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Colección Horizontes

Agonía de las órdenes y congregaciones religiosas. Ensayo sociológico sobre su presente y su futuro



Primera edición en papel: marzo de 2017

Primera edición: octubre de 2017



© Josep Roca Trescents

© De esta edición:

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ISBN (papel): 978-84-9921-912-7

ISBN (epub): 978-84-9921-913-4


Diseño y producción: Ediciones Octaedro

Diseño cubierta: Tomàs Capdevila

Fotografía de la cubierta: Ingimage

Realización, producción y digitalización: Editorial Octaedro










–Pareces un monje –dijo el peregrino.

–Lo soy –respondió el monje.

–¿Quiénes son estos que están trabajando en la abadía?

–Los monjes –contestó–. Yo soy el abad.

–Es magnífico –contestó el peregrino– ver levantar un monasterio.

–Lo estamos derribando –dijo el abad.

–¡Derribándolo! –exclamó el peregrino–. ¿Por qué?

–Para poder ver salir el sol cada mañana.

Joan Chittister (monja benedictina), El fuego en estas cenizas

Introducción

Presentación

La Vida religiosa no nació con el cristianismo, en el sentido de que no estuvo presente desde sus mismos inicios, como había sido el caso del budismo o el hinduismo. Los discípulos de Jesús, a diferencia de los seguidores de Buda, nunca fueron monjes. Como género especial de vida cristiana tardó varios siglos en organizarse. Sin embargo, el peso específico de lo que hoy entendemos como estado religioso tomó cuerpo, creció y se consolidó en la vida de la mayoría de comunidades cristianas. Posteriormente incorporó a muchos de sus miembros más destacados en todos los órganos de dirección de la propia Iglesia. Debido en parte a esta influencia creciente a lo largo de la historia, se ha convertido en una caja de resonancia extremadamente importante y sensible de todas las vicisitudes eclesiales.

El estado religioso es una forma de vida fuera de lo común. El propósito esencial de quien lo abraza es vivir su fe cristiana buscando la perfección evangélica. Lo que lo caracteriza y distingue, dentro de una gran variedad de formas, es el seguimiento de los llamados consejos evangélicos de pobreza, celibato y obediencia, profesados mediante un compromiso público, que siempre se concibe que es para toda la vida, así como la vida en comunidad fraternal con compañeros, clérigos o laicos, o compañeras, que tienen los mismos ideales y siguen las mismas reglas.

Este modelo de vida es el que desde hace medio siglo vive una crisis aguda, en no pocos casos próxima a la agonía. El síntoma más plausible y contundente es una disminución dramática entre sus filas, que afecta a la inmensa mayoría de órdenes y congregaciones religiosas1 de la Iglesia católica. La han sufrido sin distinción, aunque con notables diferencias y contadas excepciones, las masculinas y las femeninas, las clericales y las laicales, las contemplativas y las de vida más activa. Ha afectado tanto a las más numerosas, transnacionales y reconocidas como a las pequeñas, locales e ignoradas. Como consecuencia inevitable de esta hemorragia de efectivos humanos también ha disminuido de forma sustancial su capacidad operativa, su influencia cultural y social, y el poder de atracción de nuevos seguidores. De puertas adentro ha generado dudas e incertidumbres crecientes sobre su propio futuro.

El perfil del descenso numérico es muy largo y pronunciado para una mayoría absoluta de familias religiosas. Muchas de las de mayor prestigio han quedado reducidas a menos de la mitad de los recursos humanos que llegaron a tener en épocas florecientes, cercanas en el tiempo. Su retroceso real, valorado por la pérdida de capacidad operativa –que podemos medir por el número de religiosos en edad laboralmente activa– es todavía muy superior al retroceso estadístico.2 La carestía aguda de nuevos candidatos –y por consiguiente, la falta de relevo generacional– ha provocado el envejecimiento acelerado y severo de sus comunidades. En muchos casos, la reducción de efectivos realmente disponibles supera el 80 % del total de sus miembros y no son pocas las familias religiosas de menor tamaño que se ven abocadas a una próxima desaparición. Centenares de ellas ya lo han hecho.

Algunas de las circunstancias que acompañaron al desplome institucional incrementaron el impacto psicológico y emocional causado por una buena parte de quienes permanecieron fieles a su opción de Vida religiosa. La primera es que el cambio de tendencia, que pasó de un crecimiento rápido y acelerado a una recesión aguda y continuada, sobrevino de forma generalizada y casi repentina. Se produjo sin solución de continuidad, después de vivir, hacia mediados del siglo xx, una fase eufórica de expansión que por no tener precedentes en los últimos siglos fue usual atribuir a causas sobrenaturales. La misma generación pasó de un sentimiento de vigor juvenil y de una conciencia de plenitud al de zozobra y abatimiento, sin que ni siquiera una cierta inercia les permitiera prolongar la situación de esplendor, que habían considerado poco menos que garantizada por Dios y para la que se habían apresurado a dimensionar todas sus estructuras institucionales. A la caída súbita de los ingresos en la Vida religiosa se había sumado una avalancha de abandonos de la misma.

El impacto anímico fue más acusado porque el punto de inflexión coincidió con los años del Concilio Vaticano II (1962-1965), que se había propuesto una renovación institucional y prometía una nueva era para la Iglesia católica en general y para el estado religioso en particular. De ahí que ambos fenómenos se hayan relacionado directamente, estableciendo una estrecha relación de causa y efecto.

Esta vinculación temporal puede enmascarar más que ayudar a descubrir las auténticas raíces sociológicas del alarmante cambio de signo en el censo de los religiosos. A fin de cuentas, la crisis que viven no deja de ser el epifenómeno, sin duda uno de los más visibles, de un desajuste mucho más complejo, profundo y general. La crisis de la Vida religiosa solo es una faceta de la que padecen las propias religiones occidentales. En nuestro caso es el resultado, por una parte, del creciente desencaje entre el paradigma de la modernidad y, por otra parte, una forma de entender y llevar a la práctica el ideal de perfección de la vida cristiana, específico de la Iglesia católica. Después de medio siglo parece claro que el Concilio no consiguió salvar el distanciamiento entre la Iglesia como institución y la llamada sociedad postmoderna, secularizada y subjetivista. El énfasis en la libertad individual se aviene mal con el estado religioso estandarizado. En consecuencia, aumentó el alejamiento que media entre la parcela especial que constituye el colectivo de la Vida religiosa y el del resto de la comunidad humana. De todas formas, dado que la celebración conciliar coincidió con la eclosión de la crisis y que su propósito explícito fue tender puentes y evitarla, la doctrina y los años del Vaticano II serán el punto de referencia permanente de este trabajo. Además, nos proporciona una perspectiva de medio siglo, suficientemente amplia para no incurrir en valoraciones y balances precipitados.

En cualquier tipo de organización humana que hubiera llegado a esta situación hablaríamos de trauma institucional. Como reacción ineludible, habría generado, con seguridad, todo un programa, en parte de emergencia, para hacerle frente. En el caso de la Vida religiosa no se ha producido ningún planteamiento que merezca ese nombre. Visto a distancia y desde el exterior, ni siquiera da la impresión de que haya cundido la alarma general, aunque la procesión vaya por dentro. La circunstancia agravante es que, para la mayoría de congregaciones, la reducción no se puede dar por terminada. Son contados los síntomas de que estén próximas a tocar fondo y menos aún de un cambio de tendencia. Para muchas familias religiosas resulta difícil aventurar si llegarán a tiempo de verlo o si se quedarán por el camino. Incluso parece que son pocos los religiosos que se lo preguntan y menos los que afrontan la situación con el propósito de buscar una salida. Ni siquiera figura entre las conclusiones explícitas de la celebración, por todo lo alto, del Año de la Vida Consagrada, a lo largo del 2015.

La pérdida numérica de religiosos, monjas y religiosas se ha cebado en grado superlativo en todo el ámbito geográfico de la cultura occidental y muy especialmente en el viejo conteniente. La intensidad no ha sido menor en Norteamérica, el otro gran epicentro de la modernidad, a pesar del avance numérico del catolicismo en ese país. Que el fenómeno sea más grave en Europa occidental tiene mayor trascendencia todavía teniendo en cuenta que a partir de la Edad Media ha sido la cuna y la forja de la gran mayoría de las grandes órdenes religiosas. Además, continúa siendo el centro neurálgico del gobierno de todas ellas y la sede de su cúpula jerárquica, como lo es de la misma Iglesia católica. Hasta épocas recientes también ha sido la base de operaciones y punto de partida de ejércitos de religiosos misioneros hacia lejanos destinos. Alguno de ellos –ironías de la historia– son los que ahora no padecen la carestía vocacional o la sufren en un grado mucho menor.

El desplome numérico de la vida consagrada en sus diferentes formas y familias ya ha cumplido medio siglo de duración ininterrumpida. Sin embargo, es un fenómeno sobre el que se detiene y reflexiona muy poco de forma explícita la abundantísima literatura que trata sobre la Vida religiosa. Cuando lo hace es sobre todo en términos nostálgicos de los tiempos en que las circunstancias sociológicas eran favorables y a cuya degradación se hace responsable de la presente situación.

¿Por qué después de cinco décadas de recesión generalizada no se han elaborado planes de viabilidad para revertir la situación de la Vida religiosa? En otros ámbitos, la Iglesia católica se desenvuelve como una experta estratega. Que no lo haga en este se puede interpretar como que lo estima innecesario y superfluo; que lo considera inapropiado o, peor aún, improcedente. También es muy posible que no estén dispuestos a abrir un verdadero período constituyente para su reforma en profundidad. Sin embargo, no tomar medidas en tiempos difíciles es como soltar el timón y abandonar el barco a la deriva.

En este ensayo nos tomaremos la libertad de proponer diferentes salidas estratégicas de distinto alcance, siempre dentro de un estricto ámbito de sociología empírica, sin doctrinas espirituales o proféticas y sin confiar en absoluto en intervenciones sobrenaturales ni milagros. Tal perspectiva se puede considerar heterodoxa, pero ni siquiera quienes han permanecido en sus comunidades religiosas, testigos del abandono –en ocasiones, masivo– de muchos de sus compañeros confían en ningún prodigio, ni creen posible que se produzca.

Tiene poco sentido proponer estrategias de futuro para proyectos inútiles. Lo tiene menos, sin embargo, dejar de hacerlo para empresas intrínsecamente valiosas, por el hecho de que se encuentren en graves dificultades. Ni siquiera cuando la complejidad y extensión de su crisis hace más difícil formular propuestas para revertir la situación en que se encuentran. Al margen de méritos históricos, de ideales y convencimientos personales, de creencias y teologías, de los que metodológicamente prescindimos en este libro, el religioso y la religiosa tienen pleno sentido y razón de ser en la medida en que encarnan la primacía de valores del espíritu, que en principio son intemporales, y compromisos admirables de servicio y entrega a causas nobles. En toda sociedad, y acaso más en la secularizada actual, están muy lejos de ser superfluos. Esta misma sociedad, criticada por materialista, muestra paradójicamente y con frecuencia ansias de espiritualidad. La Vida religiosa, tanto a título individual como comunitario, es un testimonio de la misma por su consagración personal y su compromiso social. Con mayor razón por el hecho de que propiamente no forma parte de la estructura de poder ni de la jerarquía institucional de su propia Iglesia. El monje, de la religión que sea, que se retira del engranaje consumista y de la búsqueda obsesiva del provecho propio o el que en medio de la comunidad humana consagra su vida a causas nobles y a los más débiles y marginados seguirá siendo un testimonio insustituible. Encarna auténticos e intemporales valores humanos y cristianos que merecen sobrevivir incluso si para ello precisa llevar a cabo una mutación sustancial, un cambio de paradigma y una profunda metanoia, sin menoscabo de que haya otras formas de expresar los mismos valores espirituales, aparte de la Vida religiosa.

Perspectivas y teorías

Resulta hasta cierto punto curioso que los pocos estudios empíricos que explican las causas del alud de abandonos, y a partir de ellos reflexionar o teorizar sobre el fenómeno como tal, hayan sido realizados por religiosos, es decir, por los que no han sucumbido a la crisis. También lo es que para ello se han servido, precisamente y casi de forma exclusiva, del testimonio de los «desertores». Con frecuencia, sus historias personales son reveladoras, pero inevitablemente tienen una gran carga subjetiva y necesariamente son parciales. Solo tomadas en conjunto reflejan la problemática compleja que para ellos ha representado dejar la Vida religiosa, sobre todo en sus aspectos psicológico y sociológico. Ninguna propuesta de futuro puede ignorar las razones de quienes se quedaron por el camino, aunque para ellos solo se trató de una etapa en sus vidas, que dejaron atrás.

En este estudio se invierten los términos y se cambia la perspectiva.3 En primer lugar, porque la crisis se analiza desde fuera de la «profesión» y del paradigma mental religioso, pero sobre todo porque consideramos más valioso lo que piensan, lo que han vivido, sienten y prevén quienes precisamente no han abandonado el barco. A lo largo de su travesía han soportado un duro e interminable temporal en el que han perdido gran parte de la tripulación. Algunos de ellos, además, en algún período de su vida han ocupado puestos y ejercido diversos niveles de responsabilidad sobre su navegación. A estas alturas, casi todos son de edad avanzada, lo cual significa una dilatada experiencia, la acumulación de múltiples vivencias y una perspectiva mucho más amplia que la de quienes, en un momento determinado de su vida, arriaron velas y causaron baja.

Los que han continuado son, asimismo, los que han podido pensar y madurar nuevas y variadas visiones del estado religioso y, en teoría, pensar sobre su futuro. Sin embargo, a causa de la larga travesía ya no están por la labor de asumir el mando, dar un golpe de timón y liderar nuevos rumbos. Algunos aceptan incluso que la actual inercia les puede aproximar al fin del ciclo histórico y vital de su congregación. Otros reafirman que su empresa es sobrenatural y que, a pesar del riesgo que corren, aplicar planes de salvación de tipo empresarial para tratar de cambiar su deriva sería profanarla. Todos reconocen que la sociedad ya se parece muy poco al modelo en el cual nacieron –que permitió su crecimiento y expansión– y son perfectamente conscientes de que nunca volverá a ser la misma. A pesar de ello, tienen visiones muy distintas sobre la necesidad y el tipo de cambio de dirección y de paradigma que podría propiciar un encaje mejor en el actual entorno desacralizado.

De la magnitud del fenómeno cabría esperar mucha más atención y dedicación, sobre todo por parte de quienes lo viven en primera persona.4 Entre ellos, en primer lugar, en los escritos de la jerarquía católica o de los denominados «institucionales», en especial de los superiores de las propias órdenes y congregaciones o los de sus principales ideólogos, las revistas especializadas y los cronistas de las grandes efemérides eclesiales. Todavía es más infrecuente que se expongan los hechos con sentido analítico y objetivo, tratando de cuantificar y valorar sus causas intrínsecas de forma desapasionada y objetiva. Se resisten a considerarlo una cuestión de sociología empírica que, como pensamiento que va más allá de las estadísticas, las interprete y valore y, a partir de ellas, trate de formular algún plan de acción.

En los frecuentes congresos generales, nacionales o sectoriales sobre la vida consagrada que se celebran desde mediados del siglo xx5 predominan, abrumadora y recurrentemente, exuberantes reflexiones y consideraciones de tipo teológico, espiritual y pastoral. Casi nunca queda espacio, acaso porque sus promotores piensan que sería trivializar o degradar el discurso, para referirse a las dificultades concretas y más acuciantes, en especial las derivadas de la deserción producida o de la falta de nuevos candidatos. Como consecuencia, no se han formulado verdaderos planes, ni mucho menos proyectos estratégicos de futuro, con el propósito de revertir la situación presente.6 Ni siquiera ha sido objeto destacado en las reuniones periódicas de superiores generales que los religiosos celebran desde 1957 y las religiosas, desde 1965.

Hay que reconocer que la tarea no sería nada fácil dada la disparidad de interpretaciones, tanto acerca de cómo se ha llegado a la situación presente como, en consecuencia, cuál debe ser el sentido del cambio de rumbo. Oficializar este debate podría radicalizar y enfrentar posiciones ideológicas contrapuestas en una situación que ya es bastante difícil en sí misma.

La jerarquía, sus cuadros de mando y los tratadistas sobre la vida consagrada en un ejercicio académico, teológico, bíblico y espiritual se esfuerzan en poner el estado religioso a salvo y al margen de cualquier entredicho histórico o que tenga que responder y dar cuenta de su situación actual. Se reafirma su indiscutible vigencia y la importancia, riqueza y carácter profético de la Vida religiosa tradicional en la misión de la Iglesia. Las consideraciones se impregnan de toda suerte de recurrentes tonos complacientes y encomiásticos, incluso en un lenguaje hiperbólico, que en ocasiones podríamos calificar de narcisismo preconciliar.7 Sin embargo, sus declaraciones omiten recordar todas las batallas perdidas. Más bien traen a la memoria el tono de una arenga, ilustrada y doctrinal, que ante todo se esfuerza en infundir ánimos y esperanza a una tropa en horas bajas. Pasan por alto que en la mayoría de frentes se baten en retirada inequívocamente. También les ahorran, casi siempre, el parte de bajas que todavía sufren.

Las pocas voces que hacen referencia a la grave pérdida de capital humano tienen tendencia a adoptar tonos victimistas y resignados. Parecen increpar al entorno sociológico para conminarle a que sea él quien mueva sus fichas o para que, gracias a un golpe de suerte que siempre acabaría por atribuirse a un origen sobrenatural, vuelvan a jugar a su favor. Transfieren la culpa a la pérdida de valores por parte de la sociedad y al materialismo reinante. Queda poco espacio para un análisis autocrítico sobre las carencias, errores y omisiones propias, que es lo único que está en su mano cambiar. Exhortan, por encima de todo, a perseverar, confiar y encomendarse a la acción sobrenatural. Lo acompañan de llamamientos de tipo proselitista, perfectamente conscientes de que lo más urgente es poner fin al goteo incesante de bajas en sus filas. De todas formas, acaso por demasiado reiteradas, consiguen una escasa resonancia entre los mismos religiosos. Su impacto no es mayor entre los fieles a quienes se dirigen. Mientras tanto continúa un proceso recesivo cuyas características no tienen antecedentes históricos cercanos por su carácter global y endógeno. En efecto, no es el resultado de coacciones externas, sino, simplemente, de un modelo que se percibe pasado de moda, ha perdido su atractivo y se ha vuelto progresivamente irrelevante.

Hasta cierto punto resulta comprensible que desde el exterior del estado religioso se genere una información escasa, puntual y esporádica. Solo ocurre cuando una circunstancia anómala es noticiable, sin una mayor reflexión sobre las causas y el contexto. Se considera que lo que le ocurre a la Vida religiosa es una cuestión carente o de muy poco interés mediático, incluso para el público creyente. Como tal, concierne únicamente a los que eligieron esta atípica forma de vida. Sin embargo, resulta evidente que como resultado de la crisis se ven obligadas a abandonar muchas de sus actividades por falta de efectivos humanos. Por tanto, su situación interna trasciende y tiene un innegable impacto y repercusión allí donde su presencia ha sido más influyente y notoria.8

Limitaciones

Conocer la evolución y el balance demográfico real de los institutos religiosos solo es el punto de partida. Equivale al necesario análisis clínico que precede al diagnóstico y que determina los tratamientos posteriores más adecuados. En este caso, sin embargo, no resulta sencillo de obtener. El acceso a censos y estadísticas fiables es restringido. Incluso la carestía se ha acentuado en las últimas décadas. Esta dificultad contribuye, de manera recurrente, a que la reflexión subsiguiente sea superficial y escasa. Ignorar intencionadamente el diagnóstico puede ser una táctica para evitar tener que afrontar intervenciones quirúrgicas mayores. De hecho, la opacidad estadística de bastantes institutos religiosos es creciente y directamente proporcional a la pérdida de sus efectivos humanos y a la falta de nuevos candidatos.

El Anuario Pontificio publica las cifras oficiales de todas las órdenes y congregaciones religiosas de derecho pontificio. Aparte de que tiene una circulación muy limitada, son sumamente concisas e indiferenciadas, como también las publicadas en el Anuarium Statisticum Ecclesiae.9 Se reducen a una sola cifra total que engloba colectivos cuyo grado de vinculación a la familia religiosa es diferente, por lo que resultan imprecisas y difíciles de interpretar.10 No solo incluye a todos los religiosos que pertenecen a la congregación de que se trata –es decir, a aquellos que ya han hecho al menos sus votos temporales–, sino también, sin especificación alguna, a los novicios y, en ocasiones, a los que se preparan para serlo. Hemos constatado casos en que la cifra del Anuario difiere sensiblemente de los balances anuales internos, mucho más pormenorizados, de algunas congregaciones religiosas. Las del Anuario son más altas, bien porque suman aspirantes que no son ni siquiera novicios, bien porque por diferentes razones no han dado puntualmente de baja a los fallecidos o a quienes han abandonado a su familia religiosa.

Aunque esta práctica equívoca viene de lejos, no es lógico que se compute como religiosos a novicios y, sin más, a todos los que están en período de formación, antes de emitir los votos religiosos. Es evidente que no lo son y que muchos no llegarán a serlo, ya que es el período de probación en el cual, como es lógico que suceda, los abandonos son especialmente numerosos. Sumarlos de forma indiscriminada distorsiona y dificulta conocer la evolución cuantitativa real de una familia religiosa concreta.11 En el cómputo de los sacerdotes diocesanos en ningún caso se incluiría, sin más, a los seminaristas, a los que han recibido las órdenes menores y, ni siquiera, a los diáconos. El censo pontificio siempre los muestra por separado. Tampoco tendría sentido considerar abogados a los estudiantes de Derecho, médicos o arquitectos, a quienes, simplemente, aspiran a serlo.12 Aparte de estas inconsistencias que necesariamente pasan desapercibidas si no se contrastan, los datos oficiales de dicho Anuario reflejan la situación con un retraso que resulta notable, habida cuenta de la velocidad con que puede evolucionar.13 Las cifras que se reportan anualmente corresponden al cierre de dos años anteriores al de la edición del Anuario, fecha en que la mayoría de familias religiosas ya dispone del balance de su situación a finales del siguiente.14

Los muy contados estudios que analizan los censos y las estadísticas anuales y reflexionan sobre ello se llevan a cabo con un desfase temporal mucho mayor. Los que podríamos considerar «oficiales» superan incluso un lustro.15 Este retraso no puede achacarse a falta de conocimiento exacto –podríamos decir online– de la evolución de todos sus miembros. Todas y cada una de las órdenes y congregaciones lo conocen con precisión.16 De hecho lo comunican puntualmente y en detalle al organismo correspondiente de la curia vaticana17 responsable de su gobierno y disciplina, quien se encarga de reflejarlos en la estadística oficial del Anuario Pontificio. Todavía son más remisas en ofrecer este tipo de información las confederaciones regionales o sectoriales de las órdenes y congregaciones religiosas, que sistemáticamente remiten a sus asociados a este tipo de cuestiones. Todo ello facilita que las noticias periodísticas sobre la evolución de religiosos y monjas sean poco rigurosas y que solo ocupen titulares cuando tienen algún aspecto más o menos sensacionalista.

Es justo reconocer excepciones a esta escasez y dificultad de acceso libre a la información. Algunas órdenes religiosas, como la Compañía de Jesús, y algunos países, como los Estados Unidos, constituyen ejemplos de una transparencia casi sorprendente. Tales casos resultan útiles para calibrar, entender y, en algún caso, extrapolar la evolución en otros escenarios con tendencias similares. También se agradece la buena disposición de bastantes familias religiosas cuando, a título personal, se solicita acceso a datos más específicos y precisos; así como su disponibilidad a dialogar y reflexionar sobre los mismos.

Se comprende que en principio se prefiera dar un carácter privado a los escasos análisis y valoraciones que realizan las propias órdenes religiosas acerca de su evolución interna. En especial, cuando evalúan los aspectos más delicados o preocupantes de su crisis numérica; en su caso, las numerosas deserciones, la penuria de candidatos, su desigual distribución y evolución geográfica, o la poca capacidad para retener a los más jóvenes y a los escasos candidatos. Se trataría de cuestiones que en terminología jesuítica podríamos denominar ad usum nostrorum tantum, es decir, de carácter confidencial.De todas formas, este tipo de estudios resultan cada vez más escasos, incluso para su uso interno, probablemente porque, a falta de novedades relevantes que reportar, serían excesivamente repetitivos.

La literatura oficial se siente mucho más a gusto repitiendo las excelencias de la Vida religiosa; el sentido sobrenatural de su vocación y la sacralidad de sus vidas. Es comprensible que resulte mucho más reconfortante recrearse en los fundamentos doctrinales y rememorar la historia que preocuparse por un futuro incierto. Evitan cuidadosamente confrontar los principios teóricos con la realidad actual de sus recursos humanos, con la incapacidad para atraer nuevos candidatos y, como consecuencia, con las dificultades crecientes para llevar a cabo la misión para la que fueron fundadas. A diferencia de las épocas prósperas, raramente se hace un balance comparable al de una empresa convencional que trata de evaluar la distancia para alcanzar los resultados que se había marcado. Nunca se habla de objetivos numéricos vinculados a proyectos concretos. Como es lógico, ocurre especialmente en aquellos institutos religiosos cuyo declive pone en riesgo evidente su misma pervivencia más allá de la actual generación. Tampoco reflejan la percepción, el impacto y la repercusión anímica de esta crisis en la vida diaria de buena parte de sus miembros de base.

Solo de tarde en tarde, en un alarde de sinceridad poco usual, se alza alguna voz autorizada18 que desde la misma estructura jerárquica y más allá pero a partir de los números escuetos llama la atención, analiza y reconoce la extrema gravedad de la situación, muy especialmente por lo que respecta a la situación en Occidente. Sin embargo, limitar el área de la crisis a Occidente es también reduccionista. Mejor sería decir que su afectación es global, y que la excepción son algunos contados países centroafricanos y, en especial, del Sudeste Asiático. En todo caso, es cierto que sin la amplia y creciente diversidad étnica y geográfica de las órdenes y congregaciones religiosas el panorama global todavía sería más crítico.

Una crisis tan profunda como la actual, con epicentro en el occidente católico, ha supuesto para muchos religiosos una decepción profunda y una dolorosa e interminable travesía por el desierto. Aunque reflexionar sobre el futuro es esencial para todo tipo de empresa, para muchos institutos religiosos y no pocos de sus componentes individuales se ha convertido en una pesadilla perturbadora. Cuando se teme que el futuro solo pueda ser peor es preferible tratar de no pensar en el mañana, cerrar filas y concentrarse en el día a día. Esta es la explicación más sencilla de que incluso la información interna que se genera sobre la salud y el pulso de la propia familia religiosa se haya hecho más escasa y concisa en los últimos años.19

Esta pesarosa realidad, vivida a diario por muchos religiosos, tiene un difícil encaje en lo que proclama el papa Francisco cuando afirma que son «testigos de la alegría», de acuerdo con el título y el contenido de su carta apostólica con ocasión del Año de la Vida Consagrada (2015). El optimismo no es el sentimiento dominante en la sufrida clase de tropa, tanto cuando piensan en su futuro personal como en el que auguran para su congregación.

Objetivos y método

La jerarquía católica y las propias cúpulas de las congregaciones religiosas todavía desautorizan, implícita y en ocasiones explícitamente, un estudio de sociología empírica como base de un eventual plan de acción o estratégico. Al persistir en que se trata de una realidad intrínsecamente religiosa y sobrenatural niegan validez –cuando no reprueban– a cualquier tratamiento simplemente antropológico y racional. Este supuesto impediría analizarla como una empresa y una iniciativa humana, nacida en un contexto particular determinado, con una finalidad específica y contingente. Sin embargo, hay pocas dudas de que todas las órdenes religiosas, a lo largo y ancho de todo el proceso que han sufrido en el último medio siglo se atienen a un comportamiento que sigue fielmente las leyes básicas de los fenómenos sociológicos. Lo mismo ocurre en la evolución personal de cada uno de sus miembros. La opción de ingresar en el estado religioso o la de abandonarlo sigue un proceso para el que bastan explicaciones psicológicas, en sentido amplio. En otras palabras, tanto la evolución institucional como la personal se pueden interpretar y entender sin necesidad de vincularlos a la transcendencia, ni a la incidencia de factores providenciales, a los que la Vida religiosa se vincula intrínsecamente, en tanto que respuesta a una llamada divina. En este sentido suponer que es debida a una intervención sobrenatural, o cualquier otro tipo de conjeturas de esta naturaleza, no pasa de ser una especulación indemostrable.

Durante mucho tiempo se alimentó la esperanza de que una bendición del cielo daría paso a una nueva primavera de la Vida religiosa. Como en un auto sacramental terminaríamos por entender los designios ocultos y trascendentes detrás del drama visible. Sin ninguna necesidad de argumentar contra tal hipótesis hay que reconocer que son pocos los que todavía lo esperan. Además, es un supuesto que podemos considerar desacreditado por los efectos negativos del mismo. En el fondo es responsable de que el desencanto y la desesperanza se hayan apoderado de amplios sectores, no solo los tradicionales, de las propias instituciones religiosas. Acaso sea una frivolidad decir que, a juzgar por los hechos, la acción divina se habría desplazado, en todo caso, a otras áreas geográficas, antaño olvidadas o receptoras de misioneros, donde actualmente se sitúan algunos auténticos oasis para las vocaciones religiosas. ¿Habría que buscar allí la acción divina? Para comprender este trueque de papeles tampoco es necesario acudir a interpretaciones transcendentes. Puede que Dios tenga muy poco que ver con todo ello y casi todo lo pueda explicar la antropología y la sociología.

En términos generales, la desertización de las comunidades religiosas en Occidente tiene explicaciones sociológicas. En última instancia, hay que buscarlas en el veloz distanciamiento entre la sociedad secular y el modelo de vida que desde hace muchos siglos proponen las órdenes y congregaciones religiosas. La sociedad ha experimentado cambios radicales frente a los cuales la Vida religiosa, en general, ha ido siempre a remolque, con el riesgo creciente de verse cada vez más descolgada. Desde la perspectiva eclesial católica, que se siente mucho más segura dentro del statu quo que de mutaciones, la sociedad es la gran responsable, si no la única, del desencuentro.

Casi siempre ha resultado tendencioso condenar en bloque todos aquellos factores que se revelan perjudiciales para los intereses religiosos y confesionales, incluso si van de la mano de la secularización y el laicismo, que en Occidente y en América se han acelerado desde la segunda mitad del siglo pasado. Con ellos se desvaneció la idea de que apartarse del mundo por motivaciones espirituales era una vocación privilegiada. Por esa razón, cuando las órdenes religiosas trataron de abrirse al mundo, lejos de atraerlo hacia sí, se sintieron más bien seducidas por él. Su opción de vida se desmitificó al tiempo que muchas de sus actividades se vieron desacralizadas y secularizadas. Este cóctel de circunstancias constituye el escenario en el que se ha desarrollado la crisis.

El Concilio Vaticano II extendió la llamada a la plenitud cristiana a todos sus fieles. Frente a la ampliación de lo que se había entendido como una vocación especial, la literatura interna de las instituciones religiosas se esforzó en reafirmar, de forma casi obsesiva, que abrazar la Vida religiosa seguía siendo la respuesta privilegiada al ideal cristiano de los consejos evangélicos, en contraste con un mundo que pierde sus esencias. Los conservadores prevenían contra sus tentaciones, denunciaban la pérdida de ideales y, en todo caso, la derrota personal y la traición que personificaban los desertores que la abandonaban.

Nuestro propósito va más allá de valorar en términos racionales las dimensiones del problema y la posible o probable proyección para los próximos años, habida cuenta de los condicionantes sociológicos actuales. En las circunstancias que atraviesa la Vida religiosa cualquier otro tipo de empresa se plantearía qué posibilidades existen de revertir la situación y, si no es así, cuáles son las posibles alternativas. Valoradas estas, se debe ponderar el inevitable coste que debe pagarse por los cambios que dicha estrategia exija. De no asumirlos, lo que está muchas veces en juego es su misma supervivencia, incluso a corto plazo. Este objetivo y esta metodología, cuya complejidad se puede suponer, incomodan a las órdenes y congregaciones religiosas. En primer lugar, por el mismo hecho de utilizar parámetros y terminología sociológica y, peor aún, de tipo empresarial. Con esta censura, lejos de ampliar su capacidad analítica, se impone a sí misma ataduras limitantes que, contempladas desde el exterior, resultan arbitrarias y subjetivas. Dificultan poder estudiar la Vida religiosa como fenómeno social y humano que, por el hecho de serlo, se desarrolla en un paradigma cultural concreto y determinado. Consideran intocables estilos y compromisos de vida que razones y urgencias empíricas aconsejarían desmitificar. Sus conclusiones no solo podrían ser válidas para quienes consideran que las instituciones religiosas son empresas del todo humanas, sino también para quienes piensan que, en todo caso, Dios las deja en manos humanas.20

Prescindir de supuestos gratuitos, incluso de condicionantes teológicos y de supuestos sobrenaturales, lejos de limitarlo, amplía el horizonte y el campo de reflexión. Una metodología de estudio no confesional y aséptica libera de los condicionantes y limitaciones propios del razonamiento teológico e incluso de la fe en materias objetivamente opinables. Por otra parte, la apelación espiritual ya abunda, incluso en exceso, hasta el punto de desfigurar el rostro humano del fenómeno que rodea y constituye la Vida religiosa. El método racional de análisis, que en términos académicos solemos calificar de científico, obliga a ceñirse a los datos, números, testimonios y evidencias, a la realidad contumaz y objetiva21 y a su interpretación de acuerdo con las leyes sociológicas. Al margen de ella se puede especular mucho, pero casi siempre es a costa de la consistencia objetiva y –al menos en parte– verificable. Por tanto, prescindir de consideraciones sobrenaturales es, ante todo, una invitación a mantener los pies en el suelo y a poner manos a la obra con los recursos disponibles.

Precisiones

La evolución de Vida religiosa femenina no solo merecerá un capítulo específico y diferencial en la parte estadística, sino especialmente en su análisis. En primer lugar, por su importancia numérica. Las monjas y religiosas todavía representan las tres cuartas partes de todo el colectivo de familias religiosas en el mundo católico. En segundo lugar, porque la regresión que han sufrido en las últimas décadas supera en proporción a la masculina. El hecho puede parecer sorprendente si se tiene en cuenta la mayor religiosidad, psicológicamente explicable y tradicionalmente atribuida a su género. Finalmente, porque el perfil de su caída y especialmente sus causas tienen características peculiares que incluso permiten una mejor comprensión de la crisis global de la Vida religiosa.

El clero diocesano, globalmente considerado, no ha experimentado un deterioro numérico de sus efectivos humanos comparable al sufrido por las órdenes religiosas. Su evolución muestra un ligero incremento a nivel global, aunque estén más que justificadas las alarmas sobre su precaria situación en muchos de los países de mayor raigambre católica. El estudio de su situación y problemática, aunque con muchos elementos comunes, no es objeto de este libro. Se trata de dos tipos de vida diferentes, aunque en los sacerdotes de los institutos clericales ambas condiciones, el carácter religioso y el sacerdotal, se superpongan en una misma persona. Sin embargo, la comparación será obligada y en ocasiones elocuente, tanto por lo que se refiere a su comportamiento estadístico como en alguna de las causas que lo explican.

Este estudio tampoco trata de los institutos seculares, al margen de referencias a efectos comparativos. Ya sean estos laicales o clericales, masculinos o femeninos, el modelo tiene aspectos sustanciales diferentes. En términos canónicos, no constituyen institutos religiosos, ni siquiera en el caso de que hagan profesión de los votos religiosos. Los distingue su secularidad, por la cual sus miembros no abandonan la sociedad ni se separan de ella. Viven una vida profesional, social y en su caso sacerdotal o familiar plenamente secular, aunque «consagren» su vida a Dios según diferentes modalidades y estén gobernados igualmente por una dirección centralizada. Iniciados hace unos 70 años, en la actualidad suman unos 180 en todo el mundo. Esta versión moderna de vida consagrada ofrece una perspectiva propia y específica, así como unas alternativas que no conviene pasar por alto al analizar la problemática de religiosos y monjas. De todas formas, la de los institutos seculares, algunos muy poderosos, influyentes y numerosos,22 es diferente.

En cambio, las estadísticas y el estudio incluyen las Sociedades de Vida Apostólica, dado que se equiparan a las congregaciones religiosas. Sus miembros no hacen los votos religiosos, al menos de forma pública, pero profesan los consejos evangélicos, viven en comunidad y observan una regla común. Su origen se remonta al siglo xvi y actualmente existen unas 115 en todo el mundo,23 entre femeninas y masculinas, clericales y laicales.

1. A lo largo del libro se utilizan ambos términos indistintamente, aunque en terminología canónica se diferencian por el tipo de reconocimiento que la Iglesia da a los votos que profesan sus miembros. En el caso de las órdenes, los votos son solemnes, mientras que en las congregaciones son simples. Las órdenes suelen ser más antiguas que las congregaciones. De igual manera, alternamos indistintamente las denominaciones de monjas y religiosas, aunque canónicamente no sean equivalentes.

2. Es decir, descontando los que están en período de formación antes de la profesión religiosa, además de los jubilados.

3. No se trata propiamente de un estudio centrado en los testimonios personales. No obstante, existen algunos trabajos específicos de tipo testimonial y cualitativo. Por ejemplo, el de Carole Garibaldi referido a las monjas de los Estados Unidos (ver bibliografía).

4. Hasta el punto de que en los últimos 30 años existen en nuestro entorno muy contados estudios de campo, siquiera limitados, sobre las causas de los abandonos de la Vida religiosa y del sacerdocio, a los que nos referiremos más adelante.

5. El primer congreso internacional de los estados de perfección se celebró en diciembre de 1950.

6. Congresos nacionales enteros, como la Semana Nacional de Vida Religiosa en España, que ya va por su 45.ª edición, transcurren sin plantear directa y formalmente la situación de crisis en que están inmersos.

7. Hay que reconocer que, con frecuencia, el papa Francisco pone un contrapunto realista, más en las manifestaciones espontáneas que en los escritos magisteriales y los discursos oficiales.

8. A causa de esta carestía de información externa y a pesar del carácter «profano» de este trabajo, la gran mayoría de fuentes bibliográficas son confesionales.

9. Es inevitable que sean concisas dado que ofrecen el censo de miles de órdenes y congregaciones religiosas masculinas y femeninas, así como también de las Sociedades de Vida Apostólica, dando cuenta también de los institutos seculares de derecho pontificio. Sin embargo, puestos a dar una sola cifra, debería referirse únicamente a los que ya hayan hecho su profesión religiosa.

10. La única especificación diferenciada en las órdenes y congregaciones clericales es el número de sacerdotes, que en el Anuario figura entre paréntesis.

11. En sus orígenes la toma del hábito religioso los introducía en el primer escalafón de la vida monástica y aparecían como tales ante la sociedad, pero este criterio debió perder toda su vigencia. En el caso de órdenes clericales, una posible explicación de la diversidad de censos sería que oficialmente computen como miembros los que todavía están en proceso de salida canónica. Con frecuencia, la dispensa del sacerdocio y la secularización ha supuesto una espera larga. La congregación ya no los contaba como miembros pero las estadísticas canónicas no registraron su baja hasta el final del proceso.

12. Por otra parte y en bastantes casos incluir a los aspirantes a religiosos en el censo de la orden o congregación correspondiente ha hecho que evolucionara su estadística, ya que la caída de los novicios ha sido sobreproporcional en relación con los religiosos profesos.

13. En especial a causa de las tasas elevadas de mortalidad, debido a la elevada edad media de los religiosos y también a la notable variabilidad anual del número de novicios.

14. Por esa razón, en esta obra, los datos estadísticos referidos al pasado son precisos, pero los referidos al último año solo pueden ser proyecciones aproximadas.

15. Por ejemplo, las publicaciones estadísticas de la Oficina de Estadísticas y Sociología de la iglesia (OESI) los ofrecen con seis o siete años de retraso y siempre globalmente, por lo que son poco útiles para estudios de demografía dinámica. A falta de estadísticas más recientes, en ocasiones hemos de recurrir a estudios realizados hace años, y en algún caso, hasta hace un par de décadas. Sin embargo, sus pronósticos se pueden dar por válidos, ya que todo indica que sus poco halagüeñas tendencias se han cumplido.

16. Hemos observado que, con frecuencia, estos datos evolutivos y detallados circulan de forma restringida, incluso dentro de la propia congregación religiosa.

17. La Congregación para la Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica.

18. Algunos se comentan más adelante y quedan recogidas en las referencias y enlaces bibliográficos utilizados en el texto.

19. La Oficina de Estadística y Sociología de la Iglesia española (OESI) ha dejado de publicar las estadísticas de la Iglesia católica que reflejaba la evolución de las órdenes y congregaciones religiosas.

20. Excluir valoraciones sobrenaturales también nos permite utilizar sin ninguna connotación ética, ni siquiera peyorativa, términos corrientes como infidelidad vocacional, traición, deserción, abandono, defección u otras similares, aplicados a los que han dejado la Vida religiosa. No podría decirse lo mismo cuando son estamentos eclesiales los que utilizan estos u otros términos. De cualquier manera los juicios severos que aparecen en el texto sobre instituciones o personas nunca pretenden ser ofensivos.

21. Este tipo de análisis es objeto del mismo rechazo institucional, con diferentes argumentos, como otras propuestas que afectan a la praxis de la Iglesia católica, como son su democratización interna, el celibato sacerdotal, el sacerdocio femenino o aspectos clave de la moral sexual católica, por poner algunos ejemplos importantes.

22. Solo el Opus Dei, con sus diferentes tipos de pertenencia, cuenta alrededor de 90.000 miembros en todo el mundo. Esta cifra es más del doble que la de todos los religiosas y las religiosas con que España cuenta actualmente. De todos ellos, poco más de 2.000 son sacerdotes. El 55 % son mujeres. En 1975, cuando la mayoría de órdenes religiosas ya se encontraban en plena recesión, el Opus Dei tenía 60.000 miembros. Y en los últimos 40 años ha crecido un 50 %.

23. Entre las más conocidas figuran las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paul, que es la sociedad apostólica más numerosa, o las Hijas de San Vicente de Sales, entre las femeninas y el Oratorio de San Felipe Neri, los lazaristas, o los padres blancos, entre las masculinas.

I

ESTADÍSTICAS Y ANÁLISIS DE LA CRISIS NUMÉRICA