides que me vista de banana y haga un anuncio?

Marvin Jablonski masticaba con denuedo una almendra garrapiñada, su sustituto del tabaco. Admitía tener cuarenta y tres años (diez más que su cliente) e iba vestido y acicalado con un estilo sutil que denotaba riqueza y suficiencia. Había vestido igual incluso en los tiempos en que su despacho consistía en una cabina telefónica y un maletín. Sabía lo esenciales que eran las apariencias en aquella ciudad, lo mismo que sabía que era vital tener contento a un cliente mientras se le manipulaba.

—Ya me parecía que era demasiado pedir que tuvieras amplitud de miras.

Sam advirtió la nota de reproche en el tono de Marv: el pobre agente que se sacrifica para intentar cumplir con su cometido. Marv distaba mucho de ser pobre, y jamás se había sacrificado a sí mismo. Pero aquel tono surtía efecto. Sam exhaló una especie de suspiro, se levantó y cruzó el ostentoso despacho de Marv en Century City.

—Ya demostré bastante amplitud de miras cuando acepté hacer el circuito de los programas de entrevistas.

En la suave voz de barítono de Sam se adivinaba aún el deje de su Virginia natal, pero en Los Ángeles su reputación no era precisamente la de un caballero rural. Mientras se paseaba por la habitación, sus largas zancadas hacían pensar al observador en un hombre que sabía exactamente lo que se traía entre manos.

Y así era, pensó Marv. De otro modo, él, un reputado y exigente agente teatral, no habría tomado a su cargo seis años antes a aquel joven y pujante actor. El instinto, solía decir Marv, era tan importante como un buen desayuno.

—La promoción forma parte del negocio, Sam.

—Sí, y yo hago mi parte. Pero ¿un programa concurso? ¿Cómo va a subir los índices de audiencia de Rosas el que yo adivine qué hay detrás de una puerta?

—En ¡Alerta! no hay puertas.

—Gracias al cielo.

Marv dejó pasar aquel sarcasmo. Era una de las pocas personas de aquel mundillo que sabían que a Sam Weaver se le podía convencer recurriendo a palabras tales como «responsabilidad» y «obligación».

—Subirá la audiencia porque millones de personas ven ese programa cinco días a la semana. A la gente le encantan los juegos, Sam. Les gusta jugar, les gusta mirar y les gusta ver cómo otro se va a casa con un almuerzo gratis. Podría enseñarte miles de datos y estadísticas, pero digamos simplemente que gran parte de esos espectadores son mujeres —su sonrisa se extendió fácilmente, moviendo su fino bigote entrecano—. Mujeres, Sam, las mismas que compran el grueso de los productos que venden los anunciantes. Y ese refresco que patrocina Rosas también se anuncia en ¡Alerta!. A la cadena le gustan esas cosas, Sam. Así todo queda en casa.

—Qué bien —Sam enganchó los pulgares en los bolsillos de sus vaqueros—. Pero los dos sabemos que no acepté ese contrato para vender un refresco con burbujas.

Marv sonrió y se pasó una mano por el pelo. Su nuevo bisoñé era una obra de arte.

—¿Y por qué lo aceptaste?

—Ya sabes por qué. El guion era oro puro. Necesitábamos cuatro horas para hacerlo bien. Para una película de dos horas, tendríamos que haber destrozado el guion.

—Así que utilizaste la televisión —Marv juntó los dedos ligeramente, como si cerrara una celada—. Y ahora la televisión quiere utilizarte a ti. Es un trato justo, Sam.

«Justo» era otra palabra por la que Sam sentía debilidad.

Su opinión, sin embargo, se resumió en un breve epíteto malsonante. Después se quedó mirando en silencio la panorámica de la ciudad que se divisaba desde el elevado despacho de su agente. No llevaba tantos años con los pies fuera del pavimento como para haber olvidado cómo se filtraba el calor por las suelas de sus zapatillas y cómo podía apoderarse de él la frustración. Marv había corrido un riesgo con él. Un riesgo calculado, pero riesgo a fin de cuentas. Y a Sam le gustaba pagar sus deudas. Pero detestaba ponerse en ridículo.

—No me gusta jugar —masculló—, a menos que sea yo quien imponga las normas.

Marv hizo caso omiso del timbre de su intercomunicador; era la prerrogativa del suplicante.

—¿Hablas de política o del concurso?

—Me da la impresión de que las dos cosas van unidas.

Marv se limitó a sonreír otra vez.

—Eres un chico listo, Sam.

Sam giró la cabeza ligeramente. Marv había recibido el impacto de aquellos ojos otras veces. Eran una de las razones por las que había reclutado a un desconocido cuando estaba en situación de rechazar a astros bien asentados. Los ojos de Sam eran grandes, azules y de densas pestañas. De un azul eléctrico, poseían la energía de un relámpago y eran intensos como su rostro de alargadas facciones, fino y de boca firme. El mentón parecía, más que hendido en dos, esculpido. La suya era una de esas barbillas que dan la impresión de aguantar un buen puñetazo. Y su nariz estaba un tanto torcida, porque así había sido, en efecto.

El sol de California había bronceado su piel intensamente y había añadido a su rostro el interés de unas cuantas arrugas leves, de esas que hacían estremecerse a las mujeres imaginando las experiencias que las habían inscrito allí. Su cara poseía un aire misterioso que atraía a las mujeres, y una rudeza que despertaba la admiración de los hombres. Su cabello era oscuro y lo bastante largo como para que lo llevara a su aire.

No era el de Sam un rostro digno del póster del cuarto de una adolescente, pero era de esos que poblaban los sueños secretos de las mujeres.

—¿Qué capacidad de elección tengo en este asunto? —preguntó Sam.

Marv, que conocía a su cliente, pensó llegado el momento de decirle la verdad pura y dura.

—Casi nula. Tu contrato con la cadena te obliga a promocionar tu trabajo. Podríamos escaquearnos, pero no te conviene ni para este proyecto, ni para los que puedan surgir más adelante.

A Sam le importaban un bledo las conveniencias. Rara vez pensaba en ellas. Pero aquel proyecto era importante.

—¿Cuándo sería?

—Dentro de dos semanas. Me encargaré del papeleo. Intenta no perder la perspectiva, Sam. Es solo un día de tu vida.

—Sí, ya.

Un solo día, pensó, no podía importar gran cosa. Y no era fácil olvidar que, diez años antes, la ocasión de participar en un concurso le habría parecido tan milagrosa como si lloviera maná del cielo.

—Marv… —se detuvo en la puerta—, si hago el ridículo, te lleno de pegamento el peluquín.

 

 

Resultaba extraño que dos personas que tenían negocios en el mismo edificio y tomaban a menudo el ascensor, no se cruzaran nunca. Sam no recorría a menudo el trayecto entre Malibú y el despacho de su agente. Ahora que su carrera iba en ascenso, solía estar muy ocupado con ensayos, rodajes y reuniones con guionistas. Cuando disponía de un par de semanas libres, como en ese momento, no perdía el tiempo batallando con el tráfico de Los Ángeles, ni encerrándose entre las impresionantes paredes de Century City. Prefería la soledad de su rancho.

Johanna, por su parte, hacía a diario el viaje hasta su oficina en Century City. Hacía dos años que no se tomaba vacaciones, y solía invertir sesenta horas semanales trabajando en su programa. Si alguien hubiera dicho que era una adicta al trabajo, ella se habría sacudido aquella etiqueta sin darle importancia. A su modo de ver, el trabajo no era ninguna lacra; era un medio para alcanzar un fin. El éxito justificaba sus largas horas de esfuerzo y de dedicación. Estaba decidida a que nadie la acusara de beneficiarse del triunfo de Carl Patterson.

Las oficinas de ¡Alerta! eran cómodas, pero sencillas. Su despacho era lo bastante grande como para impedir que sintiera claustrofobia y lo bastante práctico como para que fuera evidente que allí se trataba de negocios. Llegaba como un clavo a las ocho y media, descansaba para comer solo si el almuerzo incluía una reunión de trabajo, y luego seguía trabajando de un tirón hasta que acababa. Aparte de su devoción casi maternal por su programa concurso, Johanna estaba dándole vueltas a otra idea: un concurso de palabras, un proyecto que estaba casi listo para presentárselo a los directivos de la cadena.

Estaba con la chaqueta colgada de la silla y la nariz pegada a las posibles preguntas de toda una semana que le habían pasado los documentalistas. Tenía que acercarse mucho al papel porque se negaba a ponerse las gafas de leer.

—¿Johanna?

Johanna profirió un leve gruñido y siguió leyendo.

—¿Sabías que Howdy Doody tenía un hermano gemelo?

—Nunca fuimos íntimos —dijo Bethany en tono de disculpa.

—Doble Doody —le informó Johanna con una inclinación de cabeza—. Me parece buenísima para la ronda rápida. ¿Has visto el programa de hoy?

—Casi todo.

—Creo que deberíamos intentar que volviera Hank Loman. Las estrellas de teleserie tienen mucho tirón.

—Hablando de tirón… —Bethany puso un montón de papeles sobre la mesa de Johanna—. Aquí está el contrato para Sam Weaver. He pensado que querrías echarle un vistazo antes de que se lo suba a su agente.

—Bien —Johanna apartó unos papeles y se acercó el contrato a la cara—. Vamos a mandarle una cinta del programa.

—¿El queso y la fruta de siempre para el camerino?

—Ajá. ¿Han arreglado ya la cafetera?

—Sí.

—Estupendo —miró de refilón su reloj, un reloj sencillo, con una correa de cuero negro. El de diamantes que la secretaria de su padre había elegido para su último cumpleaños seguía metido en su caja—. Vete a comer, anda. Ya se lo subo yo.

—Johanna, estás olvidando otra vez que tienes que delegar.

—No, solo estoy delegando en mí misma —se levantó y sacudió su chaqueta rosa pálido para quitarle las arrugas. Tras recoger el mando a distancia que había sobre su mesa, lo dirigió hacia el televisor del otro lado de la habitación. Las imágenes y el sonido se apagaron—. ¿Todavía sales con ese aspirante a guionista?

—Siempre que puedo.

Johanna sonrió mientras se ponía la chaqueta.

—Pues será mejor que te des prisa. Esta tarde tenemos que reunirnos para hablar del concurso para los telespectadores. Quiero que esté listo el mes que viene —recogió los contratos y los guardó junto a una cinta en su maletín de piel—. Ah, y recuérdame que le dé una colleja a John Jay, ¿quieres? Ha vuelto a facturarnos una caja de champán.

Bethany anotó aquello con entusiasmo en letras mayúsculas.

—Encantada.

Johanna se echó a reír mientras salía.

—Los resultados de las pruebas de vídeo a los candidatos a concursantes, a las tres —prosiguió—. La mujer de ese técnico, Randy, está ingresada en Cedars of Lebanon para una pequeña operación. Mándale flores —Johanna miró hacia atrás y sonrió—. ¿Quién dice que no sé delegar?

Mientras subía en el ascensor, sonrió para sus adentros. Era una suerte contar con Beth, se dijo, aunque preveía ya el momento en que su ayudante ascendería y le diría adiós. El talento y la inteligencia rara vez se conformaban con el sueño de otra persona. A Johanna le gustaba pensar que ella era una prueba fehaciente de esa teoría. En todo caso, ahora tenía a Beth, y, junto con el resto de su brillante y joven equipo, iba camino de abrirse un hueco en el competitivo mundo de la televisión diaria.

Si podía conseguir que se hiciera un programa piloto de su nueva idea, estaba segura de que lograría venderlo. Luego, quizás, una telenovela de día, algo con mucha acción y dramatismo. Aquella historia estaba ya en sus comienzos. Además, estaba decidida a emitir una versión nocturna de ¡Alerta! en las cadenas independientes. Así pues, iba camino de lograr su objetivo: fundar su propia productora a cinco años vista.

Mientras el ascensor seguía subiendo, se alisó automáticamente el pelo y se tiró del bajo de la chaqueta. Sabía que las apariencias eran tan importantes como el talento.

Cuando las puertas se abrieron, se dijo con satisfacción que tenía un aspecto enérgico y profesional. Cruzó las amplias puertas de cristal de la oficina de Jablonski. Este no era partidario de la sencillez. Había allí enormes vitrinas anaranjadas llenas de abanicos y plumas, el bronce bruñido de una escultura que parecía representar un torso humano refulgía sin cesar, y la alfombra era de un blanco inclemente. Johanna pensó que debía de ser un infierno limpiarla.

Junto a las mesas de cristal había amplias butacas de piel negra y roja. Las revistas comerciales y los diarios del día estaban colocados en pulcros montones. El decorado convenció al instante a Johanna de que a Jablonski no le molestaba hacer esperar a sus clientes.

Los satinados escritorios de la zona de recepción eran también rojos y negros. Johanna vio a una atractiva morenita sentada tras uno de ellos. Apoyado en una esquina de la mesa e inclinado sobre la morenita, estaba Sam Weaver. Johanna levantó ligeramente una ceja.

No le sorprendió ver a Weaver coqueteando con la recepcionista. En realidad, era lo que esperaba de él y de los de su pelaje. A fin de cuentas, su padre se acostaba con todas las secretarias, recepcionistas y ayudantes que trabajaban para él.

Su padre también había sido alto, moreno y guapo, pensó. Todavía lo era. Lo único que la sorprendió al toparse con Sam Weaver fue que resultara ser de esos raros actores que parecían más guapos en persona que en la pantalla.

Impresionaba al instante.

Johanna pensó que los vaqueros ceñidos le sentaban bien, al igual que aquella camisa blanca de algodón, más propia de un trabajador que de una estrella del celuloide. No llevaba oro, ni refulgentes diamantes. No los necesitaba, pensó Johanna. Un hombre capaz de mirar a la recepcionista como miraba Sam a aquella morenita no necesitaba artificio alguno para llamar la atención.

—Es preciosa, Gloria —Sam se inclinó un poco más hacia las fotografías que la recepcionista le estaba enseñando. Desde la perspectiva de Johanna, parecía estar susurrándole halagos—. Tienes mucha suerte.

—Hoy hace seis meses —Gloria sonrió al mirar la fotografía de su hija y luego volvió a mirar a Sam—. He tenido suerte de que el señor Jablonski me diera una baja maternal tan larga. Es agradable volver al trabajo, pero ya la echo de menos.

—Se parece a ti.

La morenita se sonrojó, llena de placer y de orgullo.

—¿Tú crees?

—Claro. Mira esa barbilla —Sam tocó con un dedo la barbilla de Gloria. No estaba simplemente mostrándose amable. Lo cierto era que siempre le habían gustado los niños—. Seguro que no te aburres con ella.

—No te creerías… —la nueva madre podría haber seguido hablando largo y tendido de no ser porque, al levantar la vista, vio a Johanna. Azorada, volvió a guardar las fotos en un cajón. El señor Jablonski había sido muy generoso y comprensivo, pero Gloria no creía que le agradara que se pasara su primer día de trabajo enseñando las fotos de su hija—. Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarla?

Johanna inclinó un poco la cabeza y cruzó la habitación. Mientras tanto, Sam se giró hacia ella. No la miró de arriba abajo, pero casi.

Era preciosa. Él no era inmune a la belleza, a pesar de que a menudo se hallaba rodeado de ella. A primera vista, podía tomársela por una de aquellas rubias esbeltas y patilargas cuyas hordas poblaban las playas de California y adornaban satinados carteles publicitarios. Tenía la piel dorada; no bronceada, sino muy clara y deliciosamente dorada. Su cutis realzaba el cabello rubio y humoso, que se ahuecaba y rozaba las hombreras de la chaqueta. A su cara, ovalada y de rasgos clásicos, le prestaban dramatismo unos pómulos prominentes y una boca carnosa. Sus ojos, maquillados con unos delicados tonos rosa y violeta, eran del azul claro de un lago montañoso.

Era voluptuosa. Sutilmente voluptuosa. Sam también estaba acostumbrado a mujeres así. Tal vez fuera su modo de andar, la forma en que se movía debajo de la larga y holgada chaqueta y la falda recta, lo que la hacía tan especial. Sus zapatos, de color marfil, eran de tacón bajo. Sam descubrió con sorpresa que hasta se había fijado en ellos y en los pequeños y finos pies que contenían.

Ella ni siquiera lo miró, de lo cual Sam se alegró. Así tendría ocasión de observarla, de deleitarse en su contemplación, antes de que ella lo reconociera y echara a perder aquel instante.

—Traigo un sobre para el señor Jablonski.

Hasta su voz era perfecta, pensó Sam. Suave y tersa, tirando a fría.

—Se lo daré encantada —Gloria puso su sonrisa más amable.

Johanna abrió la cremallera de su maletín y sacó los contratos y la cinta de vídeo. Seguía sin mirar a Sam, aunque era muy consciente de que la estaba observando fijamente.

—Estos son los contratos para el señor Weaver, y esto una cinta de ¡Alerta!.

—Ah, bueno…

Sam atajó a Gloria limpiamente.

—¿Por qué no se los llevas, Gloria? Yo espero.

Gloria abrió la boca, volvió a cerrarla y se aclaró la garganta al tiempo que se levantaba.

—Está bien. Si espera un momentito… —le dijo a Johanna, y echó a andar por el pasillo.

—¿Trabaja usted para el concurso? —preguntó Sam.

Johanna le dedicó una sonrisa leve y desinteresada.

—¿Es usted aficionado al programa, señor…?

No lo había reconocido. Sam se quedó por un instante sorprendido y desconcertado, pero enseguida advirtió lo cómico de la situación y sonrió.

—Soy Sam —le tendió la mano, obligándola de ese modo a presentarse.

Ella aceptó su apretón.

—Johanna —dijo.

La espontaneidad con que había reaccionado Sam hizo que se sintiera mezquina. Estaba a punto de darle una explicación cuando notó que él no le había soltado la mano. La de él era dura y fuerte. Como su cara; como su voz. Fue su propia respuesta, aquella súbita e íntima reacción, lo que impulsó a Johanna a continuar fingiendo.

—¿Trabaja para el señor Jablonski?

Sam sonrió de nuevo. Era una sonrisa rápida y torcida que parecía avisar de que no era de fiar.

—En cierto modo, sí. ¿A qué se dedica usted en el programa?

—A un poco de esto y un poco de aquello —dijo ella sin apartarse de la verdad—. Pero no quisiera entretenerlo.

—Preferiría que lo hiciera —le soltó la mano, viendo que ella tiraba—. ¿Le apetecería ir a comer?

Ella levantó una ceja. Cinco minutos antes, Sam Weaver estaba flirteando con la morenita; y de pronto invitaba a comer a la primera mujer con que se topaba. Típico.

—Lo siento, estoy ocupada.

—¿Por cuánto tiempo?

—Bastante —Johanna miró a la recepcionista, más allá de Sam.

—El señor Jablonski se ocupará de que se firmen los contratos y de que le sean devueltos a la señorita Patterson mañana por la tarde, como muy tarde.

—Gracias —Johanna cambió de mano su maletín y dio media vuelta. Sam le puso una mano sobre el brazo y aguardó a que lo mirara.

—Hasta pronto.

Ella le sonrió desinteresadamente y se alejó. Cuando llegó al ascensor, se iba riendo a mandíbula batiente, sin darse cuenta de que se había metido en el bolsillo de la chaqueta la mano que él le había estrechado.

Sam la estuvo mirando hasta que dobló la esquina.

—¿Sabes, Gloria? —dijo a medias para sí mismo—, creo que a fin de cuentas me va a gustar ese juego.