Agradecimientos

Hay muchas personas a las que debo agradecer que este libro haya sido posible. A todos aquellos que me han enseñado a través de su pena, su enfermedad y su proceso de muerte necesito expresarles mi más tierno respeto. A aquellos que me han proporcionado refugio y ayuda a lo largo de estos numerosos años de acompañar a personas que estaban muriendo y de impartir enseñanzas a los cuidadores, mi más profunda gratitud. Tony Back, Roshi Richard Baker, Irène Kyojo Bakker, Sarah Barber, Mary Catherine Bateson, Gregory Bateson, Jonathon Berg, Richard Boestler, Dale Borglum, Ira Byock, Joseph Campbell, venerable Chagdud Tulku Rinpoche, Gigi Coyle, Su Santidad el Dalai Lama, Ram Dass, Joe David, Lisl Dennis, Larry y Barbara Dossey, Ann Down, Scott Eberle, Katherine Foley, Jane Fonda, Verona, Dana y John Fonte, Steven Foster, Ghelek Rinpoche, Roshi Bernie Glassman, Natalie Goldberg, Joseph Goldstein, Sallie Goodman, Jonna Goulding, Fleur Green, Stanislav Grof, Lama Gyaltrul Tulku Rinpoche, Elizabeth Bandy Halifax, John y Eunice Halifax, Larry Hall, Charles y Susan Halpern, Francis Harwood, Ted Heffernan, Michael Henry, Barry Hershey, Roshi Jishu Angyo Holmes, Allan y Marion Hunt-Badiner, Edwin y Adrienne Joseph, Jon Kabat-Zinn, John y Tussi Kluge, Elizabeth Kübler-Ross, Andrea Kydd, Rob Lehman, Meredith Little, Alan Lomax, Christine Longacre, Fleet Maull, Patrick McNamara, Margaret Mead, Dick Miller, Thich Nhat Hanh, Roshi Enkyo O’Hara, Frank Ostaseski, Manny Papper, Gary Pasternak, Annie Rafter, Laurance Rockefeller, Gisela Roessiger, Larry Rosenberg, Cynda Rushton, John Russell, Sharon Salzberg, Dame Cecily Saunders, Seung Sahn Dae Soen Sa Nim, Diane Shainberg, Patricia Shelton, Larry Sherwitz, Huston Smith, Beverly Spring, Brother David Steindl-Rast, Gwynn Sullivan, Sen-sei Kazuaki Tanahashi, Elizabeth Targ, Tempa Dukte Lama, Chogyam Trungpa Rinpoche, la Sangha de Upaya Zen Center, Andy Weill, Jean Wilkins, Jack Zimmerman y Zuleikha.

Quiero expresar mi agradecimiento a Emily Sell, Emily Bower y Peter Turner de Shambhala por su inmenso apoyo y su paciencia. Y dar las gracias especialmente a Jennifer Lowe, que trabajó con la versión final del libro, dándole forma.

1. Un camino de descubrimiento La noche dichosa

Yo crecí en el sur, y cuando era niña una de las personas más queridas para mí era mi abuela. Me encantaba pasar los veranos con ella en Savannah, donde trabajaba como escultora y artista grabando lápidas para la gente del lugar. Mi abuela era una mujer de pueblo extraordinaria que con mucha frecuencia ayudaba a las personas de su comunidad acompañando a los amigos que estaban muriendo, pues era alguien capaz de sentirse cómoda cerca de la enfermedad y de la muerte.

Sin embargo, cuando ella cayó enferma, su propia familia no pudo ofrecerle la misma presencia compasiva. Mis padres eran buenas personas, pero igual que ocurría con otros miembros de su misma clase social en esa época, no tenían ninguna preparación para estar con ella mientras experimentaba sus últimos días de vida. Cuando mi abuela sufrió un cáncer y después un infarto, la ingresaron en una residencia de ancianos y básicamente la dejaron sola. Y su muerte fue larga y difícil.

Este hecho ocurrió a principios de los años sesenta del pasado siglo, cuando las instituciones médicas trataban el proceso de la muerte, igual que el proceso del parto, como una enfermedad. La muerte se solía «manejar» en un entorno clínico fuera de casa. Fui a visitar a mi abuela a una habitación enorme y sencilla en el hospital, una habitación llena de camas con personas que habían sido inadvertidamente abandonadas por sus allegados, y nunca podré olvidar cómo le rogaba a mi padre que la dejara morir, que la ayudara a morir. Mi abuela necesitaba que estuviéramos presentes con ella, y ante ese sufrimiento, nosotros nos alejamos. Cuando finalmente murió, yo sentí una profunda contradicción: una profunda pena y un profundo alivio. Cuando la miré en el ataúd en la sala de velatorio, pude ver que esa terrible frustración que había marcado sus rasgos ya no estaba. Por fin parecía estar en paz. Mientras me encontraba ahí de pie mirando su dulce rostro, me di cuenta de hasta qué punto su sufrimiento había estado arraigado en el temor de su familia a la muerte, incluido el mío. En ese momento, adquirí el compromiso de practicar el estar presente para otros durante sus procesos de muerte.

Aunque me educaron como protestante, tras la muerte de mi abuela no tardé mucho en convertirme al budismo. Sus enseñanzas le dieron perspectiva al sufrimiento de mi juventud, y además el mensaje de Buda era claro y directo: la liberación del sufrimiento se encuentra dentro del sufrimiento mismo, y cada individuo debe encontrar su propio camino. Pero además el budismo sugiere también un camino a través de nuestra alienación y hacia la libertad. El Buda enseñó que debemos practicar estar al servicio de los demás mientras cultivamos la concentración profunda, la compasión y la sabiduría. También enseñó que la iluminación no es una experiencia mística, trascendente, sino un proceso continuo que requiere tres cualidades fundamentales: valentía, intimidad y transparencia, y que el sufrimiento disminuye cuando la confusión y el miedo se transforman en apertura y fortaleza.

Cuando tenía veinte años, entré en «la caverna del dragón azul», ese espacio oscuro en mi interior donde se habían acumulado todas las inmundicias de mi vida.6 Sabía instintivamente que tenía que lograr la sanación a través de mi propia experiencia; que mi relación habitual con la angustia solo se podría resolver enfrentándola totalmente. Sentí que hacerme amiga de la oscuridad era una cuestión de supervivencia y supe de forma intuitiva que pensar en ello no serviría de mucho. Tenía que practicar con ello; es decir, tenía que sentarme en silencio y mirar hacia dentro para que mi sabiduría natural pudiera aparecer.

Los movimientos por los derechos civiles y las protestas por la guerra de Vietnam me hicieron entender que, al igual que yo, el resto del mundo también sufre. Sentí en lo más profundo de mi ser que las enseñanzas y las prácticas budistas podrían ser la base para trabajar y transformar la experiencia de alienación tanto individual como social, y así empezaron a crecer en mi interior las fuertes raíces del compromiso con la acción social.

Descubrí que trabajando con aquellos cuyos problemas eran más graves que los míos yo podía poner en perspectiva mis propias dificultades.

La muerte de mi abuela me llevó a la práctica de la antropología médica en un gran hospital municipal en el condado de Dade, Florida. La muerte se convirtió en mi maestra al ser testigo una y otra vez de cómo se ponían claramente de relieve todos los asuntos espirituales y psicológicos para aquellos que se estaban enfrentando a la muerte. Descubrí la prestación de cuidados como un camino, y como una escuela para desaprender aquellos patrones de resistencia tan arraigados en mí y en mi cultura. También aprendí que cuidar nos exige estar en calma, soltar, escuchar y estar abiertos a lo desconocido.

Algo que me preocupaba continuamente era la marginalización de las personas que estaban muriendo, el miedo y la soledad que experimentaban los moribundos, y la vergüenza y la culpa que rodeaba a los médicos, a las enfermeras, a aquellos que estaban muriendo y a las familias, a medida que las olas de la muerte iban venciendo a la vida. Sentí que el cuidado espiritual podía reducir el miedo, el estrés, la necesidad de determinados medicamentos y caras intervenciones, los pleitos y el tiempo que los médicos y las enfermeras deben dedicar a tranquilizar a la gente. También podía beneficiar a los cuidadores profesionales y a los familiares al ayudarles a reconciliarse con el sufrimiento, la muerte, la pérdida, el duelo y el sentido.

Mientras trabajaba con los que estaban muriendo, con los cuidadores y con otras personas que experimentaban la catástrofe, yo practicaba meditación para darle a mi vida una base fuerte de práctica y un corazón abierto para poder ver a través de él más allá de lo que creía conocer. Me sentí muy agradecida al descubrir que el budismo ofrece muchas prácticas y muchas perspectivas para trabajar de forma hábil y compasiva con el sufrimiento, la muerte, el fracaso, la pérdida y el duelo: aquello que san Juan de la Cruz llamó «la noche dichosa».7 Este gran santo cristiano reconoció que el sufrimiento puede ser una suerte porque sin él no hay posibilidad de madurar. Durante años, esa dichosa oscuridad ha constituido la atmósfera que ha aportado claridad a mi vida, una vida que había considerado a la muerte como una enemiga y que estaba a punto de descubrir la muerte como una maestra y una guía.

Como joven antropóloga continué explorando la muerte a través del estudio de los registros arqueológicos de la historia humana. A lo largo de los siglos y en todas las culturas, la cuestión de la muerte ha suscitado miedo y trascendencia, practicismo y espiritualidad. Las tumbas neolíticas y las pinturas rupestres paleolíticas reflejan el misterio a través de huesos, piedras, cuerpos curvados como fetos e imágenes de muerte y trance en las paredes de las cuevas.

Incluso hoy en día, no importa si vivimos cerca de la tierra o en apartamentos elevados, la muerte es un manantial profundo. Muchos sentimos que a este manantial se le ha despojado de su misterio. Y aun así tenemos la intuición de que hay un fragmento de eternidad en nuestro interior que se libera en el momento de la muerte. Esta intuición nos pide que seamos testigos, que percibamos una parte de nosotros mismos que quizás haya estado escondida y en silencio.

Cuando la muerte se acerca, la persona que está agonizando puede oír una tenue vocecita que la invita a la libertad. Al estar con personas que están muriendo, al sentarme en silencio en meditación y al estar en los límites de culturas diferentes a la mía, yo también me he encontrado con esa vocecita. Está ahí para hablar con nosotros, si le ofrecemos el silencio suficiente para ser oída.

MEDITACIÓN

¿Cómo quieres morir?

Hace unos años un amigo que estaba muriendo me leyó algunas líneas de la epopeya hindú Mahabharata. Me hicieron sonreír. Al virtuoso rey Yudhistira (hijo de Yama, el Señor de la Muerte) se le pregunta: «¿Qué es lo más asombroso del mundo?». Y Yudhistira replica: «Lo más asombroso del mundo es que a cada momento la gente muere a nuestro alrededor y aun así no nos podemos figurar que nos vaya a suceder a nosotros».8

Al enseñar cómo cuidar a los que están muriendo suelo comenzar haciendo preguntas que investigan nuestras ideas en torno a la muerte, incluyendo todo aquello que podamos haber heredado de nuestra cultura y de nuestra familia. Analizar nuestras propias historias de lo que creemos que ocurrirá cuando estemos muriendo puede ayudarnos a aprender, además de abrirnos a nuevas posibilidades.

Empezamos con una pregunta muy directa y muy simple: «Si piensas en tu muerte, ¿cuál sería para ti el peor escenario posible?». La respuesta a esta pregunta se oculta bajo la piel de nuestras vidas y da forma a muchas de las elecciones que hacemos a la hora de gestionarlas. En esta práctica tan poderosa de autoindagación te pido que escribas, sin reservas y con detalles (incluyendo cómo, cuándo, de qué, con quién y dónde) la peor muerte que puedas imaginar para ti. Escribe desde un estado mental totalmente abierto, sin filtros, y deja que al escribir emerjan todos los elementos espontáneos de tu psique. Dedica cinco minutos a hacerlo.

Cuando hayas terminado, pregúntate cómo te sientes, cómo se siente tu cuerpo y qué te surge en este momento, y escribe también estas respuestas. Ahora es crucial que lleves a cabo una observación personal honesta. ¿Qué te está diciendo tu cuerpo? ¿Cómo te sientes? Permítete unos minutos para escribir cómo te hace sentir imaginar el peor escenario de tu muerte.

Después dedica otros cinco minutos para responder una segunda pregunta: «¿Cómo quieres morir realmente?». Una vez más, escribe con todo el detalle posible. ¿Cuál sería tu momento, tu lugar, tu tipo de muerte ideal? ¿Con quién estarías? Y una vez más, cuando hayas terminado, presta cierta atención a lo que está ocurriendo en tu cuerpo y en tu mente, escribe también estas reflexiones.

Si te es posible, realiza este ejercicio con otra persona y verás lo diferentes que son vuestras respuestas. Curiosamente, es muy posible que tus peores miedos no sean los suyos y que tus ideas sobre una muerte ideal no coincidan con las de otra persona. De hecho, mis propias respuestas a esas preguntas han ido cambiando con el tiempo. Hace años, mi peor muerte era una muerte prolongada. Hoy siento que sería más duro morir de una muerte violenta, sin sentido. Una muerte prolongada podría darme el tiempo para prepararme más plenamente. Además, al morir podría ser de utilidad a otros.

En una facultad de teología en la que impartí algunas clases sobre la muerte, un tercio de los asistentes respondió que quería fallecer mientras dormía. Y en otros contextos donde he planteado esas preguntas, más de los que hubiera imaginado querían morir solos y en paz. Muchos querían morir en la naturaleza. Y entre las miles de respuestas que he recibido ante esta pregunta, solo unos pocos dijeron que les gustaría morir en un hospital o en una residencia, incluso cuando es un hecho que allí es donde acabaremos la mayoría de nosotros. Y casi todo el mundo quería morir de alguna forma que fuera fundamentalmente espiritual. La muerte violenta y azarosa se valoraba como una de las peores posibilidades. Morir sin dolor y con asistencia espiritual se consideró como una de las mejores muertes.

Para concluir, después de investigar cómo quieres morir, plantéate una tercera pregunta: «¿Qué estás dispuesto a hacer para morir de la forma que quieres?». Nos esforzamos al máximo para educarnos y formarnos en nuestra vocación; la mayoría de nosotros invertimos una gran cantidad de tiempo en cuidar nuestros cuerpos, y usualmente dedicamos energía a cuidar de nuestras relaciones. Así que pregúntate ahora qué estás haciendo con el fin de prepararte para una posible muerte sana y apacible. ¿Y cómo puedes dar lugar a la posibilidad de una experiencia de iluminación sin muerte, en este momento y en el momento de tu muerte?

2. El corazón de la meditación Lenguaje y silencio

Hace años pasé algún tiempo con un anciano lama tibetano que parecía disfrutar al ver que se acercaba el momento de su muerte. Le pregunté si estaba contento porque ya era viejo y estaba preparado para morir. Él contestó que se sentía como un niño que iba a regresar con su madre. Toda su vida había sido una preparación para su muerte. Me dijo que esa larga preparación era lo que realmente le había dado vida. Ahora, ya a punto de morir, por fin desplegaría la mente a su verdadera naturaleza.

Una práctica espiritual nos puede proporcionar un refugio, un amparo en el cual desarrollar una comprensión acerca de lo que está ocurriendo tanto fuera como dentro de nuestras mentes y nuestros corazones. Nos puede proporcionar estabilidad, algo tan importante para los que cuidan como para aquellos que están muriendo. Puede desarrollar cualidades mentales saludables como la compasión, la dicha y el desapego; cualidades que nos dan la resiliencia para afrontar y posiblemente transformar el sufrimiento. Además, una práctica espiritual puede ser un lugar donde aquello que Keats llamaba la «capacidad negativa» de la incertidumbre y de la duda se transforme en un refugio de lo verdadero.

Una mujer describía su experiencia de meditación como verse sostenida en los brazos de su madre. Decía que cuando meditaba no estaba escapando de su sufrimiento; por el contrario, se sentía acogida por la ternura y la fortaleza. Al abandonarse a su dolor y a su incertidumbre, descubrió la verdad del no saber en esa misma rendición. Esta experiencia le proporcionó una ecuanimidad mucho mayor.

Nuestros propios sentimientos pueden ser intensos y perturbadores cuando nos sentamos en silencio con una persona que agoniza, cuando somos testigos del desbordamiento emocional de los familiares en duelo o cuando luchamos por estar plenamente presentes y en calma mientras nos enfrentamos al miedo y a la rabia, a la tristeza y a la confusión de aquellos cuyas vidas están atravesando un cambio radical. Quizá queramos encontrar formas de aceptar y transformar el calor o el frío de nuestros propios estados mentales. Si hemos establecido unos buenos cimientos en una disciplina contemplativa, quizá podamos encontrar quietud, amplitud y resiliencia en la tormenta; incluso en la tormenta de nuestras propias dificultades en torno a la muerte.

Los budistas suelen referirse a sus rutinas habituales de meditación como una práctica, pues se practica el estar presentes. No tenemos que hacerlo perfecto; solo tenemos que estar ahí para hacerlo. Y una práctica habitual de meditación nos trae otros regalos asociados, como el lenguaje y el silencio, regalos que suelen venir juntos. El lenguaje aporta momentos de lucidez a nuestras mentes y a nuestros corazones, mientras que el silencio es esencial para cultivar esa concentración profunda, esa tranquilidad y esa estabilidad mental en nuestro interior. Las estrategias contemplativas que utilizan estos dos regalos entrelazados nos preparan no solo para morir, sino también para ofrecer cuidados. Algunas de ellas incluyen el silencio, la concentración y la apertura, mientras que otras incluyen el desarrollo de la imaginación orientada de manera positiva y la generación de cualidades mentales saludables.

Con frecuencia sentimos que cuando el sufrimiento está presente, el silencio y la quietud no son suficientes. Nos sentimos obligados a «hacer algo»: hablar, consolar, trabajar, limpiar, estar activos, «ayudar». Pero en el abrazo compartido de la meditación, el cuidador y la persona que está muriendo pueden ser sostenidos en un silencio íntimo que va más allá del consuelo o de la ayuda. Cuando me siento con alguien que está muriendo, intento preguntarme prudentemente: ¿Qué palabras le beneficiarían? ¿Realmente hace falta decir algo? ¿Puedo conocer una mayor intimidad con esta persona a través de una reciprocidad que vaya más allá de las palabras y de las acciones? ¿Soy capaz de relajarme y de confiar simplemente en estar aquí, sin la necesidad de que mi personalidad medie en esta conexión sensible que compartimos?

Un hombre que estaba muriendo me dijo: «Recuerdo que estuve con mi madre cuando estaba agonizando. Ya era anciana, como yo ahora, y estaba preparada para irse. Yo solía sentarme con ella, sosteniéndole la mano… ¿Me sostendrás tú la mía?». Así que nos sentamos juntos en silencio, con el contacto uniendo nuestros corazones.

Igual que el silencio, las palabras pueden de verdad ser valiosas. Podemos apoyarnos en el regalo del lenguaje, ya sea la oración, la poesía, el diálogo o una meditación guiada, como forma de revelar el significado de momentos y de cosas. Escuchar el testimonio de una persona que está muriendo o de un familiar en duelo es útil para la persona que habla; todo depende de cómo escuchemos. Quizá podamos reflejar las palabras y los sentimientos de tal forma que la persona que habla pueda escuchar, por fin, lo que ha dicho. Y atestiguar de esta manera también nos aporta a nosotros como oyentes comprensión e inspiración. El lenguaje puede aflojar el nudo que ha mantenido atada a la persona al duro límite del miedo, ayudándole a volver al hogar de la compasión, de las verdades que abren el corazón. Las palabras amables, o una meditación guiada, pueden también cultivar una actitud positiva y unos medios hábiles para afrontar las dificultades.

La atención plena, el núcleo de todo lo que estamos haciendo en el proceso de estar con los que mueren, es una práctica de prestar una atención profunda a lo que está teniendo lugar en el momento presente: lo que está ocurriendo en la mente y en el cuerpo del observador y también lo que está teniendo lugar a nuestro alrededor. Podemos practicar ser conscientes de nuestro cuerpo, de la respiración o de la experiencia del cambio físico (incluyendo la enfermedad y el dolor). También podemos experimentar ser conscientes de nuestras respuestas; las sensaciones que aparecen como reacción ante el placer y la incomodidad, y observar cómo surgen y desaparecen. Y, por último, podemos investigar nuestros estados mentales, como el anhelo, la ira, la confusión, la concentración, la claridad o la sensación de dispersión. Estos son los cuatro pilares de la atención plena: el cuerpo, las sensaciones, la mente y los objetos de la mente.

La confianza y la paciencia combinadas con la apertura y la aceptación –las cualidades que nutren la práctica de la atención plena– son las que nos sostienen cuando estamos con la persona que muere. Dichas cualidades nos ayudan a crear la necesaria relación entre compasión y ecuanimidad, y a aprender a responder desde un lugar que es más profundo que nuestra personalidad y nuestra mente conceptual. Con la ecuanimidad y la compasión como compañeros inseparables en nuestro trabajo, también nos volvemos menos críticos y menos apegados a los resultados. Para mí, la práctica de la atención plena ha sido el fundamento de mi aprendizaje y de mi práctica cuidando a otros. A muchos nos ha brindado el acceso al espacio silencioso y quieto desde el cual hemos de aprender a extraer nuestra fortaleza y nuestra sabiduría.

La práctica de la atención plena también nos ayuda a estabilizar la mente y el cuerpo. Nos ayuda a ser menos reactivos, más receptivos y más resilientes. Reduce el estrés y desarrolla nuestras capacidades intuitivas.

La atención plena se ve estimulada por la aspiración de ayudar a otros. Un compromiso basado en un estado altruista de la mente nos ayuda a separarnos de ese fuerte apego a nosotros mismos. Además, el deseo de estar al servicio de otros sirve para dar energía y profundidad a nuestra práctica y la vuelve más sensible y más inclusiva.

Ya estemos rezando o meditando, tenemos que llevar todo nuestro ser a nuestra práctica de meditación si queremos que tenga un beneficio real. Nuestra intención es practicar con el fin de ayudar a los demás, y el compromiso, la entrega total y la energía que llevamos a nuestra práctica crean una gran diferencia en cuanto a la calidad y el resultado de nuestra meditación. A modo de ejemplo, cuando nos enamoramos ponemos mucha energía en ofrecer lo mejor de nosotros mismos al ser amado. Si se nos dice que estamos gravemente enfermos, haremos lo posible para encontrar una cura. Nuestra práctica espiritual requiere el mismo grado de compromiso y de esfuerzo.

Debemos también ser conscientes de que las expectativas poco realistas pueden ser un problema. Una práctica de meditación no es un arreglo rápido para los hábitos mentales de larga evolución que están causando sufrimiento. Así como el cuerpo necesita estirarse de manera gradual para obtener más flexibilidad, también la mente necesita tiempo para su entrenamiento. No podemos levantar cargas muy pesadas en un día si no hemos entrenado el cuerpo para ello. No podemos subir rápidamente a mucha altitud si el cuerpo no está preparado. Si nuestras expectativas son demasiado elevadas y empezamos a tener problemas, es bastante posible que abandonemos nuestra práctica.

De hecho, cabe esperar aquello que denominamos problemas, porque cuando detenemos nuestra actividad mental y física habitual y nos sentamos en quietud, es frecuente que las dificultades se vuelvan más visibles. Incluso puede que nos volvamos más sensibles al sufrimiento o que nos sintamos expuestos al riesgo de una crisis. Probablemente, lo que se está desmoronando es el ego, nuestra identidad como un ser pequeño, separado, por lo que nuestra parte sana debería dar la bienvenida a todo esto. Pero a menudo aceptar los sentimientos crudos y difíciles que acompañan a la deconstrucción del ego no resulta fácil. Hay que ser pacientes, con el conocimiento de que todas las técnicas meditativas de este libro se han ido desarrollando a través de muchos años de ensayo y error. Además, para que sean efectivas se necesita tiempo, por lo tanto, sé paciente. Las dificultades en tu práctica bien podrían ser un indicativo de que tu práctica está funcionando. Aunque la paciencia o el dejarte ir no resulten fáciles para ti, intenta suspender el juicio y con amabilidad recuérdate a ti mismo esas cualidades cuando la resistencia esté presente. Hemos de estar dispuestos a arriesgarlo todo, especialmente aquello a lo que más queremos asirnos.

Por último, no olvides la importancia del compromiso, la regularidad y la motivación, todo lo cual supone esfuerzo. No podemos quedarnos sentados y esperar que algo mágico ocurra. Lleva todo tu ser a tu meditación, incluso el corazón de la aceptación cuando parece que no hay razón para continuar. Acepta este sentimiento y después sigue adelante. Cuando utilizamos las propias resistencias como soporte en nuestra meditación, estas nos dan fuerza y profundidad; las mismas cualidades de la mente que hacen que nuestro encuentro con el proceso de morir sea más sano.

Junto con el esfuerzo, cultiva la consciencia cuando no estés meditando, manteniéndote en contacto con el momento presente. Cualquier cosa que hagamos en nuestro trabajo con aquellos que están muriendo, nos comprometemos a hacerlo con consciencia, ya sea dar un baño con esponja, cambiar las sábanas, sentarnos en silencio con un amigo enfermo o sentarnos en silencio con nosotros mismos. La práctica formal de la atención plena nos brinda un contexto amplio y un poderoso espacio en el que cultivar esta consciencia. Y necesitamos ese tipo de concentración, porque al estar con los que están muriendo nuestra atención plena se verá constantemente desafiada por todo tipo de situaciones complejas: trabajar con familias en estados extremos de duelo, ira y frustración; trabajar con personas que están agonizando y sufriendo un dolor casi insoportable, miedo, negación o aislamiento; sentarnos con un amigo atrapado en la lenta marea del alzheimer o con una madre cuyo hijo ha sido asesinado. La conciencia enfocada sincroniza el cuerpo, el habla y la mente al llevar toda nuestra atención a la situación inmediata sin añadir nada adicional.

Cuando estamos aprendiendo a practicar la atención plena, e incluso si ya llevamos muchos años meditando, llevamos nuestra atención al objeto más íntimo, nuestra respiración. Moramos en esa intimidad. Después expandimos nuestra concentración con el fin de incluir nuestro cuerpo, aprendiendo a habitar en la unidad de la respiración, la mente y el cuerpo. Una vez que estamos familiarizados con este estado, podemos abrir nuestro enfoque para incluir el mundo que nos rodea. Lentamente, expandimos nuestra confianza más allá de las vallas coronadas por cuchillas de nuestro miedo. Es así como podemos entrar en una relación íntima e inquebrantable con la existencia misma.

MEDITACIÓN

Espalda fuerte, corazón suave

La práctica de seguir la respiración y aquietar la mente no solo es fundamental en la práctica budista; creo que también es crucial para la práctica de estar con los que están muriendo. En este upaya, aprenderemos cómo asentarnos y encontrar quietud en nuestro interior, ayudándonos a estar en paz en todo momento, independientemente de lo que ese momento traiga.

Siéntate en una posición confortable que te permita permanecer quieto durante algún tiempo, ya sea en una silla o en un cojín de meditación. Una vez sentado, toma consciencia de tu respiración y de tu cuerpo. Permite que se relaje el cuerpo. Si estás en una silla, relaja las piernas y apoya las plantas de los pies sobre el suelo. Si estás sentado sobre un cojín, coloca las piernas de la manera que te resulte más cómoda, pero asegúrate de que no impides la circulación. Intenta estar presente con la sensación de gravedad. Integra la firmeza de la tierra en tu cuerpo y en tu mente. Permite que todo tu cuerpo experimente la fuerza de tu conexión estable con la tierra. Relájate en la firmeza de esta estabilidad.

Ahora lleva tu conciencia a la columna vertebral. Respira en tu columna. Aprecia lo vertical, lo fuerte, lo flexible y lo conductiva que es. Balancéate con suavidad de lado a lado para asentar tu postura. La fortaleza de tu columna te permite sostenerte erguido en medio de cualquier situación. Puedes recordarte a ti mismo esta fortaleza afirmando interiormente: «Espalda fuerte». Tu mente y tu espalda están conectadas. Siente la sensación de verticalidad y de flexibilidad en tu mente.

Ahora permite que tu conciencia se dirija a tu abdomen. Respira en tu abdomen. Permite que tu respiración sea profunda y fuerte mientras el abdomen se eleva y desciende. Desplazando tu conciencia a tu pecho, entra en contacto con la suavidad, con la sensación abierta de este espacio. Permítete estar presente con tu propio sufrimiento y con el hecho de que, igual que tú, los demás también sufren. Imagínate estar libre del sufrimiento y ayudar a otros a estar también libres. Siente la fuerza de tu determinación emanando de tu abdomen. Permite que tu corazón esté abierto y permeable. Libera cualquier tensión mientras dejas que la respiración pase por tu corazón. Recuérdate tu propia suavidad diciendo: «Corazón suave».

Lleva ahora la atención a los pulmones. Con la columna erguida, permite que tu respiración llene tus pulmones. Llena suavemente los pulmones de aire. Con gratitud, recuerda que tu vida está respaldada por cada respiración. En este punto puede que toda la parte delantera del cuerpo empiece a sentirse abierta, receptiva y permeable. A través de tu cuerpo abierto puedes sentir el mundo, lo que te confiere compasión. A través de tu columna fuerte puedes estar con el sufrimiento, lo que te confiere ecuanimidad. Permite que estas cualidades de ecuanimidad y compasión se mezclen entre sí. Permite que una dé forma a la otra aportándote una presencia genuina. Espalda fuerte, corazón suave. Esta es la esencia de nuestro trabajo al estar con los que están muriendo.

Lleva la conciencia a tus hombros permitiendo que se suavicen y se relajen. Después lleva tu atención a las manos. Experimenta con las siguientes dos posiciones y observa cómo influyen en tu estado mental. Una posición es descansar las manos en las rodillas, dejando abierta la parte delantera de tu cuerpo. Esta es una manera de entrar en una atención compartida mientras sutilmente das la bienvenida a todo en tu conciencia. Puedes alternar colocando las manos juntas delante del abdomen, lo que refuerza la consciencia y la concentración internas.

Lo que haces con los ojos influye en tu mente. Tus ojos pueden dirigir la mirada hacia delante, sin aferrarse a nada. Pueden estar ligeramente abiertos, llevando la mirada hacia el suelo, o pueden estar cerrados. Si están abiertos, puedes estar con la vida según se va desplegando, aportando una sensación de luminosidad al mundo fenoménico. Con los ojos entreabiertos, estás en el umbral entre tu mente y el mundo exterior. Sin entrar en ninguno de esos mundos, unes estos dos mundos en el vacío. Con los ojos cerrados, te relajas en una concentración sin distracciones.

Si surge cualquier sonido, imagen, olor, gusto o cualquier otra sensación, permite simplemente que entre y salga de tu conciencia mientras mantienes la mente en la respiración. Permítete la simplicidad. Al relajarte de esta forma puedes empezar a entrar en un lugar que es más profundo que tu personalidad, más profundo que tu identidad, más profundo que tu historia.

Al finalizar nuestra práctica de meditación, ofrecemos a los demás cualquier beneficio que hayamos podido obtener. También nos recordamos que debemos llevar el espíritu de la práctica a nuestra vida diaria, con el fin de ayudar a los otros.

Esta es la meditación básica a la que volveremos una y otra vez a lo largo de este libro. Seguir la respiración durante unos momentos es la mejor forma que he encontrado para calmar la mente y el cuerpo y prepararme para aquellas prácticas más complicadas o potencialmente más intensas. A menudo utilizo la respiración como el objeto de mi atención, pues la propia vida depende de ella. Es más, puedes descubrir el estado de tu mente según la cualidad de tu respiración: ¿Es irregular o suave, superficial o profunda, rápida o lenta? Muchas veces puedes calmarte regulando tu respiración. Cuando las cosas se pongan demasiado tensas o dispersas, siempre puedes volver a la respiración el tiempo que necesites para arraigarte de nuevo.