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PRÓLOGO


En 1956 ocurrió algo que cambió el rumbo de la literatura popular española: nació El Capitán Trueno.

Creado por Víctor Mora e ilustrado por Ambrós, la editorial Bruguera puso en circulación un tebeo en blanco y negro, en formato apaisado y con una tirada inicial de 3.000 ejemplares que, poco tiempo después, alcanzaría la cantidad de 300.000 copias semanales, superando en difusión a las cabeceras de prensa del momento. El Aventurero es un reconocimiento a los dibujantes y guionistas de tebeos que, con pocos medios, mucho esfuerzo y una poderosa capacidad creativa, consiguieron mantener la ilusión de los jóvenes lectores que aprendieron a leer en sus páginas.

A ellos está dedicada esta historia, con todo cariño, respeto y admiración.


PRIMERA PARTE


CAPÍTULO 1

¡A SANGRE Y FUEGO!


Me llamo Víctor Latienza y tenía quince años recién cumplidos cuando entré, el 2 de junio de 1956, como cada tarde en El Aventurero, la tienda de venta, alquiler y cambio de novelas y tebeos, que estaba situada en el barrio obrero de San Diego, al sur de Madrid.

El Aventurero era una vieja casucha solitaria, de planta baja, recubierta de tejas rojas, cuyas paredes estaban pintadas con un color amarillento, agrio y sucio que recordaba lejanamente a la vainilla. Los muros conservaban las huellas de los balazos recibidos durante la contienda civil, como un recordatorio amenazante que nadie se atrevía a ocultar. Delante, se extendía una plaza triangular sin empedrar que llegaba hasta la misma puerta del Gran Cine París, que se erguía orgulloso, rodeado de edificios más pequeños, consciente de ser el cine fronterizo de Madrid ya que, más allá, no había ninguno.

Aquel inolvidable día, a principios de junio, la pequeña librería rebosaba de lectores que leían las últimas novedades de sus tebeos favoritos: Pantera Negra, Roberto Alcázar, Apache, Hazañas Bélicas, El guerrero del antifaz, Florita… En las paredes había varias filas de listones de madera que sujetaban ejemplares de los tebeos más solicitados para que los propios lectores pudiéramos coger el ejemplar que más nos gustara y, después de pagar los quince o veinte céntimos en concepto de alquiler, podíamos leerlo una sola vez, dos si el dueño estaba distraído.

El local estaba dividido en dos zonas claramente diferenciadas: los chicos nos sentábamos a la derecha y las chicas a la izquierda. En el centro, marcando la frontera, había un pequeño mostrador de madera ocupado por el gerente del local, Antonio Quesada, al que todos llamábamos Bruguera y que, en ese momento atendía a un hombre que quería cambiar una vieja novela de Marcial Lafuente Estefanía, el autor preferido de los amantes del wéstern, por un nuevo título.

Aproveché para buscar las novedades. Después de hacer una larga revisión, me fijé en la portada de Aventuras del FBI y descolgué el cuaderno con la intención de leerlo.

Después de decidirse por una novela titulada Coyotes en la ciudad, el cliente pagó treinta céntimos y se marchó dejando el mostrador despejado, momento que aproveché para acercarme:

―Hola, Bruguera ―le saludé―. Tienes mucha gente hoy.

―Sí, han llegado varias novedades… Por cierto, Víctor, ha salido una nueva colección que puede gustarte ―explicó después de dar una profunda calada a su estrujado Celtas.

―¿Qué es?

―Mira ―dijo extendiendo un cuadernillo horizontal―. El Capitán Trueno. Lo he recibido esta mañana.

Cogí el tebeo y lo miré con atención. Enseguida me sentí atraído por la fuerza del título: ¡A sangre y fuego!

En la parte izquierda de la portada, enmarcado en una franja roja vertical, se erguía un caballero medieval vestido de amarillo que, con aspecto desafiante, sujetaba una espada en la mano derecha y un escudo en la izquierda. En el pecho, lucía una enseña formada por barras verticales de colores rojo y amarillo.

―Parece interesante ―dije inmediatamente dejando diez céntimos sobre el mostrador, junto al ejemplar de Aventuras del FBI―. Lo voy a leer.

―Ya me dirás qué tal está ―contestó Antonio―. Tu opinión me interesa.

Me acoplé en un sitio vacío, junto a Contreras, un fornido cliente habitual con el que siempre tenía encontronazos. Lo ignoré y me dejé atrapar por la historia: «En un campamento de los cruzados, frente al último bastión árabe de Palestina…» En la primera escena, el rey Ricardo Corazón de León, que ha organizado un torneo para mantener activos a sus hombres, derriba a varios contendientes y es desafiado por un caballero negro llamado el capitán Trueno. «Es el jefe de los cruzados españoles», dice alguien. Ricardo acepta el reto y se enfrentan con la lanza en ristre; el choque es brutal y ambos contendientes caen al suelo levantando una gran polvareda…



Devoré las diez páginas con el corazón acelerado. Aquellas viñetas reflejaban la lucha de hombres de honor, dispuestos a conquistar la fortaleza enemiga con un arrojo nunca visto en los tebeos que solía leer. La última ilustración mostraba al capitán Trueno a punto de ser destrozado de un hachazo por un agresivo sarraceno. Y debajo, la última palabra, la maldita palabra: «CONTINUARÁ».

Pocas veces había tenido una sensación tan fascinante.

Pocas veces había leído una historia tan vibrante.

Pocas veces había decidido seguir una colección con tanto entusiasmo.

Me levanté y me acerqué al mostrador.

―¿Te ha gustado? ―me preguntó Bruguera.

―Es de lo mejor que he leído en mi vida ―respondí inmediatamente―. La historia y los dibujos son impresionantes. ¡Parece que los personajes están vivos! Va a ser un éxito. Puedes estar seguro.

―A ver si es verdad y se alquila mucho. Al final, son los éxitos los que animan el negocio. Ojalá hubiese más.

―Pide más ejemplares, te los van a quitar de las manos.

Antonio sonrió. Se fiaba de mi criterio. Ya había vaticinado lo mismo en varias ocasiones y siempre había acertado… Mendoza Colt, Apache y Pantera Negra eran la prueba palpable de mi gran intuición de lector.

―Para agradecerte tu opinión, puedes coger un par de tebeos gratis ―dijo Bruguera, señalando los colgadores―. Elige los que quieras.

―Prefiero releer El capitán Trueno, si no te importa. Con eso me siento pagado.

Cuando me disponía a sentarme, un hombre de aspecto estirado, que lucía un fino bigote, gafas negras, con traje y sombrero entró en el local. Apenas lo vimos, todos tuvimos un mal presentimiento:

―¿Antonio Quesada? ―preguntó el recién llegado―. El Bruguera…

Antes de que pudiera contestar, dos policías de uniforme ya se habían introducido en el local.

―Sí, soy yo. ¿En qué puedo servirle?

El hombre mostró una placa y dijo:

―Soy el inspector Morales. Hemos recibido una denuncia y tenemos que registrar el local.

―¿Una denuncia? Pero si aquí solo hay…

―Parece que en este local se distribuye material subversivo. Incluso pornografía…

Antonio se quedó lívido, incapaz de responder. Era una acusación grave. Demasiado grave para ignorarla. Yo me quedé quieto, sin decir palabra, dispuesto a no llamar la atención.

―¡Fuera todo el mundo! ―ordenó el inspector dirigiéndose a los que estábamos en el local―. ¡Fuera!

Se notó que Antonio sintió un temblor que le recorrió las piernas mientras veía como sus clientes salíamos del local. Contreras arrojó despectivamente el tebeo que había alquilado sobre el mostrador.

―¡Salga de ahí y deje el paso libre, señor Bruguera! ―le ordenó Morales―. ¡Cierren la puerta y procedan al registro!

Me disponía a salir cuando el inspector se fijó en mí:

―¿Qué llevas ahí? ―me preguntó agarrando el cuadernillo que aún permanecía en mis manos.

―Es un tebeo nuevo ―balbucí―. De aventuras medievales.

―¡Esto es ilegal! ―exclamó el hombre enfurecido―. ¡Ese símbolo que lleva en el pecho está prohibido! ¿De dónde has sacado esto?

―Se lo he prestado yo ―intervino Antonio―. Me lo ha traído la distribuidora. Tiene el depósito legal. Es de la editorial Bruguera.

―¡Me da igual de quién sea! ¡Es bazofia!

―Es de un capitán español que se llama Trueno, capitán Trueno ―alegué un poco nervioso―. No tiene nada de malo.

―Es nuevo, ha salido hoy y no he tenido tiempo de… ―empezó a defenderse Antonio.

―Los chavales no deben leer esto. Mucha violencia, mucha porquería… ―advirtió mientras lo arrojaba al suelo―. ¡Subversión!

Después de revolver algunos ejemplares, el inspector empujó un montón de tebeos que estaban apilados sobre

el mostrador y los dejó caer al suelo, donde se desparramaron.



―¡Registrad este tugurio de arriba abajo! ―ordenó Morales a sus hombres―. ¡Deprisa!

Los dos agentes revisaron y revolvieron los ejemplares, poniéndolo todo patas arriba. Parecían disfrutar con su trabajo.

―A ver, chaval, tu nombre y tu dirección ―me pidió el inspector―. Vamos a informar a tus padres… Venga, no me hagas perder tiempo…

Me sentí aterrado. Si mis padres se enteraban de que la policía me había detenido, se me iba a caer el pelo. Mi padre me lo haría pagar caro.

―Me llamo Víctor Latienza… y vivo ahí detrás, cerca del cine, enfrente quiero decir…

―El chico no tiene la culpa de nada ―intervino Antonio―. Yo soy el responsable de lo que aquí se alquila. Soy el único causante…

Morales le miró con recelo, pero cedió:

―Está bien, chaval, por esta vez te libras, pero a la próxima no te irás de rositas… ¿Qué habéis encontrado? ―les preguntó a los agentes.

―Nada, inspector… Solo tebeos de mierda… Aquí no hay nada ilegal… Novelitas del Oeste, del espacio, policíacas… ¡Bah!

―Ya sé que no hay nada ilegal, pero hay mucha porquería… Mucha basura para influir sobre estos chicos… ―gruñó―. Venga, vámonos.

Los tres hombres salieron de El Aventurero con las manos vacías, dejando un rastro de caos y desorden tras ellos.

―¡Rece para que no tengamos que volver, Bruguera! ―le advirtió el inspector―. Esas novelas de tiros solo generan violencia… La próxima vez que recibamos una denuncia le precintamos el local. ¡Queda advertido!

No me moví hasta que los tres hombres subieron al coche que les esperaba en la puerta. Tardaron poco en desaparecer.

Entonces, me fijé en lo que había a mi alrededor y lo que vi me partió el corazón: Bruguera estaba lívido, con la mirada perdida, rodeado de ejemplares desordenados, tirados sobre el mostrador y esparcidos por el suelo.

―Toma, Víctor ―dijo recogiendo el ejemplar de El capitán Trueno―. Te lo regalo. Es para compensar el susto que te has llevado. Lo siento…

Agarré el tebeo y apenas pude susurrar un leve «Gracias» antes de salir de El Aventurero.


CAPÍTULO 2

HÉROES SONRIENTES


Esa noche, mientras cenaba en mi casa con mis padres, la radio Marconi emitía un episodio del humorista Pepe Iglesias, el Zorro; yo no dejaba de pensar en lo que había ocurrido en El Aventurero. Por muchas vueltas que le daba, no lo comprendía. ¿A qué había venido semejante atropello? Ahí no se hacía nada ilegal, ni subversivo; ahí solo se leían inocentes novelas y tebeos de aventuras.

―¿Qué te pasa, Víctor? ―me preguntó mi madre―. Te veo distraído.

―Pensaba en lo que voy a hacer este verano, madre. Quiero aprovechar el tiempo y hacer algo útil.

―Yo he pensado que podrías trabajar ―intervino mi padre―. No estaría de más que trajeras unos duros a casa.

Seguí cenando, fingiendo que prestaba atención al Zorro: «… El finado Fernández iba una noche…», buscando la manera de no responderle.

―Me ha dicho Elorrieta que si quieres, puedes trabajar en su bar…

―Y ¿qué sé yo de bares, padre?

―Para eso no hay que saber nada. Despachas lo que te pidan y listo. Ganarías unas pesetas que nos vendrían bien. Ser camarero no es ninguna deshonra, digo yo.

Mi madre carraspeó un poco, como pidiendo permiso para intervenir. Sabía muy bien que no era buena idea contradecirle:

―Horacio, no sé si es bueno que el chico trabaje en un bar ―alegó―. No es el mejor sitio para un muchacho. Es demasiado joven para eso.

―Y ¿qué tiene de malo? ¡Yo también trabajo en un bar!

―No es lo mismo. Él solo tiene quince años.



―A esa edad empecé yo a trabajar. Tiene que espabilar. Son tiempos duros. No quiero criar a un hijo blando. Víctor tiene que afrontar las cargas de la vida lo antes posible.

―Es que yo quiero ser dibujante ―dije, sorprendiéndome a sí mismo por la espontánea declaración.

―Eso no es una profesión… ¡Dibujante! Y ¿qué quieres dibujar tú? ¿Retratos?

―Tebeos. Quiero dibujar tebeos, padre.

Casi se atragantó.

―¿Qué? ¿Dibujante de tebeos? ―masculló, mirando acusadoramente a mi madre ―. ¿Lo ves, Remedios? Eso es lo que pasa por dejarle perder el tiempo en bobadas. ¡Dibujante de tebeos! ¡Lo que hay que ver!

―Algunos se han hecho ricos haciendo viñetas ―me defendí―. Si tienes éxito, puedes ganar mucho dinero. En América, los dibujantes son ricos… Hal Foster, Álex Raymond…

―No estamos en América.

―Lo sé, padre, pero me da igual…

Me encerré en mí mismo y preferí no seguir la discusión…. «Soy Pepe Iglesias, el Zorro, Zorro, Zorrito…». Después, sacó su cajetilla de Ideales, encendió un pitillo y se quedó mirando su vaso de vino.

―¿Para eso he perdido yo una guerra, para tener un hijo que quiere dibujar tebeos? ―dijo en voz baja.

Cogió el vaso, agarró una silla, salió de la casa y se sentó afuera, en la acera, tratando de digerir mis palabras y mi actitud de rebeldía.

Entonces, ayudé a mi madre a recoger la mesa.

―Menudo disgusto se acaba de llevar tu padre ―dijo ella―. Va a estar una semana sin dirigirnos la palabra.

―Lo siento mucho, madre. No quería disgustarle, pero tenía que decirle lo que pienso.

Me miró con comprensión. Mi padre no era hombre al que se le pudieran decir cosas que no le gustaban.

―Supongo que tienes razón, hijo…, pero esto ha sido muy fuerte para él. No se esperaba una cosa así. Además, es muy difícil que te contraten algún día como dibujante… No conocemos a nadie en ninguna editorial.

Tardé un poco en responder.

―Quiero apuntarme a una escuela de dibujo ―dije al cabo de un rato―. Para ser un buen profesional necesito aprender a dibujar bien. Dar clases me ayudará mucho.

―¿Estás seguro de lo que dices? ¿Crees que tu padre lo llevará bien? Él cuenta con que vas a buscarte un trabajo serio. Ya tienes edad para ganarte la vida. Y él ya está un poco cansado…

―Voy a prepararme para ser dibujante de tebeos ―afirmé muy contundente―. Es lo único que me interesa. No trabajaré en ningún bar.

―Anda, sal de aquí y déjame hacer… Vete a dormir, que es tarde.

A través de la ventana, vi que mi padre estaba de cháchara con el Gordo, el sereno del barrio, que iba a empezar su servicio nocturno. No sabía qué había entre ellos, pero parecía que siempre tenían algo de qué hablar. «Seguro que hablan de la guerra», pensé antes de irme a la cama.

Abrí el cajón de su mesilla y saqué el tebeo del capitán Trueno que Antonio me había regalado horas antes.

La portada me tenía hipnotizado. Estudié la figura aguerrida del protagonista y me fijé en los detalles… Por primera vez me interesé en los trazos de pincel… y en la firma del dibujante… ¡Ambrós!



También descubrí una frase en la portada, en la parte de abajo: «¡Había que tomar la fortaleza a toda costa!». Una frase que subrayaba la magnífica ilustración en la que el capitán Trueno, montado en su caballo, desarmaba con su espada a un soldado enemigo mientras, a su lado, sus dos amigos, Crispín y Goliath aporreaban las cabezas de los sarracenos… Me di cuenta de un detalle que hasta ahora me había pasado desapercibido: los tres amigos sonreían, daba la impresión de que se divertían peleando, lo que ayudaba a que resultaran simpáticos a los lectores. «Tengo mucho que aprender ―pensé―, no todo es dibujar, también hay que dar vida a los personajes».



Después de repasar las páginas una y otra vez, lo dejé en el suelo, cerré los ojos y apagué la lámpara. Ya era muy tarde y el silencio y el calor eran abrumadores. Todo el mundo dormía. Todo el mundo menos el Gordo, que de vez en cuando rompía el silencio de la noche con sus gritos: «¡Sereno!».

Por fin, caí rendido por el sueño.