1 1968

En ese entonces, el mundo era más lento pero estaba igual de desquiciado. En junio de 1968, yo estuve en la Rural con mi familia y pude ver a Onganía, como un soberano, recorrer en carruaje la pista central saludando con dignidad acartonada, el labio —leporino, según se rumoreaba— oculto tras los mostachos de morsa, el pelo recortado pegado a las sienes. Todo el mundo se movía inventando negocios en ese momento. Yo, en cambio, recién adolescente, ensayaba mis primeros cuentos, como un marinero que se prepara para su primer abordaje.

En el 68 parecía que los viejos serían eternos; los jóvenes se manifestaban en París, Perón continuaba con sus manejos desde Puerta de Hierro y nuestra vida parecía inalterable.

Mi abuelo se levantaba temprano; a veces iba con él a ver el apronte de sus caballos en San Isidro o Palermo, donde los principales dueños de los haras eran personajes míticos. Por entonces el público burrero todavía se identificaba con las chaquetillas de cada stud como con las camisetas de los clubes de fútbol. Los colores, como les decíamos, tenían, tanto para los dueños de los studs como para el público adicto, algo de glorioso. En ese devaneo entre el éxito y el fracaso se había debatido toda la vida de mi abuelo; sostener el entusiasmo exigía temple. Y si bien muchas veces —más de las que hubiéramos querido reconocer— había que apechugar, el hambre de triunfo cada tanto adquiría una fuerza renovada, no solo debido a los problemas financieros cada vez más acuciantes, sino a la aparición de un gran caballo o incluso de un crack.

Como decía mi padre, lo más increíble era que mi abuelo tenía suerte. Mi abuelo no lo consideraba así; muy por el contrario, se consideraba un paciente artesano que a través de los años había sabido preparar o sentar la base de una gran floración en el haras, que se renovaba año tras año, aunque a veces eso no ocurría, lamentablemente; pero hasta que no terminaba la temporada su fe le permitía pensar que el juego no estaba hecho y ya habría, según él, un próximo crack en los potreros. Así que mi padre, a quien no le gustaban los vaivenes de las carreras, pero que no podía sustraerse a las emociones que nos brindaban, venía con nosotros a Palermo o a San Isidro cuando los potrillos de cada haras se disponían a demostrar de qué material estaban hechos. A mí me gustaban esas ocasiones.

Ahí en Palermo frecuentaba una cantidad de gente a la que fui conociendo poco a poco y formaban la fauna de esos años. Había un señor, Cané, el más joven de todos en ese grupo de personas bastante mayores; era un carrerista fanático, con intereses más amplios, muy entusiasta de Hudson, que una vez me dijo que consideraba a Kafka el mejor escritor del siglo. Había señoras y señores que entonces me parecían de mediana edad a los que ahora recuerdo bastante jóvenes, y algunas chicas y muchachos medio desconcertados entre toda esa gente mayor. Y a veces iba Mora con Santiago y aunque solo fueran unas pocas horas, estar ahí con ella significaba para todos —según creo— una ocasión especial. Si algo faltaba, era que estuviera ahí como cualquiera, y solo cuando partía a su vida en Francia, y tardaba años o meses en volver, nos dábamos cuenta de que había sido toda una ocasión. Y también en aquel año, mientras dos cracks dirimían su supremacía, estaba Fabricia, y eso sí era algo muy especial para mí.

2 Fabricia

A los siete años, yo había andado con ella de la mano en la Rural, cerca del corral redondo donde se lucían los caballos que tanto mi abuelo como González Carranza presentaban en la muestra de ese año. Tenía un aire tímido que me encantaba, piel trigueña, pelo dorado oscuro, ojos verdes y una cara bien armónica, de nariz pequeña y boca expresiva, y, si bien me daba un poco de vergüenza andar de la mano con ella, me parecía lo mejor que podíamos hacer. Sus padres vivían entre Europa y la Argentina y hasta que se establecieron acá nos habíamos encontrado en los años siguientes muy de vez en cuando.

A partir de los dieciséis años nos vimos en fiestas; luego un fin de semana en la quinta de unos amigos; siempre me sentí conectado con ella y me parecía que a ella le pasaba lo mismo conmigo. A veces, el gran misterio es por qué una mujer determinada nos gusta, pero en el caso de Fabricia para mí era claro que tenía algo especial, como reservado, que me producía ganas de avanzar. Ella fue, en la Rural, la que me ofreció su mano y ese gesto quedó en mí, y mientras caminábamos cerca del corral con sus empalizadas blancas donde daban vueltas los caballos para ser seleccionados y ubicados en las distintas categorías, yo sentía que esa situación era un gran privilegio. De todas maneras, hasta entonces, ese año del alazán con la estrella en la frente, el Mornin, como ya lo conocían en el stud, la situación de ambas familias nos mantenía un tanto alejados. La rivalidad entre González Carranza y mi abuelo era como una fosa entre los dos grupos. Los mayores no se visitaban y sus hijos tampoco; las relaciones eran de simple cortesía y los buenos modales enmascaraban una acérrima rivalidad, porque las rivalidades más enconadas se dan entre la gente que tiene como pasión su oficio o su ocupación, sea el que sea. González Carranza y mi abuelo fueron protagonistas principales de las grandes carreras, cada uno tenía su grupo, no solo familiar sino de amigos y, para evitar momentos incómodos en las carreras, cada grupo familiar se ubicaba en lugares distintos. Así que, aun cuando estábamos bastante cerca, no era fácil salir del grupo sin quedar en evidencia.

Todo ese tiempo, hasta que fuimos adolescentes, Fabricia y yo nos habíamos portado lo mejor posible, pero entonces yo no estaba dispuesto a perder más tiempo. Habíamos empezado a vernos a escondidas a principios de año, nos íbamos tomar algo o a caminar un poco en las horas del colegio, sin que nadie se enterara. A mí ella me gustaba no solo por su aspecto, sino también, por esa timidez que me parecía enmarcaba una gran hondura de sentimientos.

Uno, muchos años más tarde, a lo mejor no tendría tanto romanticismo, pero a esa edad, con todo el tiempo por delante, con una chica educada como ella, que siempre había vivido como en cajita de cristal, yo tenía claro que debía ser cuidadoso. Paradójicamente, eso me la acercaba, no expresábamos ni las tres cuartas partes de lo que pensábamos, de alguna manera íbamos juntos hacia una meta.

Hasta lo que yo alcanzaba a saber, sus padres eran complicados. La madre pertenecía a una familia en muy buena situación —como decía mi abuela— y con su marido y Fabricia pasaron muchos años en Francia, donde estaba depositada gran parte de la fortuna familiar. Era, por lo poco y esporádicamente que la llegué a conocer, una mujer que daba la impresión de tímida rectitud, reservada pero amable, con algo intangible que, en menor grado, tenía su hija. Aunque eran argentinos, toda su raíz familiar estaba establecida en Francia, y a veces Fabricia me hablaba del departamento grande en París. Por suerte, Buenos Aires le gustaba; decía que las chicas argentinas daban su amistad más rápido que las francesas. Pero, por comentarios que fui recogiendo años más tarde, creo que sus compañeras de colegio, y otras chicas que conoció acá, si bien la querían, tenían un problema parecido al mío con ella, por ese aire levemente intangible de Fabricia, que a mis ojos le daba cierto prestigio y me hacía sentir la necesidad de estar a su lado.

El padre de Fabricia, hijo mayor de González Carranza, era muy amigo de uno de los hermanos de mi padre. Según todos decían, Owen era buena gente, aunque de menor entidad que el padre que, además del haras y de atender sus campos, había hecho sus incursiones en la política, aunque con resultados cuestionables, según aseguraba mi abuelo. Owen era considerado con afecto por casi todo el mundo, pero la opinión prevaleciente era que su envergadura resultaba decididamente menor a la de su padre. Nunca le faltó nada y nunca había hecho, salvo en los deportes, en los que se destacó, un gran esfuerzo; a diferencia de González Carranza era un hombre de bastante buen carácter, a quien las francesas consideraban charmant, de gran éxito y, según se comentaba, fue un enfant gâ desde siempre. Era, según me parecía entonces, un tanto intrascendente, aunque a esa edad mía me resultaba difícil saber qué puntos calzaba. Ambos padres adoraban a su hija Fabricia. Su hermana mayor hacía rato había tomado las riendas de su propia vida. Tenía un aire de calma competencia y después de recibirse en una carrera que no se cursaba en la Argentina aún, se instaló en Europa por su cuenta y estaba por casarse con un conde francés de situación muy sólida y dueño de un lindo castillo en la Provenza. De esta manera, la familia inmediata se había dividido un poco y, mientras hacían tiempo en la Argentina, Owen arreglaba ciertos negocios, esperando que Fabricia terminara el colegio; ya era su penúltimo año y después se vería. Vivían en la gran casa de González Carranza, que no quedaba lejos de la de mis abuelos. Todo el mundo decía que, a pesar de lo tímida que era, Justine, la mujer de Owen y madre de Fabricia, era tan educada y principesca que, si bien González Carranza tenía unos humorazos que podían envolver el cuarto donde estaba en una especie de nube negra, siempre se comportó en su trato con ella como si Justine fuera un miembro de la realeza que, a fuerza de buenos modales, se deslizaba sobre cualquier equívoco o impaciencia. La gente decía que después de probarla un poco había llegado a admirarla. Si algo sabía Justine, a esa altura, era mantener una fachada casi imperturbable.

Owen —que en realidad se llamaba Federico, pero un profesor de inglés lo había apodado así porque cuando no entregaba los deberes decía Oh, well— era a veces un tanto indiscreto. Owen era más que indiscreto. Tenía un barco famoso donde invitaba a las mujeres más lindas, desde boutiqueras vistosas hasta chicas de buen ver y señoras ya separadas y, como era íntimo del hermano menor de mi padre, que se había divorciado bastante rápidamente, ambos organizaban juntos salidas y la pasaban perfecto. Cuando yo era chico, a eso de los catorce años, mi tío me invitó a su propio barco y había allí una cantidad de señoras muy lindas, encantadoras y bien arregladas, que, para congraciarse aún más con mi tío, creo yo ahora, me hicieron mil carantoñas, por lo que volví a casa disgustadísimo con mi padre porque me parecía que no había derecho de que no hiciera una vida así. Mis padres nunca permitieron que volviera a ese barco y ese fue uno de los momentos en los que me di cuenta de que, si uno quiere que sus deseos progresen, hay que usar un poco la picardía y el silencio, o por lo menos cierta cautela, y no ir por ahí expresándose a fondo, porque en ese caso no se sabe cómo van a ser las reacciones de los demás.

Fabricia, desde ya, nunca iba al barco de su padre. Justine era alérgica a ese ambiente y dejaba que ese fuera el territorio de Owen. Allí jugaba fuera de los límites cotidianos, sin flejes, digamos, y ella, que en eso era muy francesa, hacía manga ancha y, además, según parece, lo quería mucho, así que dejaba que esa fuera su zona franca y fingía que lo que sucedía ahí no era de su incumbencia. Owen, en Buenos Aires, no era de salir de noche; si tenía un asunto, como decían entonces, era a la tarde, hora en que debía estar en su escritorio. Pero de todas maneras, como declaró mi tío, que tenía un humor ligero, el pobre ya cumplía con ir al escritorio a la mañana. Sin embargo, a comer a la casa, nunca faltaba y esas, decía Fabricia, eran comidas bastante aburridas donde González Carranza a veces estaba, como dicen los españoles, mirando el plato con albóndigas o, si se encontraba de buen humor, comentaba lo mal que estaba el país, aunque desde hacía unos años estaba más optimista con Onganía. La mujer de González Carranza era buenaza aunque medio plasta, sin mucho carácter. Las personas que más admiraba eran su marido y sus hijos y pocas veces se le escuchó una opinión independiente.

El otro hijo de González Carranza, el segundo, no vivía con ellos. Se había recibido joven de abogado, a su debido tiempo; tenía un campo que trabajaba y un buen estudio de abogacía y colaboraba como comentarista político en distintos semanarios. Se trataba de un hombre, creo, de pocas convicciones, salvo las del momento político en que escribía. Tenía el gran defecto, pienso ahora, de llevar en sí una naturaleza demasiado plástica, que buscaba encontrar siempre lo mejor de cada época y de esa manera se adhería a cada una de nuestras equivocaciones, que ya eran muchas. Yo no le tenía mucha simpatía, porque una vez que fui a misa el domingo, y me ubiqué a su lado por casualidad, me persigné con la mano izquierda y él me dijo, aunque me conocía poco: “M´hijo, uno solo se persigna con la mano derecha, ¿no?”. Y hubo algo en su voz que no me gustó. Porque si bien Owen, el padre de Fabricia, en el fondo era un poco como su madre y lo que más le importaba era la vida privada o tal vez la íntima, Vicente se parecía más a su padre, en el sentido de que creía, me parece, que la vida era, desde todo punto de vista, una relación de fuerzas antagónicas, una especie de combate. Además, había ido a un colegio jesuita donde le habían enseñado a conocer los defectos del contrincante y dado una pátina de cultura, cosa que González Carranza no tenía y tampoco el padre de Fabricia. En ellos, los modales servían como un pasaporte, al revés de lo que pasaba con mi abuelo y mi padre, que de esa manera revelaban, a mi modo de ver, un buen contenido, lo cual hacía que su trato agradable tuviera verdadero sentido. Vicente admiraba a Maquiavelo, pero creo que sin entender que lo que estaba bien para un principado de los Borgia no era lo ideal para una república; no era afecto a El Banquete de Platón, decía que se trataba de una cantidad de degenerados chismorreando, pero sí aprobaba la República, un libro más serio, que por algo expulsaba a los poetas; sostenía que Alemania había tenido sus razones y que el pacto de Versalles había sido una vergüenza. Admiraba cautelosamente a Rosas, pero no lo decía con frecuencia porque muchas familias de gente conocida no lo habían pasado bien en esa época. No era peronista; a la familia de Justine el régimen les había expropiado muchos bienes. No obstante, aunque tenía alguna simpatía por el General, que por lo menos no era comunista, siempre adhirió, como muchos de sus contemporáneos, a todo lo que fuera militar. Para la época de esta historia era un firme sostenedor de todo aquello que a mí, con una mente no entrenada para la abogacía, las finanzas o la economía, me parecía bastante estúpido. Yo en el fondo presentía que era mi enemigo natural.

Y después de vivir un poco y de haber acumulado experiencia todavía me pregunto por qué esa gente tomaba en serio a personajes como Onganía. ¿Acaso porque no había otro? ¿O porque los otros militares eran parecidos a él? ¿O porque ellos eran parecidos? ¿O tal vez porque todo el país, cada uno a su manera, aunque en algunos casos se tratara de gente capaz, se había vuelto tan estúpido como el mundo entero, enredado en una cantidad de venganzas, retribuciones e intereses que nos fueron hundiendo durante los cuarenta años siguientes?

3 En el potrero

—¿Pero a vos te parece, papito?

—No veo por qué no. Miralo bien. ¿No te parece que tiene algo? ¿Y sabés una cosa? Lo más importante es lo que no se ve.

—Ah, claro. Así uno puede decir cualquier cosa.

—No te creas. Pensá en todo el material genético que lleva, imaginate las condiciones que se van a dar todas juntas cuando corra en las pistas.

—Papito, yo creo que exagerás.

Estábamos mirando la figura de un lindo alazán tostado con una estrella en la frente, un potrillo de mediana alzada, de anca poderosa, paleta inclinada y linda cabeza, tal vez un poco fuerte. Mi abuelo decía que los caballos de esa familia tenían mucho nervio a la hora de correr; el problema era que a veces los hijos de las yeguas de esa línea tenían tendencia a mancarse, un problema en las cuerdas de la manos. A veces las crías tenían pichicos demasiado cortos, pero él creía que el padrillo nuevo había compensado muy bien ese defecto.

—No, Antonio. Este es una fija. Hace como cuarenta años que vengo con la ilusión de crear un caballo perfecto. A este lo fui armando a partir de sus tatarabuelos, porque todos los elementos de su pedigree, menos el que me faltaba, están en este haras; al padrillo nuevo lo compré justamente para estos casos. Es como armar un edificio de departamentos, un piso a la vez, con sangres complementarias, que se refuerzan unas a otras.

—Pero, papito, ¿vos sabés realmente lo que pasa con los genes?

—Mirale el físico. Observá el porte que tiene y cómo galopa; los deja atrás a todos. Yo te puedo rastrear en cada uno de sus ancestros sus distintas cualidades y defectos; puedo intuir, te diría saber, a esta altura es bastante probable, todo acerca de sus genes recesivos y dominantes. No, Antonio, este caballo puede ser un crack. Y si es un crack, cuando sea padrillo va a producir más cracks y aunque lo vendamos eso va a valorizar toda nuestra producción y vamos a salir de las dificultades.

—Bueno, ojalá que sí. Pero la deuda se puede volver inmanejable.

—Si yo no me hubiera endeudado un poco más con el padrillo nuevo no tendríamos la posibilidad de producir otros cracks.

Estábamos en el coche de caballos, traqueteando por los potreros, que tenían el nombre de nuestros padrillos: Amsterdam, Botafogo, Bahram, Craganour, Rustom Pasha, palabras que traían sus historias y romances y evocaban carreras en Europa y Argentina y en donde crecieron generaciones de potrillos que habían pastado con sus madres en esos campos ondulados, rodeados de pinos marítimos y álamos.

Me parecía el lugar más lindo del mundo, sentía que era como vivir dentro de una obra de arte única y perfecta.

El lugar se había ido formando poco a poco; mi tatarabuelo luchó contra los indios, que quemaron cinco veces sus edificaciones. No les hacía ninguna gracia que su padre hubiera tratado de instalarse ahí, desde la época de Rivadavia. Al morir don Tarcisio, Calfucurá, que entonces tenía ciento un años y estaba armando una gran confederación de indios, arrasó las edificaciones nuevas cuando su viuda ya había llevado a los hijos a cursar el colegio en Inglaterra.

Años después, al volver al campo, a los veintitantos, basándose en los conocimientos adquiridos durante su experiencia inglesa, mi bisabuelo Eduardo dividió los potreros, plantó los árboles, construyó los galpones, la padrillería, los puestos y la casa, diseñó los jardines y sembró las pasturas. Su vida había sido novelesca, pero a esa altura, a mis dieciocho años de entonces, yo aún no conocía bien todo ese esfuerzo. Sabía que había muerto, bastante comprometido económicamente, cuando mi abuelo ya tenía treinta años. Él hablaba pocas veces del padre, que en su época llamaban el lord del campo de las sierras; se concentraba siempre en el presente. Si bien empleó una buena parte de su vida en controlar y remediar las alternativas de la fortuna de su padre, su vida de criador había sido fructífera, siempre logró zafar de los aprietes económicos y su objetivo era lograr cracks generación tras generación. Los demás, salvo la tía Bruna, que era la más fanática, lo acompañaban por timidez y educación.

Mi abuelo a veces decía que había nacido con cucharita de oro, aunque que se la habían sacado bien pronto. A través de las narraciones familiares lo que quedaba claro era que su padre se había fundido durante la presidencia de Alvear, aunque algunas versiones hablan de Justo. Sea como sea, mi bisabuelo y Alvear eran amigos y según se comentaba, Alvear nunca lo apoyó en sus reclamos y la relación se resintió. La tía Bruna insistía en que Alvear había estado muy mal. Mi bisabuela Felisa apadrinó en los primeros vericuetos sociales a la mujer de Alvear, Regina Pacini, la ex-cantante de ópera que renunció a su arte de gran intérprete por acompañar a don Marcelo.

Así que ahí estaba mi abuelo, con una deuda que se hacía más grande año tras año y un padrillo nuevo en el que depositaba todas sus esperanzas. Era el padre del potrillo que le gustaba.

Yo dije:

—Me gusta. Tiene algo.

Mi abuelo respondió:

—Sí. Te llena el ojo, como decía mi padre.

Muy de vez en cuando mi abuelo citaba alguna frase del iniciador del campo de las sierras, tal como lo llamábamos entonces, porque su nombre, Eduardo, que era también el de mi abuelo, no nos parecía suficiente para dar la idea de lo que había hecho: el campo de las sierras que todos nosotros adorábamos.

Era un cálido y blando paraíso, a pesar de las tensiones familiares. Lo que ocurría era que al ser el lugar tan especial nos parecía imposible no ser felices ahí. Pero las complicaciones se superponían como las generaciones incesantes de los pedigrees y esa tierra amada pedía año a año mayores sacrificios. Lo cierto era que resultaba difícil pretender vivir de todo eso.

—Bueno —le dijo mi abuelo a mi tío Antonio—. ¿Te animás a probar?

Tenía el control total. Mis tíos se dedicaban a otros menesteres y él llevaba las riendas. Manejaba su propio imperio y lo que él decía era palabra santa.

—Mirá —dijo el tío Antonio—. Vos vas a hacer lo que quieras y los demás te vamos a acompañar.

El tío Antonio había estado toda la vida al lado de su padre, siempre con la idea de sucederlo cuando el momento fuera propicio. Pero mi abuelo tenía voluntad de mando y una salud de hierro y a las cansadas Antonio se había dedicado a negocios propios, aunque siempre se mantuvo en el campo de las sierras. En cierta forma, él figuró desde siempre como el futuro dueño; porque en mi familia había una relación un tanto medieval con la tierra, y mi madre, aunque era la mayor, no tenía casi injerencia y tampoco la pidió. Mi padre nos contaba sus opiniones a ella y a mí, y por eso yo creo que, en contraste con mis primos, yo era más realista para valorar los problemas. Antonio era el mayor de los varones, era el siguiente en la cadena de mandos y yo asistía desde un palco lejano a esa función. Dijo, creo que de mala gana:

—No te preocupes, estamos con vos.

Pero mientras hablaba abría y cerraba los dedos de las manos.

El alazán galopaba delante de nosotros, parecía que les sacaba metros al resto con cada paso y se me ocurrió que era un mecanismo perfecto. Pero, sin haber demostrado aún sus condiciones en las pistas, sin carreras ganadas a su favor, solo valía como un buen potrillo más y, aunque mi abuelo dictaminara que tenía potencial, también hubiera sido útil que entrara en nuestras arcas lo más pronto posible el precio de su venta en el Tattersall. Sí, este caballo está muy bien, pensé. Por lo que alcanzaba a ver era inobjetable y además tenía personalidad, un nervio y un magnetismo que hacían que uno se fijara en él.

—Está bien, si a vos te parece, se guarda y no hay más qué hablar —dijo Antonio después de una corta pausa.

—Con un poco de suerte, este es el crack del año —dijo mi abuelo—. Acordate: se llama Morning Glory, de pura casualidad le puse un nombre bien auspicioso.

Y volvimos hacia la caballeriza al trote acompasado de las tordillas.

4 Dos maneras de criar

A esta altura creo que hay dos maneras de lograr un caballo de carrera excepcional: una es producirlo aplicando la pura brutalidad. Otra es construir con una mezcla de arte y oficio la genética de un crack supremo.

El primer método era el de González Carranza. Se había inspirado en el ejemplo de Saint Simon, un padrillo inglés, gran corredor y jefe de raza, que tenía características tan dominantes que lograba hijos que eran copias casi exactas. Saint Simon era todo un crack, con récords de pista, y como padrillo casi siempre prevalecía sobre la sangre de las yeguas. Como si hubiera creado clones, o fotocopias, pienso ahora, y las madres funcionaran tal cual un papel en blanco. Eduardo pensaba que el método de González Carranza no solo era difícil sino que subestimaba la complejidad de esa empresa; algo mecánico que uno podía querer imponer, sonaba fácil, sí, pero eso mismo era muy difícil de lograr. González Carranza estaba convencido de que el padrillo que resultara de ese método sería como un troquel que acuñaría cracks idénticos. Por eso usaba y descartaba sus padrillos, pero en el camino hacía combinaciones genéticas interesantes. Como aborrecía las variaciones que se apartaban del paradigma que intentaba imponer, se desilusionaba rápidamente con sus experimentos si no lograban inmediatamente lo que pretendía; unas pocas temporadas con el mismo padrillo eran suficientes; si no funcionaba prácticamente de entrada, lo vendía.

Mi abuelo, en cambio, buscaba que cada padrillo estuviera varios años en el stud. Cinco años para él eran poco y nada, decía, porque solo podrían demostrar cabalmente sus condiciones con una serie de yeguas que él iba variando al ver los productos. Concebía su propio método como un arte inexacto. A través de las sangres y tipos físicos, a través de cualidades y defectos, a través de las familias de varias generaciones, cada individuo con sus características, tanto familiares como individuales, buscaba la mezcla perfecta para ensamblar el crack que reuniera todas las virtudes, dejara latentes los defectos, complementara las cualidades y quebrara todos los récords en las pistas de San Isidro y Palermo.

González Carranza y mi abuelo se habían tratado ya de jóvenes. Se conocían desde siempre en el mundo de las carreras y ambos fueron parte de un grupo de amigos que habían pasado temporadas durante los años veinte en París. Pero aunque se siguieron viendo con muchos de ese grupo, sobre todo con don Arturo, quien se transformó en amigo de toda la vida, con González Carranza la amistad no prosperó.

Mis abuelos no habían sido parte del núcleo central de ese círculo, porque mi abuelo estaba a esa altura muy concentrado ayudando a su padre, el primer Eduardo, que ya se hacía grande, en la administración del campo de las sierras. Pero aunque no pasaron tanto tiempo en París como otros personajes, ellos, junto con Mora y don Arturo, habían estado presentes, con otros amigos, el famoso 2 de octubre de 1928 en el Cabaret Florida, en la Rue des Batignolles de Montmartre, cuando debutó Carlos Gardel. Durante esa temporada, que marcó el inicio de su éxito internacional, lo siguieron fielmente a medida que el tango copaba la noche y los salones más respetables de París. Gardel cantó en casa de ellos de recién casados, en su casa de Talcahuano en Buenos Aires. De él les quedó un gran recuerdo y una frecuentación esporádica durante toda la vida de Gardel.

Y yo conocí a Mora y a don Arturo de chico, ambos venían de visita, desde siempre, al campo de las sierras, en distintos meses del verano; aún tenían la ilusión de que podían ocultar el hecho de que habían sido amantes ocasionales aunque persistentes durante cincuenta años, cosa que todo el mundo sabía. Mora venía con su marido, Santiago Covarrenas, que fue dueño de uno de los haras más importantes en Francia. Santiago había ganado tres veces el Arc de Triomphe, pero durante la guerra los alemanes ocuparon el haras de Chantilly, le comieron las yeguas, le castraron los padrillos para transformarlos en caballos de carro y, si bien a las cansadas les boches pagaron un resarcimiento —porque además le ocuparon su gran departamento del primer piso de la Rue del Mariscal Fayolle—, nunca quiso volver a la actividad. Le había llevado años reunir un lote tan selecto de yeguas y de potrillos, era como tener un cantero de flores lindas, vistosas y nobles y ver que alguien pasaba a lo bruto una guadaña. Tenía el temperamento de criador de mi abuelo y eran parientes por algún vericueto, que en esos años no me preocupé por averiguar. Todo ese banco genético que construyó Santiago durante años había sido otra de las víctimas de esa guerra, no de las más importantes, decía Santiago, quitándole importancia, pero quedó un poco viudo del haras. Donó una flota de ambulancias a Francia durante la guerra, hizo un hospital, además; y ya nunca retomó la actividad. Desde entonces se limitó a vivir su vida con Mora y supervisar o controlar a sus administradores, y ahora se habían dado una vuelta por la Argentina para ver los grandes clásicos. Santiago había residido casi siempre en Francia, pero venía cada tanto a la Argentina y él y Mora siempre pasaban un tiempo en el campo de mis abuelos. Pero la verdad es que por más que todos fueran amigos y aunque Santiago, que estaba perdidamente enamorado de Mora, siempre tuvo buen trato con Arturo, porque ninguno de los tres iba a rebajarse a admitir que vivían una situación irregular, don Arturo y Mora nunca pasaron juntos, salvo una vez, años después de la muerte de Santiago, una temporada en el campo de las sierras. Durante todo ese año de 1968 ella y Santiago fueron varias veces a la casa de mis abuelos; y don Arturo, su novio eterno, charlaba con ellos en las carreras como si no tuvieran nada que ver, pero todo el mundo lo sabía, incluso Santiago, aunque ahí no había nada que decir porque Mora era algo aparte, como intangible y siempre encantadora y tenía el don de hacer que uno supiera que su interlocutor era la persona más interesante y atractiva y por un rato uno se sentía más que uno mismo, como si te sirviera a vos mismo en bandeja de plata. En una palabra: era encantadora y su misión en la vida era fascinar, como a mi manera de ver lo hacía Fabricia con menos deliberación, pero ella era un secreto que me preocupaba por guardar.

Todos ellos formaban parte del núcleo de las carreras, un grupo de personas entendidas, de primera napa, como una vez dijo don Arturo sobre mis abuelos y Santiago, a quien todos le reconocían sus dotes de criador y cuyos éxitos en Europa daban lustre, tanto a los argentinos como a nuestro turf.

En los años veinte, época muy anterior a la mía, cuando todos ellos eran jóvenes, estaba muy presente el padre de mi abuelo, que aún no tenía la salud quebrantada por las dificultades económicas. En ese entonces era uno de los personajes más famosos de la Argentina y un partícipe central de las actividades de nuestro campo. Dos veces intendente de Mar del Plata, creó las canchas de polo de Palermo y fue un gran productor, no solo de caballos de carrera sino, previamente, de los hackneys. Importó padrillos de carrera de Inglaterra, que resultaron de gran influencia en el turf argentino. Además, crio caballos de polo y hacienda shorthorn con los que ganó muchísimos campeonatos y premios en La Rural, ovejas lincoln y southdown. Como dijo una vez la tía Bruna, criaba todo lo que pudiera encontrar y mejorar. Inspirado en las grandes casas de campo inglesas que conoció de chico, diseñó un gran parque, trazó jardines, plantó árboles, hizo galpones equiparables a los del puerto de Buenos Aires, instalaciones para los caballos de carrera, una casa de estilo Tudor para el mayordomo, otra más chica para el electricista a cargo de los enormes motores Blackstone que estaban en la usina, galpones para la cuida de los productos y una linda padrillería con un potrerito atrás. Como verán, tenía una enorme capacidad para hacer cosas. Toda esa historia que crearon él y su mujer, tenía para mí algo parecido a la magia, porque antes de todo eso no había nada en el campo de las sierras, solo el vacío que había que llenar. Y esa obra fue el trasfondo de lo que nos tocó vivir, ya a fines de los sesenta, cuando algunas luces todavía brillaban.

Hasta ese otoño de 1968, yo sabía poco de González Carranza. Para mí, que era un chico y todavía no había unido todos los cabos sueltos de la historia, ese hombre con cara de tormenta a veces caía con otra gente a lo de mi abuelo durante los veranos, pero como no era conversador no me quedaban muchos rastros de él. Fue Fabricia la que me llevó a interesarme por su personalidad y opiniones, Fabricia y el alazán. Y durante toda esa temporada viví las alternativas de mi amor por ella, que fue desplegándose hasta el momento en que ocurrió el hecho que le dio una nueva forma a la vida de ambos. Todo eso se entremezcló con los resultados de las carreras y la rivalidad y la división entre ambas familias y de nuestros dos abuelos, que si podían no se hablaban; y más durante esos meses en que la competencia se desplegaba ante las tribunas de San Isidro y Palermo en una de las batallas más enconadas desde la época de Yatasto. Ambos apoyábamos a esos dos créditos y cada uno quería, naturalmente, que ganara el caballo de su familia, pero todo eso no era nada comparado con el creciente amor, las escapadas y las trampas para evadir las miradas de los adultos, porque ambos sabíamos que nuestra relación no era libre de manifestarse, por lo menos no hasta que yo tuviera una carrera, no en las pistas sino la Facultad de Derecho. En esos años, cuando el mundo parecía tan abierto para nosotros, sin embargo, creo que nos sentíamos encerrados, no solo en nuestras familias, sino con la vida que llevábamos. Y por más que el simple hecho de coincidir en alguna fiesta o en alguna salida nos alegrara la semana, eso no era ni de lejos suficiente, y yo a veces iba hasta la casa de ella, que no quedaba lejos de la mía. A las nueve de la noche desde una parte de la vereda que estaba a la sombra de algunos grandes árboles cuyas ramas altas se volcaban sobre la calle y creaban un área de oscuridad casi impenetrable, atisbaba la ventana de su cuarto; sin moverme de ahí, porque en esa época no era cuestión de tocar la puerta así nomás y hacerse anunciar. Hubiera sido un modesto escándalo y dado entidad a toda clase de comentarios y suspicacias que nos hubieran impuesto trabas sobre la muy relativa libertad de la que disponíamos.

Yo le dije una vez:

—Deberíamos escaparnos.

Ella contestó:

—¿A dónde?

—A cualquier lado.

Ella me dio las dos manos.

—¿Y después? No. Terminá la facultad. Podemos esperar.

Pensaba a largo plazo. Pensaba para que tuviéramos una vida juntos. Pensaba con más profundidad que yo, que a veces me arrebataba y solo podía hacer planes con las puras ganas de estar juntos. Pero sabía que todo eso eran ilusiones, aunque a veces surgían como tentadores espejismos: ir al campo de un amigo y vivir en un puesto abandonado, por ejemplo, cosas que hoy ni consideraría porque, más allá de no tener siquiera veinte años, sin fortuna propia, siempre dependiendo de los grandes, yo no tenía autonomía y ella tampoco, así que lo más que podía pretender era ser aceptado como un festejante manso, amigo de la casa, estudiar Derecho —que no me gustaba nada—, y esperar que la vida nos fuera arrimando soluciones, mientras asistíamos a la campaña de los dos principales caballos de nuestros abuelos en una rivalidad que estuvo llena de alternativas y que se fue intensificando mes a mes.

5 Dos rivales

Fueron rivales desde siempre y quizá por eso, salvo en las carreras, mi abuelo Eduardo y González Carranza no se veían con frecuencia. Pocas cosas distancian tanto como tener todo un ambiente en común y escasa simpatía y afinidad. Además, González Carranza no era hombre de confraternizar, aunque según parece de joven trató de ser uno de los muchachos. Al revés de mi abuelo, que aunque reservado tendía vínculos con la gente —sobre todo si les apasionaban los caballos—, era más bien frío, como un metal que se hubiera petrificado en una forma insólita. Cuando lo conocí, en ese mismo otoño de 1968 al empezar mi historia con su nieta, sentí que, más allá de los buenos modales, había una especie de muralla que impedía ver lo que había detrás.

En esa época, cuando empecé a acompañar a mi abuelo al hipódromo, ambos criadores orillaban los setenta y cinco años. Si bien el haras de González Carranza era menos antiguo que el de mi abuelo, que había fundado su padre, ya los caballos de González Carranza también triunfaron durante décadas. Lo curioso es que en todo ese tiempo los créditos y grandes ganadores de ambos pocas veces habían coincidido en los grandes clásicos. En la misma temporada nunca compitieron con caballos equiparables, siempre hubo uno que prevalecía desde el vamos sobre el otro. Así que la rivalidad se dio solo en carreras menores y, hasta ese año en que vivimos bien a fondo el duelo entre los dos cracks, ambos studs nunca compitieron en serio. Es cierto que en varias oportunidades algunos caballos prometedores habían coincidido en carreras de uno o dos ganadores o hasta de clásicos menores de principios de la temporada, pero la fortuna nunca tiró los dados de forma pareja. Además, aunque a lo largo de su historia ambos habían producido varios grandes caballos, fue siempre en años distintos, como si la suerte no quisiera que compitieran aun en las reuniones importantes de San Isidro o Palermo. Y por más que los otros grandes haras también fueran protagonistas principales, ellos dos, tanto por la calidad de los productos como por una serie de rachas de suerte, impedían el total predominio del otro.

Mi abuelo pretendía estar por encima del clamor de la batalla, pero yo creo que de los dos era el que más tirria tenía; los métodos de crianza de González Carranza eran completamente distintos a los suyos. En realidad era una cuestión de temperamentos. En cuanto a González Carranza, no se inmutaba. El método de él era de él y no había nada más que decir. Mi abuelo a veces afirmaba que, si todos los criadores lo adoptaran —aclaro que González Carranza no lo divulgaba pero era algo que se comentaba ampliamente en las carreras—, la crianza de caballos purasangre se reduciría a lograr clones, como diríamos ahora, mellizos del padre, como decía despectivamente mi abuelo. Él prefería experimentar a su manera teniendo en cuenta condiciones y defectos de cada familia y de cada individuo, explorando, a través de los pedigrees y las características físicas y temperamentales, los secretos de la genética. En eso, mi abuelo era un deportista a la antigua que, si bien conoce todos los trucos, se precia de respetar las reglas y considera que las normas no escritas, que pocos se molestan en verbalizar, son útiles porque constituyen el fundamento mismo de la actividad, como un río que fluye sobre un lecho de piedra dura y entre peñascos inmutables. Él valoraba competir en esas condiciones. Ciertos límites eran buenos; como un pintor que conoce los márgenes del lienzo donde traza su obra. Yo creo que además mi abuelo daba mucho valor a esas restricciones porque así, con el arte o la ciencia o el puro azar, el ambiente aventurero de las carreras nunca se extinguiría. Y la vida, pensaba yo, a lo mejor de vez en cuando podría ser un jolgorio, si uno tenía la gran suerte de producir un crack. Él no lo veía así, no eran trucos ni suerte, sino puro conocimiento. Al contrario, quería creer que planteaba el destino de sus caballos desde el vamos, cuando consolidaba sus planes con el conocimiento de cada individuo, de sus padres y el diseño de sus pedigrees.

Alguno de mis tíos, cuando algún producto no rendía tanto, comentaba que estaba perdiendo la mano. Pero mi abuelo había aprendido a no criticarse si sus purasangre no estaban a la altura de las expectativas, quizá porque, según deseaba, el siguiente crack siempre estaba por aparecer a la vuelta de la esquina. Además, durante su vida de criador y carrerista, había producido grandes ejemplares, tanto machos como hembras, potrillos y potrancas, caballos más grandes, hasta matungos rendidores de varias temporadas, galopadores aguerridos capaces de cumplir seis años en las pistas. Pero sobre todo había logrado una abundante serie de caballos clásicos que deslumbraron a los conocedores y sobre los que se escribieron cantidad de artículos en las revistas de turf más renombradas.

Mi abuelo alguna vez dijo que González Carranza solo había logrado caballos que —a pesar de algunos grandes premios innegables y más allá de algunos triunfos, que él no desconocía—, apenas llegaron a ser de una medianía superior. Por comentarios que se conocían en el ambiente, González Carranza creía que el método de mi abuelo era precisamente la falta de método y la improvisación más desaforada. Pero, por más créditos que sacara, creo que sus productos no tenían el aura de leyenda que tuvieron varios de los caballos de mi abuelo. Y la verdad es que ambos siempre pretendieron lograr un gran crack que dejara invisibles a los demás.

Era mi primer año afuera del colegio y me parecía increíble estar libre y acompañar algunas mañanas a mi abuelo. Porque aunque yo supiera que sería imposible que ese mundo durara y que la crianza de caballos de carrera no podría ser mi vocación permanente, ese ambiente singular me resultaba muy atractivo y todavía no estaba tan cercado como lo estuve unos pocos años después.

Los haras competían con sus colores tradicionales: el campo de las sierras, Alma Hue, con la chaquetilla rosa pálido, gorra negra y mangas blancas, y la de González Carranza de gorra turquesa, chaquetilla naranja y mangas turquesa. También estaban los colores tradicionales de los otros haras, grandes y chicos, importantes o no, o de dueños independientes, algunos propietarios de sus caballos, otros, miembros de un consorcio o de una simple sociedad, porque en ese momento el turf todavía era una gran pasión.

No lo sabíamos, pero vivíamos el último momento de su gran popularidad. Y a eso, sin duda, contribuyeron los dos grandes caballos de esa gran generación: uno, el de González Carranza; el otro, el de mi abuelo. Fue una de las más grandes generaciones de todos los tiempos del turf argentino, dijeron después los entendidos, solo comparable a la generación de Botafogo y Yatasto.

Siempre es difícil comparar un caballo más o menos bueno con otro. Hay pingos que rinden más en distancias cortas, otros que son fondistas natos; algunos que prevalecen desde el principio de la carrera; varios que, gracias a un gran jockey, de pronto surgen desde cualquier lado para imponerse de golpe, cosa que en esos años aún lograba Leguisamo —Legui como lo llamaba Gardel, el Pulpo como le decían algunos—, con muchos de su créditos. Pero el caballo completo, el gran velocista que también va a la distancia, que tanto puede correr adelante desde el vamos como surgir desde atrás como una avalancha y arrebatar un triunfo que parece cantado, ese caballo realmente único, de una superioridad inaudita, tiene algo de mágico.

Es una gran rareza que de repente aparezcan en la misma generación dos cracks absolutos trenzados en una lucha a muerte, algo que a todo carrerista le alborota la sangre, pero que encuentra contadas veces en su vida. Y por eso, en su momento, ambos potrillos, el de González Carranza y el de mi abuelo, que desde su debut en distintas carreras se destacaron sobre todos los demás productos, produjeron titulares que se fueron haciendo más y más grandes. Los caballos de carrera ocupaban en esa época mucho espacio en los diarios. Si bien el fútbol ya era muy popular, no se había constituido aún en la gran pasión excluyente y quienes se dedicaban a criar caballos eran personajes: los artífices de una actividad que le daba trabajo a mucha gente, desde veterinarios, jockeys, aprendices, herreros y vareadores, y que comenzaba con los nacimientos y la permanencia de los productos en los cuadros más resguardados del haras y continuaban al año siguiente con su debut ante el gran público burrero de San Isidro o Palermo.