ARQUEROS DEL REY

 

 

 

BERNARD CORNWELL

 

Título original: Harlequin

Diseño de la cubierta: Edhasa

Primera edición: mayo de 2002

Primera edición en e-book: enero de 2018

© Bernard Cornwell, 2000

© de la traducción: Libertad Aguilera, 2002

© de la presente edición: Edhasa, 2017

Diputación, 262, 2º 1ª

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ISBN: 978-84-350-4701-2

Arlequín, derivado probablemente del francés antiguo hellequin: una horda de jinetes del diablo. Estantigua, procesión de diablos.

NOTA HISTÓRICA

Sólo dos de los episodios que se cuentan en este libro son pura invención: el ataque inicial de Hookton (aunque los franceses hicieron numerosas expediciones en las costas inglesas) y el enfrentamiento entre los caballeros de sir Simon Jekyll y los hombres de armas que comandaba sir Geoffrey de Pont Blanc a las puertas de La Roche-Derrien. El resto de sitios, batallas y escaramuzas son históricos, así como la muerte de sir Geoffrey en Lannion. La Roche-Derrien sucumbió por la debilidad de sus murallas, más que a causa de un ataque por el río, pero quería darle a Thomas algo que hacer, así que me tomé mis libertades al narrar los logros del conde de Northampton. El conde hizo todo lo que en este libro se le atribuye: la toma de La Roche-Derrien, el cruce del Somme por el fuerte de Blanchetaque, así como las proezas de Crécy. La captura y saqueo de Caen acaeció de manera bastante similar a como aquí se describe, del mismo modo que la famosa batalla de Crécy. Fue, resumiendo, un período terrorífico y horrible de la historia, conocido hoy como el comienzo de la Guerra de los Cien Años.

Cuando empecé a leer y a documentarme para la novela, pensé que me dedicaría sobre todo a aquello relacionado con las órdenes de caballería, la cortesía y la galantería caballerescas. Aquellas cosas debieron existir, pero no en estos campos de batalla, que eran brutales, inmisericordes y despiadados. El epígrafe de este libro, una cita del rey Juan II de Francia, sería la enmienda: «... demasiadas batallas a muerte, carnicerías e iglesias saqueadas; demasiadas almas destrozadas, muchachas y vírgenes desfloradas y respetables esposas y viudas deshonradas; se han quemado ciudades, feudos y edificios, y en los caminos se sucedían las emboscadas y las crueldades. La fe cristiana se ha marchitado, el comercio ha sucumbido y a estas guerras han seguido tanta maldad y tantos actos abominables que ni siquiera pueden explicarse, relatarse o escribirse». Esas palabras, escritas unos catorce años después de la batalla de Crécy, eran la justificación del rey Juan para rendir casi una tercera parte de su territorio a los ingleses; la humillación era preferible a continuar con una guerra tan espantosa y horrenda.

Las batallas tan preparadas como Crécy fueron escasas en el conjunto de las largas guerras anglo-francesas, quizá porque eran completamente destructivas. Aun así, las cifras de bajas de Crécy demuestran que los franceses se llevaron la peor parte con diferencia. Las pérdidas son difíciles de contabilizar, pero, como mínimo, los franceses perdieron dos mil hombres y la cifra está probablemente más cerca de los cuatro mil, en su mayoría caballeros y hombres de armas. Las bajas genovesas fueron muy elevadas y por lo menos la mitad de ellos murió a manos de su propio bando. Las bajas inglesas fueron escasas, parece que murieron menos de un centenar. Hay que atribuir la victoria a los arqueros ingleses, pero cuando los franceses consiguieron superar la pantalla de flechas, siguieron perdiendo la batalla estrepitosamente. Un jinete que perdía el momento de la carga y el apoyo de los otros jinetes se convertía en presa fácil para los hombres que iban a pie, y así se masacró a la caballería de Francia en la melée. Después de la batalla, cuando los franceses buscaron explicación a su derrota, echaron la culpa a los genoveses, y en las ciudades de Francia se sucedieron las masacres de mercenarios genoveses, pero el auténtico error francés fue atacar con prisas la tarde del sábado en lugar de esperar hasta el domingo cuando hubieran podido reorganizar su ejército más cuidadosamente. Y, una vez tomada la decisión de atacar, perder la disciplina y malgastar la primera carga de jinetes, con lo que los restos de dicha carga dificultaron la segunda y mejor organizada ola.

Se ha debatido mucho acerca de las posiciones inglesas en la batalla, sobre todo respecto al lugar en el que estaban colocados los arqueros. La mayoría de los historiadores los sitúan en los flancos ingleses, pero yo he seguido la sugerencia de Robert Hardy de que estaban dispuestos a lo largo de toda la línea, además de en los flancos. En todo lo concerniente a arcos, arqueros y sus hazañas, el señor Hardy es una magnífica fuente a la que recurrir.

Las batallas no eran muy frecuentes, pero las chevauchées, las expediciones organizadas expresamente para arrasar el territorio enemigo, eran comunes. Se trataba, evidentemente, de una guerra económica: el equivalente del siglo XIV al bombardeo por saturación. Los contemporáneos, cuando describieron el paisaje francés tras el paso de una chevauchée inglesa, registraron que Francia estaba «abrumada y atrapada», que estaba «al borde de la ruina absoluta», o «atormentada y devastada por la guerra». Nada de caballería, poca galantería y aún menos cortesía. Francia acabó por recuperarse y expulsar a los ingleses de Francia, pero sólo después de que aprendiera a hacer frente a las chevauchées y, lo que es más importante, a los arqueros ingleses (y galeses).

La palabra arco largo no aparece en la novela, pues esa expresión no se utilizaba todavía en el siglo XIV (por ese mismo motivo, a Eduardo de Woodstock, el príncipe de Gales, no se le llama el Príncipe Negro, sobrenombre acuñado posteriormente). El arco era ni más ni menos eso, el arco o, si acaso, arco grande o arco de guerra. Se ha desperdiciado mucha tinta para intentar explicar los orígenes del arco largo, que si es galés o inglés, que si un invento medieval o algo que se remonta al neolítico, pero el hecho fehaciente es que en los primeros años de la Guerra de los Cien Años se reveló como un arma que ganaba batallas. Lo que la hacía tan efectiva era el gran número de arqueros con los que contaba el ejército inglés. Uno o dos arcos largos podían hacer daño, pero cientos de ellos destruían un ejército y sólo los ingleses, en toda Europa, eran capaces de reunir semejantes cifras. ¿Por qué? La tecnología no podía ser más sencilla, y aun así no había arqueros en otros países. Parte de la respuesta reside probablemente en el hecho de que convertirse en un arquero experto entrañaba gran dificultad. Se requerían horas y años de práctica, y sólo en algunas regiones inglesas y galesas se tenía esa costumbre. Probablemente, Gran Bretaña había contado con tales expertos desde el neolítico (se han encontrado arcos de tejo como los utilizados en Crécy en cuevas neolíticas), pero con igual probabilidad fueron sólo unos pocos. En cualquier caso, por una razón u otra, la Edad Media vio florecer un entusiasmo popular por el arco en muchas partes de Inglaterra y Gales, lo que la convirtió en un arma común en la guerra y, una vez que este entusiasmo se desvaneció, el arco desapareció rápidamente del arsenal inglés. La sabiduría popular dice que el arco fue reemplazado por las armas de fuego, pero es más apropiado decir que el arco decayó a pesar de las armas de fuego. Benjamin Franklin, que no era ningún insensato, pensaba que los rebeldes americanos hubieran ganado la guerra con mayor facilidad de haber sido arqueros consumados, y es bien cierto que un batallón de arqueros podría haber disparado y vencido con facilidad a uno de los batallones de los veteranos de Wellington armados con mosquetes. Pero un arma (o una ballesta) eran mucho más fáciles de manejar que un arco largo. El arco largo fue, resumiendo, un fenómeno que se alimentó probablemente de una moda popular y que se tradujo en una máquina de ganar guerras para los reyes de Inglaterra. También aumentó el estatus de los hombres de infantería, pues hasta el más necio de los nobles ingleses acabó dándose cuenta de que su vida dependía de los arqueros, y no resulta extraño que éstos fueran más numerosos que los hombres de armas en los ejércitos ingleses de aquella época.

Tengo que reconocer la enorme deuda que tengo con Jonathan Sumption, autor de Trial by Battle, the Hundred Years War, Volume 1. Es una ofensa para escritores a tiempo completo como yo que un hombre que ejerce la abogacía con éxito pueda escribir libros tan magníficos en lo que, probablemente, es su tiempo libre, pero le agradezco que así lo hiciera y recomiendo su historia a cualquiera que desee saber más sobre dicha época. Mía es la responsabilidad por cualquier imprecisión que aparezca en esta novela.

A María José

Arqueros del rey está dedicado a Richard y Julie Rutherford-Moore

«... demasiadas batallas a muerte, carnicerías e iglesias saqueadas; demasiadas almas destrozadas, muchachas y vírgenes desfloradas y respetables esposas y viudas deshonradas; se han quemado ciudades, feudos y edificios, y en los caminos se sucedían las emboscadas y las crueldades. La fe cristiana se ha marchitado, el comercio ha sucumbido y a estas guerras han seguido tanta maldad y tantos actos abominables que ni siquiera pueden explicarse, relatarse o escribirse».

Juan, rey de Francia, 1360

ARQUEROS DEL REY

PRÓLOGO

El tesoro de Hookton fue robado el Domingo de Pascua de 1342.

Se trataba de un objeto sagrado, una reliquia que colgaba de las vigas de la iglesia, y resultaba extraordinario que objeto tan precioso estuviera custodiado en lugar tan recóndito. Algunos decían que allí no pintaba nada, que hubiera tenido que estar en la hornacina de alguna catedral o abadía grande, mientras que otros, los más, sostenían que no era auténtico. Sólo los insensatos creían en la autenticidad de las reliquias. Circulaba por los caminos de Inglaterra mucho embaucador vendiendo huesos amarillentos; presuntos dedos de las manos o de los pies o costillas de santos. Y en ocasiones los huesos eran humanos, aunque lo corriente era que proviniesen de cerdos o incluso de ciervos. Aun así, la gente los compraba y les rezaba. «Ya pueden rezarle a san Guinefort —decía el padre Ralph, y después gruñía entre carcajadas burlonas—. Le están rezando a un hueso de jamón, ¡a un hueso de jamón! ¡El cerdo bendito!»

Fue el padre Ralph quien llevó el tesoro a Hookton y no quería ni oír hablar de que lo trasladaran a catedral o abadía alguna, así que durante ocho años estuvo colgado en la pequeña iglesia, acumulando polvo y telarañas que despedían destellos plateados cuando el sol atravesaba la vidriera de la torre oeste. Los gorriones se posaban sobre el tesoro y algunas mañanas aparecían murciélagos colgados del asta. Rara vez se limpiaba y casi nunca se bajaba de allí, aunque en alguna ocasión mandaba el padre Ralph traer las escaleras y desprender el tesoro de sus cadenas para rezar sobre él y acariciarlo. Nunca alardeó de él. Otras iglesias o monasterios, de haber poseído semejante triunfo, lo habrían utilizado para atraer peregrinos, pero el padre Ralph ahuyentaba a los visitantes. «No es nada —decía si un extraño preguntaba por la reliquia—, una tontería. Nada.» Si los extranjeros persistían, montaba en cólera. «¡No es nada, nada de nada!» El padre Ralph infundaba temor aun cuando no estaba enfadado, pero de mal humor era un demonio de pelambrera encrespada cuya furia protegía el tesoro. Con todo, el propio padre Ralph estaba convencido de que su mejor salvaguarda era la reserva, puesto que si los hombres no tenían noticia de él, Dios lo preservaría. Y así fue, durante un tiempo.

Hookton era un lugar remoto, y ésa había sido la mejor protección del tesoro. La pequeña aldea estaba en la costa sur de Inglaterra, donde el Lipp, un torrente que casi era un río, discurría hasta el mar por la playa de guijarros. El pueblo poseía una flotilla de media docena de barcas pesqueras, resguardadas durante la noche por el propio Hook, una lengua de guijarros que circundaba el último tramo del Lipp. Aunque en la famosa tormenta de 1322, el mar traspasó el Hook, lanzó las embarcaciones contra la playa y las redujo a astillas. La población jamás se recuperó totalmente de aquella tragedia. Antes de la tormenta, atracaban en el Hook diecinueve barcas, pero veinte años después sólo seis botes faenaban más allá del traicionero banco del Lipp. El resto del pueblo trabajaba en las salinas o pastoreaba ovejas y terneros en las colinas, tras los techos de paja que se amontonaban alrededor de la pequeña iglesia de piedra de cuyas vigas ennegrecidas pendía el tesoro. Eso era Hookton, un lugar de barcas, pescado, sal y ganado, con verdes colinas detrás, ignorancia en medio y al frente el ancho mar.

Hookton, como cualquier otro lugar de la cristiandad, guardaba vigilia pascual, y en 1342 tan solemne tarea recayó en cinco hombres que aguaitaban mientras el padre Ralph consagraba los sacramentos de Pascua y depositaba el pan y el vino sobre el mantel blanco del altar. Las hostias se guardaban en un sencillo cuenco de arcilla cubierto con un retal de lino enlejiado, y el vino en un cáliz de plata que pertenecía al padre Ralph. El cáliz de plata formaba parte del misterio que rodeaba al sacerdote. Era muy alto, muy piadoso y demasiado erudito para ser un cura de aldea. Se rumoreaba que podría haber sido obispo pero que Satanás lo mortificó con íncubos, y se sabía que años antes había sido recluido en la celda de un monasterio porque estuvo poseído por demonios. Entonces, en 1334, los demonios lo abandonaron y él fue enviado a Hookton, donde aterrorizaba a los parroquianos predicando a las gaviotas o paseando por la playa mientras lloraba por sus pecados y se golpeaba el pecho con pedruscos afilados. Aullaba como un perro cuando su maldad pesaba demasiado sobre su conciencia, pero también encontró una suerte de paz en aquel remoto villorrio. Construyó un caserón de madera, que compartía con su ama, y trabó amistad con sir Giles Marriot, señor de Hookton, que vivía en una casa solariega de piedra, tres millas al norte.

Sir Giles, evidentemente, era un caballero, cosa que, a pesar del pelo alborotado y la voz amarga, también parecía el padre Ralph. Éste coleccionaba libros que, después del tesoro que llevó a la iglesia, se contaban entre las mayores maravillas de Hookton. A veces, cuando dejaba la puerta abierta, la gente del pueblo se quedaba abobada ante aquellos diecisiete libros encuadernados en piel y apilados sobre la mesa. La mayoría estaban en latín, pero había unos cuantos en francés, la lengua materna del padre Ralph. No en el francés de Francia, sino en el francés normando, el idioma de los gobernantes de Inglaterra; así que los lugareños habían llegado a la conclusión de que su cura debía de ser de noble cuna, aunque nadie osara preguntárselo directamente. Le tenían todos demasiado miedo como para atreverse a hacer algo así, si bien él cumplía con sus obligaciones: los bautizaba, oficiaba misa, los casaba, escuchaba sus confesiones, los absolvía, los reprendía y los enterraba. Aunque no pasaba tiempo entre ellos. Paseaba solo, con el ceño fruncido, el pelo alborotado y los ojos brillantes; y aun así, los parroquianos seguían estando orgullosos de él. La mayoría de las iglesias del condado adolecían de sacerdotes ignorantes con cara de flan y apenas más educación que sus feligreses, pero Hookton tenía en el padre Ralph a todo un erudito, demasiado inteligente para ser sociable, quizás un santo, pudiera ser que de noble origen, un pecador confeso, probablemente loco, pero, sin duda alguna, un auténtico sacerdote.

El padre Ralph bendijo los sacramentos, y advirtió a los cinco hombres de que Lucifer salía la vigilia de Pascua y de que nada deseaba tanto el demonio como hacerse con las sagradas formas del altar, por lo que los cinco hombres debían guardar el pan y el vino con celo. Durante un corto espacio de tiempo, después de que los dejara el cura, allí siguieron diligentemente arrodillados, observando el cáliz, que tenía un escudo de armas grabado en su costado de plata. El escudo representaba a una bestia mítica, una centicora, sosteniendo un grial, y tan noble artilugio indicaba a los habitantes que el padre Ralph era, sin duda, un hombre noble caído en desgracia cuando lo poseyeron los demonios. El cáliz de plata parecía brillar a la luz de las dos velas enormemente altas que debían arder durante toda la noche. La mayoría de las poblaciones no podían permitirse cirios pascuales en condiciones, pero el padre Ralph compraba en Shaftesbury dos cada año a los monjes, y los parroquianos acudían a la iglesia para contemplarlos. No obstante, aquella noche, cuando oscureció, sólo cinco hombres admiraban las altas e inmóviles llamas.

Entonces, John, un pescador, se tiró un pedo.

—A mí me parece que esto es suficientemente apestoso para mantener a distancia a ese truhán del diablo —dijo, y los otros cuatro se echaron a reír. Entonces todos abandonaron la escalinata del altar y se sentaron con la espalda apoyada contra el muro de la nave. La esposa de John les había preparado un canasto con pan, queso y pescado ahumado, mientras que Edward, propietario de una salina en la playa, se había encargado de la cerveza. En las iglesias más importantes de la cristiandad eran los caballeros quienes llevaban a cabo esta vigilia anual. Se arrodillaban vestidos con armadura completa, sobrevestes bordadas con leones rampantes, halcones encorvados, hachas o águilas con las alas extendidas, portando cascos adornados con penachos. Sin embargo, no había caballeros en Hookton y sólo el hombre más joven, que se llamaba Thomas y que se sentaba algo aparte de los otros cuatro, tenía un arma. Era una espada vieja, doblada y ligeramente oxidada.

—¿Crees que esa vieja espada va a asustar al diablo, Thomas? —le preguntó John.

—Mi padre dijo que tenía que traerla —respondió el muchacho.

—¿Y qué hace el padre Ralph con una espada?

—Ya sabes que nunca tira nada —dijo Thomas, alzando la vieja arma. Era pesada, pero la levantó con facilidad; a sus dieciocho años, era alto y enormemente fuerte. Era bien querido en Hookton puesto que, pese a ser hijo del hombre más rico del pueblo, era un muchacho muy trabajador. Nada le hacía disfrutar tanto como un día en el mar recogiendo redes alquitranadas que le desollaban las manos. Sabía manejar una barca, tenía fuerza suficiente para darle bien al remo cuando el viento amainaba, era capaz de poner trampas, disparar con arco, cavar una tumba, degollar un ternero, reparar los tejados de paja o pasarse toda una jornada cortando heno. Era un muchacho de campo, grande, huesudo y de pelo moreno, pero Dios le había dado un padre que ansiaba que Thomas sobresaliera por encima de lo común. Quería que el chico fuera sacerdote, motivo por el cual Thomas acababa de finalizar su primer curso en Oxford.

—¿Qué haces en Oxford, Thomas? —le preguntó Edward.

—Todo lo que no debería —contestó él. Se apartó un mechón de pelo negro de una cara huesuda como la de su padre.

Tenía los ojos muy azules, la mandíbula larga, era de párpados ligeramente caídos y sonrisa fácil. Las muchachas del pueblo lo consideraban atractivo.

—¿Tienen chicas en Oxford? —preguntó John, ladino.

—Más de las que hacen falta —respondió Thomas.

—No se lo digas a tu padre —añadió Edward—, o te volverá a azotar con el látigo. Tu padre lo sabe utilizar.

—Nadie mejor que él —convino Thomas.

—Sólo quiere lo mejor para ti —dijo John—. No se puede culpar a nadie por eso.

Thomas sí culpaba a su padre. Siempre lo había hecho. Había luchado contra su padre durante años y años, y nada caldeaba tanto los ánimos de ambos como la obsesión de Thomas por los arcos. Su abuelo materno había sido arquero en el Weald, y Thomas vivió con él hasta que tuvo casi diez años. Fue entonces cuando su padre lo llevó a Hookton, donde conoció al cazador de sir Giles Marriot, también avezado en las artes del arco, y el buen hombre se convirtió en su nuevo instructor. Thomas hizo su primer arco con once años, pero cuando su padre encontró el arma de madera de olmo, la rompió en su rodilla y usó los restos para azotar a su hijo. «Tú no eres un hombre corriente», le había gritado su padre, golpeando la varilla astillada en la espalda, la cabeza y las piernas de Thomas; pero ni las palabras ni las palizas sirvieron de nada. Dado que normalmente su padre estaba ocupado en otros quehaceres, Thomas tenía tiempo de sobra para dedicarse a su obsesión.

A los quince años era ya tan buen arquero como lo había sido su abuelo. Sabía instintivamente cómo dar forma a una vara de tejo de manera que la panza estuviera hecha por la parte interior del arco de duramen y por fuera de elástica albura. Cuando el arco se tensaba, el duramen tendía a enderezarse y la albura se convertía en el músculo que lo hacía posible. Para la mente despierta de Thomas había algo elegante, simple y bello en un buen arco. Suave y fuerte, un buen arco era como el vientre liso de una muchacha, y aquella noche, durante la vigilia pascual en la iglesia de Hookton, Thomas pensó en Jane, que trabajaba en la pequeña taberna del pueblo.

John, Edward y los otros dos hombres habían estado contando chismes del pueblo: que si el precio de los corderos en la feria de Dorchester, que si el viejo zorro de la Colina Lipp (que había acabado con toda una manada de gansos en una sola noche) o que si un ángel había sido visto en los tejados de Lyme.

—A mí me parece que han estado dándole de más a la botella —dijo Edward.

—Yo veo ángeles cuando bebo —añadió John.

—Sería Jane —apostilló Edward—. Parece un ángel, vaya si lo parece.

—Pero no se comporta como tal —prosiguió John—. La han preñado —y los cuatro hombres miraron a Thomas, que observaba distraída e inocentemente el tesoro colgado de las vigas. A decir verdad, a Thomas le asustaba que el niño fuera suyo y le aterrorizaba lo que diría su padre cuando se enterase, pero esa noche hizo como si no supiera nada del embarazo de Jane. Se limitó a mirar el tesoro, medio oscurecido por una red de pesca colgada a secar, mientras los cuatro hombres mayores caían dormidos uno tras otro. Una fría ráfaga hizo titilar las llamas gemelas. Un perro aulló desde alguna parte del pueblo y a todas horas, sin cesar, Thomas podía oír el latido del mar; cómo las olas rompían en los guijarros, los arrastraban al volver al agua, hacían una pausa y vuelta a romper. Escuchó roncar a los otro cuatro y rezó porque su padre jamás averiguara lo de Jane, aunque eso era harto improbable. Sin embargo, ella le estaba presionando para que se casaran y él no sabía qué hacer. A lo mejor, pensó, podría fugarse sin más, coger a Jane, cargar con su arco y largarse, pero la idea no le inspiró ninguna confianza, así que siguió mirando la reliquia del techo de la iglesia y rezando a su santo para que le ofreciera ayuda.

El tesoro era una lanza. Era enorme, con un asta gruesa como el antebrazo de un hombre y dos veces su altura, y probablemente estaba hecha de fresno, aunque nadie lo podía asegurar. Los años la habían vencido un poco, aunque no demasiado, y la punta no era de hierro o de acero templado, sino una cuña de plata deslustrada que se estrechaba en un borne afilado. El asta no se ensanchaba para proteger la empuñadura, sino que era suave como un arpón o una pica; de hecho, la reliquia parecía más bien una aguijada para bueyes, sólo que ningún granjero hubiera recubierto de plata tal cosa. Ésta era un arma, una lanza.

Pero no era cualquier lanza vieja: había sido la auténtica lanza que san Jorge utilizó para matar al dragón. Era la lanza de Inglaterra, pues san Jorge era el patrón de Inglaterra y eso la convertía en un gran tesoro, aunque colgara del techo lleno de telarañas de la iglesia de Hookton. Muchos decían que no podía ser la lanza de san Jorge, pero Thomas sí lo creía y le gustaba imaginar el polvo que levantarían los cascos del caballo de san Jorge y el aliento infernal que el dragón despediría ante el caballo encabritado del santo mientras éste retrocedía con la lanza. Probablemente, la luz del sol, brillante como las alas de un ángel, llameó en el casco de san Jorge. Thomas imaginó el rugido del dragón, el revolverse de la cola ganchuda y escamada, y los relinchos aterrorizados del caballo; vio al santo, de pie sobre sus estribos, antes de hender la punta de plata de la lanza en el costado acorazado del monstruo. La clavó justo en el corazón y el bramido del dragón alcanzó el cielo mientras se contorsionaba, se desangraba y moría. Después, el polvo lo cubrió, la sangre del dragón se secó mezclada con las arenas del desierto, san Jorge extrajo la lanza y, de algún modo, ésta acabó en manos del padre Ralph. ¿Pero cómo? El cura no tenía intención de revelarlo. Aunque allí colgaba: una gran lanza oscura, lo suficientemente pesada como para quebrar las escamas de un dragón.

Esa noche Thomas rezó a san Jorge mientras Jane, la belleza morena cuyo vientre empezaba a redondearse envolviendo a su hijo nonato, dormía en el suelo de la taberna; mientras el padre Ralph, asustado por sus pesadillas de demonios que acechan en la noche, lloraba a voz en grito; y mientras las zorras aullaban en la colina y olas interminables arrastraban y succionaban los guijarros del Hook. Era la vigilia de Pascua.

Thomas se despertó con el canto de los gallos del pueblo y observó que los carísimos cirios se habían consumido casi hasta el pebetero. Una luz gris entraba por la vidriera encima del blanco altar. Un día, había prometido el padre Ralph al pueblo, esa vidriera sería un refulgir de cristal de colores que mostraría a san Jorge ensartando al dragón con la lanza rematada en plata, pero, por el momento, el espejuelo insertado en el marco de piedra tornaba la atmósfera dentro de la iglesia amarillenta como los orines.

Thomas se levantó para ir a mear cuando los primeros gritos llegaron desde el pueblo.

Pues era Domingo de Pascua, Cristo resucitó y los franceses habían desembarcado en la playa.

* * *

Los asaltantes llegaron de Normandía en cuatro embarcaciones que habían navegado con el viento del oeste nocturno. Su capitán, sir Guillaume d'Evecque, el Sieur d'Evecque, era un guerrero curtido que había luchado contra los ingleses en la Gascuña y en Flandes, y que había dirigido dos incursiones hasta la costa sur inglesa. En ambas ocasiones, había devuelto los barcos a puerto incólumes y cargados de lana, plata, ganado y mujeres. Vivía en una elegante casa de piedra en la Ile de Saint Jean, en Caen, donde era conocido como el caballero del mar y de la tierra. Tenía treinta años, era de pecho ancho, estaba curtido por el viento y tenía el cabello rubio; era un hombre alegre e irreflexivo que vivía de la piratería por mar y de los servicios que prestaba como caballero en tierra, y acababa de desembarcar en Hookton.

Era un lugar insignificante y parecía improbable que le pudiera reportar algún provecho, pero a sir Guillaume le pagaban por ello, así que aunque lo de Hookton no fuera muy bien, aunque no sacara más que una moneda insignificante de algún aldeano, seguiría saliéndole rentable, puesto que se le habían prometido mil libras sólo por la expedición. El contrato estaba firmado y sellado y le aseguraba a sir Guillaume las mil libras más el botín que encontrara en Hookton. Le habían sido pagadas ya cien libras y el resto las custodiaba el hermano Martin en Caen, en la «Abbaye aux Hommes», y lo único que sir Guillaume tenía que hacer era llevar sus barcos a Hookton y coger todo lo que quisiera con la condición de dejar para el hombre que tan generoso contrato le había ofrecido lo que contuviera la iglesia. Ese hombre se encontraba de pie junto a sir Guillaume en la embarcación principal.

Era un hombre joven, que no había cumplido aún la treintena, alto y moreno, que pocas veces hablaba y sonreía aún menos. Llevaba una carísima cota de malla que llegaba hasta sus rodillas y encima una sobreveste de tejido negro oscuro sin insignia, aunque sir Guillaume intuía que era de origen noble por la arrogancia que le daba su rango y la confianza que le daba el privilegio. Estaba seguro de que no era un noble normando, porque sir Guillaume los conocía a todos y dudaba que el joven proviniese de Alengon o Maine, puesto que él había cabalgado a menudo con sus tropas. La piel cetrina del extranjero inducía a pensar que venía de una de las provincias mediterráneas, el Languedoc, quizás, o Dauphine, y por esas regiones estaban todos locos. Locos como cabras. Sir Guillaume ni siquiera sabía su nombre.

—Algunos me llaman el Arlequín —le había contestado el extranjero cuando sir Guillaume le preguntó.

—¿Arlequín? —repitió sir Guillaume. Después se persignó, pues ese nombre era poco menos que una amenaza—. ¿Como hellequin?

—Hellequin en Francia —concedió el hombre—, pero en Italia le llaman arlequín. Es lo mismo. —El hombre sonrió y algo en aquella sonrisa le sugirió a sir Guillaume que mejor refrenara su curiosidad si quería recibir las novecientas libras restantes.

El hombre que se hacía llamar el Arlequín miraba ahora la orilla neblinosa donde acababan de aparecer la torre achaparrada de la iglesia, un puñado de tejados borrosos y una mancha de humo de las hogueras de las salinas.

—¿Es eso Hookton? —preguntó.

—Eso dice él —respondió sir Guillaume, señalando con la cabeza al capitán.

—En ese caso, que Dios se apiade de ella —concluyó el hombre. Sacó su espada, a pesar de que las cuatro embarcaciones estaban aún a media milla de la costa. Los ballesteros genoveses, contratados para esta expedición, se persignaron, y empezaron a tensar las cuerdas mientras sir Guillaume ordenaba que se izara un estandarte en el palo mayor. Era una bandera azul bordada con tres halcones encorvados con las alas abiertas y las garras enroscadas, listos para ensañarse con su presa. Sir Guillaume podía oler las hogueras de sal y oír el canto de los gallos en la orilla.

Aún seguían cantando cuando las proas de las cuatro embarcaciones se abalanzaron sobre los guijarros.

Sir Guillaume y el Arlequín fueron los primeros en desembarcar, pero detrás vinieron los ballesteros genoveses, que eran soldados profesionales y conocían bien su trabajo. El jefe los condujo por la playa a través del pueblo para bloquear el valle al otro lado, donde detendrían a cualquier lugareño que escapara con objetos valiosos. El resto de los hombres de sir Guillaume saquearían las casas mientras los marineros esperaban en la playa custodiando los barcos.

Había sido una noche larga y fría, llena de tensión, pero ahora llegaba la recompensa. Cuarenta hombres armados invadieron Hookton. Llevaban cascos a medida y chaquetas de malla sobre jacos reforzados de cuero por la espalda, blandían espadas, hachas y lanzas y los habían soltado para saquear. La mayoría eran veteranos que habían tomado parte en otras expediciones de sir Guillaume y sabían lo que tenían que hacer. Romper las puertas enclenques a patadas y empezar a matar a los hombres. Dejad que las mujeres chillen, pero matad a los hombres, pues son ellos quienes se revolverán con más saña. Algunas mujeres huyeron, pero los ballesteros genoveses estaban allí para detenerlas. Una vez estuvieran muertos los hombres, podría dar comienzo el saqueo, y eso llevaba su tiempo porque los campesinos de todas partes escondían cualquier cosa de valor y los escondrijos había que encontrarlos. Había jamones destinados a ser la primera comida tras la Cuaresma, estantes enteros de pescado ahumado o seco, pilas de redes, buenos cacharros para la cocina, husos y ruecas, huevos, tarros de mantequilla, barriles de sal; todo ello bienes humildes, pero de valor suficiente para llevar a Normandía. En algunas casas encontraron pequeñas arquetas con monedas, y una, la del cura, era exactamente un cajón de sastre de vajillas, candelabros y jarras de plata. En la casa del cura, había incluso algunos buenos rollos de tejido de lana, una inmensa cama labrada y un caballo decente en el establo. Sir Guillaume miró los diecisiete libros pero decidió que no tenían valor y, después de arrancar los cerrojos de cobre de sus cubiertas de cuero, los dejó arder cuando se prendió fuego a las casas.

Tuvo que matar al ama del cura. Se arrepintió de aquella muerte. Sir Guillaume no se andaba con miramientos a la hora de matar mujeres, pero no había honor en aquellas muertes y no alentaba dicha carnicería a menos que las mujeres presentaran problemas, y el ama del cura tenía ganas de guerra. Sacudió a los hombres de armas de sir Guillaume, les empujó, les llamó hijos de puta y larvas del diablo y el noble no tuvo más remedio que acuchillarla, pues no estaba dispuesta a aceptar su destino.

—Zorra estúpida —dijo sir Guillaume, apartándose del cuerpo para hurgar en el hogar. Allí se estaban ahumando dos buenos jamones—. Bajadlos —ordenó a uno de sus hombres, y después los dejó registrando la casa mientras él iba a la iglesia.

El padre Ralph, que se había despertado con los gritos de sus parroquianos, se había puesto encima la sotana y había ido corriendo a la iglesia. Los hombres de sir Guillaume lo habían dejado en paz por respeto, pero una vez dentro de la iglesia, el sacerdote había empezado a atizar a los invasores hasta que llegó el Arlequín y gruñó a los guerreros para que lo sujetaran. Le agarraron los brazos y lo sujetaron frente al altar blanco de Pascua.

El Arlequín, espada en mano, se inclinó ante al padre Ralph.

—Mi señor conde —dijo.

El padre Ralph cerró los ojos, en oración quizás, aunque más parecía que intentase controlar su ira. Cuando los abrió miró el bello rostro del Arlequín.

—Eres el hijo de mi hermano —dijo, y no sonó desequilibrado en absoluto, sólo arrepentido.

—Cierto.

—¿Cómo está tu padre?

—Muerto —contestó el Arlequín—, como el suyo y como el tuyo.

—El Señor los tenga en la gloria —respondió el padre Ralph con piedad.

—Y cuando tú mueras, viejo, yo seré el conde y nuestra familia volverá a alzarse.

El padre Ralph medio sonrió, entonces sacudió la cabeza y miró hacia arriba, a la lanza.

—No te hará ningún bien —dijo—, pues su poder está reservado a los hombres virtuosos. No funcionará con escoria malvada como tú.

Y entonces el padre Ralph emitió un extraño gemido apagado, miró hacia su estómago, y pudo ver que su sobrino había hundido en él la espada. Se esforzó por hablar, pero no emitió palabra alguna. Después se derrumbó cuando los guerreros lo soltaron, y se desplomó en el altar mientras la sangre se encharcaba en su regazo.

El Arlequín limpió su espada en el mantel del altar manchado de vino, y después ordenó a uno de los hombres de sir Guillaume que buscara una escalera.

—¿Una escalera? —preguntó el hombre confuso.

—¿No cubren de paja los techos? Pues tienen que tener escaleras. Encuentra una. —El Arlequín envainó la espada y se puso a mirar la lanza de san Jorge.

—Le he echado una maldición —susurró el padre Ralph. Estaba pálido, moribundo, pero sonaba extrañamente calmado.

—Tu maldición, mi señor, me importa tanto como los pedos de una tabernera. —El Arlequín le lanzó los pebeteros de los cirios a uno de los mercenarios, después sacó las hostias del cuenco, las miró y se las metió en la boca de un puñado. Cogió el cuenco, miró la superficie ennegrecida y pensó que no tenía ningún valor, así que lo dejó en el altar—. ¿Dónde está el vino? —le preguntó al padre Ralph.

El padre Ralph sacudió la cabeza.

—Calix meus inebrians —dijo, y el Arlequín empezó a reír. El padre Ralph cerró los ojos cuando el dolor se apoderó de su estómago—. Oh, Señor —gimió.

El Arlequín se acuclilló junto a su tío.

—¿Duele?

—Como si fuera fuego —respondió.

—Arderéis en el infierno, mi señor —dijo el Arlequín, y observó cómo el padre Ralph se apretaba la herida para contener la sangre que se derramaba. Apartó las manos del cura y entonces, erguido, le pegó una patada con fuerza en el estómago. El padre Ralph ahogó un grito de dolor y se enroscó en sí mismo.

—Un presente de vuestra familia —dijo el Arlequín; después se dio la vuelta porque ya habían traído la escalera.

El pueblo se llenó de gritos, pues la mayoría de niños y mujeres estaban aún vivos y su suplicio acababa de comenzar. Las mujeres jóvenes fueron violadas salvajemente por los hombres de sir Guillaume, y a las más bonitas de ellas, entre las que se contaba la joven Jane de la taberna, las llevaron a los barcos rumbo a Normandía, donde se convertirían en las putas o las esposas de los soldados de sir Guillaume. Una de las mujeres chillaba porque su hijo aún estaba en la casa, pero los hombres no la entendían, así que la hicieron callar y la entregaron a los marineros, que la tumbaron sobre los guijarros y le levantaron las faldas. Lloraba desconsolada al ver arder su casa. Llevaron también hasta las barcas a todos los animales: gansos, cerdos, cabras, seis vacas y el buen caballo del cura, mientras las blancas gaviotas surcaban el cielo, gritando.

El sol había despuntado apenas por las colinas orientales y la aldea había dado ya más beneficios de los que sir Guillaume esperaba.

—Podemos adentrarnos más —sugirió el capitán de los ballesteros genoveses.

—Ya tenemos lo que habíamos venido a buscar —intervino el negro Arlequín. Había colocado la lanza de san Jorge, imposible de blandir, sobre la hierba del cementerio y ahora la miraba como si intentara entender su antiguo poder.

—¿Qué es? —preguntó el genovés.

—Nada que te pueda servir.

Sir Guillaume sonrió.

—Golpea a alguien con eso —dijo—, y se romperá como si fuera marfil.

El Arlequín se encogió de hombros. Había encontrado lo que iba buscando y la opinión de sir Guillaume no tenía ningún interés para él.

—Adentrémonos —volvió a sugerir el capitán genovés.

—Quizás unas pocas millas —repuso sir Guillaume. Sabía que los temidos arqueros ingleses tarde o temprano llegarían a Hookton, pero probablemente no lo harían hasta mediodía, y se preguntaba si no habría otra población cercana que valiera la pena saquear. Miró a una muchacha aterrorizada, de unos once años, que era arrastrada hasta la playa por un soldado.

—¿Cuántos muertos? —preguntó.

—¿Nuestros? —El capitán genovés parecía sorprendido por la pregunta—. Ninguno.

—No los nuestros, los suyos.

—¿Treinta hombres, cuarenta? ¿Unas pocas mujeres?

—¡Y nos hemos llevado una miseria! —Se regocijó sir Guillaume—. Sería una lástima parar ahora. —Miró a su patrón, pero al hombre de negro no parecía importarle lo que hicieran, mientras que el capitán se limitó a emitir una especie de gruñido, cosa que sorprendió a sir Guillaume, pues creía que el hombre estaba ansioso por continuar con el asalto. Entonces vio que el sombrío gruñido del arquero no se debía a su falta de entusiasmo, sino a una pluma blanca que se acababa de enterrar en su pecho. La flecha había penetrado la cota de malla y el jaco acolchado con la facilidad de una aguja que perfora el tejido, matando al hombre casi al instante.

Sir Guillaume se tiró a tierra y un instante después otra flecha silbó por encima de él y acabó clavándose en la hierba. El Arlequín agarró la lanza y corrió hacia la playa mientras sir Guillaume se apresuró a guarecerse bajo el porche de la iglesia.

—¡Ballestas! —gritó—. ¡Ballestas!

Alguien, efectivamente, se estaba defendiendo.

* * *

Thomas había oído los gritos y, como los otros cuatro hombres de la iglesia, había ido a la puerta a ver qué significaban. Sin embargo, tan pronto como llegaron al porche, una banda de hombres armados, con cotas de malla y cascos, grises en la mañana, aparecieron en el cementerio.

Edward cerró la puerta de la iglesia, pasó la barra y se persignó.

—Dios santo —dijo aturdido, y cuando un hacha golpeó la puerta se estremeció—. ¡Dame eso! —y le arrebató la espada a Thomas.

Thomas permitió que se la cogiera. La puerta de la iglesia se convulsionaba, ahora atacada por dos o tres hachas más. Los habitantes de Hookton siempre habían pensado que era un sitio demasiado pequeño para que alguien lo asaltara, pero la puerta de la iglesia se estaba astillando ante los ojos de Thomas, y él sabía que tenían que ser franceses. Por toda la costa se contaban historias acerca de esas expediciones, y se decían oraciones para mantener alejados a los asaltantes. Pero ahora el enemigo estaba aquí, y la iglesia retumbaba con aquellos golpes de hacha.

Thomas estaba aterrado, pero no lo sabía. Sólo sabía que tenía que escapar de la iglesia, así que corrió y saltó al altar. Pisó el cáliz de plata con el pie derecho y, cuando intentó subir al alféizar del gran ventanal que daba al este, le dio una patada involuntaria que lo lanzó fuera del altar; Thomas golpeó entonces los paneles amarillos, esparciendo pedazos de mica por todo el patio de la iglesia, y saltó al exterior. Vio hombres con chaquetas rojas y verdes cuando pasaba la taberna, pero nadie miró en su dirección cuando salió saltando del patio y corrió hacia una zanja, donde se rasgó la ropa al atravesar un arbusto espinoso que había al otro lado. Cruzó el camino, saltó la valla del jardín de su padre y aporreó la puerta de la cocina, pero nadie respondió y una flecha de ballesta se clavó en el dintel, a escasas pulgadas de su cara. Thomas se agachó y corrió entre las matas de judías hasta la cabaña de las reses, donde su padre guardaba un caballo. No había tiempo para rescatar a la bestia, así que Thomas escaló hasta el desván de heno donde escondía el arco y las flechas. Una mujer gritó cerca de allí. Los perros aullaban. Los franceses gritaban a medida que rompían puertas. Thomas cogió el arco y el carcaj, abrió un agujero en la paja del tejado, y saltó al huerto del vecino.

Entonces corrió como si el diablo le pisara los talones. Un dardo de ballesta se clavó en la hierba cuando llegó a la colina Lipp y dos de los ballesteros genoveses intentaron seguirlo, pero Thomas era joven, alto, fuerte y rápido. Corrió colina arriba a través de los pastos, resplandecientes de prímulas y margaritas, salvó una valla que tapaba un agujero en un seto y torció a la derecha hacia la cima de la colina. Llegó hasta el bosque al otro extremo de la colina y allí se detuvo para recuperar el aliento, en medio de una pendiente manchada aquí y allá de campanillas. Allí se tumbó; los únicos sonidos que pudo oír fueron los que producían las ovejas de un campo vecino. Esperó, y no oyó nada amenazador. Los ballesteros habían abandonado la búsqueda.

Thomas descansó largo rato entre las campanillas, pero finalmente volvió reptando hasta la loma de la colina, desde donde podía ver un montón de viejas y niños dispersándose por la colina vecina. Aquella gente había huido de algún modo de los ballesteros y sin duda se dirigiría al norte a advertir a sir Giles Marriot de la presencia de los franceses, pero Thomas no se reunió con ellos. En lugar de eso, buscó el modo de bajar hasta un bosquecillo de castaños donde crecía malcoraje y desde donde podría ver el saqueo de su propio pueblo.

Los hombres acarreaban el botín hasta las cuatro barcas extrañas que estaban atracadas en la playa del Hook. El primer tejado estaba ardiendo. Había dos perros muertos en la calle junto a una mujer prácticamente desnuda boca abajo mientras los franceses se remangaban las cotas de malla y se turnaban. Thomas se acordó de que no hacía mucho se había casado con un pescador cuya primera esposa murió de parto. La había visto coqueta y feliz, pero ahora, cuando intentó salir del camino, un francés le pegó una patada en la cabeza y después se partió de risa. Thomas vio cómo Jane, la muchacha que temía haber dejado embarazada, era arrastrada a las barcas y se avergonzó de sentirse aliviado por no tener que darle la noticia a su padre. Las casas ardían al paso de los franceses, que lanzaban antorchas a los tejados, y Thomas vio cómo el humo se arremolinaba y se hacía más y más denso. Después retrocedió entre los retoños de castaño, donde las flores de espino eran espesas, blancas y permitían ocultarse. Allí tensó el arco.

Era el mejor arco que había hecho nunca. Lo había cortado de una duela que había llegado a la orilla procedente de un barco que se había hundido en el canal. Una docena de tablas había llegado a la playa de guijarros de Hookton con el viento del sur, y el cazador de sir Giles Marriot creía que se trataba de tejo italiano, porque era la madera más bonita que había visto nunca. Thomas había vendido las once más veteadas en Dorchester, pero se había quedado la mejor. La trabajó, hirvió los extremos al baño maría para vencer un poco las vetas de la madera y lo pintó con una mezcla de hollín y semillas de lino. Había preparado la mezcla en la cocina de su madre cuando su padre estaba fuera, y el padre de Thomas jamás supo lo que estaba haciendo, aunque a veces se quejó a su madre de lo mal que olía, a lo que ella respondió que había estado cociendo un veneno para las ratas. El arco tenía que pintarse para que la madera dejara de secarse, de otro modo se volvería quebradiza y se astillaría con la tensión de la cuerda. Cuando la pintura se secó, adquirió un color dorado denso, igual al de los arcos que hacía el abuelo de Thomas en el Weald, pero Thomas lo deseaba más oscuro, así que lo frotó con más hollín y lo embadurnó de cera, y repitió el proceso durante quince días hasta que el arco se hizo tan negro como el asta de la lanza de san Jorge. Remató el arco con dos piezas de cuerno para tensar que sostenían una cuerda de tiras de cáñamo trenzado, remojado en cola de pezuña. Después reforzó la parte de la cuerda donde se sitúa la flecha con más cáñamo. Le había sisado a su padre unas cuantas monedas para comprar puntas de flecha en Dorchester, había fabricado los astiles con ceniza y plumas de ganso y aquella mañana de Pascua tenía nada menos que veintitrés de aquellas hermosas flechas.

Thomas tensó el arco, tomó una flecha de penacho blanco del carcaj, y miró a los tres hombres que hablaban frente a la iglesia. Estaban bastante lejos, pero aquel arco negro era un arma tan grande como nunca se había hecho y la potencia de su panza de tejo era asombrosa. Uno de ellos llevaba una cota de malla sencilla, el otro una sobreveste negro liso y el tercero llevaba una chaqueta verde por encima de la camisa de malla, y Thomas decidió que el de color más chillón debía de ser el jefe de la expedición y que tenía que morir.

La mano izquierda de Thomas tembló al tensar el arco. Tenía la boca seca y estaba asustado. Sabía que sería un tiro desesperado, así que bajó el brazo y destensó la cuerda. Recuerda, se dijo a sí mismo, recuerda todo lo que te han enseñado. Un arquero no intenta, mata. Está todo en la cabeza, en los brazos, en los ojos, y matar a un hombre no es distinto de disparar a unos cuartos traseros. Tensar y soltar, eso es todo, y para eso se había entrenado durante diez años, para que el acto de tensar y soltar fuera tan natural como respirar, y tan fluido como el agua que discurre por un torrente. Mira y suelta, no pienses. Tensa la cuerda y permite que Dios guíe la flecha.

El humo se hacía cada vez más denso por encima de Hookton, y Thomas sintió cómo le salía de dentro una ira intensa como un humor negro, alargó el brazo izquierdo y tensó con el derecho y no quitó los ojos de encima a la chaqueta roja y negra. Tensó hasta que la cuerda le llegó a la oreja derecha y la soltó.