elit10.jpg

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Christine Rimmer

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El destino de un seductor, n.º 10 - mayo 2018

Título original: His Executive Sweetheart

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-573-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Ocurrió el Día de San Valentín. En realidad fue solo una coincidencia, una ironía. Un accidente del tiempo que lo hacía todo aún más doloroso.

Era el Día de San Valentín, miércoles, a las nueve y cuarto de la noche, en la Executive Tower del casino y hotel High Sierra. Celia Tuttle estaba recibiendo instrucciones sobre los correos electrónicos que debía enviar. Su jefe, Aaron Bravo, nunca redactaba los correos para los directores y subdirectores que tenía por debajo. Le decía a Celia lo que quería comunicar. Y Celia, su secretaria personal, le daba forma con las palabras apropiadas.

Su jefe decía:

—Tenemos que hacer algo con ese maldito descenso del río en balsa…

Celia sonreía y lo apuntaba en su cuaderno. High Sierra tenía un río propio, incluso con rápidos para practicar el rafting. Las bajadas por el río eran un gran atractivo para los turistas, tanto que siempre había largas colas, justamente por la carretera que llevaba hacia el casino.

Y en High Sierra, como en casi todos los complejos hoteleros de juego y apuestas, nada podía interponerse en el camino hacia el casino. Todo el mundo lo llamaba en primer lugar «hotel» y después «casino», pero todos sabían que era al revés.

—Mándale un correo a Hickock Drake —Hickock Drake era el vicepresidente—. Dile que ponga en su sitio a Carter Biles —Carter Biles era el director del área de actividades de aventura—. Hay demasiada gente formando una cola para los rápidos, cuando deberían estar jugando en las mesas y a las máquinas. Carter debería saberlo. Dile que suba el precio de la bajada hasta que nadie quiera pagarlo. Que cierre la atracción. Lo que sea. La cola está en medio y quiero que desaparezca.

Ocurrió en aquel mismo momento. Celia levantó la vista de los documentos que estaba hojeando, todavía sonriendo ante la idea de que una inocente bajada por los rápidos de un río pudiera hacerle sombra a las todopoderosas mesas de juego. Aaron dijo:

—Y antes de la reunión con la comisión de planificación, necesito que compruebes…

Ella no asimiló el resto de la frase. Sintió que el mundo se paraba a su alrededor, como en una película de ciencia ficción, en la que ella continuaba andando y hablando y todo el mundo al que conocía estaba petrificado.

Sí. El mundo se quedó paralizado. Completamente.

Incluyendo a Aaron. Estaba sentado en su sillón de suave cuero negro, en su escritorio, y tras él había un enorme ventanal. Bajo él se extendía Las Vegas, una tierra de torretas y torres, de esfinges y carpas de circo. Tenía un brillo mágico en mitad del desierto.

Pero no era la ciudad de Las Vegas lo que Celia Tuttle estaba mirando totalmente absorta.

Miraba a Aaron.

Al fijarse en él y en cada uno de sus rasgos físicos, todo le pareció dolorosamente claro.

Alto, con los hombros anchos. Fibroso. Una cara no demasiado bonita, con los rasgos angulosos y la nariz aguileña, rota en algún momento de su accidentado pasado.

Llevaba un traje hecho a medida por su exclusivo sastre de Manhattan, de las mejores telas, y una camisa de seda.

Estaba frente a su ordenador, moviendo el ratón mientras hablaba, con los ojos azules fijos en la pantalla. ¿Qué estaría observando con tanta atención? Probablemente, sus correos, a los que acabaría contestando Celia.

Y también era posible que estuviera mirando previsiones de mercado. Aaron rara vez hacía una sola cosa al mismo tiempo. Era un hombre emprendedor. Con solo treinta y cuatro años era copropietario y presidente del consejo de administración de uno de los casinos más importantes de Las Vegas. El concepto «multitarea» no existía para él. Era la forma en la que vivía su vida.

En aquel momento, mientras su imagen le atravesaba el cerebro, Celia lo comprendió.

Lo quería.

Y de alguna manera, entender aquello, admitir aquello, le devolvió la vida al mundo.

Oyó el sonido de una sirena que venía de la inmensa ciudad, más allá de los gruesos muros de la oficina. Y más lejos, adentrándose en el desierto, justo sobre la cima de las montañas, vio un avión plateado que cruzaba el cielo dejando una estela blanca.

En la oficina, Aaron estaba manejando el ratón y, mirando la pantalla con el ceño fruncido y dándole instrucciones al mismo tiempo.

Sin embargo, ella no era capaz de asimilar nada de lo que él le estaba diciendo. Pero no importaba. Tenía la grabadora encendida, como en todas sus reuniones matinales, por si acaso las anotaciones que hiciera no fueran suficientes. Tendría que escuchar la cinta más tarde, ya que la información que recibía no estaba tomando forma en su cabeza. Se sentía… tan extraña, confusa, alterada, avergonzada… Tenía un desarreglo emocional agudo.

Todo lo que podía pensar era: «¿cómo puede ser cierto?».

Ella y Aaron Bravo tenían una relación estrictamente profesional. Él solo se había preocupado por el trabajo de Celia las veces que ella no lo había llevado a cabo. Y en dos años y medio, aquello no había ocurrido casi nunca.

A Celia nunca la había preocupado que su jefe no le prestara atención.

Era un jefe justo. Sí, hacía que trabajara muy duro; casi nunca tenía un fin de semana libre. Pero también le daba muy buen sueldo. Recibía bonos y acciones de la empresa.

Y le encantaba su trabajo.

Pero no estaba enamorada de su jefe. O, al menos, no lo había estado hasta hacía cuarenta segundos.

Podría ser que no se hubiera dado cuenta hasta aquel momento. Quizá hubiera estado enamorándose durante mucho tiempo, lentamente, algo así como si un resfriado le hubiera estado rondando durante muchas semanas y al final, de repente, se hubiera manifestado. Tenía neumonía, y grave.

Contuvo un gemido. Aquello era ridículo.

Era cierto que, a medida que pasaba el tiempo, se había encariñado más y más con Aaron Bravo. Era un hombre mucho más agradable de lo que la gente pensaba. ¿Y todos aquellos rumores de que tenía conexiones con la Mafia? Totalmente falsos.

Celia estaba segura de aquello después de tres años trabajando para él. No era ningún personaje misterioso, sino un hombre de negocios honrado y con mucha suerte. Había hecho algunas inversiones arriesgadas en inmuebles y en juegos informáticos con las que había ganado dinero, y con esas ganancias se había hecho un hueco en la industria del juego.

Celia había estado muy nerviosa cuando empezó a trabajar para él. Después de todo, habían crecido juntos, al norte de New Venice, a tres edificios de distancia. Celia era ocho años más joven que él, pero conocía las historias sobre la famosa Caitlin Bravo y sus tres hijos salvajes. Los tres, cada uno a su manera, habían tenido éxito en su campo.

Quizá Aaron Bravo tuviera un cierto aire de peligro. Pero aquello, decidió Celia, era parte de su encanto. Era la clase de hombre a la que nadie desafiaría, a menos que estuviera dispuesto a luchar sin tregua.

Era un hombre duro e inflexible. Tenía que ser así. Pero en el fondo, ella sabía que también era justo y amable.

Y estaba orgullosa de trabajar para él. Durante los dos últimos años le había tomado cariño.

Pero ¿amor? ¿Cómo podía estar sucediéndole aquello?

—¿Celia? ¿Estás bien?

Celia parpadeó. Aaron la estaba mirando fijamente, prestándole atención, obviamente, porque no estaba haciendo su trabajo.

Ella miró la grabadora, que por fortuna estaba cumpliendo su cometido, y se encogió de hombros.

—Oh, sí, perfectamente. De verdad.

—¿Estás segura? Parece que estás un poco…

—De verdad, Aaron, no pasa nada. Estoy bien —era una gran mentira, pero ¿qué otra cosa podría decirle?

En aquel momento, sonó el teléfono. «Salvada», pensó con un suspiro de alivio.

Aaron respondió la llamada y volvió a colgar. Celia se aclaró la garganta y preguntó:

—¿Dónde estábamos?

Sin embargo, a partir de aquel momento, nada volvió a ser lo mismo para Celia Tuttle.

Las horas siguientes fueron tristes. Una vez que hubo reconocido y asimilado la existencia de aquel sentimiento, se hizo más y más fuerte cada minuto que pasaba. Le dolía incluso estar a su lado, mirar con él el resto de la agenda y que no levantara ni una sola vez los ojos de los papeles para mirarla a la cara.

¿Y por qué debería molestarla aquello? Nunca lo había hecho antes. Y sin embargo, de repente, estaba ansiosa por sentir cualquier tipo de contacto.

Por ejemplo, sus manos rozándola…

Aquello ocurría todo el tiempo, aunque ella nunca lo hubiera notado antes. Si él pedía algo, un café, un documento, un expediente, y ella se acercaba para dárselo, él le tocaba el dorso de la mano o quizá la muñeca, o el antebrazo. Era solo una caricia de agradecimiento sin palabras, un pequeño «gracias». Algo tan suave y tan poco perceptible, que ella apenas se daba cuenta.

Bueno, hasta aquel momento.

—¿Dónde están las cifras estimativas de la remodelación de la South Tower? —en High Sierra, las habitaciones del hotel, las instalaciones de las actividades y las del casino estaban continuamente en remodelación. Las cosas tenían que refrescarse y ser atractivas para la muchedumbre de turistas.

Ella le explicó dónde debía mirar.

—No lo veo.

Celia dejó la carpeta a un lado y rodeó el escritorio hacia su silla, para enseñárselo.

Oh, Dios. Olía muy bien. Tan limpio, fresco y masculino… A ella siempre le había gustado la loción que él usaba. Le gustaba su pelo, corto y un poco rizado, castaño oscuro y algunas veces, bajo la luz del sol, con reflejos dorados. Y la forma de sus orejas…

Él miró hacia atrás, con una ceja arqueada.

A Celia le dio un vuelco el corazón, y le mandó instrucciones al cerebro para que su cara no se ruborizara.

—Mmm… —dijo—. Veamos… —movió el ratón y presionó dos veces hasta que apareció la información que él necesitaba.

—Bien. Gracias.

Cuando ella retiró la mano, él le tocó suavemente el dorso, solo un roce cálido de agradecimiento. Ella estuvo a punto de dejar escapar un grito, pero consiguió contenerse. Le ardía la piel en los puntos donde él la había rozado tan ligera y brevemente. Ella sabía que para Aaron aquel roce era algo inconsciente. Lo hacía y lo olvidaba.

Pero no para Celia. Nunca más. De repente, sentir cualquier contacto le atravesaba el alma.

Volvió a su silla y tomó de nuevo la carpeta de los documentos. Después, se sentó y esperó a que él continuara.

Durante los diez minutos siguientes, la situación fue soportable. Estudiaron la agenda del día, Aaron le dio instrucciones para redactar las cartas que necesitaría y le enumeró los informes que iba a usar en las reuniones con los directores.

Estaban terminando, cuando él dijo sin darle importancia:

—Y, ¿te importaría comprarle algo bonito a Jennifer? Hoy es San Valentín…

Ella se sintió como si le estuviesen atravesando el corazón con un cuchillo al oír aquello.

Jennifer Tartaglia tenía un papel en un número de la revista Gold Dust Follies, que se representaba todas las noches en el Sierra’s Excelsior Theatre. Jennifer era medio cubana, medio italiana, espectacular y muy agradable, también. La primera vez que la vedette había ido de visita a la oficina, había ido a saludarla.

—Hola, encantada de conocerte —Jennifer alargó la mano y le dedicó una sonrisa resplandeciente—. Aaron me ha dicho que lo cuidas muy bien.

—Lo hago lo mejor que puedo —respondió Celia, mientras se estrechaban las manos.

—Eres la mejor. Él me lo ha dicho —todavía con aquella sonrisa que cortaba la respiración, amplia y amistosa, Jennifer se apartó la melena rubia de los hombros y se dio la vuelta para marcharse. Celia se sorprendió a sí misma mirándola anonadada. La parte trasera de Jennifer Tartaglia, especialmente en movimiento, era algo digno de admirar.

No importaba el hecho de que ninguna mujer tuviera derecho a ser tan espectacular. A Celia le caía bien Jennifer. Consideraba que era una persona agradable y, sin duda, muy buena para Aaron, aunque la relación no fuera muy seria. Para él nunca lo eran.

Aaron Bravo disfrutaba con las mujeres, y un hombre de su posición tenía la posibilidad de elegir entre las más bellas, inteligentes y seductoras del mundo. Pero ninguna de ellas, al menos durante los años en los que Celia había trabajado para él, había durado. Aaron siempre les regalaba brillantes, algo como una pulsera o un collar, al final. Celia sabía que acabaría comprando diamantes para Jennifer.

Realmente, él estaba casado con su trabajo. Y tan ocupado, que pensaba que no era nada importante pedirle a su secretaria que les comprase regalos caros a sus amantes, cuando la ocasión lo requería. Por ejemplo, el Día de San Valentín.

—Algo bonito para Jennifer —repitió Celia, con la voz ahogada.

Él frunció el ceño de nuevo.

—¿Estás segura de que no pasa nada?

—Sí. No hay ningún problema. De verdad.

 

 

Una hora después, Celia se marchaba de High Sierra a comprarle a Jennifer un broche con un rubí en forma de corazón en una de las joyerías más caras de Caesar Forum Shops. En High Sierra había muchas tiendas exclusivas entre el casino y el hotel, pero Celia nunca compraba los regalos de su jefe en aquellas tiendas. Le parecía más apropiado y personal ir fuera del reino de Aaron para conseguir los tesoros de sus amantes.

En realidad, aquel no era un buen razonamiento. Él ni siquiera elegía sus regalos. ¿Cómo iban a ser personales?

Compró el broche, volvió a High Sierra y se lo enseñó orgullosa a Aaron, para que supiera lo bonito que era el regalo que iba a hacerle a Jennifer.

—Estupendo, Celia. Le va a encantar.

Celia sintió un nudo en la garganta mientras envolvía el broche de nuevo. Pero no dejó que se le cayeran las lágrimas. Se las tragó.

Para entonces, hacía más de seis horas desde que se había dado cuenta de que estaba enamorada de él. No podía permitirse el lujo de lloriquear como un bebé desde el primer día. Y quizá, pensó mientras ataba habilidosamente los lazos rojos del paquetito, aquella pasión repentina y abrumadora se consumiría por sí sola. Pronto.

«Oh, sí. Por favor, Señor. Deja que termine pronto…».

Pero aquella plegaria no fue respondida. Al menos, en el transcurso de la semana siguiente. Los días pasaron y aquel deseo no se desvaneció.

Se las arregló para no llorar, a pesar de lo cerca que había estado de hacerlo el primer día. Y él no se imaginó nada. Celia se aseguró de ello por una especie de orgullo que no le permitía dejar que Aaron supiera que estaba desesperadamente enamorada de él.

Algunas veces, él le dirigía una mirada algo confusa, como si intuyera que a su secretaria le pasaba algo. Pero ella cumplía con su cometido tan bien como el primer día, y él no le volvió a preguntar qué ocurría.

Entonces empezó a sentir nuevos tormentos.

Cosas sencillas y cotidianas que antes no significaban nada, como rozarse con él. Seguirlo por la sala de reuniones mientras le daba las instrucciones de última hora, antes de reunirse con los directores para la comida, y al mismo tiempo, se quedaba desnudo de cintura para arriba al cambiarse la camisa por otra limpia…

Intentó no mirar sus brazos musculosos ni imaginarse cómo se sentiría al ser abrazada contra aquellos pectorales tan anchos, mientras él bajaba la cabeza para cubrirle la boca con los labios…

Era horrible. Lo había visto cambiarse cincuenta veces, al menos. Nunca había pensado que una camisa limpia pudiera resultar una tortura. Hasta aquel momento.

En realidad, sus vidas estaban tan… entrelazadas. Ambos vivían en el mismo lugar donde trabajaban. Aaron tenía una suite en el ático. La habitación de Celia era más pequeña, por supuesto, y estaba varias plantas más abajo.

A ella siempre le había encantado vivir en el lugar donde trabajaba. Adoraba el glamour y las emociones de su vida en High Sierra. En cierto modo, aquel complejo hotelero era una ciudad. Se podía comer, dormir, hacer la compra, trabajar y divertirse allí, sin marcharse nunca. Todos los días había fiestas.

Celia no era precisamente la persona más aficionada a las fiestas, pero al trabajar para Aaron, se sentía como si le cayera algo del polvo de oro y del brillo de la atmósfera. Cuando era adolescente, era un poco tímida y no había tenido mucho éxito. No es que no fuera atractiva, pero estaba muy lejos de ser espectacular. Provenía de una familia grande y era la cuarta de seis hermanos. Sus padres habían sido buenos, pero tenían muchos hijos, y desviaban constantemente su atención de uno a otro. Ella se sentía más cercana a sus dos mejores amigas, Jane Elliott y Jillian Diamond, que a sus propios hermanos y hermanas.

Se había licenciado en Contabilidad por la Universidad de Sacramento y había trabajado como contable para una gestoría, antes de tropezarse con aquel trabajo de secretaria y ayudante de uno de los clientes de su empresa, un presentador de magazines matutinos.

Celia adoraba aquel trabajo. Encajaba perfectamente en él. Tenía que ser muy organizada y saber desenvolverse en el mundo de los negocios, y también tenía que estar siempre preparada para todo. Ella llevaba la correspondencia y la agenda personal de su jefe, hacía sus compras y lo acompañaba a las cenas y a las fiestas imprevistas. Sus cometidos y responsabilidades rara vez eran iguales dos días seguidos.

Aquel presentador había dedicado una parte de uno de sus programas a High Sierra. Aaron había accedido a ser entrevistado, y después se había quedado en el plató, fuera de cámara, durante el resto del rodaje. Y había recordado a su vecina de infancia.

Dos meses después, el programa iba a grabarse en Filadelfia. Celia tendría que haber ido también, pero decidió no hacer aquel movimiento.

Había recibido una llamada del departamento de Recursos Humanos de Aaron. Fue en avión a Las Vegas a verlo, y él la contrató en aquel mismo momento.

—Eres exactamente lo que estoy buscando, Celia —le dijo—. Eficiente. Con las ideas claras. Discreta. Inteligente. Y alguien de casa, de mi ciudad. Me gusta eso. Realmente, me gusta.

Fue una relación profesional exitosa desde el principio. Impersonalmente íntima, era lo que Celia solía pensar. Ella era una verdadera «esposa de oficina», y con eso estaba satisfecha. Era muy buena en lo que hacía, disfrutaba con su trabajo y su jefe conocía su valor. Le había subido el sueldo varias veces desde que había empezado a trabajar en High Sierra, de forma que ganaba el doble que al comienzo. Realmente, había empezado a ser ella misma desde que se había convertido en la secretaria de Aaron. En vez de tímida, se veía a sí misma como reservada y serena.

Mantenía la calma en mitad de cualquier tormenta que pudiera desencadenarse en High Sierra. Aaron contaba con ella para mantener su agenda en orden, para mecanografiar sus cartas y para manejar sus asuntos personales. Y ella hacía todo aquello con habilidad y gracia. Era una mujer feliz con un futuro profesional brillante, hasta que había cometido el error de enamorarse de su jefe y estropearlo.

Todo había cambiado. Celia Tuttle estaba viviendo al mismo tiempo la agonía y el éxtasis. Estar cerca de él le resultaba excitante, pero también le hacía mucho daño.

Para el cuarto día estaba tan desesperada como para sopesar la posibilidad de hablarle de sus sentimientos.

Pero ¿para qué? ¿Para empeorarlo todo? ¿Para hacer que su humillación fuera completa?

Después de todo, si estuviera interesado, aunque fuera lo más mínimo, ¿no se lo habría dado a entender de alguna forma?

No le dijo nada.

Para el sexto día, se vio a sí misma planteándose lo imposible: presentar su renuncia. Menos de una semana antes se había enamorado de su jefe. Y casi se le había olvidado lo mucho que le gustaba su trabajo.

En aquel momento, trabajar era más bien una tortura. En la oficina sufría constantemente en compañía del objeto de deseo de su corazón, y él era totalmente ajeno a ella, en lo que no se refiriera a su papel de eficiente Viernes.

Quizá debiera despedirse.

Pero no lo hizo. No hizo nada, solamente intentó pasar la jornada lo mejor posible. Se recordó a sí misma que no hacía tanto tiempo desde San Valentín, el día en que todo su mundo se había vuelto patas arriba.

Esperaba fervientemente que las cosas mejoraran, de un modo u otro.

Pasó el séptimo día.

Y después, en el octavo día, Celia tuvo una llamada de su amiga Jane, de New Venice.

 

 

Fue después de la medianoche. Celia acababa de llegar a su habitación. Aquella tarde había llegado un grupo de hombres de negocios japoneses, clientes importantes, de aquellos a los que no les importaba gastarse un millón de dólares en una noche, en las mesas de juego de High Sierra.

Aaron iba a acompañar al grupo durante la cena en el restaurante Placer Room. Le había pedido a Celia que lo acompañara. Ella llevaba a cabo lo que consideraba su cometido de recadera: si había algo que él necesitaba y los camareros o el personal del hotel no podían proporcionarle, Celia estaba allí para asegurarse de que lo consiguiera rápidamente.

El teléfono estaba sonando cuando entró en su habitación. Se apresuró a contestar.

Y entonces escuchó la voz quejumbrosa de su querida amiga.

—¿Nunca devuelves las llamadas?

Celia sujetó el teléfono con el hombro y la mejilla y deslizó el dedo entre la tira de su sandalia negra y el pie.

—Lo siento.

Se quitó la sandalia con un suspiro de alivio. Después hizo lo mismo con la otra y se dejó caer en el sofá.

—Esto ha sido un zoo.

—Siempre dices lo mismo.

—Bueno, es que siempre es un zoo.

—Pero te encanta.

Vio a Aaron mentalmente.

—Eso es cierto. Me encanta.

—Muy bien, ¿qué es lo que pasa?

—Nada en absoluto.

—Lo has dicho muy deprisa.

—Jane. Me encanta mi trabajo. Eso no es ninguna noticia —«pero, por desgracia, también me encanta mi jefe, que no me quiere»—. ¿Qué pasa?

—¿Estás segura de que estás bien?

—Sí. ¿Qué pasa?

Jane se quedó dubitativa. Celia podía verla, sentada en su cama con dosel, en la maravillosa casa victoriana que había heredado de su querida tía Sophie. Seguramente, estaría apoyada en el cabecero, con la almohada en la espalda y con su indomable pelo negro y rizado recogido en una trenza. Y tendría el ceño fruncido mientras consideraba si dirigir la conversación hacia el tema por el que había llamado o si ahondar más en la extraña y repentina actitud de Celia hacia su trabajo.

Finalmente, dijo:

—Ven a casa este fin de semana.

Celia se apoyó contra los almohadones del sofá y miró al techo de la habitación.

—No puedo. Sabes que no puedo.

Jane dejó escapar un sonido que expresaba claramente su descontento.

—No sé nada de eso. Trabajas demasiado. Nunca te tomas un respiro.

—Es jueves. Y estoy a quinientas millas de casa.

—Para eso se inventaron los aviones. Te recogeré en Reno mañana; solo tienes que decirme la hora.

—Oh, Jane…

—Habrá vino. Y un buen fuego en la chimenea. El valle está precioso. Ha nevado lo justo para que parezca una postal. Pero no va a nevar más, así que no creo que tengas ningún problema para llegar. Y Jilly también va a venir.

Jillian Diamond, la otra mejor amiga de Celia, vivía en Sacramento, y volvía a casa tan poco como Celia.

—Además, voy a cocinar —Jane era una excelente cocinera—. Vamos, Celia. Hace mucho tiempo, demasiado, y lo sabes. En algún momento tendrás que dejar tu trabajo a un lado y volver a ver a tus viejas amigas.

Celia subió las piernas al sofá y se cambió el teléfono al otro oído. «¿Por qué no?», pensó. Hacía meses que no disponía de un fin de semana para ella. Y verdaderamente, debería tomarse un descanso en aquel momento. Sí. Un cambio de escena, un poco de tiempo alejada del objeto de su deseo sin esperanza y de todo lo que tuviera relación con él.

—¿Celia Louise?

—Estoy aquí. Y voy a ir.

Ya que vas a venir en coche, me quedaré en la tienda hasta las seis

Jane tenía una librería, The Silver Unicorn, en el centro de New Venice, justo en Main Street. Estaba al lado del Highgrade, un establecimiento que era al mismo tiempo cafetería, bar y tienda de regalos, que Caitlin Bravo había regentado durante más de treinta años.

Celia se quedó mirando fijamente a la pantalla del ordenador, recordando…

Aaron y sus hermanos solían estar casi siempre por Main Street. Los tres trabajaban en el Highgrade, o en la cafetería o en la tienda de regalos, donde se ocupaban de las mesas y del mostrador, o hacían las hamburguesas en la parrilla. Pero eran una familia volátil. La gente de la ciudad decía que aquellos chicos necesitaban la influencia de una figura paterna estable, y aquello era algo que nunca iban a conseguir con Caitlin Bravo como madre.

Siempre se estaban metiendo en problemas, o simplemente, no aparecían cuando era su hora de entrar a trabajar. Caitlin se ponía furiosa y los despedía. Entonces, ellos se iban por ahí con los otros chicos salvajes de la ciudad, hasta que se metían en un lío serio. Caitlin les gritaba y terminaba por ponerlos a trabajar de nuevo.

Una vez, cuando tenía ocho años, Celia estaba montando en la bicicleta de su hermana mayor por Main Street. Era una bicicleta muy alta para ella, con unas ruedas muy finas, y se la había tomado a su hermana sin permiso. Pero se imaginaba que no tendría problemas. Annie estaba en el instituto, en un ensayo de las animadoras. Para cuando su hermana llegara a casa, la bicicleta estaría otra vez en el porche de casa, donde la había dejado.

Celia tenía que estirar mucho sus piernas de niña de ocho años para llegar a los pedales, y se balanceaba mientras pedaleaba. Se bamboleó por todo Main Street y perdió el equilibrio justo enfrente del Highgrade. La bicicleta se cayó, y Celia con ella. Se arañó las rodillas y las palmas de las manos en el asfalto de la calle al intentar parar la caída.

Se le enredaron las piernas en los pedales. Gruñó y luchó por liberarse, pero no podía, y cada vez le estaba resultando más agobiante. Estaba a punto de olvidarse de su dignidad de ocho años y de ponerse a aullar como un bebé completamente desolado.

Pero entonces aparecieron un par de botas polvorientas a un metro y medio de donde ella estaba tirada y hecha un lío. Miró hacia arriba, siguiendo las dos piernas largas cubiertas por unos vaqueros desgastados, llegó a una camiseta negra, y después hasta la cara del mayor de los Bravo, Aaron.

Él se arrodilló a su lado.

—Eh. ¿Estás bien?

No supo qué decirle. Apretó los labios y lo miró fijamente, para demostrarle que no le tenía miedo y que no iba a llorar.

—Voy a ayudarte —dijo él, y suavemente, la tomó bajó los brazos y la ayudó a deslizarse de debajo de la bicicleta. Estaba de pie antes de que le diera tiempo a gritarle que la dejara en paz.

Él volvió a arrodillarse para levantar la bicicleta.

—Aquí tienes.

Ella sentía la lengua como un trozo de madera dentro de la boca. Sabía que si intentaba responder, solo emitiría algún sonido extraño y feo. Así que se las arregló para asentir con la cabeza.

Él frunció el ceño.

—¿Estás segura de que estás bien?

Ella asintió de nuevo.

—Quizá sería mejor que consiguieras una bicicleta más pequeña…

 

 

El cursor del ordenador parpadeaba ante ella. Celia ordenó a su mente que volviera al presente y leyó el resto de la nota de Jane: La llave estará donde siempre. Jane.

Entonces ella tecleó: Estoy impaciente por llegar. Hasta mañana. Y lo envió.

Después cerró el ordenador y se fue a la cama. No durmió muy bien. Estaba obsesionada por lo que podría decir Aaron cuando le comunicara que se iba al aeropuerto a las cuatro.

Él dependía de ella. Se enfadaría, porque se marchaba para dos días avisándolo con tan poco tiempo de antelación. A menudo, la necesitaba los fines de semana.

Bueno, si él decía que la necesitaba, tendría que cancelar el viaje, llamar a Jane y…

Celia se sentó en la cama.

—¿Qué es lo que me pasa?

Y volvió a tumbarse.

Por supuesto que no iba a cancelar el viaje. Le había prometido a su amiga que iría, y no iba a romper su promesa.

¿Y qué derecho tenía Aaron a enfadarse? Ella había trabajado fin de semana tras fin de semana y nunca se había quejado.

Se iba. Y no había más que decir. No importaba lo que pensara Aaron.