EL TRONO VACANTE

 

 

 

BERNARD CORNWELL

 

Título original: The Empty Throne

Diseño de la cubierta: Salva Ardid Asociados

Primera edición: mayo de 2016

Primera edición en e-book: febrero de 2018

© Bernard Cornwell, 2014

© de la traducción: Gregorio Cantera, 2016

© de la presente edición: Edhasa, 2016

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ISBN: 978-84-350-4661-9

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NOTA HISTÓRICA

Aunque nunca fuera proclamada reina, Etelfleda sucedió a su marido como señora de Mercia. Conocida en su tiempo como la Dama de Mercia, sus proezas bien merecen ser recordadas en la prolongada historia que concluyó con la aparición de Inglaterra. La enemistad entre Etelfleda y Etelredo es completamente ficticia, al igual que las deliberaciones del Witan que la proclamó señora de ese territorio. No así las dudas en cuanto a la legitimidad de Etelstano, aunque nada lleva a pensar que Etelhelmo, el suegro de Eduardo, intentase apartarlo de la línea de sucesión al trono.

El rey Hywel existió, y todavía hoy se lo conoce como Hywel Dda, o Hywel el Bueno. Fue un hombre extraordinario, inteligente, ambicioso y capaz que, en muchos aspectos, consiguió para Gales lo mismo que Alfredo soñara para Inglaterra.

Lo mismo que Sigtryggr, quien, por supuesto, atacó Chester y, en efecto, perdió un ojo a lo largo de su dilatada trayectoria. Me he tomado la licencia de adelantar un poco la fecha en que se produjo tal enfrentamiento. En inglés, se le conoce como Sihtric, pero he preferido recurrir a su apelativo en la lengua propia de los hombres del norte para no confundirlo con Sihtric, uno de los leales seguidores de Uhtred.

En lo tocante a la milagrosa recuperación de Uhtred, quiero manifestar mi agradecimiento a mi buen amigo, el doctor Thomas Keane. El bueno de Tom nunca afirmó que tal cosa fuera probable, pero ¿quién podría asegurarlo tratándose como se trataba de una noche oscura, oyendo el aullido del viento y con un whisky entre pecho y espalda? Como a Uhtred todo le sale bien, lo di por sentado.

No menos suerte tiene su hijo, dueño de una espada forjada por el herrero que, en su hoja, estampara este nombre o esta palabra:

f VLFBERH f T

Tales espadas existieron en realidad y aún quedan algunas, aunque parece que sus hojas eran tan apreciadas que, a lo largo de los siglos IX y X, circularon unas cuantas imitaciones. Quien aspirara a hacerse con una de tales espadas habría tenido que pagar una suma exorbitante, porque mil años habrían de pasar antes de que volviera a forjarse un acero de calidad similar al de una auténtica hoja Vlfberht. El hierro es un material quebradizo, pero, para entonces, los herreros habían descubierto que, mezclándolo con carbono, podían convertirlo en acero y, así, obtener una hoja más resistente, afilada y flexible, menos probable, por tanto, de que se quebrara en combate. La forma normal de obtener el carbono pasaba por quemar huesos en la fragua del herrero, un proceso de resultado incierto que dejaba impurezas en el metal; no obstante, a lo largo del siglo ix, alguien dio con la forma de licuar la mezcla en un crisol y producir lingotes de acero de mayor calidad. No sabemos quién fue, ni tampoco dónde se hacía ese acero. Todo apunta a que pudo llegar al norte de Europa desde la India o, quizá, de Persia, una prueba más de las dilatadas rutas comerciales que hubieron de seguir la seda y otras mercancías preciosas antes de recalar en Britania.

No hay lugar que guarde una relación más estrecha con el nacimiento de Inglaterra que Brunanburh. Es, sin duda, la cuna de Inglaterra; igual que no me cabe duda de que habrá lectores que no estén de acuerdo con que identifique Bromborough on the Wirral con el sitio de Brunanburh. Sabemos que Brunanburh existió, pero no hay unanimidad y sí muy pocas certezas en cuanto a su localización exacta. Se han propuesto infinidad de sitios, desde Dumfries y Galloway, en Escocia, hasta Axminster, en Devon, pero más me convencen las razones esgrimidas por Michael Livingston en su minuciosa monografía, The Battle of Brunanburh: A Casebook (Exeter University Press, 2011). La batalla de la que da cuenta tan pormenorizada crónica no es la descrita en este volumen, sino aquel enfrentamiento, mucho más famoso y decisivo, que tuvo lugar en el año 937. Brunanburh es la batalla que, en definitiva, hará realidad el sueño de Alfredo, aquélla en la que se forjó una Inglaterra unida. Pero ésa es otra historia.

EL TRONO VACANTE

TOPÓNIMOS

La ortografía de los topónimos de la Inglaterra anglosajona era y es una asignatura pendiente, carente de coherencia, en la que no hay concordancia ni siquiera en cuanto a los nombres. Londres, por ejemplo, podía aparecer como Lundonia, Lundenberg, Lundenne, Lundene, Lundenwic, Lundenceaster y Lundres. Claro que habrá lectores que prefieran otras versiones de los topónimos enumerados en lo que sigue, pero, aun reconociendo que ni esa solución es incuestionable, he preferido recurrir, por lo general, a la ortografía utilizada en el Oxford o en el Cambridge Dictionary of English Place–Names (Diccionario Oxford, o Cambridge, de topónimos ingleses) para los años en torno al 900 de nuestra era. En el año 956, Hayling Island se escribía tanto Heilicingae como Hsglingaiggs. Tampoco he sido coherente en este aspecto: he preferido escribir England antes que Englaland, igual que me he decantado por el vocablo Northumbria en vez de Noróhymbralond, para que nadie piense que los límites del antiguo reino coinciden con los del condado en la actualidad. Así que esta lista, como la ortografía de los nombres que aparecen en ella, es caprichosa.

Abergwaun Fishguard, Pembrokeshire

Alencestre Alcester, Warwickshire

Beamfleot Benfleet, Essex

Bebbanburg Castillo de Bamburgh, Northumbria

Brunanburh Bromborough, Cheshire

Cadum Caen, Normandía

Ceaster Chester, Cheshire

Cirrenceastre Cirencester, Gloucestershire

Cracgelad Cricklade, Wiltshire

Cumbraland Cumberland

Defnascir Devonshire

Eoferwic York

Eveshomme Evesham, Worcestershire

Fagranforda Fairford, Gloucestershire

Fearnhamme Farnham, Surrey

Gleawecestre Gloucester, Gloucestershire

Lundene Londres

Lundi Isla de Lundi

M^rse Río Mersey

Neustria Provincia más occidental del reino de los francos, de la que formaba parte Normandía

S^fernRío Severn

Scireburnan Sherborne, Dorset

Teotanheale Tettenhall, Midlands Occidentales

Thornssta Dorset

Tyddewi St. Davids, Pembrokeshire

Wiltunscir Wiltshire

Wintanceaster Winchester, Hampshire

Wirhealum Península de Wirrall, Cheshire

PRÓLOGO

Mi nombre es Uhtred. Soy hijo de Uhtred, a su vez hijo de Uhtred, quien, como su padre, también se llamaba Uh–tred. Así escribía mi padre su nombre, aunque también lo he visto escrito como Utred, Ughtred, incluso Ootred. Que como tal figura en algunos pergaminos antiguos que estipulan que Uhtred, hijo de Uhtred y nieto de Uhtred, es el único propietario a perpetuidad de esas tierras que, como atestiguan piedras miliares y acequias, robledales y fresnedas, se extienden entre los marjales y el mar. Tierras situadas al norte de ese país que hemos aprendido a llamar Inglaterra, o tierra de los ingleses. Tierras donde, bajo un cielo azotado por el viento, el mar bate con fuerza. A ellas nos referimos cuando hablamos de Bebbanburg.

No conocí Bebbanburg hasta alcanzar la mocedad, y mal nos fue la primera vez que nos enfrentamos a sus altas murallas. Por aquel entonces, la imponente fortaleza estaba en manos de un primo de mi padre. Su padre se la había escamoteado al mío. Rencillas de familia, pendencia que la Iglesia trató de atajar con el argumento de que los únicos enemigos de los cristianos sajones eran los paganos, los hombres del norte, daneses o noruegos, pero mi padre me hizo jurar que nunca cejaría en reclamar lo que es nuestro. Si me hubiera negado a hacerlo, me habría desheredado, igual que había desheredado y repudiado a mi hermano mayor, y no porque fuera a desentenderse de tamaña tropelía, sino por hacerse cura. Antes conocido como Osbert, cuando mi hermano mayor se hizo cura, en mí recayó su nombre. Soy, pues, Uhtred de Bebbanburg.

Mi padre era pagano, un temible señor de la guerra. Muchas veces me habló del temor que le inspirara su padre, cosa difícil de creer porque no se arredraba ante nada. Al decir de muchos, de no haber sido por mi padre, nuestro país sería conocido como tierra de los daneses y seguiríamos venerando a Thor y Odín, y están en lo cierto. Sorprendente pero cierto, porque abominaba del dios de los cristianos, al que solía referirse como «el dios crucificado», lo que no impidió que se pasara casi toda la vida guerreando contra los paganos. Lejos de reconocer que, si hablamos de Inglaterra como tierra de los ingleses, a mi padre se lo debemos, la Iglesia sostiene que cristianos fueron los hombres de armas que forjaron y conquistaron nuestro país, pero el pueblo inglés sabe de lo que hablo. Mi padre debería ser recordado como Uhtred de Inglaterra.

Empero, en el año de Nuestro Señor de 911, aún no existía Inglaterra como tal. Sí, en cambio, Wessex y Mercia, Anglia Oriental y Northumbria, y cuando el invierno dejó paso a la desapacible primavera de aquel año, yo andaba por las frondosas arboledas que, al norte del río M^rse, hacen las veces de frontera entre Mercia y Northumbria. Entre las desnudas ramas invernales de un bosque en un alto, a lomos de buenas monturas, treinta y ocho hombres nos manteníamos a la espera. A nuestros pies, un valle por donde, abriéndose paso entre barranqueras cubiertas de escarcha, impetuoso, discurría un arroyuelo camino del sur. Ni un alma en el valle por el que, tan sólo un poco antes, sesenta y cinco jinetes habían seguido el curso de aquel riachuelo antes de desaparecer allí donde, de forma brusca, valle y arroyo se desviaban hacia el oeste.

–No tardarán en llegar –se le escapó a R^dwald.

Lo atribuí a los nervios y no dije nada. También yo estaba nervioso, pero intentaba que no se me notara. En vez de eso, pensaba en lo que habría hecho mi padre. Inmóvil y en todo su esplendor, se habría encorvado sobre la silla de montar; sin apartar la vista del valle, lo mismo hice yo, al tiempo que acariciaba la empuñadura de la espada.

Había dado en llamarla Pico–de–cuervo. Puesto que antes había pertenecido a Sigurd Thorrson, quien de algún modo la habría llamado, entiendo que sería conocida por otro nombre, aunque nunca llegué a descubrirlo. Cuando cayó en mis manos, pensé que el nombre de la espada era Vlfberht porque, con grandes letras, llevaba aquel extraño nombre grabado en la hoja. Tal que así:

f VLFBERH f T

Pero Finan, el amigo de mi padre, me contó que Vlfberht era el nombre del herrero franco que la forjó, que de sus manos salen las mejores y más preciadas hojas de la cristiandad, y cristiana debía de ser, a juzgar por las cruces que figuraban delante y detrás de su nombre. Le pregunté cómo podíamos dar con Vlfberht para comprarle más espadas como aquélla, pero Finan me aseguró que se trata de un herrero instruido en la brujería que, oculto a los ojos de todos, despliega sus artes: pongamos que al caer la noche, un herrero se desentiende de la fragua y que, al día siguiente, cuando vuelve al tajo, se encuentra con que Vlfberht ha estado en la herrería y le ha dejado una espada forjada en las llamas del infierno y templada en sangre de dragón. Me dio por llamarla Pico–de–cuervo porque un cuervo adornaba la divisa de Sigurd. Era la espada que había empuñado éste durante el combate que mantuvimos hasta que le rajé la barriga con el machete. Por más que quiera, no olvidaré aquellos mandobles, como tampoco la resistencia de su espléndida cota de malla antes de ceder, ni la satisfacción que me invadió al retorcer el machete y ver cómo se le iba la vida. Un año hacía ya de todo aquello. Fue en la batalla de Teotanheale, cuando expulsamos a los daneses del corazón de Mercia, contienda en la que mi padre se deshizo de Cnut Ranulfson aunque, de resultas, acabase malherido por la espada de su contrincante, Duende–de–hielo.

Pico–de–cuervo era una magnífica espada, mejor incluso a mi parecer que Hálito–de–serpiente, la espada de mi padre. De hoja larga, increíblemente ligera, muchas eran las que habían cedido ante su filo. La espada de un guerrero y, como tal, la llevaba conmigo aquel día, en aquel bosque encaramado en lo alto de un valle cubierto de escarcha por donde, impetuoso, corría un riachuelo. No sólo la espada, también mi machete, Attor, que significa «veneno», una espada corta, imprescindible en refriegas tumultuosas como las que se producen en un muro de escudos. El mismo estilete de ponzoñosa mordedura que había acabado con Si–gurd. Por no hablar del escudo redondo donde, pintada, destacaba una cabeza de lobo, divisa de nuestro linaje. Un yelmo con una cabeza de lobo por cimera y una cota de malla de factura franca por encima de un jubón de cuero; una capa de piel de oso completaba mi atuendo. Era Uhtred Uhtredson, el legítimo señor de Bebbanburg, y aquel día estaba nervioso.

Y al frente de aquella tropa. Acababa de cumplir los veintiuno; más baqueteados que yo, algunos de los hombres que venían conmigo casi me doblaban en edad, pero yo era el hijo de Uhtred, un señor; por eso, estaba al mando. Casi todos se habían quedado bastante más atrás, entre los árboles; sólo Rsdwald y Sihtric permanecían a mi lado. Dos curtidos veteranos que habían recibido el encargo de brindarme consejo o, más bien, de evitar que me obcecase y cometiese alguna necedad. A Sihtric, uno de los hombres de confianza de mi padre, lo conocía desde siempre; Rsdwald era un guerrero al servicio de la dama Etelfleda.

–A lo mejor no se presentan –dijo. Era un hombre prudente, cauteloso y meticuloso; medio me malicié que confiaba en que el enemigo realmente no apareciera.

–Vendrán –refunfuñó Sihtric.

Y vaya si vinieron. Procedente del norte y a todo galope, irrumpió una tropa de hombres a caballo, con escudos, lanzas, hachas y espadas. Hombres del norte. Me incliné hacia adelante en la silla y traté de contar cuántos jinetes picaban espuelas a orillas del riachuelo. ¿Tres tripulaciones? No menos de un centenar de hombres en cualquier caso, entre los que debía de estar el propio Haki Grimmson o, cuando menos, la banderola en la que ondeaba un barco.

–Ciento veinte –dijo Sihtric.

–Más –apuntó R^dwald.

–Ciento veinte –zanjó Sihtric.

Ciento veinte jinetes a la caza de los sesenta y cinco que, tan sólo un poco antes, habían dejado atrás aquel valle. Ciento veinte hombres tras el estandarte de Haki Grimmson, algo parecido a un barco rojo sobre un mar blanco, aunque la tintura roja de la tela estaba tan desteñida que parecía casi marrón, ensuciando de paso el blanco del mar, de forma que más se asemejaba a una nave de altiva proa sangrando por los cuatro costados. El abanderado cabalgaba detrás de un hombre corpulento a lomos de un vigoroso caballo negro. Di por sentado que aquel fortachón era Haki; un hombre del norte que tras haberse establecido en Irlanda, había pasado a Britania y ocupado unas tierras al norte del río M^rse con la idea de hacerse rico llevando a cabo incursiones más al sur, en Mercia. Había tomado esclavos, robado ganado y saqueado haciendas, llegando incluso a asaltar las murallas romanas de Ceaster, ataque que la guarnición de la dama Etelfleda había desbaratado sin demasiado esfuerzo. Un fastidio, en definitiva, y la razón de que, ocultos entre los desnudos árboles invernales, sin perder de vista aquella tropa que se dirigía al sur por el sendero que, endurecido por la escarcha, discurría junto al riachuelo, nos encontrásemos al norte del río M^rse.

–Deberíamos... –comenzó a decir R^dwald.

–Aún no. –No le dejé acabar la frase. Eché mano de Pico–de–cuervo para cerciorarme de que entraba y salía con facilidad de la vaina.

–Todavía no –convino Sihtric.

–¡Godric! –dije en voz alta; mi mozo, un muchacho de doce años llamado Godric Grindanson, picó espuelas y salió de entre los hombres que aguardaban–. Lanza –le reclamé.

–Mi señor –dijo, tendiéndome la vara de fresno de nueve pies de largo rematada con una punta de hierro macizo.

–Seguidnos –le dije a Godric–, no os apartéis de nosotros. ¿Tenéis la trompa a mano?

–Aquí está, mi señor –dijo, al tiempo que la levantaba para enseñármela. Si las cosas se torcían, el bramido de la trompa haría ver a los sesenta y cinco jinetes que estábamos en apuros, aunque de poco iba a servirnos su ayuda si los malencarados a caballo que iban con Haki se decidían a cargar contra nuestra minúscula tropa.

–Si llegan a desmontar –le encareció Sihtric al chico–, echad una mano para ahuyentar a los caballos.

–Pero tengo que estar cerca de... –empezó a decir Go–dric, dispuesto a hacer valer su prerrogativa de quedarse a mi lado y tomar parte en la refriega, antes de quedarse sin palabras cuando Sihtric le cruzó la cara con la mano vuelta.

–Echaréis una mano para ahuyentar los caballos –rugió Sihtric.

–Sin falta –dijo el chico. Tenía sangre en un labio.

Sihtric retiró la aldabilla que aseguraba la espada en la vaina. De chico, había sido mozo de mi padre; qué duda cabe de que, a esa edad, también él habría querido pelear con los mayores, pero consentir que un chaval plantase cara a curtidos hombres del norte era, sin duda, la forma más rápida de enviarlo a una muerte segura.

–¿Qué, nos ponemos en marcha? –me urgió.

–Vamos allá y acabemos con esos cabrones –repuse.

La tropa de Haki torció hacia el oeste y la perdimos de vista. Seguían el arroyo que desembocaba en un afluente del río M^rse, unas dos millas más allá del lugar donde, de forma brusca, el valle se volvía y miraba al oeste. Ambos riachuelos confluían al pie de una pequeña colina, poco más que un altozano alargado y cubierto de hierba como los túmulos de nuestros ancestros, que tanto abundaban por aquellos parajes; allí era donde Haki acabaría sus días o sería derrotado, algo que, en definitiva, venía a ser lo mismo.

Aunque sin prisa, porque no era mi intención que al volver la vista atrás los hombres de Haki se percataran de nuestra presencia, descendimos del altozano al trote. Llegamos al arroyo y nos dirigimos al sur. Como no llevábamos prisa, aminoré el paso para que Sihtric se nos adelantase y nos pusiera al tanto. Desde el momento en que echó el pie a tierra y hasta que dio con un lugar desde donde pudiera hacerse una idea de qué pasaba por el oeste, no lo perdí de vista. Agazapado y manteniendo una mano en alto para indicarnos que fuéramos con tiento, pasó un buen rato antes de que, a todo correr, volviese junto a su montura y nos hiciera una seña para que nos pusiéramos en marcha. Cuando nos llegamos a su lado, me recibió con una sonrisa maliciosa.

–Al poco de pasar al otro lado del valle, hicieron un alto –dijo con voz sibilante; le faltaban los dientes de delante: una lanza danesa se los había llevado en la batalla de Teotanheale–; luego, se despojaron de los escudos.

El caso es que cuando, al galope, los habíamos visto pasar a nuestros pies, llevaban los escudos atados a la espalda; pero se conoce que Haki, barruntándose las dificultades en que habrían de verse al final del valle, se había ocupado de que los suyos estuviesen en condiciones de pelear. Nosotros llevábamos los escudos en posición.

–Desmontarán en cuanto vean que han llegado al final del valle –dije.

–Y formarán un muro de escudos –corroboró Sihtric.

–Así que no hay ninguna prisa –concluí, con una sonrisa astuta.

–A lo peor les entran las prisas –apuntó Rsdwald, preocupado por si la refriega fuese a comenzar sin nosotros.

Negué con la cabeza.

–Hay sesenta y cinco sajones esperándolos –le dije–; quizá Haki piense que sean muchos más. Aun así, se andará con ojo.

Aquel hombre del norte disponía de casi dos guerreros por cada soldado sajón que lo esperaba, pero los sajones estaban en lo alto de una colina y ya habían formado un muro de escudos. Si no quería verse expuesto a un ataque mientras sus hombres formaban su propio muro, Haki tendría que ordenar a los suyos que desmontasen a una distancia prudencial y, sólo una vez en formación y puestos a buen recaudo los caballos, se decidiría a avanzar, maniobra que por fuerza habría de ser lenta. Hace falta mucho valor para pelear en un muro de escudos, donde se huele hasta el aliento del adversario y los mandobles y las cuchilladas llueven por doquier. Fiándolo todo a su superioridad numérica, pero receloso de que los sajones que lo esperaban le hubiesen tendido una trampa, avanzaría despacio. No estaba en condiciones de sufrir bajas. Hasta se habría hecho a la idea de que podía salir con bien si la refriega tenía lugar allí donde el arroyo se encontraba con el río más caudaloso; aun así, estaba seguro, actuaría con prudencia.

Muchos hombres del norte establecidos en Irlanda estaban recalando en Britania. Finan, el compañero de armas de mi padre, aseguraba que no había enemigo peor que los irlandeses; por eso los hombres del norte nunca habían ido más allá de la costa este de aquel país. Como de este lado del mar nadie se había aventurado en las inhóspitas tierras situadas al norte del río M^rse y al sur de los reinos escoceses, sus barcos surcaban las olas con la idea de establecerse en los valles de Cumbria. En realidad, Cumbria formaba parte de Northumbria, pero el rey danés que ocupaba el trono de Eoferwic recibía a los recién llegados con los brazos abiertos. Los daneses observaban con inquietud la creciente pujanza de los sajones; los hombres del norte que llegaban de Irlanda eran luchadores feroces y, llegado el caso, podrían resultar de gran ayuda a la hora de defender sus territorios. Haki sólo había sido el último en llegar, y no se le había ocurrido nada mejor que enriquecerse a expensas de Mercia; por eso nos habían enviado allí: para acabar con él.

–¡Recordadlo! –les grité a los míos–. ¡Sólo uno ha de quedar con vida!

Sólo uno ha de quedar con vida; de siempre, ésa había sido la recomendación de mi padre. Que sólo uno sea el portador de las malas noticias y meta el miedo en el cuerpo a los demás; aunque si, como me figuraba, Haki se había llevado a todos sus hombres, el único superviviente, si alguno había, sólo a viudas y huérfanos daría cuenta de la derrota sufrida. Los curas nos dicen que amemos a nuestros enemigos, pero que no tengamos piedad con ellos, y nada había hecho Haki para ganarse nuestra compasión. Había saqueado los alrededores de Ceaster y, si bien era adecuada para defender sus murallas, la guarnición de la fortaleza no lo era tanto para defenderlas y, de paso, enviar una tropa de reconocimiento al otro lado del río M^rse, así que había solicitado refuerzos. Nosotros éramos aquellos refuerzos, y cabalgábamos hacia el oeste siguiendo el curso del arroyo que, menos caudaloso a medida que se ensanchaba, ya no parecía tan impetuoso. Abundaban los alisos enanos de ramas desnudas e inclinadas hacia el este por el viento incesante que soplaba desde un mar lejano. Atrás habíamos dejado una alquería incendiada y arrasada, donde, aparte de las piedras ennegrecidas de una chimenea, no quedaba nada en pie. De todas las propiedades de Haki, aquélla era la que quedaba más al sur y también la primera que habíamos atacado. En las dos semanas que habían pasado desde que llegáramos a Ceaster, habíamos quemado una docena de caseríos, requisado montones de cabezas de ganado, acabado con sus moradores y convertido a sus hijos en esclavos. En aquel momento, pensaba que nos tenía en sus manos.

Con el trote del caballo, la pesada cruz de oro que llevaba al cuello iba y venía contra mi pecho. Dirigí la vista al sur, allá donde el sol no era sino un anublado disco plateado en un cielo desvaído y, en silencio, dirigí una plegaria a Odín. Soy medio pagano, o quizá ni eso, pero hasta mi padre se encomendaba al dios de los cristianos, como es bien sabido.

–Hay muchos dioses –tantas veces me lo había dicho–; como nunca vais a saber cuál de ellos anda despierto, más vale que os encomendéis a todos.

Me encomendé, pues, a Odín. «Échame una mano», le decía, «que soy de tu misma sangre», y no mentía, porque de él descendía nuestra familia. Mucho antes de que nuestro pueblo pasase a este lado del mar y se instalase en Britania, el dios se había dado una vuelta por la tierra y se había acostado con una joven mortal.

–No durmió con la joven. –Aún me parecía oír los socarrones comentarios de mi padre mientras cabalgaba–. Le dio un buen revolcón, ¡y a ver quién pega ojo en pleno trajín!

Me quedé pensando en por qué los dioses ya no bajaban a la tierra: sería mucho más fácil creer en ellos.

–¡No tan deprisa! –advirtió Sihtric; en ese instante, dejé de pensar en dioses retozando con muchachas y reparé en que tres de nuestros jóvenes nos habían tomado la delantera–. ¡Volved aquí! –les gritó, antes de dirigirme una sonrisa–: Estamos a un paso, mi señor.

–Deberíamos echar un vistazo –apuntó R^dwald.

–¡Ya hemos esperado bastante! –dije–. ¡Adelante!

Sabía que, si se disponía a plantar cara al muro de escudos que los esperaba, Haki les diría a los suyos que echasen el pie a tierra. Antes que abalanzarse contra un muro de escudos, un caballo hará lo que sea por esquivarlo; de modo que, si pensaban ir a por los sajones que los aguardaban en aquel alargado montículo, los hombres de Haki tendrían que formar su propio muro de escudos. Nosotros caeríamos sobre ellos por la espalda y nuestras monturas embestirían contra la última fila, nunca tan firme como la que va en cabeza. La primera fila es un recio muro de escudos entrechocados y armas rutilantes; el pánico se desata siempre detrás.

Nos desviamos un poco hacia el norte para rodear las estribaciones de una colina, y allí estaban. Un sol radiante se abrió paso entre unas nubes y fue a dar de lleno en los estandartes cristianos que ocupaban el altozano, arrancando destellos de las hojas que se mantenían a la espera. En lo alto del montículo, al pie de los pendones donde ondeaba la cruz, un apretado muro de escudos de dos hileras: sesenta y cinco hombres, ni uno más ni uno menos; entre ellos y nosotros, los hombres de Haki se afanaban en formar otro muro; más cerca de nosotros, a nuestra derecha, unos muchachos vigilaban los caballos.

–Rsdwald –dije–, que tres hombres ahuyenten a esos caballos.

–Al instante, mi señor –asintió, dándose por enterado.

–¡Id con ellos, Godric! –le grité al mozo, antes de hacerme cargo de la pesada lanza de fresno. Los hombres del norte aún no nos habían visto. Sólo sabían que una partida de guerreros de Mercia se había adentrado en territorio de Haki y que habían ido tras ellos con la intención de liquidarlos; no tardarían en darse cuenta de que les habíamos tendido una trampa–. ¡Acabad con ellos! –grité, espoleando mi montura.

Acabar con ellos. Eso cantan los poetas. Al caer la noche, entre cuernos rebosantes de cerveza, en la amplia estancia donde el humo de la chimenea se arremolina en lo alto, junto a las vigas, al son de las cuerdas que tañe el arpista, escuchamos canciones que rememoran batallas, romances que hablan de nuestra estirpe, de nuestro pueblo: así es cómo recordamos el pasado. Entre nosotros, un bardo es un menestral, porque menestral es quien da forma a las cosas, igual que el bardo da forma a nuestro pasado de manera que nunca olvidemos las gestas de nuestros antepasados, cómo conquistaron tierras y mujeres, ganado y renombre. En ninguna se hablaría de Haki, pensé; sólo se le recordaría en algún romance sajón sobre una victoria sajona.

Y atacamos. Lanza en mano, escudo bien sujeto, y ya los recios cascos de mi caballo, Fogoso, brioso animal, hollaban la tierra; a ambos lados, caballos al galope, lanzas en ristre, hocicos humeantes; atónitos, nuestros enemigos se volvieron; los hombres de la última hilera del muro de escudos no sabían qué hacer. Algunos echaron a correr en busca de los caballos; otros intentaron formar otro muro de escudos y plantarnos cara; me fijé en las brechas que dejaban entre ellos y supe que eran hombres muertos. Al vernos llegar, más allá, en el alto, los guerreros sajones ya se hacían con sus caballos. Nos dispusimos a iniciar la carnicería.

Y eso hicimos.

Reparé en un hombre alto, de barba negra, magnífica cota de malla y un yelmo en el que sobresalían unas plumas de águila. A voces, debía de estar urgiendo a los otros para que entrechocasen los escudos con el suyo, en el que podía verse un águila con las alas desplegadas; se fijó en cómo lo miraba, supo cuál era el destino que lo aguardaba y, cubriéndose con el escudo del águila, blandió la espada; caí en la cuenta de que iba a por mi caballo con la intención de dejarlo ciego o de saltarle los dientes. Mejor cargar contra el caballo que contra el jinete. Herido o muerto el caballo, el jinete pasa a ser una víctima. Cundió el pánico: los hombres se desentendían del muro de escudos y huían por piernas; oía gritos que increpaban a los fugitivos para que permanecieran en sus puestos. Lanza en ristre y apuntándolo, me incliné, hinqué la rodilla izquierda, y Fogoso hizo un quiebro en el preciso instante en que el guerrero de negra barba se le venía encima. Le asestó un buen tajo en el pecho, lo bastante profundo como para hacerle sangrar, pero ni de lejos una cuchillada letal o que pudiese dejarlo lisiado; la punta de la lanza le atravesó el escudo, llevándose por delante los tablones de sauce y rasgándole la cota de malla. Sentí cómo le trituraba el esternón; deseché de la vara de fresno y empuñé la espada; obligué al caballo a dar media vuelta y la hoja de Pico–de–cuervo sesgó la espina dorsal de otro guerrero. Aquella hoja, salida de las manos de un hechicero, le atravesó la cota de malla como si de una corteza de árbol se tratase. Fogoso se abalanzó entre dos hombres y los arrojó al suelo; torné grupas de nuevo, y observé el caos que reinaba sobre el terreno: hombres aterrorizados entre los que sobresalían jinetes que se afanaban en matar, en tanto que más jinetes llegaban del altozano; todos los nuestros a una, matando y gritando al pie de los pendones que ondeaban sobre nuestras cabezas.

–¡Merewalh! –se oyó una voz aguda y cortante–. Detened a esos caballos.

Un puñado de hombres del norte había conseguido llegar hasta las monturas, pero Merewalh, un guerrero curtido, se puso al frente de unos cuantos hombres y se dispuso a acabar con ellos. Rodeado por treinta o cuarenta de los suyos, que habían formado una barrera de escudos en torno a su caudillo y que, impasibles, asistían a la degollina de sus compañeros, Haki seguía con vida. Algunos de los nuestros también habían sucumbido. Alcancé a ver tres caballos sin jinete, y otro más, moribundo, que pateaba al aire en medio de un charco de sangre. Me volví y derribé a un hombre que, no sin esfuerzo, acababa de ponerse en pie. Si parecía aturdido, más hubo de estarlo cuando le acerté de lleno con la espada en el yelmo y acabó de nuevo en el suelo; a mi izquierda, apareció un hombre dando gritos y blandiendo un hacha con ambas manos; ágil como un gato, Fogoso se retorció, y la hoja del hacha resbaló contra mi escudo; volví grupas: un tajo de Pico–de–cuervo y vi cómo, al instante, brotaba sangre. Exultante, yo también gritaba, proclamando mi nombre a voces para que los muertos supieran quién los había enviado al otro mundo.

Bajé la espada, seguí adelante y busqué el caballo blanco, ése al que todos llamaban Trasgo; vi que estaba a unos cincuenta o sesenta pasos. Su jinete, espada en mano, se dirigía hacia los hombres que protegían a Haki; otros tres caballos le salieron al paso para impedirlo. Tuve que olvidarme de ellos porque, blandiendo una espada por encima de su cabeza, un hombre se abalanzaba sobre mí. Había perdido el yelmo y tenía media cara ensangrentada. Vi que sangraba también a la altura de la cintura; malencarado, de mirada despiadada y ducho con las armas; profiriendo amenazas de muerte, se abalanzó contra mí. Tuve que echar mano de Pico–de–cuervo para detenerlo, y la hoja de su espada se partió en dos, de forma que la punta fue a clavarse en el pomo de mi silla de montar, y allí se quedó. Con la otra mitad, la más próxima a la empuñadura, consiguió rasgarme la bota derecha hasta hacerme sangre, pero dio un traspié, momento que aproveché para, de una estocada, abrirle la cabeza; seguí adelante y reparé en Gerbruht que, pie a tierra y fuera de sí, descargaba su hacha contra un hombre que, si no estaba muerto, poco debía de faltarle. Le había sacado las tripas y, sin otro propósito al parecer que el de separar la carne del hueso, con rabia y sin dejar de proferir alaridos, una y otra vez descargaba la pesada hoja esparciendo trozos de carne, sangre, eslabones de cota de malla y astillas de hueso por toda la hierba que había a su alrededor.

–¿Qué estáis haciendo? –le pregunté a voces.

–¡Me llamó gordo! –se quejó Gerbruht, un frisio que se había unido a nosotros durante el invierno–. ¡Este hijo de perra me llamó gordo!

–Lo sois –convine, y era cierto. Gerbruht tenía una barriga tan abultada como la de un gorrino, unas piernas que parecían troncos de árbol, y tres papadas que le colgaban por debajo de la barba; pero también era un hombre increíblemente fuerte. Si aterrador como adversario, era un buen compañero en quien confiar tras un muro de escudos.

–No volverá a llamarme eso –rezongó, al tiempo que descargaba el hacha contra la cabeza del hombre muerto, partiéndole la cara en dos y abriéndole la cabeza hasta dejar los sesos al aire–. Cabrón delgaducho.

–Coméis demasiado –observé.

–Qué le voy a hacer, si siempre tengo hambre.

Volví grupas y observé que la refriega había concluido. Haki y los que formaban un escudo para protegerlo seguían con vida, pero nosotros éramos muchos más y los teníamos rodeados. Nuestros guerreros sajones ya echaban el pie a tierra para rematar a los heridos y arrebatarles las cotas de malla, armas, plata y oro que llevaran encima. Como todos los hombres del norte, nuestros adversarios lucían brazaletes que proclamaban sus proezas en el campo de batalla. En una capa ensangrentada donde se advertía el desgarrón de una espada, depositamos todos los brazaletes, broches, adornos de vainas y cadenas de cuello que encontramos. Le quité un brazalete al cadáver del hombre de barba negra. Era un buen pedazo de oro en el que podía verse una de esas angulosas inscripciones rúnicas que utilizan los hombres del norte, y me lo puse en la muñeca izquierda junto a los otros brazaletes. Sihtric me dedicó una sonrisa maliciosa. Había hecho un prisionero, un muchacho asustado, casi un hombre.

–Nuestro único superviviente, mi señor –dijo.

–Me parece bien –repuse–. Cortadle la mano de la espada, proporcionadle un caballo y que se vaya.

Haki no nos quitaba ojo de encima. A caballo, me acerqué hasta los hombres del norte que aún seguían con vida; me detuve y me lo quedé mirando. Achaparrado, de cara estragada y barba de color castaño. Había perdido el yelmo durante la refriega, y unos manchurrones de sangre le oscurecían los pelos revueltos. Orejas tan de soplillo como las asas de una jarra. Desafiante, me devolvió la mirada. A la altura del pecho y por encima de la cota de malla, un martillo de Thor, todo de oro. Conté hasta veintisiete hombres a su alrededor. Con los escudos hacia fuera, formaban un círculo impenetrable.

–Haceos cristiano –a voces, le dije en danés–, y, a lo mejor, salís con vida.

Aunque no estaba muy seguro de que hablara danés, me entendió. Se echó a reír; luego, escupió. A pesar de que a muchos de nuestros enemigos se les había perdonado la vida si aceptaban la conversión y el bautismo, tampoco estaba muy seguro de haberle dicho la verdad. Era una decisión que no me correspondía a mí, sino al jinete que montaba aquel alto caballo blanco al que todo el mundo llamaba Trasgo. Iba a volverme hacia el círculo de hombres que rodeaban a Haki y a los que estaban a su lado cuando, sin mirarme siquiera, el jinete del caballo blanco dijo:

–Que sólo Haki siga con vida; acabad con los demás.

No nos llevó mucho tiempo. La mayoría de sus valientes ya habían muerto; sólo un puñado de guerreros curtidos permanecía a su lado. Los demás eran bisoños que, sin dejar de proclamar a gritos que se rendían, uno tras otro, fueron cayendo. Observé la escena. Al frente de aquella carnicería, Merewalh, un hombre de bien que, tras haber estado al servicio de Etelredo, se había puesto a las órdenes de Etelfleda; fue el propio Merewalh quien, a rastras, sacó a Haki de aquel montón de cuerpos ensangrentados, lo despojó de espada y escudo, y lo obligó a ponerse de rodillas delante del caballo blanco.

Haki alzó la mirada. El sol ya estaba bajo por el oeste, de forma que quedaba a espaldas del jinete que iba a lomos de Trasgo, deslumbrando a Haki, quien por fuerza hubo de sentir la mirada de odio y desprecio que se posaba sobre él. Levantó la cabeza hasta que sus ojos se situaron en la zona de sombra que proyectaba el jinete, y quién sabe si no llegó a ver la bruñida cota de malla de factura franca que, restregada con arena, resplandecía como la plata. O la capa de lana blanca y su níveo y sedoso ribete de piel de comadreja. Por no hablar de las botas altas de cordones blancos o la larga vaina de la espada con vistosos adornos de plata. Y, si hubiera osado alzar aún más la vista, los ojos acerados y azules de aquel rostro de expresión severa que completaban unos cabellos rubios, recogidos bajo un yelmo no menos bruñido que la cota de malla y reforzado con una banda de plata que remataba una cruz del mismo metal.

–Despojadle de la cota de malla –ordenó el jinete de blanco a lomos del caballo blanco.

–Como digáis, mi señora –contestó Merewalh.

La dama en cuestión no era otra que Etelfleda, la hija de Alfredo, quien fuera rey de Wessex. Casada con Etelredo, señor de Mercia; tanto en Wessex como en Mercia, todo el mundo estaba al tanto de que, durante años, había sido la amante de mi padre. Ella era quien había llevado sus hombres al norte para ayudar a la guarnición de Ceaster, igual que había sido ella quien había ideado la estratagema que había acabado con Haki postrado a los pies de su montura.

Me dirigió una mirada.

–No esperaba menos –dijo al desgaire.

–Gracias, señora –repuse.

–Lo llevaréis al sur –continuó, señalando a Haki–. Ya se encargarán de él en Gleawecestre.

Una decisión que no dejó de sorprenderme. ¿Por qué no acabar con él allí mismo, en aquel desapacible paraje invernal?

–¿Acaso no pensáis volver al sur, mi señora? –me interesé.

Aun haciéndome ver lo impertinente de mi pregunta, contestó:

–Aún me queda mucha tarea por aquí. Vos os encargaréis de llevarlo. –Alzó una mano enguantada que me obligó a detenerme cuando ya me disponía a marchar–. Haced cuanto esté en vuestra mano para estar allí antes de la festividad de San Cuthberto, ¿me habéis oído?

Hice una reverencia a modo de respuesta. Maniatamos a Haki, lo encaramamos a un jamelgo y emprendimos el camino de vuelta a Ceaster, donde llegamos ya entrada la noche. Atrás dejamos los cadáveres de los hombres del norte, carroña para los cuervos; nuestros muertos, cinco en total, venían con nosotros. Recuperamos todos los caballos de nuestros adversarios y los cargamos con las armas, las cotas de malla, las ropas y los escudos que habían caído en nuestras manos. Tras el estandarte del caballo encabritado de lord Etelredo, el pendón de san Osvaldo y la extraña divisa de Etelfleda, un ganso que llevaba una espada y una cruz en las patas, victoriosos regresábamos con el estandarte que le habíamos arrebatado a Haki. El ganso era el emblema de santa Werburga, una santa mujer que había obrado el milagro de espantar unos gansos que asolaban un maizal; no me entraba en la cabeza qué podía haber de milagroso en algo que, con dar un par de voces, habría solucionado cualquier chaval de diez años, si hasta un perro al que le faltase una pata habría bastado para alejar los gansos del sembrado. Comentario que jamás me atrevería a hacer en presencia de Etelfleda, que tanta fe tenía en aquella santa que había espantado unos gansos.

La de Ceaster era una fortaleza del tiempo de los romanos, de modo que, en lugar de los muros de adobe y cañizo que defienden nuestros fortines sajones, de piedra eran sus murallas. Pasamos bajo el alto adarve que coronaba la puerta principal, enfilamos un pasadizo a la luz de unas antorchas y llegamos a la calle principal, que, recta como una flecha, discurría entre dos hileras de edificios de piedra. El estruendo de los cascos de los caballos retumbaba en las murallas; al poco, repicaron las campanas de la iglesia de San Pedro para celebrar el regreso de Etelfleda.

Antes de congregarse en la gran mansión que se alzaba allí donde confluían las calles de la fortaleza, la dama y la mayoría de los hombres que iban con ella fueron a la iglesia para dar gracias por la victoria. Mientras, Sihtric y yo nos encargamos de recluir a Haki en un angosto cobertizo de piedra donde, maniatado, pasaría la noche.

–Tengo oro –dijo en danés.

–Ahí tenéis: un montón de paja como lecho y orina en vez de cerveza –replicó Sihtric, antes de que cerrásemos la puerta, custodiada por dos hombres–. ¿Así que nos vamos a Gleawecestre? –me preguntó Sihtric, camino de la mansión.

–Eso dice ella.

–En tal caso, estaréis contento.

–¿Yo?

Una sonrisa cargada de intención se dibujó en aquella boca desdentada.

–La pelirroja de La gavilla de trigo.

–Una de tantas, Sihtric –repliqué, despreocupado–, una de tantas.

–Por no hablar de la joven que albergáis en la granja, cerca de Cirrenceastre –añadió.

–Es viuda –contesté, muy digno–; tengo entendido que, como cristianos, tenemos el deber de proteger a las viudas.

–Bonita forma de protegerla –dijo entre risotadas–. ¿Vais a casaros con ella?

–Por supuesto que no. Me casaré por interés.

–Deberíais estar casado –comentó–. ¿Qué edad tenéis?

–Veintiuno, creo.

–En ese caso, hace tiempo que deberíais estar casado. ¿Qué os parece ^lfWynn?

–¿Qué pinta ella en todo esto? –le pregunté.

–Es una preciosa potranca –dijo Sihtric–; me atrevería a decir que ya sabe lo que es galopar.

Empujó la pesada puerta y entramos en una estancia alumbrada por unos velones de sebo y una enorme fogata que crepitaba en un hogar de piedra sin desbastar que había agrietado el mosaico romano del suelo. No había bastantes mesas para acomodar a los hombres de la guarnición y a los que, con Etelfleda, habían ido al norte; algunos tenían que comer en cuclillas; con todo, me habían reservado un sitio en la mesa que, en lo alto de un estrado y sentada entre dos curas, presidía Etelfleda; uno de ellos desgranó una interminable oración en latín antes de que pudiéramos hincar el diente.

Etelfleda era una mujer que me tenía atemorizado. Aunque muchos aseguraban que, de joven, había sido preciosa, era una mujer de gesto adusto. En aquel año de 911 debía de tener cuarenta años, o más; entre sus cabellos, rubios antaño, ya asomaban algunos mechones de color gris pálido. De ojos muy azules, su forma de mirar era capaz de desarmar al más valiente: una mirada fría y reflexiva, como si estuviera leyéndote el pensamiento y dándote a entender que no le interesaba nada. No era yo el único que le tenía miedo a Etel–fleda. Su propia hija, ^lfwynn, procuraba evitar a su madre. Me caía bien aquella muchacha, alegre y traviesa como ella sola. Un poco más joven que yo, juntos habíamos pasado casi toda nuestra niñez, y no pocos eran los que pensaban que estábamos hechos el uno para el otro. Nunca supe si Etelfle–da veía, o no, con buenos ojos semejante apaño. Me daba la impresión de que no le caía bien, algo que, por lo visto, le pasaba a la mayor parte de la gente; sin embargo, si por algo la adoraban en Mercia, era por su frialdad. Su marido, Etel–redo, señor de Mercia, regía los destinos de aquellas tierras, pero a quien de verdad querían sus gentes era a aquella mujer con la que tan malquistado estaba.

–Gleawecestre –me dijo en aquel momento.

–Tal y como dijisteis, señora.

–Llevaréis todo el botín, todo. Procuraos unas carretas. Los prisioneros, también.

–Sí, mi señora –casi todos los prisioneros eran niños que habíamos encontrado en las propiedades de Haki durante los primeros días de nuestra incursión. Acabarían vendidos como esclavos.

–Habréis de estar allí antes de la festividad de San Cuthberto –insistió–. ¿Entendido?

–Antes de la festividad de San Cuthberto –contesté, cohibido.

En silencio, me dirigió una de aquellas largas miradas. Con gesto no menos adusto, los curas que estaban a su lado también me miraron.

–Y llevaréis a Haki con vos –añadió.

–Haki, claro –repuse.

–Y lo colgaréis delante de la mansión de mi marido.

–Que sea una muerte lenta –dijo uno de los curas. Hay dos formas de colgar a un hombre: de forma rápida, o haciendo que su agonía se prolongue.

–Como digáis, padre –contesté.

–Antes de eso, que todo el pueblo lo vea –me ordenó Etelfleda.

–Así se hará, mi señora –dije, con un asomo de duda.

–¿Qué pasa? –preguntó, al observar mis titubeos.

–Esas gentes querrán saber por qué habéis decidido quedaros aquí, señora.

Al oírme, dio un respingo; el cura que estaba sentado al otro lado frunció el ceño.

–No creo que sea asunto suyo... –comenzó a decir.

Etelfleda alzó una mano; el cura calló la boca.

–Muchos hombres del norte dejan atrás Irlanda –dijo eligiendo con cuidado las palabras–, y buscan dónde asentarse en nuestro país. Hay que detenerlos.

–La derrota de Haki les habrá metido el miedo en el cuerpo –apunté, cauteloso.

Pasó por alto la torpeza de mi cumplido.

–Ceaster los disuade de seguir el curso del río –dijo–, pero nada los detiene a la hora de embocar el río M^rse. Levantaré un fortín en sus orillas.

–Buena idea, señora –repuse, lo que me valió una mirada tan fulminante que me sonrojé.

Me despachó con un gesto, y volví a hundir la nariz en el estofado de cordero. De reojo, la observaba y, al ver aquella mandíbula angulosa y la mueca de amargura que se dibujaba en sus labios, me pregunté cómo, por todos los santos, mi padre podía haberla encontrado atractiva y por qué los hombres la veneraban.

Al día siguiente, ya no tendría que soportarla.

* * *

–Los hombres la siguen –me dijo Sihtric–, porque no faltan quienes, como vuestro padre, piensan que es la única que siempre está dispuesta a pelear.

Nos dirigíamos al sur por un camino que había llegado a conocer casi como la palma de la mano durante los últimos años. La senda discurría entre los límites de Mercia y Gales, una frontera donde, de continuo, se producían escaramuzas entre los reinos galeses y los pobladores de Mercia. Que los galeses eran enemigos nuestros, de eso no cabía duda; con todo, los motivos de tanta animosidad eran confusos cuando menos, porque también eran cristianos y, sin su ayuda, por ejemplo, nunca habríamos ganado la batalla de Teotanheale. A veces, y como entonces ocurriera, luchaban en nombre de Cristo, pero en no menos ocasiones se dedicaban al pillaje, llevándose ganado y esclavos a sus valles rodeados de montañas. Prueba de sus frecuentes incursiones, los fortines que veíamos a lo largo del camino, ciudadelas fortificadas donde, caso de verse atacados, los lugareños acudían en busca de refugio, y cuyas guarniciones podían efectuar salidas para repeler al enemigo.

Aparte de Godric, mi mozo, conmigo venían treinta y seis hombres. Cuatro, delante, escrutando las lindes del camino por miedo de que nos tendieran una emboscada; los demás custodiábamos a Haki y las dos carretas donde llevábamos el botín. Más dieciocho niños, cuyo destino final no habría de ser otro que los mercados de esclavos, aunque Etelfleda me había insistido en que antes los vieran las gentes de Gleawecestre.

–Pretende montar un espectáculo –me dijo Sihtric.

–¡Y tanto que sí! –convino el padre Fraomar–. Que el pueblo de Gleawecestre vea que derrotamos a los enemigos de Cristo. –Era uno de los insulsos curas de Etelfleda, un hombre joven todavía, vehemente y exaltado. Me señaló la carreta que, cargada de pertrechos guerreros y armas, rodaba delante de nosotros–. Todo eso lo venderemos, y el dinero que saquemos servirá para levantar el nuevo fortín. ¡Alabado sea Dios!

–Alabado sea –repuse, con la cabeza gacha.