Agradecimientos

Deseo agradecer a todas las personas con las que me he cruzado en el viaje de la vida, sus aportaciones, conscientes o inconscientes. Gracias a ellas, este libro, con sus pequeños destellos, desorden e imperfecciones, constituye parte del extraño crucigrama de lo que soy y siento en este momento.

Quisiera mencionar en especial a: Josep Toro, Montserrat Cervera, Josep Maria Valentín, María Gudiol, Marta Buscarons. Xavier Brugué, Pilar Arranz, Pilar Barreto, Javier Barbero, Mercè Sopena, Thomas Stanley, Francesc Gomà, Mariano Yela, Stanley Sapon y Manel Dionís Comas. Sin ellos la evolución de mi vida habría sido muy distinta y, probablemente, este libro nunca hubiera sido escrito.

Deseo recordar, por sus aportaciones al presente texto, a: Héctor Rifá, Tamara Djermanović y Tomás Blasco, que ha aceptado, además, redactar el prólogo.

Finalmente, desearía hacer explícita mi deuda afectiva con el editor, Jordi Nadal, sin cuya generosidad y confianza este libro no hubiera podido ver la luz.

El último agradecimiento es para Àngels, mi compañera durante sesenta años, cuya ausencia sigue presente a mi lado.

Barcelona, octubre de 2019

Anexo

Àngels

Àngels, mi compañera durante sesenta años, ha muerto. Aparentemente sin dolor, ha desaparecido de mi vida en escasas horas a través de un ictus; sus cenizas, grises, descansan ahora en el jardín de unos amigos. La muerte, en algunas ocasiones, es increíblemente fácil, mucho más que continuar con vida. En otras, no.

El día –un día corriente de noviembre de 2018– había transcurrido con normalidad. Por la mañana, fui a dar una conferencia al Hospital de la Santa Creu y Sant Pau como solía hacer cada año. Tras la charla, Antonio Pascual, el jefe de servicio de la unidad de cuidados paliativos y buen amigo, me invitó a comer en un curioso restaurante llamado La selva que rebosaba plantas por todas partes. Las horas pasaron sin sentirlas hablando de mil temas profesionales, políticos y personales. Empáticos, relajados, ese día ambos lo pasamos bien, reímos.

Regresé a casa en autobús; Àngels me esperaba para ir al supermercado. Cenamos algo ligero y, a continuación, como casi cada noche, pusimos una película; aquel día, una comedia francesa que ya habíamos visto otras veces: Salir del armario, con Gerard Depardieu y Daniel Auteuil. Todo transcurría sin incidentes hasta que al finalizar la película, Àngels intentó levantarse del sofá sin conseguirlo y me dijo, con voz tranquila, que no tenía suficiente fuerza en la pierna derecha para ponerse en pie. Traté, sin éxito, de ayudarla.

Dado que habían ocurrido, recientemente, varios casos de ictus en familiares y amigos, sin asustarme –ella tampoco– llamé al teléfono de urgencias.

Cuando llegaron dos sanitarios, tras unas pruebas rutinarias y una breve consulta telefónica, bajaron a Àngels por la escalera y nos condujeron en ambulancia al Hospital Clínico, donde, tras seguir el protocolo establecido, fue internada en un servicio de cuidados críticos. A las cuatro de la mañana pudimos hablar con ella, sentada en una especie de silla-cama monitorizada. Parecía algo desconcertada, pero estaba tranquila. Rodeada por su familia más cercana (nuestra hija y los dos nietos también habían acudido), daba la impresión de sentirse segura en un lugar protegido. A instancias del médico nos despedimos:

–Nada pueden hacer aquí. Es mejor que se vayan a descansar; regresen por la mañana y les informaremos de su evolución.

Recuerdo que comenté que Àngels tomaba cada día un Orfidal para dormir y el médico dijo que aquella noche tendría que prescindir de él. Me dirigí directamente a ella:

–Lo lamento. Tendrás que terminar de pasar la noche en blanco.

La besé levemente y nos marchamos a casa.

A las siete de la mañana, el timbre del teléfono sonó. Àngels estaba en el quirófano con una hemorragia cerebral masiva. Cuando llegamos al hospital seguía todavía allí. Al cabo de un rato, la sacaron, inconsciente, tendida en una camilla, y el cirujano que la acompañaba me llamó aparte:

–Lo sentimos mucho. No hemos podido contener la hemorragia.

Era domingo. Rodeando en silencio el cuerpo de Àngels vimos cómo, en escasas horas y tras una corta agonía, iban desapareciendo, una tras otra, sus constantes vitales. Hasta que alguien apagó el monitor.

Àngels había muerto. Nada podría ser como antes.

No me encontraba preparado para este desenlace. Ella tenía 83 años, y yo 88. A pesar de nuestra avanzada edad ambos nos encontrábamos bien de salud. Siempre creí que moriría antes que ella.

Hace treinta años había fallecido en el mismo hospital y, probablemente, en el mismo servicio, nuestro hijo Ricard a los 22 años, también de una hemorragia cerebral, producida en su caso por un accidente de moto.

En el recordatorio de Àngels quise asociar sus vidas (a ella le hubiera gustado) en un breve poema que escribió Ricard cuando tenía nueve años.

Nos encontrábamos de vacaciones y una tarde preguntó:

–Papá, ¿puedo ir a jugar?

–¿Tienes deberes?

–La maestra ha pedido que escribiéramos una poesía.

–Pues primero la poesía y después el juego.

Agarró rápidamente de la mesa un lápiz y un papel, se sentó en el suelo en el rincón más cercano y regresó a los pocos momentos con el poema; sin esperar mi reacción, se fue corriendo a jugar con sus amigos.

Cuando lo leí quedé asombrado. A Ricard no le gustaba leer y nunca más volvió a escribir nada parecido.

Su poema, una especie de haiku escrito en catalán, decía:

Ocells blancs passegen pel cel. Al punt del capvespre s’esvaeixen i dormen.

(Pájaros blancos pasean por el cielo. Al atardecer se desvanecen y duermen.)

Hay instantes en la vida –suelen ser escasos– en los que fugaces flashes iluminan nuestra comprensión del mundo con una realidad que está más allá de la percepción, del razonamiento y de la lógica. El poema de Ricard propició uno de ellos. Después, pasaron los años, uno tras otro, otro tras uno, hasta que la muerte ha llamado de nuevo a nuestra puerta.

Ludwig Wittgenstein escribe que «en la muerte el mundo no cambia, sino que cesa» y, más adelante, en el mismo texto, apunta una de sus frases más conocidas: «De lo que no se puede hablar, mejor es callarse».

A pesar del consejo, no sé muy bien cómo ni por qué, pero siento la necesidad de compartir vivencias que sé que no podré comunicar por medio de palabras. Escribir, sin embargo, es lo único se me ocurre hacer, aunque sé que algo, o mucho de lo que escriba, va a referirse a una realidad que sólo tendrá una traducción plena para mí.

En las semanas posteriores al fallecimiento de Àngels me he sentido raro, extraño, como si fuera otra persona. Clive Staples Lewis, en su libro Una pena en observación, en el que intenta expresar sus reacciones íntimas ante la muerte de su esposa, escribe:

Hay una manta invisible entre el mundo y yo. Me cuesta mucho enterarme de lo que me dicen los demás.

[…]

Me imagino que si le prohibieran a uno tomar sal, no la echaría más en falta en unos alimentos que en otros. Es algo por el estilo. El acto de vivir se ha vuelto distinto por doquier. Su ausencia es como el cielo, que se extiende por encima de todas las cosas.

Entiendo y comparto estas palabras. Al leerlas, no sólo me introduzco, en alguna medida, en la profundidad del sufrimiento de Lewis, también observo que los efectos emocionales que siguieron a la pérdida de su pareja se parecen a los míos.

Durante las semanas posteriores a la muerte de Àngels, no he experimentado tristeza, enfado ni rabia. Únicamente perplejidad, inutilidad, ausencia, lejanía, distanciamiento, como si fuera otra persona o una extraña máquina inteligente que interpretara un papel carente de sentido, que hace cosas racionales que nada le importan.

Probablemente, lo que empecé a experimentar al principio no fuera soledad, sino solitud, término que, como señala Andrés Ortega, aunque caído en desuso, la Academia mantiene para significar «carencia de compañía» o «lugar desierto», a la vez que obvia la esencia benéfica del mismo, ya que dicha solitud nos impulsa a la reflexión y al silencio:

Un estado subjetivo en el que tu mente está libre de inputs de otras mentes y también de inteligencias artificiales y otros artefactos. Ortega y Gasset, usando un único vocablo para ambas ideas, consideraba la soledad (en el sentido de solitud) como una condición radical del ser humano, que, al cabo, lo deja solo ante sus decisiones, ante su vida y ante su muerte, por mucha compañía que tenga.

En fin, el tiempo pasa, la vida sigue. Y yo me quedo un rato más. Reflexiono, observo, espero.

Saudade.

Flashes para el recuerdo

Las vivencias o los versos que siguen fueron escritos durante los tres meses que siguieron a la muerte de Àngels. Algunos surgieron espontáneamente en catalán; otros, en castellano; soy bilingüe. He traducido los primeros y completado mis vivencias de este periodo con «Otras soledades» en las que intento expresar una visión más amplia de los sentimientos experimentados.

I Nada volverá a ser como antes. Jamás.

Los días pasan como si todavía estuvieras. Pero ya no estás.

II Súbitamente, me he descubierto solo. Sin saber qué hacer, qué decir, ¿adónde ir? ¿qué pensar?

III Tras leer unos minutos, apagabas la luz y yo desaparecía en la profundidad del sueño.

Ahora, sólo la oscuridad me aguarda, me observa, respira, en silencio. No sabría explicarlo.

IV La pasada noche me he levantado a oscuras, para no despertarte Pero tú no estabas, ni volverás a estar.

V Cuando hace tiempo, mucho tiempo, atravesamos el Vorarlberg, la vida nos esperaba.

Éramos jóvenes, con la mochila al hombro, lejanas las montañas azules, todavía por descubrir.

Han huido los ayeres, los presentes, los mañanas. De todo hace ya muchos años.

¡Qué extraño recordar nubes, lunas, atardeceres, canciones, que no regresarán!

VI La casa está vacía; has escapado por la ventana abierta de un cuadro de Hopper.

¡Calladas tus cenizas, descansan para siempre en el jardín de los cerezos!

VII Te he reencontrado en una foto antigua: hermosa, joven, sonriente, aspirando a pleno pulmón el aire puro del valle de Pineta.

VIII Quisiera regresar a aquel momento en el que, todavía lejos de la universidad, tuve a mi alcance elegir una vida sencilla. Y la rechacé.

IX Una vez, contemplamos juntos el tronco de un baobab en las llanuras de África. Amanecía, descubrimos un guerrero masái con una lanza, defendiendo nuestro bungalow. Al fondo, lejos, bañadas por el sol, brillando, las nieves del Kilimanjaro.

X No pertenezco al mundo del ahora.

El mío, el de Àngels, el de algunos ancianos medio locos, fue un París que ya no existe y que quizás nunca existió.

XI Los dos primeros meses Han pasado raros, extraños. Como si no estuviera.

Poco a poco, empieza a aparecer una soledad inmensa dispuesta a devorarme lentamente.

XII Creo que los mejores momentos de nuestra vida juntos los pasamos, ya ancianos, desayunando en el Fornet, bastantes, no todos los días.

Andar por Marià Cubí, bajar por Balmes, alcanzar la Travessera, mirar ansiosos, si estaba todavía libre el gran sofá del fondo, nuestro sofá.

Mientras Àngels, sigilosa, avanzaba, plantando su bandera yo abonaba el desayuno, y Jenny, Sonia y Verenice nos miraban con complicidad y sonreían.

Dos cafés con leche, una ensaimada, un cruasán, y un plus de felicidad apacible. Nos solíamos quedar casi una hora. Soñando, sin ver, silenciosos, libres.

Fue nuestro paraíso. Llegamos a formar parte del local: dos ancianos felices, saboreando una hora kosher sagrada, sin tiempo; como en un sabbat judío.

He vuelto al Fornet todo parece igual, pero al morder el cruasán, Édith Piaf, Brassens, el Sena, han desaparecido.

XIII Tras la cristalera del Budy Café, Unos van, otros vienen, Y alguno o alguna, ni va ni viene. Se queda quieto, duda. Y al final, desaparece.

XIV He encontrado en el armario la gran caja con fotografías viejas. ¿Qué debo hacer con ellas? ¿ordenarlas? ¿olvidarlas? ¿quitarles el polvo? ¿tratar de descubrir breves momentos verdaderamente nuestros?

XV Cuando te fuiste, desapareció el portero de la casa de enfrente con quien solías hablar.

Y también su perro, un can amarillento al que nunca oí ladrar.

Cuando salgo a la calle siempre lo busco inútilmente para darle la noticia.

Desde tu muerte es como un personaje de teatro al que hubieran despedido.

O cuyo papel se limitara a aparecer de vez en cuando, para charlar contigo.

XVI En la Travessera, delante de donde vive Fina, en una tienda que ofrecía rebajados sus últimos objetos, vimos un árbol de metal que nos gustó al instante. Desnudo, sin hojas, como nuestra vejez.

Lo compramos. Y, a menudo, sentados en el sofá, en silencio, nos descubrimos mirando nuestro árbol con complicidad, ternura, sonriendo.

XVII 1103846 convivió con tu cuerpo mientras el fuego convertía tus huesos en ceniza. 1103816 ha sido para ti, el fin del sufrimiento y de la culpa, humo negro, Primo Levi, Auschwitz, la solución final.

XVIII ¿Para qué sirven los recuerdos si no los puedes usar después de muerto?

Otras soledades

La soledad de la luna en cuarto menguante.

La soledad del silencio.

La soledad del árbol solitario al amanecer.

La soledad de la sombra del ahorcado.

La soledad de la ausencia, cualquier ausencia.

La soledad de la primera flor en primavera.

La soledad de la última flor al final del verano.

La soledad de la gota de agua en la nube.

La soledad de la gota de agua en la lluvia.

La soledad de la gota de agua en el vaso.

La soledad de la gota de agua en la fuente.

La soledad de la gota de agua en el río.

La soledad de la gota de agua en el mar.

La soledad de la casa vacía.

La soledad del frío.

La soledad del grito.

La soledad del llanto.

La soledad del monstruo, triste, enfermo, cansado, deprimido.

La soledad del piano ante la artrosis del pianista.

La soledad de la niebla en la ciudad abandonada.

La soledad de la enfermera en su ronda nocturna por el hospital.

La soledad de la hoja otoñal arrastrada por el viento.

La soledad del niño mientras lo violan y también después.

La soledad del trueno lejano.

La soledad del perro extraviado en la gran ciudad.

La soledad del bebedor que, inesperadamente, despierta ciego

La soledad del tren sin pasajeros.

La soledad del enfermo de cáncer lejos de su tierra.

La soledad del águila.

La soledad de la tumba qua nadie visita.

La soledad de la isla vacía.

La soledad del día de Navidad.

La soledad de la noche de Año Nuevo.

La soledad de las velas apagadas del pastel de aniversario.

La soledad del insecto en el aire contaminado de la gran ciudad.

La soledad de los muertos.

La soledad del hombre encarcelado pendiente de la revisión del caso.

La soledad de la adolescente ebria en la discoteca.

La soledad del camionero perdido en la carretera secundaria de un país desconocido.

La soledad del pez en el acuario durante la madrugada.

La soledad marrón.

La soledad gris.

La soledad verde.

La soledad del suicida.

La soledad del cine de barrio cubierto de escombros, polvo y telarañas.

La soledad del marinero que mira el horizonte por última vez.

La soledad de la cumbre más alta.

La soledad del río que desaparece en el desierto sin dejar rastro.

La soledad de la migrante embarazada mientras se ahoga.

La soledad de la migrante que sobrevive, antes, durante y después del viaje.

La soledad del anciano ante el diagnóstico de Alzheimer.

La soledad del brazo ensangrentado en el asfalto, después del atentado.

La soledad del cirujano que no ha podido contener la hemorragia.

La soledad del bebé abandonado en el contenedor de basuras.

La soledad de la vieja dama venida a menos.

La soledad de la pequeña nube que vaga sin rumbo por el cielo.

La soledad de la mujer que va a dar a luz por primera vez.

La soledad del álamo, del ciprés, de la encina, del roble, del cedro, antes de morir.

La soledad del astronauta que ignora adónde va.

La soledad de la flor de cerezo al ser arrastrada por el viento.

La soledad de la rosa ante el contacto de la tijera que va a cortarla.

La soledad de la azafata superviviente de la catástrofe aérea.

La soledad de la espiga de trigo ante la hoz.

La soledad del fiordo al empezar la larga noche del invierno ártico.

La soledad del estudiante en el incierto tiempo de espera de una oposición.

La soledad de los cachorros de león cuando el orgulloso cazador blanco mata a su madre de un certero disparo.

La soledad del perro pastor que ha perdido sus ovejas.

La soledad de la última estrella de la última galaxia del último universo.

La soledad del escritor, el pintor, el escultor, que se descubren sin inspiración.

La soledad del lobo en la pradera desconocida.

La soledad del director de cine antes de empezar a rodar.

La soledad del neurocirujano en el momento de entrar en el quirófano.

La soledad del atleta que acaba de perder la olimpiada por una décima de segundo.

La soledad de la cándida adolescente.

La soledad del viejo ordenador olvidado en el almacén.

La soledad del jugador de ajedrez antes del jaque mate.

La soledad de la mujer que decide abortar.

La soledad de la nota necrológica junto a la página deportiva del periódico.

La soledad de la tumba vacía.

La soledad del paraguas solitario olvidado en la cafetería.

La soledad del niño prematuro en la incubadora.

La soledad de la enferma de Alzheimer que se queda viuda.

La soledad del sordociego de nacimiento en la gran ciudad.

La soledad de los ángeles de la guarda al desaparecer la especie humana.

La soledad del soldado antes de la batalla.

La soledad del anciano en la sala olvidada del gran hospital.

La soledad del soldado durante la batalla.

La soledad del protón extraviado.

La soledad del caballo rojo en la pared inaccesible de la cueva prehistórica.

La soledad del soldado sin piernas, sin brazos, sin ojos, después de la batalla.

La soledad del eslabón perdido.

La soledad de la muchacha que es atropellada al acudir a su primera cita.

La soledad del jardín cubierto de ortigas.

La soledad del niño secuestrado.

La soledad del huérfano abandonado.

La soledad de la urbanización deshabitada, saqueada, vacía.

La soledad del árbol rodeado de ahogados después de la inundación.

La soledad del incendiario cercado por las llamas.

La soledad de la mascota abandonada.

La soledad del corredor de fondo ante la lejanía de la meta.

La soledad de la hormiga extraviada en otro planeta.

La soledad del río al llegar al mar.

La soledad de la huella de dinosaurio ante el turista perplejo.

La soledad de la pieza de cerámica con el número 1103846.

La soledad de las cenizas de Àngels en el jardín de unos amigos.

La soledad de la nada.


La terrible soledad de Dios al contemplar su obra.