EL SITIO DE CALAIS

 

 

 

BERNARD CORNWELL

 

Título original: Heretic

Diseño de la cubierta: Edhasa

Primera edición: mayo de 2004

Primera edición en e-book: noviembre de 2017

© Bernard Cornwell, 2003

© de la traducción: Libertad Aguilera, 2004

© de la presente edición: Edhasa, 2017

Diputación, 262, 2º 1ª

08007 Barcelona

Tel. 93 494 97 20

España

E-mail: info@edhasa.es

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita descargarse o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra. (www.conlicencia.com; 91 702 1970 / 93 272 0447).

ISBN: 978-84-350-4703-6

El sitio de Calais está dedicado a Dorothy Carroll, que sabe el porqué.

NOTA HISTÓRICA

En este libro, he permitido que aparezcan aquí y allá mara-buntas de ratas, aunque estoy casi convencido de que no fueron responsables de extender la peste. Hay controversia entre los historiadores médicos sobre si la peste negra (así llamada por el color de las bubas o bubones que desfiguraban a los enfermos) era peste bubónica, que se transmitía a través de las pulgas de las ratas o a través de alguna forma de carbunco, una enfermedad del ganado. Afortunadamente para mí, Thomas y sus compañeros no tenían necesidad del diagnóstico. La explicación medieval de la epidemia era el pecado de la humanidad sumado a una aciaga conjunción astrológica del planeta Saturno, siempre una influencia funesta. Causó pánico y desconcierto porque era una enfermedad desconocida que no tenía cura. Se extendió hacia el norte desde Italia, acababa con algunas de sus víctimas en tres o cuatro días, y perdonaba misteriosamente a otros. Fue la primera aparición de la peste en Europa. El continente ya había sido víctima de otras pandemias, por supuesto, pero ninguna a tan gran escala, y continuó causando estragos, cada cierto tiempo, durante otros cuatrocientos años. Sus víctimas no la llamaron peste negra, ese nombre no fue empleado hasta el siglo XIX, sólo la conocían como «La peste».

Acabó al menos con un tercio de la población europea. Algunas comunidades padecieron una mortandad del cincuenta por cien, pero la media general de un tercio parece fiable. Golpeó con tanta dureza en las zonas rurales como en las ciudades, y pueblos enteros desaparecieron del mapa. Algunos de ellos aún se pueden ver en riscos y zanjas en las zonas rurales, mientras que en otros lugares se ven iglesias solitarias, en medio del campo sin motivo aparente. Son las iglesias de la peste, todo lo que queda de antiguas poblaciones.

Sólo el primero y el último pasaje de El sitio de Calais están basados en hechos reales. La peste tuvo lugar, como también lo tuvieron el sitio y la captura de Calais, pero todo lo que hay entre uno y otro es ficticio. No existe ninguna villa de Berat, ni tampoco un bastión llamado Castillon d'Arbizon. Hay un Astarac, pero cualquiera que fuese su aspecto, está ahora cubierto por las aguas de un enorme embalse. La batalla con la que comienza el libro, la captura de la torre de Nieu-lay, también aconteció, pero la victoria no les supuso a los franceses ninguna ventaja, pues de ninguna manera podían cruzar el río Ham y enfrentarse al grueso del ejército inglés. Así que los franceses se retiraron, Calais cayó y el puerto siguió en manos inglesas durante otros tres siglos. La historia de los seis burgueses de Calais que fueron condenados a muerte y después perdonados es bien conocida, y la estatua de Rodin de los seis, frente al ayuntamiento de la ciudad, conmemora dicho evento.

Las dificultades de Thomas con el idioma de Gascuña son también reales. La aristocracia del lugar, como la de Inglaterra, empleaba el francés, pero los vasallos hablaban cierta variedad de lenguas vernáculas, sobre todo occitano, del que proviene la moderna lengua de Oc. «Oc» es la palabra que en dicha lengua indica 'sí', y es muy cercana al catalán. El francés, que siguió conquistando territorio hacia el sur, intentó acabar con el idioma, pero aún se habla y hoy en día disfruta de cierto resurgimiento.

¿Y en cuanto al Grial? Creo que hace mucho que desapareció. Algunos dicen que es la copa con la que Cristo bebió en la Última Cena, y otros que era el cuenco con el que recogieron la sangre tras la «lanzada», la herida de lanza que le infligieron tras crucificarlo. Fuera lo que fuera, nunca ha sido encontrado, aunque los rumores jamás han cesado y algunos dicen que está oculto en Escocia. En cualquier caso, era la reliquia más preciada de la Cristiandad medieval, quizá por el misterio que la rodeaba o porque, cuando los relatos artú-ricos adoptaron su forma final, los antiguos cuentos célticos de calderos mágicos acabaron mezclados con el Grial. También ha sido el hilo de oro que ha recorrido siglos de relatos, y seguirá siéndolo, motivo por el que probablemente es mejor que siga sin descubrir.

EL SITIO DE CALAIS

PRÓLOGO

Calais 1347

El camino llegaba desde las colinas del sur y atravesaba los marjales junto al mar. Era un camino malo. Una persistente lluvia estival lo había convertido en una tira de barro apelmazado que se endurecía cuando salía el sol, pero era el único camino que bajaba desde los acantilados de Sangatte hasta las bahías de Calais y Gravelines. En Nieulay, una aldea insignificante donde las hubiera, el camino cruzaba el río Ham por un puente de piedra. El Ham apenas merecía la calificación de río. No era sino un arroyo lento que discurría entre los pantanales asolados por las fiebres hasta desvanecerse en las marismas de la costa. Era tan corto que podía rodearse a pie desde el mar al nacimiento en poco más de una hora, y tan poco profundo que con la marea baja se podía vadear sin que cubriera más allá de la cintura. Inundaba los pantanos en los que medraban los juncos y las garzas cazaban ranas entre la vegetación, y se alimentaba de un laberinto de arroyuelos más pequeños donde los habitantes de Nieulay, Hammes y Guímes colocaban sus trampas de mimbre para atrapar anguilas.

Nieulay y su puente de piedra bien podrían haber confiado en seguir dormitando al margen de la historia, pero el caso es que a tan sólo tres kilómetros al norte se encontraba la villa de Calais y, en el verano de 1347, un ejército de treinta mil ingleses había puesto sitio al puerto. Su campamento se amontonaba entre las formidables murallas de la ciudad y los marjales, de modo que el camino que venía desde los acantilados y cruzaba el Ham en Nieulay era la única ruta que podía utilizar un refuerzo francés y, durante la canícula, cuando los habitantes de la ciudad llegaron al borde de la inanición, Felipe de Valois, rey de Francia, condujo a su ejército hasta Sangatte.

Veinte mil franceses copaban las rocosas alturas formando una hilera de estandartes que el viento marino sacudía. Allí estaba la oriflama, el sagrado pendón marcial de Francia. Era una enorme bandera rematada en tres picos, con ondas llameantes sobre un fondo rojo sangre de preciada seda y, si destacaba tanto, se debía a que era nuevo. La antigua oriflama estaba en Inglaterra, un trofeo que había sido obtenido en la extensa y verde colina entre Wadicourt y Crécy el verano anterior. Pero el nuevo estandarte era tan sagrado como el anterior, y a su alrededor se erguían los pendones de los grandes señores de Francia; los de Bourbon, de Montmorency y el del conde de Armagnac. También había distintivos menores entre los estandartes más nobles, y todos proclamaban que los mejores guerreros del reino de Felipe habían venido para presentar batalla contra los ingleses. Con todo, entre ellos y el enemigo seguían interponiéndose el río Ham y el puente de Nieulay, defendido por una torre de piedra rodeada de trincheras, que estaban llenas de arqueros y hombres de armas ingleses. Tras aquella guarnición, el río continuaba su curso en aquella gran extensión de pantanos, y en el terreno elevado, junto a la enorme muralla de Calais y su doble foso, se había levantado una población improvisada de casas de madera y tiendas donde vivía el ejército inglés. En Francia nadie había visto nunca un ejército como aquél. El campamento de los sitiadores era más grande que la propia Calais. Las calles delimitadas por lona se extendían hasta donde alcanzaba la vista, se podían distinguir las construcciones de madera, los cercados para la caballería y, entre todo aquello, a los hombres de armas y los arqueros. La oriflama bien podría haber seguido enrollada.

—Podemos tomar la torre, sire —sir Geoffrey de Charny, un soldado curtido como el que más en el ejército de Felipe, señalaba el lugar donde la guarnición inglesa de Nieulay había quedado aislada en la orilla francesa del río, al pie de la colina.

—¿Para qué? —preguntó Felipe. El rey era un hombre débil y dubitativo en la batalla, pero la pregunta era pertinente. Si la torre caía y el puente de Nieulay quedaba en sus manos, ¿de qué serviría? El puente sólo conducía a un ejército inglés aún mayor que ya se estaba desplegando en el suelo firme junto al campamento.

Los ciudadanos de Calais, hambrientos y desesperados, habían visto los estandartes franceses en la cima sur y habían respondido colgando sus propios pendones de las murallas. Representaban imágenes de la Virgen, retratos de san Denis de Francia y, más arriba, en la ciudadela, podía verse también el estandarte real azul y amarillo para informar a Felipe de que sus súbditos seguían viviendo y luchando. Pero el despliegue de coraje no podía ocultar que llevaban once meses sufriendo un asedio: necesitaban ayuda.

—¡Tomad la torre, sire —le instó sir Geoffrey—, y atacad después por el puente! ¡Cristo Bendito, si esos desgraciados contemplan nuestra primera victoria, puede que se amilanen! —Los señores allí congregados emitieron un gruñido de asentimiento.

El rey se mostraba menos optimista. Era cierto que la guarnición de Calais aún resistía, y que los ingleses apenas habían dañado las murallas, por no hablar de que tampoco habían hallado manera de atravesar el doble foso, pero tampoco los franceses habían sido capaces de llevar comida a la ciudad asediada. Sus gentes no querían ánimo, querían alimento. Más allá del campamento inglés, apareció una humareda repentina y, pocos instantes después, el estruendo de un cañón reverberó en los pantanos. El proyectil se había estrellado probablemente contra la muralla, pero Felipe estaba demasiado lejos para calibrar su efecto.

—Una victoria aquí alentará a la guarnición —insistió el señor de Montmorency— y a la vez desmoralizará los corazones ingleses.

Pero, ¿por qué tenían que desmoralizarse los ingleses si caía la torre de Nieulay? Felipe estaba convencido de que lo único que conseguirían con ello sería aumentar la determinación de los ingleses en defender la carretera al otro extremo del puente, pero también entendía que no podía mantener a sus perros más fieros atados cuando el tan odiado enemigo se hallaba a la vista, así que concedió su permiso.

—Tomad la torre —indicó—, y que el Señor os conceda la victoria.

El rey se quedó donde estaba mientras los señores reunían a sus hombres y se armaban. El viento marino trajo el aroma del salitre, pero también cierto hedor de podredumbre que provenía probablemente de las algas en descomposición que se acumulaban en las extensas playas al quedar al descubierto con la marea. Aquel desagradable olor aumentó la inquietud de Felipe. Su nuevo astrólogo hacía semanas que se negaba a atenderlo alegando una fiebre, pero había llegado al conocimiento del rey que se hallaba en perfecto estado de salud, lo que sólo podía significar que había visto algún desastre en las estrellas y temía comunicárselo a su soberano. Las gaviotas emitían sus agudos chillidos más allá de las nubes. A lo lejos, en el mar, una vela mugrienta hinchaba su vientre en dirección a Inglaterra, mientras otro barco anclaba en las playas tomadas por los ingleses, y nuevos refuerzos del ejército enemigo desembarcaban en pequeños botes. El rey volvió la vista hacia el camino y distinguió un grupo de unos cuarenta o cincuenta caballeros ingleses que cabalgaban hacia el puente. El rey se volvió a santiguar y rezó para que los caballeros quedaran atrapados en el ataque. Detestaba a los ingleses. Los detestaba.

El duque de Bourbon había delegado la organización del asalto en sir Geoffrey de Charny y Edouard de Beaujeu, y eso era bueno. El rey consideraba a ambos hombres sensatos. No dudaba de que pudieran tomar la torre, aunque aún no sabía de qué iba a servir aquello, pero supuso que mejor eso que permitir que sus nobles más osados cargaran contra el puente y se enfrentaran a una derrota total en los marjales. Sabía que nada deseaban más que un ataque de ese tipo. Pensaban que la guerra era un juego y cada derrota sólo aumentaba su entusiasmo por volver a probar. «Insensatos», pensó, se santiguó y se preguntó qué funesta profecía le ocultaba el astrólogo. «Lo que necesitamos —pensó— es un milagro. Alguna gran señal divina.» Y entonces se estremeció alarmado porque un timbalero acababa de golpear su enorme nácara. Sonó una trompeta.

La música no anunciaba el avance. Más bien parecía que los músicos afinaban los instrumentos, se preparaban para el ataque. Edouard de Beaujeu, a la derecha, había reunido a más de mil ballesteros e igual número de hombres de armas, y pretendía a todas luces acosar a los ingleses por un flanco mientras sir Geoffrey de Charny y por lo menos quinientos hombres de armas cargaban directamente colina abajo hacia las trincheras inglesas. Sir Geoffrey caminaba a grandes zancadas a lo largo de la línea gritando a los caballeros y hombres de armas que desmontaran. Lo hicieron a regañadientes. Creían que la esencia de la guerra era la carga de la caballería, pero sir Geoffrey sabía que los caballos no servían de nada contra una torre de piedra protegida por trincheras, así que insistió en combatir a pie.

—¡Espadas y escudos —les dijo—, nada de lanzas! ¡A pie! ¡A pie! —Sir Geoffrey había aprendido por las malas que los caballos eran lamentablemente vulnerables a las flechas inglesas, mientras que los hombres a pie podían avanzar encorvados bajo recios escudos. Algunos de los hombres más nobles se negaban a desmontar, pero él no les hizo caso. Más hombres de armas franceses se apresuraban para unirse a la carga. La pequeña partida de caballeros ingleses que había visto Felipe había cruzado ya el río y daba la sensación de que pretendieran subir la carretera para desafiar a la línea de batalla francesa al completo, pero lo que hicieron fue revisar sus caballos y fijar la mirada en la horda de la cima. El rey, mientras los observaba, vio que los comandaba un gran señor. Lo sabía por el tamaño de su estandarte, y al menos otra docena de caballeros lucían en sus lanzas sus propias insignias en banderas más pequeñas. «Un grupo acaudalado», pensó, «que vale una pequeña fortuna en rescates.» Confió en que cabalgaran hasta la torre y quedaran atrapados.

El duque de Bourbon regresó al trote junto a Felipe. Llevaba una armadura de placas bruñida con arena, vinagre y malla hasta quedar reluciente. El casco, aún colgado de la perilla de su silla de montar, lucía un penacho teñido de azul. Se había negado a desmontar de su caballo de guerra, protegido con una capizana de acero y una barda de malla brillante que lo resguardaba de los arqueros ingleses, arqueros que sin duda estarían escarzando sus arcos en las trincheras.

—La oriflama, sire —dijo el duque. Se suponía que era una petición, pero por algún motivo sonó como una orden.

—¿La oriflama? —El rey fingió no entender.

—¿Puedo tener el honor, sire, de portarla en la batalla?

El rey suspiró.

—Superáis al enemigo en proporción de diez a uno —le contestó—, no necesitáis la oriflama. Mejor que se quede aquí. El enemigo la habrá visto. —Y el enemigo sabría lo que la oriflama extendida significaba. Obligaba a los franceses a no hacer prisioneros, a matarlos a todos, aunque, sin ninguna duda, los caballeros ingleses acaudalados serían capturados en lugar de asesinados, pues de un cadáver poco rescate se podía obtener. Con todo, el estandarte de tres picos extendido cumplía la función de aterrorizar los corazones ingleses—. Se quedará aquí —insistió el rey.

El duque iba a protestar, pero justo entonces sonó una trompeta y los ballesteros iniciaron el descenso colina abajo. Vestían los jubones verdirrojos con la insignia del grial de Génova en el brazo izquierdo, y cada uno de ellos iba acompañado de un soldado de infantería que sostenía el pavés, un escudo enorme que protegía al ballestero mientras recargaba su aparatosa arma. A ochocientos metros, junto al río, los ingleses salían de la torre forzando la marcha y se resguardaban en las trincheras de tierra excavadas muchos meses atrás, de manera que ahora estaban espesamente cubiertas de hierba y matas.

—Os vais a perder la batalla —apuntó el rey al duque, que olvidó el estandarte escarlata e hizo girar su enorme caballo armado en dirección a los hombres de sir Geoffrey.

—Montjoie St. Denis! —El duque lanzó el grito de guerra de Francia y los timbaleros golpearon sus enormes tambores mientras una docena de trompetas enviaba su desafío al cielo. Los caballeros bajaron los visores de sus yelmos en una sucesión de golpes metálicos. La mayor parte de los ballesteros genoveses ya habían llegado al pie de la ladera y se desplegaban hacia la derecha para rodear el flanco inglés. Entonces volaron las primeras flechas: flechas inglesas, de plumas blancas, que silbaban por el verde paraje, y el rey, inclinado sobre su montura, observó que había muy pocos arqueros en el frente enemigo. Por lo general, cada vez que los malditos ingleses presentaban batalla, los arqueros superaban en número a los caballeros y hombres de armas por lo menos tres veces.

—¡Id con Dios! —les gritó el rey a sus soldados. Le invadió un entusiasmo repentino ante el olor de la victoria.

Las trompetas volvieron a sonar y ahora la metálica y grisácea marea de hombres de armas se precipitó colina abajo. Aullaban su grito de guerra y las voces competían con los timbaleros, que fustigaban las tensas pieles de cabra, y los trompetas, que tocaban como si pudieran vencer a los ingleses sólo con el sonido.

—¡Por Dios y san Denis! —gritó el rey.

Era el turno de los dardos de ballesta. Cada una de las pequeñas saetas de hierro iba empendolada con tiras de cuero y silbaba al surcar el cielo hacia el terraplén que formaban las barricadas. Volaron cientos de dardos, y acto seguido los genoveses volvieron tras los enormes escudos para accionar los cranequines que tensaban sus armas de tiro reforzadas con acero. Algunas de las flechas inglesas se estrellaron contra los paveses, pero entonces los arqueros se volvieron hacia el ataque de sir Geoffrey. Flecharon los arcos con saetas de casquillo hueco, diez centímetros de afilado acero que perforaba malla como si fuera tela. Tensaron y dispararon, tensaron y dispararon, y las flechas chocaron contra los escudos y las cerradas filas francesas. A un hombre le perforaron el muslo, se tambaleó, y los hombres de armas a su alrededor se apiñaron aún más y volvieron a cerrar la fila. Un arquero inglés, de pie para disparar, fue alcanzado en el hombro por un dardo de ballesta y su flecha voló sin control por los aires.

—Montjoie St. Denis! —Los hombres de armas lanzaron el desafío a voz en grito mientras la carga alcanzaba el terreno llano al pie de la ladera. Las flechas repiqueteaban contra los escudos con una fuerza turbadora, pero los franceses mantuvieron la estrecha formación, escudo sobre escudo, y los ballesteros se acercaron aún más para cebarse en los arqueros ingleses, que se veían obligados a elevarse sobre las trincheras para disparar sus armas. Un dardo atravesó limpiamente una celada de hierro tras perforar el cráneo inglés de su interior. El hombre se tambaleó de un lado a otro mientras la sangre le corría por la cara. La descarga de flechas lanzada desde lo alto de la torre obtuvo por respuesta el repiqueteo de los dardos en las piedras del edificio y, en ese mismo momento, los hombres de armas ingleses, al ver que las flechas no habían frenado al enemigo, se pusieron en pie con las espadas desenvainadas para recibir la carga.

—¡San Jorge! —gritaron, y entonces los atacantes franceses superaron la primera trinchera y la emprendieron a tajo limpio con los ingleses que tenían debajo. Algunos de los franceses hallaron estrechas brechas en la trinchera, y por allí se colaron uno tras otro para sorprender a los defensores por la espalda. Los arqueros en las dos trincheras de más atrás tenían ahora blancos fáciles, pero también era así para los ballesteros genoveses, que aparecían entre los escudos para hacer llover hierro sobre el enemigo. Algunos de los ingleses, al sentir cercana la escabechina, empezaron a abandonar las trincheras y a correr en dirección al Ham. Edouard de Beaujeu, que dirigía a los ballesteros, vio a los fugitivos y ordenó a los genoveses que soltaran las ballestas y se unieran al ataque. Blandieron hachas y espadas, y se abalanzaron en tropel hacia el enemigo.

—¡Matadlos! —gritaba Edouard de Beaujeu. Montaba su caballo de guerra y, con la espada desenvainada, espoleó al enorme semental hacia delante—. ¡Matadlos!

Los ingleses de la primera trinchera estaban condenados. Se afanaban en protegerse contra la masa de hombres de armas franceses, pero las espadas, hachas y lanzas no dejaron de cortar. Algunos hombres intentaron rendirse, pero ondeaba la oriflama y eso significaba que no había cuartel, así que los franceses empaparon el fango pringoso del fondo de la trinchera con sangre inglesa. Los defensores de las trincheras traseras se habían dado todos a la fuga, pero el puñado de jinetes franceses, los demasiado orgullosos para luchar a pie, atravesaron las estrechas brechas y, a empellones entre sus propios hombres de armas, se lanzaron por la orilla del río con sus enormes caballos tras los fugitivos, mientras coreaban el grito de guerra. Los sementales daban media vuelta y las espadas degollaban. Un arquero perdió la cabeza junto al río, que inmediatamente empezó a teñirse de rojo. Un hombre de armas gritaba mientras era primero aplastado por un caballo y después ensartado por una lanza. Otro caballero inglés puso las manos en alto, ofreció su guantelete en señal de rendición, y fue abatido por detrás. Una espada se le clavó en la columna y el hacha de un jinete en la cara.

—¡Matadlos! —gritaba el duque de Bourbon con la espada chorreante— ¡Matadlos a todos! —Vio a un grupo de arqueros que escapaban hacia el puente y gritó a sus seguidores—: ¡A mí! ¡A mí! Montjoie St. Denis!

Los arqueros, cerca de la treintena, habían huido hacia el puente, pero cuando alcanzaron el grupúsculo de casitas con techos de junco junto al río oyeron los cascos y se volvieron alarmados. Por un momento pareció que volverían a ser presa del pánico, pero uno de los hombres los detuvo.

—Disparad a los caballos, chicos —y los arqueros tensaron las cuerdas, soltaron, y las flechas empendoladas de blanco se clavaron en las bestias de guerra. El semental del duque de Bourbon se tambaleó de un lado a otro cuando dos flechas le perforaron la armadura de malla y cuero, después cayó junto a otros dos caballos que se derrumbaban, con las pezuñas por los aires. Los demás jinetes se volvieron instintivamente, en busca de presas más fáciles. El escudero del duque le cedió su propio caballo a su señor y murió mientras la segunda descarga inglesa silbaba desde la aldea. El duque, en lugar de perder tiempo intentando montar el caballo de su escudero, se escabulló torpemente con su preciosa armadura de placas, que lo protegía de las flechas. Delante de él, alrededor de la base de la torre de Nieulay, los supervivientes de las trincheras inglesas habían formado un muro de contención que estaba ahora rodeado por franceses vengativos.

—¡No hagáis prisioneros! —gritó un caballero francés—. ¡No hagáis prisioneros!

El duque llamó a sus hombres para que le ayudaran a montar y dos de los hombres de armas de Bourbon desmontaron para ayudar a su señor a subir a un nuevo caballo; justo entonces escucharon el sonido atronador de los cascos. Se volvieron para ver a un grupo de caballeros ingleses cargando desde la aldea.

—¡Cristo bendito! —El duque estaba a medio montar, tenía la espada envainada y empezó a caer hacia atrás cuando los hombres que lo ayudaban dejaron de hacerlo para sacar sus propias armas. ¿De dónde demonios habían aparecido esos ingleses? En ese momento el resto de sus hombres de armas, desesperados por proteger a su señor, se bajaron las viseras y se volvieron para enfrentarse al desafío. El duque, espatarrado sobre la hierba, oyó el entrechocar de jinetes armados.

Los ingleses formaban parte del grupo de hombres que el rey francés había visto. Se habían detenido en la aldea para contemplar la escabechina de las trincheras y, cuando estaban a punto de cruzar de nuevo el puente y volver a la orilla inglesa, oyeron acercarse a los hombres del duque de Bourbon. Se acercaron demasiado: era un desafío que no podían pasar por alto. Así que el caballero inglés condujo a sus hombres en una carga que desmembró a los hombres de Bourbon. Los franceses no estaban preparados para el ataque, y los ingleses llegaron en perfecta formación, rodilla con rodilla, y las largas lanzas de fresno, erguidas mientras cargaban, descendieron de repente a la posición de matar y rasgaron cuero y malla. El cabecilla inglés vestía una sobreveste azul atravesada por una banda blanca en la que se apreciaban tres estrellas rojas. Leones amarillos ocupaban el fondo azul del escrocón, que rápidamente la sangre enemiga volvió negro al clavar el caballero la espada en la axila desprotegida de uno de los hombres de armas franceses. El desgraciado se estremeció de dolor, intentó devolver el golpe con la espada, pero entonces otro inglés le estampó una maza en la visera, que se hundió despidiendo chorros de sangre por al menos una docena de agujeros. Un caballo desjarretado relinchó y cayó a tierra.

—¡Manteneos juntos! —gritaba el inglés de abigarrado escrocón a sus huestes—. ¡Manteneos juntos! —Su caballo retrocedió y coceó a un francés desmontado. El hombre cayó al suelo con el casco y el cráneo aplastado bajo la pezuña, y fue en ese momento cuando el jinete vio al duque impotente y de pie junto a un caballo; reconoció el valor de la brillante armadura de placas del hombre y espoleó a su montura en aquella dirección. El duque paró con el escudo el envite de la espada, asestó a su vez un golpe con su propia hoja que chirrió contra la placa de la armadura que cubría la pierna de su enemigo y, de repente, el jinete desapareció.

Otro inglés había apartado el caballo de su jefe. Una horda de jinetes franceses bajaba por la colina. El rey los había enviado con la esperanza de capturar al señor inglés y a sus hombres, y cada vez más franceses, al no poder unirse al ataque de la torre ya que demasiados de ellos se agolpaban a su alrededor para contribuir a exterminar lo que de la guarnición quedaba, cargaban en dirección al puente.

—¡Retirada! —gritó el jefe inglés, pero la calle de la aldea y el estrecho puente estaban bloqueados por los fugitivos y amenazados por los franceses. Podía cargar hacia ellos, pero eso hubiera supuesto matar a sus propios arqueros y perder a algunos de sus caballeros en la caótica huida, así que empezó a buscar una alternativa y miró al otro lado del camino, donde vio un pequeño sendero que discurría paralelo al río.

Bien podría llevar hacia una playa, pensó, y allí, quizá, pudiera girar de nuevo hacia el este para reunirse de nuevo con las filas inglesas.

Los jinetes que le acompañaban espolearon a sus caballos para seguirle. El sendero era estrecho, sólo podían pasar en fila de a dos; a un lado estaba el río Ham y en el otro una franja de pantano cenagoso, pero la senda era firme y los ingleses cabalgaron por ella hasta que alcanzaron un terreno elevado en el que pudieron reagruparse. Sin embargo, no podían escapar. El pequeño terreno elevado era casi una isla, sólo se podía acceder a él por el mismo camino que habían usado ellos, rodeado de una ciénaga de juncos y barro. Habían quedado atrapados.

Un centenar de jinetes franceses estaban preparándose para enfrentarse a ellos, pero los ingleses habían desmontado y formado una barrera de escudos, y la poco agradable perspectiva de abrirse paso a tajo limpio a través de aquel muro de acero los convenció de volver a la torre donde el enemigo era más vulnerable. Los arqueros seguían disparando desde las almenas, y los ballesteros genoveses respondían, y los franceses atacaban violentamente a los hombres de armas ingleses al pie de la torre.

Los franceses cargaban ahora con fuerza. El suelo estaba resbaladizo debido a la lluvia estival y los pies metálicos lo convirtieron en barro a medida que la avanzadilla aullaba el grito de guerra y se lanzaba contra los acorralados ingleses. Éstos habían cerrado filas y encaraban los escudos para recibir la carga. Sonó un estruendo de madera contra metal, y un grito cuando una hoja se deslizó por una de las ranuras entre los escudos y encontró carne. Los ingleses de la segunda fila, la retaguardia, sacudieron mazas y espadas por encima de las cabezas de sus camaradas.

—¡San Jorge! —gritó alguien—. ¡San Jorge! —y los hombres de armas se esforzaron por avanzar para liberar a los muertos y moribundos de entre sus escudos—. ¡Matad a esos hijos de puta!

—¡Masacradlos! —fue la respuesta de sir Geoffrey de Charny, y los franceses cargaron de nuevo tropezando con los muertos y heridos, aunque esta vez los escudos ingleses no tocaban borde con borde, y los atacantes aprovecharon los huecos. Las espadas se estrellaron contra las armaduras, y los hombres de Bourbon y sir Geoffrey se abrieron paso destripando mallas y golpeando cascos. Algunos de los últimos defensores intentaban escapar por el río, pero los ballesteros genoveses los persiguieron, y aquello se convirtió en una simple cuestión de mantener a los hombres con armadura en el río hasta que se ahogaran, y saquear después los cadáveres. Unos pocos fugitivos ingleses consiguieron llegar a la otra orilla, para reunirse a trompicones con una línea inglesa de arqueros y hombres de armas que formaba ya para repeler cualquier ataque por el Ham.

En la torre, un francés con un hacha de guerra se cebaba en un inglés: le despedazó la hombrera derecha, rasgó la malla de debajo y tumbó al hombre, pero no paró de dar hachazos hasta que le abrió el pecho al enemigo y quedaron al descubierto costillas blancas entre un amasijo de chatarra y carne. La sangre y el barro convirtieron el suelo en una pasta resbaladiza. Por cada inglés había tres enemigos, y la puerta de la torre se había quedado abierta para proporcionar una retirada a los hombres que la defendían desde el exterior, pero fueron los franceses los que consiguieron entrar. Fuera de la torre, los atacantes remataron con la espada a los últimos defensores, y en el interior empezó la batalla en las estrechas escaleras.

Los escalones giraban a la derecha a medida que subían. Eso significaba que los defensores podían utilizar el brazo derecho sin demasiado engorro, mientras que los atacantes siempre se verían obstaculizados por el enorme pilar central, pero un caballero francés con una especie de lanza corta se abalanzó el primero y destripó a un inglés con ella antes de que otro defensor lo eliminara de un mandoble alzando la espada por encima de la cabeza del moribundo. Llevaban las viseras levantadas porque la oscuridad no permitía ver nada con los ojos medio cubiertos por el metal. Así que los ingleses empezaron a machacar ojos franceses. Los hombres de armas llevaron a ambos muertos al exterior y dejaron un rastro de tripas y vísceras; otros dos franceses iniciaron una nueva carga por la resbaladiza escalera. Pararon los golpes ingleses, hincaron sus espadas en un ingles y aún más franceses empujaron para subir. Un grito terrible llenó el hueco de la escalera, después apartaron de en medio otro cuerpo ensangrentado: quedaban libres tres escalones más y los franceses volvieron a la carga.

—Montjoie St. Denis!

Un inglés con un martillo de herrero bajó las escaleras y lo estrelló contra los cascos franceses, aplastó el cráneo de un hombre e hizo retroceder al resto hasta que otro caballero tuvo el acierto de coger una ballesta y situarse en el escalón adecuado para obtener un buen ángulo. El dardo atravesó la boca del inglés, salió disparado por la parte superior del cráneo, y los franceses volvieron a cargar entre gritos de odio y victoria, patearon al moribundo con sus pies ensangrentados y las espadas llegaron hasta lo alto de la torre. Allí, una docena de hombres intentó hacerlos recular, pero seguían subiendo franceses y más franceses. Los primeros atacantes cayeron bajo las espadas de los defensores, pero la siguiente oleada de hombres pasó por encima de los muertos y moribundos para escabechar a lo que quedaba de la guarnición. Fueron todos masacrados. Un arquero vivió lo suficiente para que le cortaran los dedos, le sacaran los ojos y gritara mientras caía por la torre para ensartarse en las espadas y lanzas que lo esperaban abajo.

Los franceses aullaban de júbilo. La torre parecía un osario, pero el estandarte de Francia ondearía desde sus almenas. Las trincheras se habían convertido en tumbas inglesas. Los vencedores ya empezaban a despojar a los muertos de sus vestiduras en busca de monedas cuando los interrumpió el clangor de una trompeta.

Aún quedaban ingleses en la ribera francesa del río. Yjinetes atrapados en un pedazo de tierra firme.

La matanza aún no había terminado.

* * *

El St. James ancló en la playa al sur de Calais y transportó a sus pasajeros a la orilla en botes de remos. Tres de los pasajeros vestidos con cota de malla llevaban tanto equipaje que habían pagado a dos miembros de la tripulación del St. James para transportarlo por las improvisadas calles del campamento inglés, en el que buscaban al conde de Northampton. Algunas de las edificaciones tenían dos pisos, y los zapateros, armeros, herreros, fruteros, panaderos y carniceros habían colgado sus insignias en el piso de arriba. Había prostíbulos, tenderetes de adivinas, tabernas e incluso alguna iglesia construidos entre las tiendas y las casas. Los niños jugaban en las calles. Algunos llevaban pequeños arcos y disparaban flechas romas a los irritados perros. Las dependencias de los nobles lucían fuera sus estandartes y estaban guardadas por parejas de soldados enfundados en cota. Hacia los pantanos, se extendía un cementerio cuyas húmedas tumbas estaban llenas de hombres, mujeres y niños que habían sucumbido a la fiebre que asolaba las ciénagas de Calais.

Los tres hombres encontraron el cuartel del conde, un edificio grande y de madera cerca del pabellón con el estandarte real, y allí dos de ellos, el más joven y el más viejo, se quedaron con el equipaje mientras el tercero, el más alto, se encaminaba hacia Nieulay. Le habían dicho que el conde había conducido una incursión contra el ejército francés.

—Miles de cabrones —había referido el asistente del conde— que husmeaban por la cima de la colina sur, así que a su señoría le han entrado ganas de desafiarlos. Se aburre, eso es lo que le pasa —Miró el enorme arcón de madera que los otros dos hombres custodiaban—. ¿Y qué hay ahí dentro?

—Baratijas —repuso el hombre alto, después se echó al hombro un arco largo y negro, recogió una bolsa de flechas y se marchó.

Se llamaba Thomas. A veces Thomas de Hookton. Otras era Thomas el Bastardo, y si quería ponerse muy formal, también podía llamarse Thomas Vexille, aunque pocas veces lo hacía. Los Vexille eran una familia noble de la Gascuña y Thomas de Hookton era el hijo ilegítimo de un Vexille fugitivo que no le había legado ni el título ni el apellido. Y desde luego nada tenía de gascón. Era un arquero inglés.

Thomas atrajo miradas mientras atravesaba el campamento. Era alto y su pelo negro asomaba por debajo del casco de hierro. Era joven, pero la guerra le había endurecido el rostro. Tenía las mejillas hundidas, ojos oscuros y atentos y una larga nariz que le habían roto en una pelea y recolocado torcida. Tenía la cota oxidada por el viaje y llevaba debajo un jubón de cuero, calzones negros y botas de montar largas y negras sin espuelas. A la izquierda, le colgaba una espada en una vaina también negra, llevaba un macuto a la espalda y una bolsa de flechas blancas en la cadera derecha. Cojeaba ligeramente, cosa que sugería que había sido herido en batalla, aunque lo cierto es que la herida se la había causado un hombre de la iglesia en el nombre de Dios. Las cicatrices de aquella tortura ahora estaban ocultas, excepto el daño de las manos, que se le habían quedado torcidas y llenas de bultos, aunque aún podía tensar el arco. Tenía veintitrés años y era un asesino.

Atravesó los campamentos de los arqueros. La mayoría estaban decorados con trofeos. Vio un peto francés de acero sólido que había sido perforado por una flecha y colgado bien alto para alardear de lo que los arqueros les hacían a los caballeros. Otro grupo de tiendas lucía una veintena de colas de caballo pendidas de una barra. Una cota de malla oxidada rellena de paja y asaeteada colgaba de un arbolito. Más allá de las tiendas, estaba el pantanal que apestaba a letrina. Thomas siguió caminando mientras observaba la formación francesa en las alturas del sur. Había unos cuantos, pensó, bastantes más de los que habían aparecido para pasar por el matadero entre Wadicourt y Crécy. «Mata un francés —pensó—, y aparecerán dos más.» Desde allí veía el puente que tenía delante y el pequeño poblado detrás, y desde el campamento que había dejado a sus espaldas llegaban ahora hombres para formar una línea de batalla que defendiera el puente, pues los franceses estaban atacando el pequeño puesto inglés en la otra orilla. Observaba la marabunta que bajaba por la ladera cuando distinguió al pequeño grupo de jinetes que supuso que serían el conde y sus hombres. A su espalda oyó el sonido amortiguado por la distancia de un cañón inglés contra las bombardeadas murallas de Calais. El ruido se propagó por los pantanos y se desvaneció para ser reemplazado por el entrechocar de armas en las trincheras inglesas.

Thomas no se apresuró. No era su lucha. Lo que sí que hizo fue bajarse el arco del hombro y armarlo, y entonces reparó en lo fácil que se había vuelto realizar esa operación. El arco era viejo; se estaba cansando. La duela de tejo negra, que una vez había sido recta, estaba ahora levemente combada. Había seguido la cuerda, como decían los arqueros, y él sabía que era hora de construir una nueva arma. Aquel viejo arco, que había teñido de negro y al que le había colocado una insignia de plata que mostraba una extraña bestia sosteniendo un cáliz, se había llevado unas cuantas almas francesas.

No vio a los jinetes ingleses cargar sobre el flanco del ataque francés porque las casuchas de Nieulay ocultaron la breve escaramuza. Lo que sí vio fue cómo el puente se llenaba de fugitivos que tropezaban unos con otros en su prisa por escapar de la furia francesa, y por encima de sus cabezas pudo ver también a los jinetes que acompañaban al conde hacia el mar por la otra orilla del río. Los siguió por el lado inglés del río, abandonando la carretera elevada sobre un terraplén para saltar de matojo en matojo, viéndose obligado a veces a meterse en algún charco o de lleno en el cieno, que intentaba robarle las botas. Después llegó al río, y observó el ascenso de aquella marea color barro que se enroscaba entre los juncos mientras el nivel del agua subía. El viento olía a sal y podredumbre.

Entonces vio al conde. El conde de Northampton era el señor de Thomas, el hombre a quien servía, aunque la correa era larga y la bolsa generosa. El conde contemplaba a los franceses victoriosos y sabía que vendrían a atacarlo; uno de sus hombres de armas había desmontado e intentaba encontrar un camino lo suficientemente firme para que los caballos con armadura pudieran llegar al río. Otros de sus hombres de armas, alrededor de una docena, cerraban filas de pie o arrodillados en el camino por el que llegarían los franceses, preparándose para recibir la carga con escudos y espadas. Desde el poblado, donde la matanza de la guarnición inglesa había terminado, los franceses se dirigían ya como lobos hacia los hombres atrapados.

Thomas se metió en el río. Mantuvo el arco en alto, pues una cuerda húmeda es inservible para disparar, y luchó contra el empuje de la marea. Le llegó el agua a la cintura, salió por la otra orilla embarrada y corrió hasta donde los hombres de armas esperaban para recibir a los primeros atacantes franceses. Thomas se arrodilló junto a ellos, en medio de los pantanales; clavó sus flechas en el barro, y escogió una.

Se aproximaba una veintena de franceses. Una docena irían montados y esos jinetes seguían el camino, pero por los flancos hombres de armas a pie llegaban de aquí y allá atravesando las ciénagas; Thomas se olvidó de ellos, les costaría alcanzar suelo firme, así que empezó a disparar a los caballeros montados.

Disparaba sin pensar. Sin apuntar. Ésa era su vida, su habilidad y su orgullo. Coger un arco, más alto que un hombre, fabricado de tejo, y utilizarlo para despedir flechas de fresno, coronadas con plumas de ganso y armadas con puntas huecas de acero reforzado. Como el enorme arco se tenía que tensar hasta la comisura de los labios, era inútil apuntar con los ojos. Lo que permitía saber a un hombre dónde acabarían sus flechas eran los años de práctica, y Thomas las disparaba a un ritmo frenético, una flecha cada tres o cuatro latidos, y las plumas blancas azotaron los pantanos y las largas puntas de metal perforaron malla y cuero para clavarse en estómagos, pechos y muslos franceses. Se ensartaban con el mismo sonido de un hacha de carnicero partiendo carne, y detenían a los jinetes inmediatamente. Los dos primeros estaban moribundos, un tercero tenía una flecha clavada en el muslo, y los hombres que les seguían no podían adelantar a los heridos porque el camino era demasiado estrecho, así que Thomas empezó a disparar a los hombres de armas que iban a pie. La fuerza de una flecha era suficiente para tumbar a un hombre de espaldas. Si el francés levantaba el escudo para protegerse la parte superior del cuerpo, Thomas le clavaba una flecha en las piernas: su arco quizás era ya algo viejo, pero seguía siendo letal. Llevaba más de una semana en el mar y sentía el dolor de los músculos de la espalda cuando tensaba la cuerda. Un jinete intentó atravesar el barro, pero su pesado caballo se hundió en el suelo blando; Thomas eligió una flecha para carne, una con la punta ancha que perforaría las tripas y vasos sanguíneos del caballo, y disparó bajo; cogió otra de casquillo hueco y la despidió hacia un hombre de armas con la visera levantada. Thomas no se detenía a comprobar si las flechas daban en el blanco, disparaba y cogía otro proyectil, volvía a disparar y la cuerda del arco azotaba una y otra vez el brazalete de cuerno que llevaba en la muñeca izquierda. Jamás antes se había preocupado por protegerse la muñeca que revelaba la rozadura que le producía la cuerda, pero el dominico que le había dado tormento se había cebado en su antebrazo y tenía el surco de la cicatriz, así que ahora llevaba una protección de cuerno que evitaba ese roce sobre la piel.

Aquel dominico estaba ya muerto.

Le quedaban seis flechas. Los franceses se retiraban, pero no habían sido vencidos. Pedían ballesteros y más hombres de armas a gritos, y Thomas, como respuesta, se metió los dedos en la boca y dejó salir un silbido penetrante. Las dos notas, alta y baja, repetidas tres veces. Tras una pausa, volvió a emitir la doble nota y vio a los arqueros que corrían hacia el río. Algunos eran los hombres que se habían retirado de Nieulay y otros llegaban de la línea de batalla, pues reconocían la señal de los arqueros que indicaba que un compañero necesitaba ayuda.

Thomas recogió sus seis flechas y, al volverse, comprobó que los primeros jinetes del conde habían encontrado un paso por el río y conducían a los caballos pesadamente armados entre la corriente de la marea. Tardarían unos cuantos minutos en cruzar todos, pero los arqueros del otro lado llegaban chapoteando a la orilla francesa y los que estaban cerca de Nieulay ya habían empezado a disparar a un grupo de ballesteros a los que habían enviado a toda prisa hacia la escaramuza inconclusa. Llegaban más jinetes de las alturas de Sangatte, enfurecidos porque los caballeros ingleses estaban logrando escapar. Dos galoparon directos hacia la ciénaga, y los caballos se aterrorizaron en el firme traicionero.

Thomas flechó uno de sus últimos proyectiles, pero luego decidió que el pantano ya había derrotado a los dos hombres y que esa flecha era innecesaria.

Una voz sonó justo detrás de él.

—¿Thomas, no?

—Sire —Thomas se quitó el casco y se volvió, aún de rodillas.

—No se te da mal eso del arco, ¿eh? —bromeó el conde.

—La práctica, sire.

—Una mente depravada ayuda —repuso el conde y le hizo un gesto para que se levantara. El conde era un hombre bajo, con el pecho como un barril, un rostro curtido por el tiempo que a sus arqueros les gustaba comparar con los cuartos traseros de un toro, pero al que también consideraban gran luchador, buena persona y tan duro como el más bregado de sus hombres. Era amigo del rey, pero también amigo de cualquiera que llevara su insignia. No era hombre de enviar a otros a la batalla si no la comandaba él; había desmontado y se había quitado el casco para que su retaguardia lo reconociera y supiera que compartía el peligro con ellos—. Pensaba que estabas en Inglaterra —le dijo a Thomas.

—Lo estaba —repuso él hablando ahora en francés, pues sabía que el conde se sentía más a gusto en aquella lengua—. Y también he estado en Bretaña.

—Y ahora me rescatas. —El conde sonrió mostrando los agujeros en los que le faltaban dientes—. Me imagino que querrás a cambio una cerveza...

—¿Tanto, mi señor?

El conde rió a carcajada limpia.

—Hemos quedado como unos majaderos, la verdad. —Observaba a los franceses que, ahora, ante el más de un centenar de arqueros ingleses defendiendo la orilla del río, se estaban pensando mejor lanzar otro ataque—. Se nos había ocurrido que a lo mejor podíamos tentar a unos cuarenta de sus hombres con una batalla de honor junto al pueblo, pero han saltado colina abajo a la mitad del condenado ejército. ¿Me traes noticias de Will Skeat?

—Ha muerto, mi señor. Murió en la batalla de La Roche-Derrien.

El conde se estremeció y después se persignó.

—Pobre Will. Dios sabe cuánto lo quería. Mejor soldado que él aún no ha nacido. —Miró a Thomas—. ¿Y lo otro? ¿Me traes «eso»?

El conde se refería al Grial.

—Os traigo oro, mi señor —repuso Thomas—, pero no «eso».

El noble guerrero agarró a Thomas por ambos hombros.

—Hablaremos, pero no aquí. —Dirigió la vista a sus hombres y alzó la voz—. ¡Retirada! ¡Retiraos todos!

Los hombres de la retaguardia, a pie, ahora que sus caballos estaban a salvo tras superar la marea creciente, se apresuraron hacia el río y lo atravesaron. Thomas los siguió, y el conde, espada en mano, fue el último hombre en vadear las cada vez más profundas aguas. Los franceses, a los que se les había arrebatado un valioso botín, los abuchearon durante la retirada.

Y aquel día se dio por concluida la batalla.

* * *

El ejército francés no se quedó. Habían aniquilado la guarnición de Nieulay, pero incluso los más exaltados de entre sus hombres sabían que poco más podían hacer. Los ingleses eran demasiados. Había miles de arqueros cuyo único pensamiento era que los franceses cruzaran el río y presentaran batalla, así que los hombres de Felipe se marcharon dejando las trincheras de Nieulay llenas de muertos y las colinas barridas por el viento de Sangatte vacías. Al día siguiente, la ciudad de