Mil mamíferos ciegos

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Editorial Dos Bigotes

 

Mil mamíferos ciegos

 

Isabel González

 

 

 

 

Primera edición: abril de 2017

 

MIL MAMÍFEROS CIEGOS © Isabel González

 

© de esta edición: Dos Bigotes, a.c.

Publicado por Dos Bigotes, a.c.

www.dosbigotes.es

info@dosbigotes.es

 

isbn: 978-84-946824-0-7

 

Diseño de colección:

Raúl Lázaro

www.escueladecebras.com

 

 

Todos los derechos reservados. La reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio, deberá tener el permiso previo por escrito de la editorial.

 

 

 

 

 

Beber, comer, son deseos que se satisfacen y el cuerpo absorbe algo más que la imagen del agua o la imagen del pan. Pero el cuerpo no puede absorber nada de la belleza de un rostro o del esplendor de la piel. Nada: come simulacros, esperanzas extremadamente leves que se lleva el viento.

 

De natura rerum, Canto IV, Lucrecio

 

Bosque I

 

 

La naturaleza tampoco basta. No bastan los bosques, la lluvia, el océano tal con su nombre tal. Mil topos indagan bajo la tierra. Andarán buscando sus ojos. Por eso avanzan, caminan. Yago camina en busca de qué. Yago camina, despega una hoja del suelo, y al hacerlo, al volverla transparente, el cuerpo amado se encarna. Su piel, sus nervaduras, toda la confusión de ese su. Ya era hora de algo definitivo por decisión propia. Da risa cada palabra: definitivo ja, decisión ja, propia ja. Dignas de ironía las tres aunque él no se ría. Él camina con el asombro de alguien en quien lo eterno se detuvo un poco y se largó. La silla coja añora el cuerpo que la aplastaba. Crujido permanente de lo quieto y roto, he aquí lo eterno. Yago acerca la hoja a sus labios y desliza la punta de la lengua despacio, furtivo. El gusto seminal de la clorofila lo sacude. Se mete la hoja en la boca y la mastica. Dientes voraces, los ojos arrasados, solo. Mil mamíferos ciegos.

Esta historia empezó en primavera. Con Yago un poco más joven.

—Llévate la manta.

—Hace calor.

—Hará frío.

—Correré.

—Te cansarás.

—Descansaré.

—Cojearás.

—Correré cojo.

—Llévatela, por favor.

Ruego a ruego, la madre plegaba la manta, la reducía. Estaba a punto de convertirla en trapo cuando Yago la cogió de sus manos y ella, recostada en el sillón, lloró con la habilidad de transmitir que contenía un llanto mayor. Buena actuación, mamá. Secó su cara con una esquina de la manta, la besó, y salió a la calle. Con la manta bajo el brazo. Con las lágrimas.

Yago se estaba yendo de casa y su madre no miraba por la ventana.

—Lo vuestro acabó, hijo mío.

—No acabó. Tengo que irme.

Cómo decirlo. Que la voluptuosidad le impedía vivir con los otros, como los otros, como a medio gas. Que hasta el vuelo de un zángano zumbaba en su pecho. Si prendían un cigarro, trepaba por el humo. Detonaba en sus oídos el tintinear de la loza. Masturbarse era tan fácil. Ni genitales le hacían falta. Cerraba los ojos, se chupaba la mano izquierda y sobrevenían trifulcas. La lengua iba a por los dedos y los dedos trataban de apresar la lengua hasta el límite de la arcada. El calambre súbito levantaba sus párpados y lo enfrentaba a la pose barroca de su mano. La mordía con ganas. Con hueso y cartílago. Un rastro de saliva lenta y viscosa bajaba por su antebrazo.

Sigue bajando.

Lenta y viscosa por lo que ya se ha dicho.

Como la naturaleza tampoco basta, Yago escribe:

 

Todo lo que he besado por no besarte. La obscenidad de las cosas que me rodean desde que te fuiste. Dirán que me fui yo, pero es mentira. Yo sigo todavía ahí, en el instante que crece sin cielo. Todo lo que estoy besando por no besarte. Los perros abandonados y los cautivos, las hojas, mis manos, la boca abierta de las frutas maduras que caen al suelo y revientan. Desde que salí de casa, la escarcha trepana mi cráneo confuso, cada vez más ralo. Sin pelo. Me voy a quedar sin pelo. Es un clamor entre los piojos que han venido a vivir conmigo. Recuerdo demasiadas cosas y ahí estoy. Da igual donde me vean los otros. Hace frío. Hoy amaneció despejado y luego llegaron las nubes. La buena gente del café con leche dirá amaneció cubierto y no será verdad porque yo sé la verdad. Que por un instante hubo luz. Empiezo a llorar menos, eso sí. Se pierde hidratación y abrigo. He empezado a tallar un tronco. Creo que te gustará. Estoy muy ocupado. Te dejo.

 

Yago

 

(Te dejo, dice.

Ojalá.

Al menos camina, sigue.

¡Sigue, Yago!

Aún te queda bastante).

Yago come hojas, la polilla perfora abrigos y la mermelada se oxida. Yago ensucia cualquier contacto y solo el movimiento lo salva. Se detiene en un cruce. «Chupa mis manos para envilecerte», pronuncia. Hace días que la frase le atora la garganta como un hueso de pollo sin el resto del pollo. Necesita soltarla, hablar con alguien. Cincuenta lunas sin hablar han hecho de él un indio. Un indio mudo. Dos pueblos en fila. Perfecto. Yago entrará en el primero, venderá sus tallas de madera y comprará una navaja. Una buena. Se acabó ese cuchillo roñoso con el que trabaja. Pan sí. Pan también. «Chupa mis manos para envilecerte», repite. Que no sea la primera frase que salga de su boca, que no lo sea. Alguien viene en dirección contraria por el arcén. Lleva un ramo de flores y es un anciano o lo parece. Porque va muy tapado. Porque evita los charcos en vez del tráfico. El probable hombre arrollado se acerca.

—Chupa mis manos para envilecerte —suelta Yago.

Y el hombre se aleja sin traducir en gestos lo que acaba de oír. Está claro: es un anciano. Alguien que bastante tiene con retener la frase y la turbación. Volverá del cementerio sin flores, pedirá un vino en el bar del pueblo y cuando Yago pase por delante, lo señalará con el dedo. Ha sido él, dirá a los otros. Él ha dicho chupar. La complejidad reducida a un verbo. Los señores lo mirarán, beberán en perfecta sincronía y Yago lo sabe. Yago acierta porque viaja por las afueras y las afueras se construyen con lo de dentro. Las prisiones, los hospitales, los cultivos sin cultivar. Las afueras de la gente son lo que callan, lo que encalla en el corazón. Una frase inoportuna y ya nadie comprará sus figuras. En el pueblo del anciano delator, sus setas talladas —sus níscalos—, se han convertido en algo aberrante: falitos de madera a buen precio. Yago cruza el río y desvía sus pasos hacia la población vecina. Esta vez es una chica quien viene corriendo. Trae sudor, suavizante, ráfagas. Se encuentran en el puente. «Chupa mis». (Calla, Yago, cállate).

La joven pasa.

—¡Ey, se te ha caído esto! —le dice Yago.

Agita en el aire un minúsculo reproductor de música y ella se detiene. Se da la vuelta, recaba en el muchacho que le hace señas, y tras calibrar riesgo y beneficio, decide no acercarse. Seguir corriendo.

—¡Chúpame el capullo, capulla! ¡Chúpamelo! —grita Yago.

Necesita construirse un motivo de repulsa. Algo más serio que sus andrajos y su soledad. Lanza el cacharro al río y entra en el pueblo: cuatro casas, quinientos habitantes y suerte. Yago está de suerte porque es día de mercado. Qué bien. «Estoy de suerte» es su frase preferida. Luminosa, fácil. (Ves qué fácil, Yago. Ves qué fácil). Los vendedores llegan en furgonetas y ya hay gente haciendo cola, mucho ruido, agitación, tumultos. El duelo cívico del que vende y del que compra. Los rivales templan el pulso a voces, a risotadas. Instalan las estructuras plegables del orden temporal. De humor y aluminio. Yago debe abrirse un hueco, pero cómo si no es más que un muchacho sin permisos. A ver. Un momento. Espera. Eso es.

En la plaza del pueblo, entre hortalizas y batas, un imbécil da vueltas a la fuente con una seta de madera sobre la nariz:

—¡Estáis de suerte, amigos! ¡Estáis de suerte, cocodrilos! —canta.

Los niños lo siguen.

—Si se me cae es tuya. La seta, no la nariz.

—Si la coges, te contaré lo que quieras. Las estrellas.

—Estáis de suerte, amigos.

Los niños juegan con Yago mientras los padres compran. De vuelta, le pagan por entretenerlos. No por sus figuritas. Por sus figuritas, no. Los niños pequeños muestran orgullosos sus setas labradas, pero no es por eso por lo que han pagado.

—¡Devuélvela ahora mismo!

Una madre arranca la talla de la mano de su hijo y se la entrega a Yago.

—Es gratis, señora.

—Nada es gratis —dice la mujer.

Y arrastra a su niño al coche. No sabe que Yago ha logrado meter la figurita en el abrigo del chaval, que el chaval se ha dado cuenta y que así, acaba de crear una complicidad, un secreto. Son tan tristes los secretos. Un secreto: enterrar lo vivo.

Yago mira las monedas en su mano y no habrá pan, pero habrá navaja. Corre a por ella. Ya la tiene. Aquí está. De empuñadura blanca. Hace pivotar la hoja y el sonido es preciso, contundente. Clak. Se la guarda. No hacen falta cuchillos para arrancar coles ya arrancadas, lacias entre los restos. Mientras desmontan el mercado, Yago hace acopio de verduras pochas. Lo que nadie ha querido lo quieren ahora él y los servicios de limpieza. Rápido. Se lo van a llevar todo. Es posible que no tan rápido. Los servicios de limpieza son una señora con chaleco fosforescente. Ella: podría ser mi hijo. Él: podría ser mi madre. Y se miran con la desconfianza de la apertura a la confianza que podría nacer entre ellos.

(Vuelve al bosque, Yago. Allí no hay secretos. Allí te cansarás de gritar te amo. Una vez te escuchó una abubilla. Y lo sé: en estas circunstancias, muchas cosas suenan ridículas).

 

 

Mientras permanezca en el bolsillo, la navaja —la idea— no cambia a la gente. Otra cosa son las coles. Tras abandonar el mercado, Yago se ha convertido en un joven con un cargamento de coles, y cómo intimidan de lejos. Yago hace feo en el camino y por feo, lo detienen. Frenazo de coche. Polvo en suspensión. Dos policías.

—¿Algún problema?

Yago va a contestar, pero se adelantan.

—¿Y esas coles? Usted no trabaja por aquí.

Yago niega con la cabeza.

—Quedan confiscadas. No oponga resistencia —dicen.

Yago no opone resistencia. Va a introducir el saco en el maletero del coche y al inclinarse, la navaja rasga el bolsillo y le roza el muslo. Otro movimiento y resbalará por su pernera, saldrá a la luz, la verán. Cuidado. Mutación de herramienta en arma. Tiene que hacer algo. Que la navaja no salga. Yago se queda quieto, rígido. El saco de coles a sus pies.

—¿Te pasa algo, chico?

Los policías parecen preocupados. Yago ni se inmuta.

—¡Se está meando!

—¿Qué?

—¡Que se está meando encima, joder. Está mojando las coles!

La orina vuelve a poner en marcha el coche. Combustible barato. (Ves qué fácil, Yago). El coche se aleja. Yago aparta las coles húmedas, carga el saco al hombro y atraviesa la hora de los perros. Sus ladridos traen la oscuridad. La noche no llegará sin ellos. Perros que durante el día lo lamen y se frotan contra él, lo amenazan a esta hora de proteger las ovejas o un huerto. Da igual que les haya puesto agua y un buen nombre de perro. Tina o Bobo o Armando. El candor del nombre no sirve. Cuando atardece, los perros guardianes gruñen tras las alambradas y descarnan sus hocicos contra los somieres viejos que parcelan los huertos. Camas en pie. Rejas. Mañana volveremos a ser amigos, perros míos. Mañana por la mañana en esta esquizofrenia. Yago supera la cuesta. Fin de huertos y de rebaños. En un par de minutos, la Tierra girará, los ojos verán que el sol cae y no será un error perceptivo sino lo cierto. Que no giramos, que caemos. El cuerpo engaña/no engaña. Lleva el pantalón mojado y el truco es correr. Si corres, nunca hará frío. Las coles se lo impiden. Torpe y denso, Yago avanza sobre láminas de mantillo. Pies en el barro. Canto último de los pájaros. Pupilas abriéndose en las cavidades.

Yago entra en el bosque y en un calvero a resguardo, un tronco caído.

Buena madera,

resistente,

dúctil.

Yago suelta el saco, extrae la navaja y se sienta a horcajadas sobre el tronco. Hola, mi amor. Clak. La precisión del nuevo filo lo arrebata y se la clava, lo trabaja, lo talla. Va a convertirlo en un abrazo de dos eslabones y lo está consiguiendo.

Con la madera sobrante, fabrica los níscalos-seta-falitos. Las tallas que luego vende en los pueblos.

Oscurece.

 

 

 

 

 

 

 

PESADILLA

El sí se agota en el acto, pero el no insiste. El no tiene sus ecos propios, sordos. El no es un no cada día. Un no por segundo. El sí se expande después de hundirse. El no es un objeto sin objeto. Una pared sin martillo.

 

 

 

 

 

 

 

 

Yago despierta abrazado a sí mismo. Tiembla. Yago ha aprendido a abrazarse. Hay que hacerlo cuando se está solo: enajenar porciones exactas del propio cuerpo. Enajenar las que dan y recibir con el resto. La mejilla recibe. Su mano la sacude hasta lo real. Lo real es necesario para sobrevivir y tendrás que sobrevivir si quieres vivir luego. Este es el orden que Yago ha invertido. De ahí la dificultad. El frío le abre los ojos antes que el sol. La escarcha se incrusta en las grietas y revienta aquello que no cede. Un fenómeno imposible en el elástico imperio de lo vivo. Algo usual en cañerías y paramentos. Todavía tumbado, Yago pasa revista a su cuerpo aterido. ¡Pierna derecha! ¡Presente, señor! ¡Pierna izquierda! ¡Presente, señor! ¡Dedillos de los pies! ¡Presentes, señor! Una vez en orden, se levanta y trota sin desplazarse hasta que la sangre alimenta sus piernas. Zigzaguea entre los árboles, sortea las ramas bajas, alcanza el río, se lava y bebe en él. Si el río se ha helado, recurre al agua y al hornillo de gas escondidos en un árbol.

Jadea.