EL RELOJERO DE LA PUERTA DEL SOL

 

 

 

EMILIO LARA

 

Diseño de la sobrecubierta: Estudio Manuel Calderón

Primera edición: octubre de 2017

Primera edición en e-book: octubre de 2017

© Emilio Luis Lara López, 2017

© de la presente edición: Edhasa, 2017

Diputación, 262, 2º 1ª

08007 Barcelona

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España

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ISBN: 978-84-350-4660-2

Producido en España

A María José

Nota del autor

José Rodríguez Losada murió en Londres el 6 de marzo de 1870. Legó su considerable fortuna a sus hermanos y sobrinos, a sus dos sirvientes y a su médico personal. Fue enterrado en el cementerio de Kensal Green, en Londres.

En vida, no se olvidó de su pueblo leonés: costeó un nuevo retablo y altar de la iglesia, y también enseñó el oficio a dos de sus sobrinos, que trabajaron para él en la relojería de Regent Street.

Asimismo, mantuvo su vinculación profesional con España al construir varios relojes importantes: el del Ayuntamiento de Sevilla (trasladado a mediados del siglo XX a la iglesia hispalense de la Concepción), el de la catedral de Málaga y el del Arsenal de Cartagena. Este último, convertido en un símbolo durante el cantón cartagenero de 1873, sobrevivirá a la devastación de la ciudad tras el bombardeo artillero que sufrió, aunque dos de sus esferas resultaron dañadas por las bombas. Hoy día sigue marcando las horas, desafiando el paso del tiempo.

Cuando tuve conocimiento de la vida de Losada me quedé boquiabierto. No entendía cómo no se habían escrito novelas y filmado películas sobre su odisea. Cosas de España. Somos olvidadizos con nuestros héroes y figuras de relumbre. El material literario que recopilé me quemaba entre las manos y, urgido por la emoción, congelé lo que estaba escribiendo en ese momento. La biografía del relojero y la España e Inglaterra del siglo XIX coparon mis desvelos a partir de entonces. La recogida de datos y la escritura me llevaron un año. Las hojas del calendario caían como en las películas antiguas, pero yo vivía en un tiempo flotante, entusiasmado con la historia del relojero de la Puerta del Sol.

Los datos biográficos de Losada son escasos e incluso contradictorios. Los estudios más rigurosos son José Rodríguez Losada: vida y obra, de Roberto Moreno García, y El reloj de la Puerta del Sol: vida y genio de su constructor Losada, de Luis Alonso Luengo. También es imprescindible acudir a la obra del dramaturgo José Zorrilla Recuerdos del tiempo viejo, escrita una década después de la muerte del relojero. Su fama en el siglo XIX fue tal que Benito Pérez Galdós lo incluyó en uno de sus Episodios Nacionales, La revolución de julio, publicado en 1903.

Sobre Juan Prim me interesaba sobremanera su breve estancia en Londres durante su exilio en 1866, de modo que entre la abundante bibliografía sobre el militar me fue útil El general Prim. Biografía de un conspirador, de Pere Anguera. El episodio londinense del atentado por parte de asesinos contratados por azucareros de Cuba es ficción, pero me pareció interesante prefigurar el atentado mortal que sufrió en la madrileña calle del Turco el 27 de diciembre de 1870, y por eso recurrí al método utilizado: los fósforos, obstaculizar la calle y el empleo de armas de fuego a corta distancia. La autoría del magnicidio continúa sin resolverse. Es uno de los grandes enigmas de la historia de España. Aunque en la época ya se habló de la implicación de los esclavistas azucareros cubanos en el atentado, pues, de hecho, en la colonia ultramarina circulaba la siguiente frase: «A Prim lo mataron en Madrid, pero el gatillo lo apretaron en La Habana».

Otro de los acusados de maquinar el atentado fue el duque de Montpensier, debido al resentimiento del aristócrata por no haber tenido el apoyo del general catalán para ser elegido rey de España en 1870. Al optar Prim por el italiano Amadeo de Saboya para el trono, se granjeó la animadversión del duque. Como curiosidad, cabe señalar que Montpensier fue, durante una temporada, uno de los habituales asistentes a la Tertulia del Habla Española que se celebraba en la relojería Losada. Desde una perspectiva literaria, es tentador imaginar que Juan Prim y el duque de Montpensier tal vez coincidieran como tertulianos, incluso que congeniaron y que la amistad se trocó en enemistad. El amor es el motor de muchas personas, igual que el resentimiento lo es de otras.

La bibliografía sobre Fernando VII y su reinado es abultada y excelente, pero destacaría La España de Fernando VII, de Miguel Artola, que sigue siendo capital en la historiografía.

1816 es conocido como «el año sin verano». Una lúcida exposición de cómo el impacto medioambiental modificó la demografía y afectó a las mentalidades la encontramos en Tambora: la erupción que cambió el mundo, de Gillen D’Arcy Wood. Una visión más amplia y enriquecedora se halla en La pequeña Edad de Hielo. Cómo el clima afectó a la Historia de Europa (1300-1850), de Brian Fagan.

Para hacer una inmersión en el Londres decimonónico, es crucial comenzar con Charles Dickens. Y un placer inacabable. Una aproximación al mapa mental y urbano la encontré en Londres victoriano, de Juan Benet, Londres. La novela, de Edward Rutherfurd y La Inglaterra victoriana, de Esteban Canales. Debo señalar que es cierto que la reina Victoria era una lectora apasionada de Alicia en el País de las Maravillas.

Penélope Acero, mi editora, se apasionó desde el principio con esta historia y cuidó todos los aspectos del libro. El tiempo voló trabajando con ella. Y Déborah Albardonedo fue esencial a la hora de darme indicaciones y de velar por mi trabajo. Es una suerte tenerla como agente.

Los consejos literarios que me da mi amiga Ana Escarabajal son de oro puro. He conocido pocas personas como ella tan sabias y con tanta pasión por el mundo del libro. En su legendaria librería cartagenera pasé horas felices, las mismas que ahora paso cuando nos vemos y hablamos de la vida y de literatura, que para los letraheridos viene a ser lo mismo.

Cada día, al salir a la calle, veía los amaneceres en cinemascope tras las crestas de Sierra Mágina, tan hermosos que parecían rodados por John Ford. De camino al trabajo, en el mecano de mi mente se enroscaban y atornillaban las piezas de la trama, de modo que el trayecto al instituto era tan placentero que caía en un leve trance del que me resistía a salir. Escribir una novela es ante todo artesanía, pero tiene algo de estado de ánimo, así que, además de escuchar a Bach por encima de todas las cosas mientras tomaba notas y me sentaba delante del ordenador, también hubo sitio para Mozart, Bruckner y Sibelius. Y, asimismo, algunos de los momentos literarios entre José y Anna tuvieron como fondo la música de Bernard Herrmann, en concreto el tema de amor de Vértigo. Hay poca música de cine tan intensa como ésa.

El libro está dedicado a mi mujer por mis continuos viajes solitarios en el tiempo, pues durante meses viví más en el siglo XIX que en el presente. Para María José, que suene el tema Vesper, de Casino Royale.

El Big Ben se convirtió en el símbolo de Londres a finales del siglo XIX, y en el siglo XX, en un icono inglés. En 1940, durante el Blitz, el Palacio de Westminster fue alcanzado por las bombas alemanas, pero la Torre del Reloj no fue dañada y el sonido de sus campanadas, las retransmisiones de la BBC y los discursos de Winston Churchill fueron la gasolina moral de los londinenses hasta que los jóvenes pilotos de la RAF ganaron la batalla de Inglaterra. El Big Ben sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial. Ni la Luftwaffe ni las bombas volantes V-1 y V-2 lanzadas desde la costa continental consiguieron destruirlo.

En la actualidad, una de las primeras cosas que hacen los turistas que visitan Londres es fotografiarlo. De día y de noche, con su bella iluminación verdosa.

En efecto, Losada recibió el encargo de ultimar aspectos técnicos del reloj.

En lo alto del péndulo siguen puestas las monedas que ajustan su movimiento.

EL RELOJERO DE LA PUERTA DEL SOL

Era un hombre con una gran determinación para luchar contra el destino. Su mayor afán consistía en medir el tiempo, atraparlo en bellos relojes. Nació en una época en la que los amigos íntimos paseaban cogidos del brazo mientras conversaban con calma, ajenos a las prisas, pero vivió en un mundo que cambiaba a velocidad vertiginosa debido a las revoluciones y al vapor.

En verdad, no tuvo una vida fácil.

1

Iruela, León

Marzo de 1814

El anochecer se echaba encima con hachazos negros. Aunque soplaba un viento frío estaba empapado en sudor. Las vacas caminaban lentas y la música de los cencerros sonaba a concierto desafinado. De las chimeneas salía humo y por las estrechas ventanas se entreveía el tembloroso resplandor del fuego y de los candiles. La aldea, de casas de piedra con tejado de losas de pizarra o de caña de centeno, estaba sumida en un silencio hermético. Flotaba un olor a leña de pino. Cuando vio a su padre esperándolo en la puerta de la casa, se puso a temblar. Regresaba con un animal menos.

–Llegas tarde.

–Lo sé, padre.

Metió al ganado en el establo bajo la severa mirada paterna. El aire espeso olía a boñiga y a paja. Le flaqueaban las piernas y tragó saliva al entrar en su hogar.

Su madre, con la pañoleta negra sobre los hombros, preparaba la cena en la lumbre. Sentada en una silla de anea con gesto ausente, removía el guiso de la olla puesta sobre las trébedes. La mujer tenía a su lado a dos de sus hijos pequeños, que, hambrientos, observaban cómo hervía el potaje y chisporroteaban los troncos. Las llamas iluminaban la escopeta de caza colgada de la pared y un crucifijo de latón. El padre, con la mirada encendida, colgó los pulgares del cinturón, en actitud retadora.

–¿Por qué has tardado tanto? –preguntó.

Los latidos del corazón repicaban en el pecho cuando respondió:

–Se ha perdido una ternera, y he estado buscándola.

Su padre se quitó el cinturón con rapidez y comenzó a azotarlo con furia. Su madre ni siquiera reaccionó. Se limitó a seguir removiendo el guisote con el cucharón, temerosa de la violenta reacción del marido. Los dos pequeños, atemorizados, se abrazaban a ella sin soltar una sola lágrima. Estaban acostumbrados a los estallidos de ira de su progenitor.

–¡No me pegue más, padre!

–¡Vas a ser mi ruina! –gritaba mientras descargaba cintarazos sobre los brazos con los que el muchacho se cubría la cabeza, para que la hebilla no le abriese una brecha–. ¡Eres un inútil! ¡Un verdadero inútil!

–¡No me pegue, padre! ¡La buscaré! ¡Iré a buscarla ahora mismo!

–¡No sirves para nada!

El hombre, jadeando por la rabia y el esfuerzo, dejó de golpear, agitó la correa y dijo:

–Si vuelves sin ella, te mato. ¡Juro que te mato!

El joven abrió la puerta, se precipitó al exterior y comenzó a andar apresuradamente, mientras las ráfagas de dolor recorrían sus brazos de forma intermitente, como mordiscos de víboras. Tenía la boca seca de miedo. En el horizonte una línea de luz amarillenta era el último vestigio del día moribundo. El cielo viraba del morado al azul oscuro, y de las cumbres nevadas del Teleno llegaban rachas de viento frío.

Estaba convencido de que la ternera debió de extraviarse cuando él, absorto, intentaba reparar dos cencerros. No tenía perro guardián, así que no descubrió la pérdida hasta después del almuerzo. La buscó con ahínco, y no sólo en el prado, sino también en la vaguada. Ni rastro de ella. ¿Se la habrían robado? Imposible, pensó. No había ningún otro pastor a menos de cinco leguas. ¿Cómo había podido sucederle algo así?

Acuciado por el temor a la paliza mortal que recibiría, echó a correr en dirección al prado donde habían estado pastando las vacas. La luna llena se distinguía cada vez con mayor nitidez. Dispondría de luz para la búsqueda.

Las estrellas se iban ocultando tras una capa de nubes que amenazaban lluvia. Llegó al prado y lo recorrió a la carrera, pero no encontró a la ternera. La hierba exhalaba un aroma dulce. Un sudor helado le recorría el espinazo. Respiraba de forma entrecortada. De pronto, comenzó a llover. Las gotas caían en el pastizal y la tierra desprendía un olor a fertilidad. Entonces decidió encaminarse a un valle cercano donde antes no había buscado, y poco después de media hora encontró los restos de la ternera junto a un riachuelo.

La habían devorado los lobos.

El pánico le agarrotó los músculos. Se quedó ahí, paralizado, delante de los despojos iluminados por la luz de plata sucia de la luna. Los salvajes cinchazos que le había propinado su padre le dolían cada vez más. Soplaba un viento que le helaba hasta los huesos. Resonó un trueno en la lejanía. Él no dejaba de contemplar el amasijo de restos sanguinolentos y huesos. El agua iba empapándolo. Llovía con un ímpetu bíblico. Y, sin embargo, aquella lluvia parecía incapaz de enfriar sus pensamientos. Estaba convencido de que su padre cumpliría la mortal promesa.

Su corazón latía a galope tendido. Tomó aire varias veces con la boca abierta al creer que le faltaba, que no le llegaba a los pulmones. Y con una súbita determinación nacida en lo más hondo, remontó el valle en dirección contraria a su aldea, jurándose a sí mismo que no volvería jamás.

Llovía bajo la luz embetunada de la noche. A lo lejos aullaban los lobos.

2

Londres

7 de marzo de 1866

Con sumo cuidado, giró con el dedo el minutero del reloj de sobremesa hasta que ambas manecillas coincidieron en las doce. La sonería dio la hora por medio de una campanita de cristal y plata, y a continuación sonaron unos compases del vals Myrthen–Kränze que Johann Strauss hijo compuso en 1854 como regalo de cumpleaños para Elisabeth de Baviera, la emperatriz austriaca a la que llamaban cariñosamente Sissí.

Aquella alegre música vienesa evocaba fastuosos bailes en salones de mármol iluminados con arañas de cristal, llenos de parejas dando vueltas mientras una orquesta tocaba, de hombres con frac o uniformes de gala, de mujeres con vestidos de seda y de risas al anochecer en una velada en la que el tiempo parecía detenerse.

El relojero sonrió satisfecho. Aquel reloj se lo había encargado la propia Sissí y pensó que sería un bonito detalle incluir aquella elegante música de Strauss, el compositor predilecto de la esposa del emperador Francisco José de Austria. Había tardado dos meses en construir aquella maravilla con carcasa de ébano e incrustaciones de plata que formaban siluetas de pájaros.

Dejó las herramientas en su sitio, sacó brillo con un paño de algodón a la madera negra, a las pequeñas aves de plata y al cristal de la esfera y respiró hondo. Por fin podía dedicar todo su tiempo a terminar el gran reloj en el que llevaba trabajando desde hacía tres años.

La obra de su vida.

3

Comarca de la Cabrera, León

Marzo de 1814

Caminó toda la noche bajo la lluvia y las estrellas, con la camisa y el tabardo empapados, un martilleo en las sienes y sin mirar atrás, porque el instinto de conservación superaba al remordimiento. Los correazos le habían dejado los brazos magullados y llenos de moratones, unas dolorosas violetas malignas, y sólo podía pensar en huir de la venganza paterna y alejarse de su aldea. Poco antes del amanecer, cuando dejó de llover, se tumbó a dormir junto a unos matorrales, reventado por la caminata.

Lo encontró un arriero a primera hora de la mañana. Al principio creyó que estaba muerto, pero al apearse y comprobar que vivía se apiadó de él y lo subió a su carromato.

Cuando despertó al cabo de unas horas, el arriero le dio vino, pan y queso añejo. Tenía un poco de fiebre, pero comió con apetito y bebió de la bota. Hacía un tibio día invernal, y en el aire se presentía la primavera. El sol ya casi había secado la humedad de su ropa.

–Bebe un poco más. Te hará bien. El vino es la mejor medicina.

El arriero era un hombre de mediana edad, cejijunto, con la tez requemada por el sol y la mirada resignada de quienes no esperan nada de la vida. El muchacho, con las fuerzas recobradas, se acercó a la parte delantera del carromato:

–Muchas gracias, señor.

El arriero asintió con la cabeza. El carro tirado por dos mulas traqueteaba entre los baches y piedras del camino.

–No tengo con qué pagarle –se disculpó.

El hombre se encogió de hombros antes de responder:

–Es de cristianos ayudar al prójimo. A mí me ayudaron hace tiempo, y no lo he olvidado –hizo una pausa–. ¿Adónde vas?

Al no saber qué contestar, preguntó:

–¿Adónde va usted?

–A Extremadura.

–¿Le importaría que lo acompañara?

El hombre observó un ave rapaz que volaba majestuosa y unas madejas de nubes blancas que no presagiaban lluvia. El día transcurriría apacible.

–Tanto me da señor.

–Se lo agradezco mucho, señor –respondió el joven aliviado.

Durante la siguiente media hora, se mantuvieron en silencio. Sólo se oía el chirrido de las ruedas y los crujidos del maderamen del carro. Al cruzar junto a un rebaño de cabras, el muchacho sintió la necesidad de explicar que era pastor, pero no le contó el motivo de su huida.

–¿Cómo te llamas?

–José.

–¿Cuántos años tienes?

–He cumplido los diecisiete.

–¿Luchaste contra el francés?

–No.

–Soldados más jóvenes que tú guerrearon contra Napoleón.

–Quise hacerlo, pero mi padre no lo consintió. Decía que sus vacas eran lo más importante.

El arriero contó que por aquellas tierras había visto marchar a los orgullosos regimientos franceses al comienzo de la invasión, con sus uniformes nuevos y las banderas rematadas por águilas doradas que refulgían bajo el sol. Y sonrió al decir que por los mismos caminos los vio retirarse, menos soberbios, con las casacas sucias y los estandartes coronados por «unos pollos gabachos de oro que ya no asustaban porque los habíamos desplumado». Al llegar a un prado, señaló con el dedo un solitario castaño.

–Alrededor de ese árbol enterraron vivos a cuatro franceses que habían sido hechos prisioneros. Les dejaron la cabeza fuera y los zagales jugaron a los bolos con ellas con piedras así de gordas.

Le relató las espantosas torturas y ejecuciones que había visto a lo largo de la guerra, y añadió que las siguientes cosechas serían recogidas en campos y labrantíos abonados con la sangre de los fallecidos. Luego se quedó callado un buen rato, como si evocar tantas escenas de muerte provocase escoceduras en su memoria. Al rato, comentó que los estorninos habían aprendido a imitar el sonido de las balas rasgando el aire, y que todavía podían oírse sus cantos de disparos, de balas perdidas.

–Supongo que huirás de la miseria. Como todo el mundo.

El muchacho meditó la respuesta:

–¿Miseria? Comida y techo no me faltaban.

–¿Cuidarás cabras?

–No sé.

–Algo tendrás que hacer para no morirte de hambre.

José le mostró las manos, como si fuesen su mayor tesoro:

–Me gusta arreglar cosas.

–¿Componedor de trastos? ¡Bah! Eso no es oficio decente. Es propio de chamarileros –hizo un gesto de desprecio con la boca.

–Guardo ideas aquí –se tocó la frente.

–La vida es perra, y más para los que tienen pájaros en la cabeza, como tú.

–Tengo sueños.

–Ya te caerás del guindo, ya.

Al llegar a un riachuelo, el arriero se detuvo para que las bestias abrevaran. El joven, que había observado que una mula tenía en el lomo una matadura que supuraba, aprovechó para meterse en la boca un trozo de pan, y, mientras lo mascaba sin tragarlo, se apeó, arrancó unas hierbas que crecían en la ribera, se introdujo varias hojas en la boca para hacer un emplasto con la bola de pan, y lo colocó sobre la herida del animal.

–Con este remedio sanará la matadura –explicó.

El arriero se pasó la mano por los labios, achinó los ojos y sentenció:

–Me parece que vamos a hacer buenas migas. Aunque eres de pocas palabras...

–Sí.

Poco después, reanudaron el camino. El arriero se dirigía a la Vía de la Plata, la antigua calzada romana que se utilizaba como ruta comercial y del ganado trashumante. A medida que avanzaban y se alejaban más y más leguas de su aldea, José se sentía un poco más libre. En su corazón bullía la necesidad de comenzar una nueva vida, fuera del alcance de la cólera paterna.

Para él, la distancia era el olvido. Una dulce sensación.

4

Extremadura-la Mancha

Agosto de 1814

El arriero cambió en Trujillo su cargamento de salazones por embutidos, y en aquella localidad se quedó José para probar fortuna. Trabajó durante la primavera y buena parte del verano como aprendiz en una barbería.

Al caer la noche, el barbero recibía a mujeres de larga cabellera que, por promesa o necesidad, se la cortaban a cambio de unas monedas y se marchaban con un pañuelo liado en la cabeza. El hombre seleccionaba entonces el pelo más sedoso de color castaño o negro, y componía pelucas para las imágenes religiosas. Y como alguna noche también acudían a su barbería las prostitutas en cumplimiento de una promesa concedida, su cabello lo destinaba a confeccionar pelucas para las efigies de María Magdalena, pues como el barbero decía «de puta llegó a santa». Era una suerte que, entre los mandados de José, estuviera el de entregar las pelucas, porque los dirigentes de las cofradías y los párrocos solían darle propinas que guardaba en una faltriquera.

En agosto decidió que afeitar, pelar, sacar muelas y sajar golondrinos no era lo suyo, y con el poco dinerillo ahorrado decidió irse a Madrid a ganarse la vida. Imaginaba que en la Corte habría más posibilidades de prosperar. Él era espabilado, no tenía manías y aprendía con rapidez. Echó cuentas: a pie, a un buen ritmo de marcha, comiendo lo justo, durmiendo al raso si hacía bueno y en una venta si estallaba tormenta, tendría suficiente con lo ahorrado.

La guerra había devastado el país, traído la discordia y abastecido los osarios de las iglesias. Por todos los pueblos por los que pasaba se encontraba con idénticas escenas: madres de negro que lloraban inconsolables en las iglesias por sus hijos fallecidos. Llevaban flores a las imágenes, encendían velas en los lampadarios, rezaban ensimismadas o aullaban de dolor, como si les arrancasen de cuajo las entrañas. Algunas sufrían arrebatos y se tiraban al frío suelo, sabedoras de que debajo, en la oscuridad de la cripta, reposaban los restos de sus hijos. De poco servían los sermones y las palabras confortadoras de los párrocos que hablaban del cielo, pues ellas lo que deseaban era abrazarlos y cuidarlos. No querían oír hablar de pasajes evangélicos, sino verlos crecer. Muchas vivían ajenas al mundo, sonámbulas de sí mismas, como plañideras de mirada brumosa y desesperanzada.

La compañía de un marido fallecido podía reemplazarse, pero no ocurría lo mismo con el amor de un hijo muerto. Los recuerdos se les amontonaban: las nanas que les cantaban para dormirlos, los cuentos de miedo que les contaban para prevenirlos de los sacamantecas que metían a niños en sacos, los besos con que los cubrían en arrebatos maternales.

También en algunos pueblos vio a mujeres rapadas o peladas a trasquilones que, cabizbajas, soportaban un mortificante pedrisco de insultos y salivajos de sus convecinos. Algunas caminaban desorientadas, tambaleantes, como Lázaro recién resucitado. Eran las afrancesadas, las acusadas de haberse acostado con franceses. Purgaban su pecado entre silenciosas lágrimas y, si llevaban a sus hijos chicos en brazos o de la mano, éstos también eran vejados y recibían su ración de odio, sobre todo de mujerzuelas greñudas que, al maldecir, soltaban perdigones de saliva y gritaban: «¿Ya no tenéis el chocho escalfado, cacho zorras?».

Era un país que disfrutaba con el espectáculo del dolor.

Como de pequeño fue a la escuela, José leía los bandos municipales y las disposiciones reales pegadas con engrudo en las columnas y tableros de las plazas porticadas. Dichos papeles de colores recordaban la obligación de delatar a afrancesados y liberales por el bien de la patria y de la verdadera religión. Los pregoneros, con su trompetilla y voz de falsete, rodeados de chiquillos, leían lo mandado por los alcaldes y el rey, y aquellos que habían colaborado con los franceses o simpatizado con los liberales gaditanos, temiendo ser denunciados por sus vecinos, vivían atemorizados por si los detenían en cualquier momento y temblaban si alguien los miraba de manera incriminatoria, pues habían aprendido a interpretar las miradas de odio macerado y reconcomido. Mientras tanto, los curas, engallados, advertían en sus homilías «contra la funesta manía de pensar».

Al celebrar muchos pueblos sus fiestas patronales, la alegría por la restauración de Fernando VII en el trono se acompañaba de misas, cucañas, gigantes y cabezudos, fuegos artificiales nocturnos y muñecos de paja que representaban a Napoleón y a Pepe Botella, a los que pegaban fuego dando mueras. Al amanecer, un cohetero con pinta de tonto pagado de sí mismo recorría las calles tirando cohetes, con su puro en la boca y sus andares de archipámpano de las Indias, despertando a los vecinos con los estampidos antes de que lo hiciese la procesión del rosario de la aurora con sus rezos y campanilleos. Y en la algarabía de feria que se formaba en las plazas principales, cuando ardían los espantapájaros de los hermanos Bonaparte, algunos hombres achispados por la bebida, entre gritos y risotadas, arrancaban las hojas de los ejemplares de la proscrita Constitución de Cádiz que hubiesen arramblado días atrás, hacían aspavientos de limpiarse el culo con ellas y, con una felicidad demente, las arrojaban a las llamas diciendo «¡a tomar por culo la Pepa!». Y los mismos gañanes, aborregados y ajumados de aguardiente, entre risas y silbidos de cabreros lunáticos, se iban pasando una bacinilla de hojalata con una moneda de José I soldada en el fondo para orinar y hacer sus necesidades sobre su efigie. Caminaban intentando mantener el equilibrio, como funambulistas en tierra firme, y luego terminaban recorriendo las calles con cencerradas, como hacían bajo los balcones de los recién casados en su noche de bodas.

Pero los festejos del día de la Virgen o del santo patrón eran el oropel de un país empobrecido.

Eran tiempos de denuncias, del miedo que sobrevolaba como murciélagos en la noche, de arrimarse a los que mandaban y de ajustar cuentas con el pasado reciente, algo en lo que muchos nacían enseñados.

Los campos cacereños y toledanos que recorría José estaban mal arados y estercolados, con las mieses agostadas y sin recoger por ausencia de brazos o con la siega del trigo y la cebada comenzada a destiempo. Muchos campesinos eran viejos enflaquecidos de piel cuarteada que, con caliqueños o pañuelos de cuatro nudos en la cabeza y alpargatas de cáñamo, se deslomaban de sol a sol con la hoz y la guadaña. Y sentados sobre las trillas arrastradas por mulas parecían surcar con lentitud un mar amarillo de cereal. Los ancianos movían las mandíbulas continuamente, como rumiantes. Amasaban sus vidas con resignación atávica. Estaban sujetos a la tierra como una maldición: quienes nacían jornaleros morían como tales, y al tañer lejanas las campanas al mediodía, se descubrían y rezaban el ángelus con las manos entrelazadas, con devoción.

José podía ver por donde pasaba las huellas de la guerra: castillos volados con pólvora, torres desmochadas a cañonazos, conventos reducidos a cenizas, industrias manufactureras saqueadas, talleres desguazados e iglesias expoliadas..., porque los franceses, al retirarse, destruyeron lo que no pudieron arramblar. Había casas deshabitadas con una tristeza de colegio en vacaciones. Y en las cunetas de los caminos, a la entrada de los pueblos, podía ver cruces de palo con flores frescas o mustias, señalando los fusilamientos de los seres queridos, los que no pudieron escaquearse de la muerte.

En aquellos días era tan pobre que no tenía miedo de que lo asaltasen en el camino. Soportaba bien el calor y la dureza de las caminatas. Estaba habituado a las fatigas de la vida agreste y era de cuerpo vigoroso. Masticaba hinojo para calmar la sed. Rellenaba una calabaza seca con agua de los arroyos, compraba en las posadas hogazas de pan, queso o morcilla, y se daba panzadas de higos de las higueras salvajes o de las chumberas, hasta saciarse. Al pasar por las huertas, escuchaba las desafinadas cencerradas que daban los niños para asustar a los pájaros y evitar que picoteasen la fruta de los árboles.

Se echaba al camino antes de que despuntase el alba, y con los primeros rayos de sol veía pasar presurosas a las amas de leche que, abandonando sus aldeas, iban a las poblaciones más cercanas para amamantar a los niños de las familias pudientes y así ganarse un jornal. Las nodrizas, con los pechos rebosantes, se colocaban trozos de tela en los pezones para que no les goteasen y así evitar manchar las blusas y vestidos. Y él pensaba, ingenuamente, que si los hijos de los ricos se alimentaban con la leche de los pobres, tal vez cuando creciesen se portarían mejor con los desfavorecidos.

Casi siempre dormía al raso, al amparo de arboledas, pero si se avecinaba tormenta, pernoctaba en los cobertizos de las ventas junto a postillones y muleros, donde sólo podía permitirse un maloliente camastro con chinches. En las paredes encaladas de los cobertizos los viajeros grababan sus iniciales, frases y dibujos obscenos, como un testamento de simpleza. Y una noche oyó a un acemilero contar que, en un pueblo, un médico sibarita pagaba muchos reales a las amas de leche para que le vendiesen su calostro. Al parecer, hacía flanes con aquella nutritiva leche.

Él nunca se despertaba en la quietud de la noche sobresaltado con pesadillas que lo empapasen en sudor, que le hiciesen revivir la brutalidad paterna o le aguijoneasen la conciencia por su fuga. No. Dormía de un tirón porque sabía que no huía de sí mismo, sino que iba en pos de una vida mejor. Y al cerrar los ojos y al abrirlos, en la caja de resonancia de su mente había una idea fija.

Vivir en libertad.

5

Londres

8 de marzo de 1866

Al atardecer, los estibadores descendían por las rampas con fardos de algodón y té para cargarlos en carros. Las grúas chirriaban. Los contables, tablilla y papel en mano, apuntaban cada paca y fardo descargados mientras los paquebotes llegaban con sus chimeneas humeantes y sus ruedas de palas removiendo las aguas del Támesis.

Un barco atracó. En el muelle, un hombre bajo y panzudo observaba al pasaje. Buscaba a dos hombres que viajaban juntos. Le habían dado algunos detalles para identificarlos. Uno de ellos tenía una cicatriz que le cruzaba la cara. No tuvo problemas para localizarlos. Portaban sendas maletas.

–Buenas tardes, señores –dijo tendiendo la mano para saludarlos.

El de la cicatriz, de más edad que su amigo, sacó una petaca y bebió un largo trago de ron añejo. Ninguno le devolvió el saludo y él retiró la mano.

–El viaje ha sido largo. Llévenos a nuestro alojamiento –ordenó tras enroscar el tapón de la petaca.

–Enseguida.

Cogieron un coche de caballos y atravesaron media ciudad. Al apearse, el hombre barrigudo buscó en el bolsillo la llave de la puerta de entrada. Un policía pasó haciendo la ronda, volteando la porra con una mano. Al verlo, le tembló el pulso y la llave pareció negarse con obstinación a introducirse en el ojo de la cerradura. pero por fin consiguió abrir y los tres entraron.

La vivienda era espaciosa. Alguien, en nombre de aquellos individuos, le había encomendado suministrarles cuanto dispusiesen. La habitación daba a la calle, pero la luz que entraba por las ventanas era mortecina. Encendió un par de quinqués.

–Espero que el sitio sea de su agrado.

–Lo es –contestó el de la tajadura en la cara, dejando la maleta en el salón.

Su compañero puso su equipaje al lado, sacó un grueso sobre lleno de billetes y le pagó al gordo, que contó el dinero y sonrió:

–Todo correcto.

Hablaban un inglés con fuerte acento extranjero. Eran altos, fornidos, de piel morena y ojos pequeños y negros, de serpiente. Sacaron un par de habanos y el de la cicatriz en la cara le dio lumbre al otro con el mismo fósforo. Sus movimientos eran lentos y cuidadosos, de cazadores al acecho.

–¿Ha traído el plano de la ciudad? –preguntó expulsando el humo del cigarro.

–Sí. Aquí tiene. ¿Necesitan otro?

–Con uno bastará.

–Tenemos apetito. Recomiéndenos un restaurante. Uno bueno. Si es de comida francesa, mejor.

–Por supuesto. Les indicaré uno excelente en South Kensington.

–Y también un espectáculo.

–¿Teatro? ¿Quizás algo de Shakespeare?

–¿Hay mujeres?

–La actriz que interpreta a Lady Macbeth lo hace muy bien. Trabaja con mucho sentimiento.

Los dos rieron por lo bajo.

–Nos referimos a espectáculos para hombres.

–Ah, entiendo, entiendo... Puedo sugerirles un salón en el que una chica hace un número con una serpiente amaestrada. Se la enrolla por los muslos. La mujer grita.

–¿De terror?

–De placer.

Volvieron a reír entre dientes.

El del chirlo en el rostro extrajo del bolsillo del abrigo un revólver y comprobó el tambor. Cargado. Su compañero lo imitó. El acero pavonado brilló a la luz de los quinqués.

–Hacen bien en ir armados. Londres es una ciudad peligrosa. Sobre todo por la noche. Supongo que pistolas tan hermosas sólo pueden ser alemanas.

–Revólveres. Americanos.

Su compañero sacó una fotografía, y ambos la contemplaron bajo el haz luminoso de la lámpara. Era el hombre al que habían venido a buscar.

Uno de ellos hizo girar el tambor del revólver.

Sonó a una ruleta de la muerte.

6

Madrid

Septiembre de 1814

A principios de septiembre, José llegó a Madrid. La ciudad le deslumbró por su tamaño, la grandiosidad de sus edificios, su algarabía de zoco, su trasiego: bandas de música militares que hacían pasacalles; guardias de Corps que desfilaban con sus vistosos uniformes y sus gorros altos de piel de oso; aguadores que con un botijo en cada mano pregonaban la tragantada a dos maravedís; portales que olían a col fermentada y a cocido; cafés que servían cuartillos de leche helada; elegantes carretelas y tílburis que circulaban por el Paseo del Prado; viejas damas transportadas en sillas de mano por parejas de esforzados criados; el exotismo floral del Jardín Botánico que tanto alababan los entendidos; ciegos que tocaban organillos y plazoletas atestadas de ociosos que hacían tertulia y compraban billetes de lotería para ver si salían de pobres.

Quedó anonadado por el bullebulle de la capital, con hermosos caballos atados a las argollas de las fachadas de las casonas, amplios portales con guardacantones, novios que paseaban con una hermana pequeña detrás, de carabina, y hombres de gusto afrancesado que llamaban pardesús a los gabanes, tomaban rapé, comían caracoles y llevaban bastón-estoque por si tenían que defenderse de hampones al anochecer.

La vida se le dilataba de la pura emoción que sentía.

Dotado de una gran seguridad en sí mismo, José empezó a visitar talleres y obradores de todo tipo para ofrecerse como aprendiz, pero los maestros gremiales, displicentes, lo rechazaban alegando que disponían de niños a porrillo dispuestos a trabajar como aprendices sin recibir a cambio más que una comida diaria.

–Además con tu edad ya estarás maleado. Sería difícil enseñarte nada –añadía alguno–. Los muchachos, a tus años, tienen malas mañas.

Todos lo rechazaban: zapateros, curtidores, hojalateros, guarnicioneros, confiteros, sombrereros, drogueros, especieros.

–Lárgate. Demasiadas bocas que alimentar tengo ya en el taller. Los aprendices comen como limas y son perezosos. ¡Sólo me faltabas tú!

–Encárgueme lo que sea. Haré lo que me mande. Soy habilidoso –enseñaba las manos–. Deme una oportunidad. No se arrepentirá.

–He dicho que te vayas. ¿No me has oído? ¿Acaso eres tonto?

En uno de sus intentos, un aprendiz de carpintero, al ver su deplorable aspecto, le dijo:

–Si tienes hambre, roba para comer.

–No soy de ésos.

–Entonces eres de los gilís. Robar para llenar la panza no es pecado. Mira los ricachones qué gordos están. Cebados como cerdos...

Sin desanimarse en ningún momento, cada mañana recorría infructuosamente las calles donde se agrupaban los gremios, y, al anochecer, cuando en el cuartel de los Guardias de Corps daban el toque de oración con corneta y tambor, buscaba un lugar para dormir.

Los faroles de aceite en la vía pública escaseaban, y para diluir la negrura que se abatía al caer la noche los viandantes más precavidos llevaban faroles de mano con los cristales salpicados de cera de vela. Y quienes tenían mala bebida salían de los garitos y tabernas con la tensión aflorada, caminando en actitud belicosa y buscando adrede un roce para enzarzarse en una pelea.

Transcurrían los desventurados días en la capital. José agotó su dinero y, como robar iba contra su conciencia, dormía recostado en los soportales de las iglesias o en los portales de las covachuelas. Y cuando despertaba con los ojos legañosos y el cuerpo entumecido, hacía acopio de fuerzas para comenzar a buscar trabajo sin que aquella pobreza le hiciese caer en la tentación de regresar a su casa.

A media mañana acudía a los conventos para recibir un cucharón de gachas o un cuenco de sopicaldo para calentarse el estómago, aguardando turno junto a indigentes con redondeles de tiña en la cabeza y ancianos desharrapados que tosían, tuberculosos. Alcanzar la felicidad para esas personas era algo tan lejano como la luna. Era como si, arrebatada cualquier esperanza, los más desgraciados tuvieran prisa por morir.

Los esfuerzos de José resultaban vanos y todo intento de buscar trabajo era infructuoso.

Una tarde de finales de septiembre, desfallecido por la malnutrición, caminaba febril por la plaza de Oriente después de haber intentado que lo empleasen en la Fábrica de Aguardientes, Resolís y Naipes. A lo lejos circulaban las calesas, y en la gran explanada del Palacio Real menudeaban los majos, los militares y las criadas y nodrizas que paseaban a los niños a su cargo. Los soldados rasos, con añoranza del destete, requebraban y piropeaban a las nodrizas con más busto. Un aguador con blusón negro y pañuelo liado en la cabeza transportaba una garrafa a la espalda, y con acento valenciano pregonaba la ricura de su agua de cebada. Los chisperos apuraban sus caliqueños, y exageraban sus expresiones castizas para ridiculizar la plaza reformada por José Bonaparte durante su efímero reinado, por lo que a sus conocidos sobrenombres de Rey Pepino, Rey Felón y Pepe Botella, se añadió también el de Rey Plazuelas. Y con todos esos motes lo recordaban a menudo y hacían chistes. Y todos vestían a la usanza tradicional del pueblo llano para exteriorizar el rechazo a la moda francesa que seguían los petimetres. Y, así, los hombres que no llevaban el pelo recogido en una redecilla con borlas usaban sombrero gacho, y se cogían con ambas manos las solapas de la jaqueta, la chaquetilla ajustada.

En los corrillos formados delante del Palacio Real, los hombres de más edad contaban jactanciosos que sus padres se amotinaron contra Esquilache, rompieron las farolas puestas por el ministro italianini y arrancaron los adoquines de las calles que empedró aquel sinvergüenza que quiso acortar las capas y obligar a llevar el sombrero extranjero de tres picos.

José esquivaba los corros de majos con patillas de hacha y modos chulescos, cuando una extraña máquina llamó su atención.

El dueño, un linternero ambulante, estaba tratando de arreglarla. Había quitado una de sus paredes laterales, y el interior mostraba una maquinaria de ruedas dentadas, palancas, lentes de aumento y placas con paisajes al óleo. José se acercó a curiosear. Era un aparato óptico consistente en una enorme caja de madera pintada de blanco, en cuyos laterales tenía dos orificios para mirar el interior. Disponía de dos ruedas con radios de madera y un borriquillo para el traslado. El pollino, manso, no se movía ni una pulgada. José no sabía qué era aquel armatoste, y miraba fascinado los engranajes.

Se trataba de una variante de linterna mágica, uno de los artilugios ópticos utilizados para visionar imágenes pintadas. El linternero estaba ofuscado al no atinar con la avería. Manipulaba las tripas mecánicas del artefacto, y debía de llevar un buen rato así, porque sudaba con profusión y se enjugaba la frente con la manga de la camisa.

José se aproximó un poco más, y después de mirar con detenimiento el mecanismo, preguntó:

–¿Puedo ayudarle?

El propietario de la linterna mágica giró la cabeza hacia él y lo miró. Era muy delgado, calvo, con nariz aguileña y barba de profeta para ocultar su cara picoteada de viruela. Calibró con la mirada al muchacho que se había dirigido a él y, tras unos segundos, contestó:

–¿Entiendes de mundonuevos? –su voz era aflautada.

–¿De aparatos así? Nunca había visto ninguno.

–¡Ah, muy bien! Pues déjame trabajar en paz –respondió, molesto por la intromisión.

A poca distancia del carromato, se detuvo una anciana emperifollada acompañada de un perrito de lanas adornado con lazos de seda roja. La vieja, con la cara empolvada de blanco y colorete en las mejillas, sonrió al animal y mostró una boca desdentada. Acababa de comprar unos dulces en una confitería, y extrajo de un cucurucho de papel un pastel de chocolate, se inclinó y lo depositó en el suelo, al lado de su mascota, que lo olisqueó y comenzó a comérselo.

José repitió su ofrecimiento de ayuda:

–¿Me permite? Creo que sé lo que sucede.

El linternero, agobiado por su incapacidad, se encaró con el muchacho, levantó sus manos sucias de grasa y exclamó alzando su chillona voz:

–¡Venga! ¡Adelante!

El muchacho se rascó la barbilla, metió la cabeza dentro de las tripas de metal y manipuló las piezas dejándose llevar por su instinto.

A la vera del linternero, se paró en seco un capitán de infantería. Uniforme blanco y bicornio negro con escarapela roja. El oficial dejó descansar la mano izquierda en la empuñadura del sable envainado, y clavó su mirada en la anciana del vestido de muselina que acababa de dejar en el pavimento otro pastel, esta vez de hojaldre y crema. El perrito acercó el hocico y, sin dudarlo un instante, se lo comió.

Un niño andrajoso se acercó con paso titubeante al animal adornado con lacitos de seda colorada. El pequeño, descalzo, se acuclilló a la espera de que el perro rechazase algún confite, pero la anciana, con un rictus de desagrado, hizo un gesto con la mano para que se marchase. El chiquillo hizo caso omiso y permaneció al acecho. El perrito lanudo le dirigió un ridículo ladrido amenazador.

José apretaba piezas, recolocaba las lentes de aumento en sus carcasas y desatascaba el mecanismo obturado que impedía la rotación manual de las placas de vidrio pintadas al óleo.

El militar no quitaba ojo del perrito, que iba comiendo pastelillos, y un antiguo soldado que se había acercado a la máquina óptica para curiosear se percató de la expresión ida del capitán, y se alejó con presteza al reconocer la característica mirada fija de muchos combatientes, el indicio de que la guerra los había trastornado y eran incapaces de reincorporarse a una vida normal.

José sacó sonriente la cabeza del artefacto y dijo en tono humilde:

–Pruebe ahora.

El linternero, escéptico, colocó en su sitio el tablero lateral, acercó los ojos a uno de los agujeros, giró con suavidad una manivela y comprobó que las placas de vidrio con paisajes y retratos de personajes célebres pasaban una a una sin atascarse. Apartó la cara, incrédulo, y preguntó:

–¿Cómo lo has hecho?

–Me pareció sencillo.

–¿A qué te dedicas?

–He sido pastor y ayudante de barbero. Ahora estoy buscando trabajo, señor.

La emperejilada vieja sonrió a su perro mientras escogía del cucurucho un pastelillo de merengue. Lo dejó en el suelo y el animal, harto de azúcar, se limitó a darle lametones. En ese momento, el capitán dio varias zancadas hacia ella, sacó una pistola de debajo de la casaca, la amartilló y, al llegar a la altura de la anciana, apuntó al perrito y apretó el gatillo.

Se oyó un seco chasquido.

La pistola estaba descargada.

La mujer, asustada, comenzó a chillar y dejó caer el cucurucho. El oficial recogió del suelo los dulces y se los dio al niño, que, sorprendido, los cogió y salió corriendo. El militar se alejó con lentitud, sin prestar atención a los chillidos histéricos de la vieja.

El linternero puso una mano en el hombro del muchacho y le soltó a bocajarro:

–Ya tienes trabajo. Serás mi ayudante.

José sonrió, y a punto estuvo de echarse a llorar de alegría.

La fortuna se había dignado visitarlo.

7

Londres

9 de marzo de 1866

Una niebla espesa y verduzca se abatía sobre Londres desde el amanecer. El intenso frío invernal obligaba a mantener permanentemente encendidas las chimeneas y calderas que funcionaban con carbón. El negro humo de fábricas y casas se amalgamaba en los estratos neblinosos, y como el viento no era capaz de disipar aquella niebla tóxica que se cernía sobre la ciudad, sus habitantes caían enfermos aquejados de graves dolencias respiratorias. La gente se ahogaba al respirar el hollín y el dióxido de azufre en suspensión. Ancianos con los pulmones encharcados y niños asmáticos ingresaban en unos hospitales colapsados desde comienzos de mes, y salir a la calle era exponerse a respirar aquella niebla maligna, como si se tratase de la última plaga sobre Egipto que mandó Moisés: la del ángel exterminador.

Desde hacía varios días, y por culpa de la densa niebla que hacía lagrimear, los globos aerostáticos no se elevaban por encima de los jardines de Vauxhall. En aquellos ingenios se montaban los pintores para dibujar la urbe a vista de pájaro y admirar las perspectivas con los ojos de Dios. También era el pasatiempo favorito de los amantes de sensaciones fuertes, que daban grititos al sobrevolar Londres a bordo de aquellos globos pintados con llamativos colores. Y a veces, los más osados, arropados con gruesas mantas dentro de las barquillas, viajaban en globo hasta el continente, atravesando el Canal de la Mancha para aterrizar en las costas francesas. Aunque en ocasiones, ya fuera por la impericia del piloto o por una brújula loca, aquellos artefactos perdían el rumbo y caían al mar, ahogándose los viajeros que soñaban con volar.

A primera hora de la mañana, un alto funcionario cruzaba la ciudad en un coche de caballos. Los cristales impedían que se filtrase la niebla contaminante, y la visibilidad era tan reducida que los cocheros habían encendido los faroles para evitar accidentes.

Las farolas de gas, como medida extraordinaria, permanecían encendidas porque la luz matutina parecía la del anochecer. Era el mundo al revés.

El coche se detuvo en el 105 de Regent Street. El funcionario se apeó, cerró de un portazo y le indicó al cochero que esperase. Se abotonó su abrigo negro y entró en la lujosa relojería Losada. Se quitó el sombrero hongo, preguntó por el dueño y un empleado le dijo que aguardase.

El propietario, avisado por su empleado, salió del taller, donde acababa de redactar una carta para comunicarle a la emperatriz Sissí que su encargo ya estaba listo. El funcionario lo miró con seriedad funeraria:

–Buenos días, míster Losada. Me llamo Peter Hastings. Me envía sir George Grey, ministro del Interior.

–¿Estoy detenido?

Aquella respuesta descolocó al funcionario, que enarcó las cejas y contrajo la boca, en un rictus de sorpresa. Casi podía oírse el mecanismo de su cerebro, pensando qué contestar.

–Verá. Yo. No, por favor, no me han comisionado para nada parecido. Debe de tratarse de un malentendido.

El hombre era flaco y muy pálido, como si trabajase en un penumbroso despacho de Transilvania donde no penetrase la luz del sol. Tenía la cara alargada, de carnes escurridas. Los cristales para hipermétropes de sus gafas aumentaban desmesuradamente el tamaño de sus ojos. Era una de esas personas anodinas en las que nadie repararía en un local lleno de gente. Hablaba en un tono bajo, de confidencia, para asegurarse de que nadie podía escuchar sus palabras.

–Disculpe mi peculiar sentido del humor. ¿Desea ver algún reloj?

–Tampoco se trata de eso.