images

ÍNDICE

CUBIERTA

BIBLIOTECA

PORTADA

COPYRIGHT

PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN

ADVERTENCIA

INTRODUCCIÓN GENERAL.

ALGUNAS NOTAS SOBRE TEORÍA DEL CONOCIMIENTO

INTRODUCCIÓN PARTICULAR.

FORMAS SOCIALES DE PRODUCCIÓN.

ESTRUCTURAS Y SUPRAESTRUCTURAS

1.LAS CONDICIONES SOCIALES DE LA ÉPOCA CARTESIANA

a] Instrumentos y máquinas

b] Relaciones sociales y políticas. Ciudades y naciones

c] La manufactura

2.DESCARTES Y LA MANUFACTURA. EL PROBLEMA DE LAS CAUSAS

3.EL HOMBRE COMO AMO Y SEÑOR DE LA NATURALEZA

4.EL MÉTODO

a] El problema de la habilidad personal

b] El análisis o división

5.LA RES COGITANS Y EL ERROR

a] La teoría del error

b] El doble camino del método

c] “Cogito” y “anima”

6.LA TEORÍA MECÁNICA DEL CONOCIMIENTO

a] Las ideas “claras” y “distintas”

b] El innatismo de las ideas

7.LA CREACIÓN DEL MUNDO. DIOS Y LA MECÁNICA

a] El Nuevo Mundo

b] El espacio. Del mundo cerrado al universo infinito

c] El tiempo

CONCLUSIONES

BIBLIOGRAFÍA

teoría

PRODUCCIÓN, CIENCIA
Y SOCIEDAD

Descartes desde Marx

por

JAIME LABASTIDA

images

siglo xxi editores, méxico
CERRO DEL AGUA 248, ROMERO DE TERREROS, 04310 MÉXICO, DF
www.sigloxxieditores.com.mx

siglo xxi editores, argentina
GUATEMALA 4824, C1425BUP, BUENOS AIRES, ARGENTINA
www.sigloxxieditores.com.ar

anthropos editorial
LEPANT 241-243, 08013 BARCELONA, ESPAÑA
www.anthropos-editorial.com

H61

L33
2016       Labastida, Jaime

Producción, ciencia y sociedad : Descartes desde Marx /

por Jaime Labastida. – México, Ciudad de México :
Siglo XXI Editores, 2016.

232 pp. – (Teoría).

ISBN 978-607-03-0809-3

1. Ciencias sociales. I. t. II. ser

primera edición, 1969
    novena reimpresión, 1983
segunda edición, 1985
    segunda reimpresión, 1990
tercera edición, 2016
© siglo xxi editores, s.a. de c.v.

isbn 978-607-03-0809-3

derechos reservados conforme a la ley

impreso en ingramex, s.a. de c.v.
centeno 162—1, col. granjas esmeralda,
09810, méxico, d.f.

A Gloria y Eduardo
mis padres

PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN

Este libro se publicó por primera vez en 1969. El año anterior, poco antes de los amargos sucesos de 1968, lo presenté, en calidad de tesis, para obtener la maestría en filosofía. Arnaldo Orfila, cuando aceptó publicarlo, me sugirió hacer diversas modificaciones (las acepté, el título incluido). El libro se reimprimió hasta trece veces, la última en 1990. Al asumir la Dirección General de Siglo XXI Editores, precisamente en 1990, creí necesario hacer cambios en el texto, pues varias de sus proposiciones me resultaban insatisfactorias: mi perspectiva se había modificado. Sin embargo, la dispersión de mis actividades teóricas me condujo por senderos diferentes. Los matices fueron tantos que se convirtieron poco a poco en otro libro, por completo distinto (se publicó en 2007, con el título de El edificio de la razón).

¿Por qué ahora, transcurridos 47 años de su primera edición y 26 desde su última reimpresión, lo publico de nuevo? ¿Qué deterioro ha sufrido? ¿Qué cambios se han producido en mí, a lo largo de estos años? ¿Conserva el libro, transcurrido ya el tiempo, su vigor original, por el que pudo ser reimpreso hasta doce veces? Sus tesis, ¿han envejecido? Yo mismo, envejecido ya, ¿he madurado y adoptado puntos de vista distintos? Tal vez, no lo sé de cierto. Resulta difícil emprender una labor autocrítica. Algunos aspectos de este libro me parecen escritos por un desconocido (un desconocido incluso para mí). Su estilo es áspero y establece proposiciones audaces, que hoy matizaría. Entiendo por qué, al paso de los años, no me atreví a republicarlo. Oscilaba entre dos posibilidades. Lo podía dejar, intacto, o lo podía transformar por entero. No opté por ninguna de estas dos posibilidades. Hoy lo presento, levemente modificado en su estilo y sus erratas. No ha sufrido cambios sustantivos, pese a que ya no coincida con algunos de sus argumentos. Me explico.

El libro postula una tesis, acaso audaz: pretende demostrar que, en general, toda visión del mundo se halla condicionada por la situación particular en la que se encuentra inmerso el filósofo de que se trate. Esto nada tiene de novedoso, es una tesis vieja. Salvo que, al examinar desde esta perspectiva la filosofía de Descartes, advertí cuánto éste era deudor del modo de producción que se ha dado en llamar la manufactura heterogénea. Los casos típicos de este modo de producción son los relojes y los carruajes: diversos talleres producen, cada uno por su propia cuenta, las piezas del carruaje: uno hace las ruedas, otro los tirantes, el de más allá las puertas, otro los asientos, hasta que las piezas se arman en un solo taller. Es de suyo obvio que esta estructura sigue vigente hoy en la industria moderna, por más globalizada que esté. Sucede que los talleres ahora están dispersos por el planeta: una parte del automóvil, supongamos, se fabrica en Singapur, otra en China, una más en Haití, otras en México, donde finalmente se ensambla el conjunto. Esto, que nos parece del todo normal, era una auténtica novedad en la época cartesiana. Por lo tanto, supuse que la manufactura heterogénea, distinta de la manufactura que se llama orgánica, se expresaba de modo activo, en un nivel superior, en la visión del mundo y en el método analítico-sintético cartesiano, que analiza, divide o desarma el todo complejo en sus partes simples y después sintetiza o arma el todo complejo antes analizado, dividido o desarmado. Descartes eleva de grado la condición de posibilidad que le ofrece el modo de producción de la manufactura heterogénea.

La manufactura orgánica fue examinada por Adam Smith en su famoso libro The Wealth of Nations. Esta forma de manufactura potencia hasta sus límites el trabajo manual del obrero: divide el proceso de trabajo en sus partes simples. El ejemplo que ofrece Smith es el de la confección de agujas. Un obrero hábil, señala, no puede hacer más de veinte agujas por día (si carece de adiestramiento, cuando mucho una diaria). Pero, si el proceso se divide en varias funciones simples, diez obreros producen 48 mil alfileres al día: el trabajo se potencia hasta 4 800 veces. Lo esencial, señala Smith, es la productividad del trabajo.

Se advierte, pues, la diferencia entre estas dos formas de la manufactura. He intentado mostrar que la manufactura heterogénea creó la posibilidad abstracta de concebir mecánicamente el mundo, en tanto que la manufactura orgánica generó la posibilidad de una visión por completo distinta. En Descartes se percibe el impacto de la ciencia física (sobre todo, de la teoría mecánica del universo); en Smith, en cambio, se palpa la influencia de la otra manufactura, por un lado, y de las ciencias biológicas, por otro. No vacilo en decir que, en filosofía, la manufactura orgánica se expresa, de nueva cuenta en un nivel superior, en Leibniz y en el Kant de la Crítica de la Facultad de Juzgar. en ambos pensadores, la ciencia biológica es notoria. Me atrevería a sostener, incluso, que la gran industria y una nueva ciencia, la química, impactan no sólo en el economista David Ricardo sino también en el filósofo Hegel. Por lo tanto, la tesis fundamental de este libro juvenil se sostiene, creo, pese a todos los años que han caído sobre él.

Pero hay otros aspectos del libro que hoy me parecen insuficientes. Aunque hice el examen de varios conceptos y traté de mostrar el sentido de las palabras, no realicé el esfuerzo necesario para esclarecer sus alcances. Suscribí por entonces la idea, cara al pensamiento tradicional, de que Descartes había cosificado el principio, que había transformado en cosa (chose en francés; res en latín) el pensamiento (el cogito). No advertí entonces la batalla que emprendió el filósofo de La Flêche para desechar de sí el pesado fardo de la conceptualización escolástica; en qué profunda medida evitó hacer uso del concepto de sustancia (substantia en latín; σύνολον en griego) para referirse tanto a la extensión cuanto al pensamiento. En El edificio de la razón mostré de qué modo el propio Descartes se traduce de mala manera: la palabra latina res no es la traducción exacta de la palabra francesa chose y menos corresponde al término francés substance. Subrayo que Descartes disponía de la voz substantia (en latín) y de la palabra substance (en francés) y que, sin embargo, nunca llamó al cogito y a la extensión con esos nombres, sino con otros, novedosos: res cogitans y res extensa, por una parte; chose qui pense y chose étendue, por otra.

Fueron los discípulos (y los enemigos) de Descartes los que retomaron el nombre antiguo (sustancia) y se lo impusieron al concepto nuevo que Descartes había acuñado. Chose y res no pueden ser traducidos por esa palabra vulgar, cosa, propia del francés y del español actuales. Leibniz reutiliza el antiguo concepto de substance, que desdeña Descartes, pero le incorpora la noción de fuerza (Kraft en alemán; force, en francés), antecedente de nuestra actual noción de energía.

Para quien tenga interés en comparar mi vieja concepción con la que ahora sostengo, lo invito a leer, además de este libro, El edificio de la razón, donde no sólo examino, desde otro ángulo más sutil, la filosofía cartesiana, sino la manera como ha sido posible construir el moderno sujeto de la ciencia, cuyo arranque inicial me parece resplandecer en la Grecia arcaica, en aquel gran pensador jonio, Heráclito de Éfeso, al que siempre he rendido la más grande veneración.

JAIME LABASTIDA
Ciudad de México, junio de 2016

ADVERTENCIA

El presente trabajo es el desarrollo parcial (y considero que en muchos aspectos incompleto) de problemas y sugerencias surgidas en un curso monográfico que sobre Descartes impartí el año de 1966 en la Facultad de Altos Estudios de la Universidad Michoacana. En ese curso se debatieron muchos de los temas que ahora han adquirido una dimensión más amplia, aunque, por supuesto, insisto, no del todo satisfactoria. Las limitaciones del trabajo saltarán a la vista, sobre todo aquellas relacionadas con asuntos sociales y, más aún, científicos que aquí sólo merecieron un análisis general. Casi resulta inútil decir que mi especialidad no es la ciencia natural y que, por ello, no pude profundizar como debía en aspectos (como el de la geometría, pongamos por caso) que merecían una consideración más atenta que la dispensada por mí, un auténtico profano en la materia.

Por otra parte, este trabajo tampoco pretende ser una exposición sistemática de la filosofía cartesiana, sino una inquisición, novedosa quizá, sobre un problema muy determinado: las relaciones de la filosofía de Descartes con un modo de producción. En este sentido, sí pretendo demostrar una tesis. Como una primera tentativa, considero que el trabajo incide, pues, sobre una problemática a la que, hasta hoy, aun en el campo de la filosofía marxista, se le ha dado escasa importancia o, lo que es peor, se la ha tratado con gran superficialidad.

Considero necesario consignar estos hechos, sobre todo el del origen cronológico de esta investigación; porque fue precisamente la Facultad de Altos Estudios la institución contra la que más se ensañaron las nuevas autoridades universitarias, nombradas después del asalto de fusileros paracaidistas a los recintos de la Universidad Michoacana. La Facultad fue suprimida y la labor de investigación y enseñanza que en ella se realizaba (de lo que puede dar muestra parcial este trabajo) quedó paralizada o en las manos ineptas de profesores de quinta categoría.

Debo expresar mi más profundo agradecimiento al doctor Wenceslao Roces por las constantes muestras de confianza y estímulo que tuvo para conmigo durante la redacción de este trabajo; lo propio debo decir de los señores doctores Eli de Gortari (ahora injustamente detenido, en calidad de preso político), Luis Villoro y Adolfo Sánchez Vázquez; sus indicaciones contribuyeron a superar algunas limitaciones de concepción que no habían sido advertidas por mí en la primera redacción del ensayo.

El señor Carlos Selinger obtuvo, en Nueva York, la copia fotostática del libro de Henryk Grossman Die gesellschaftliche Grundlagen der mechanistischen Philosophie und die Manufaktur, en el que se critica el libro de Franz Borkenau Der Übergang von feudalen zum bürgerlichen Weltbild. Hasta donde tenemos conocimiento, son éstos los dos únicos trabajos que se ocupan del mismo asunto que abordamos aquí, aunque desde diferentes y a nuestro juicio no muy acertadas posiciones del marxismo. Deseo manifestar al señor Antonio Hentschel mi agradecimiento por haber traducido, con bastante paciencia, el mencionado ensayo de Grossman en el que se intenta esclarecer, repitámoslo, el problema de las fuentes sociales que alimentan la concepción mecanicista del mundo.

Por último, pero no en el menor grado de importancia, es necesario señalar que el presente trabajo fue entre otras cosas posible gracias a las favorables condiciones de estímulo académico que me brindó la Coordinación de Humanidades, de la Universidad Nacional, a cuyo frente se encuentra don Rubén Bonifaz Nuño.

JAIME LABASTIDA

Investigador especial de la Universidad Nacional de México
Ciudad de México, marzo de 1968, abril de 1969

Hasta ahora, sólo se alardeaba de lo que la producción debe a la ciencia, pero es infinitamente más lo que la ciencia debe a la producción.

FRIEDRICH ENGELS

INTRODUCCIÓN GENERAL

ALGUNAS NOTAS SOBRE TEORÍA DEL CONOCIMIENTO

El conocimiento es un proceso social en el que dos extremos contradictorios (los dos términos de esta unidad de contrarios son lo que llamamos sujeto y objeto) establecen una pugna, acaso una relación dialéctica. Al modificarse uno de esos extremos, necesariamente se modifica el otro. Creo que el materialismo dialéctico establece una teoría del conocimiento que en ciertos aspectos supera las hechas anteriormente tanto por el materialismo mecánico cuanto por el idealismo, de las que debe recoger, empero, sus enormes aportaciones. En todo proceso de conocimiento, lo fundamental es la transformación que lleva a cabo el sujeto cognoscente sobre el objeto que conoce o que le resulta susceptible de ser aprehendido por su conocimiento. De primera intención, parecería una formulación semejante a la del idealismo; necesito decir que es su opuesta, sin embargo. A mi modo de ver, el sujeto no crea la objetividad; ésta no depende, ontológicamente, de él; además, la transformación de la que aquí hablo es una transformación real, material, que tiene por base la producción y la reproducción de la vida real. Dicho en otros términos, la base de todo conocimiento posible es la forma como la sociedad se apropia de la naturaleza por medio del trabajo (lo que el joven Marx llamaba la “humanización” de la naturaleza). Marx reprochaba a Feuerbach el no advertir

que el mundo sensible que le rodea no es algo directamente dado desde toda una eternidad y constantemente igual a sí mismo, sino el producto de la industria y del estado social, en el sentido de que es un producto histórico, el resultado de la actividad de toda una serie de generaciones, cada una de las cuales se encarama sobre los hombros de la anterior, sigue desarrollando su industria y su intercambio y modifica su organización social con arreglo a las nuevas necesidades. Hasta los objetos de la “certeza sensorial” más simple le vienen dados solamente por el desarrollo social, la industria y el intercambio comercial.1

Así, el objeto que tiene sentido para el hombre y que puede resultar objeto de su conocimiento le viene dado como un producto histórico y social. El conocimiento es, de esta suerte, un proceso y la posible verdad es también un proceso porque el objeto de la “certeza sensorial” más simple sufre un doble proceso de cambio: uno natural, en sí, y otro que depende del trabajo humano. La formulación del juicio tiene que seguir la línea del proceso objetivo a que está sometido el fenómeno sobre el cual el enunciado se emite: “son exactamente las 12:00 MG”, es un enunciado que tiene el doble aspecto de ser absolutamente válido para el momento en que se pronuncia y totalmente relativo para el posterior; poco más tarde, se tendrá que modificar el juicio para hacerlo expresar adecuadamente la realidad que, por sí, ha cambiado. Ello, como es obvio, no significa que la así llamada “adecuación” del sujeto al objeto sea “pasiva” o que el conocimiento sea fotográfico, mecánico. Con razón escribe Lukács:

Hay que empezar por romper con la difundida noción de un reflejo mecánico, fotográfico. Si tal fuera el fundamento sobre el cual crecieran las diferencias, entonces todas las formas específicas debieran ser deformaciones subjetivas de esa única reproducción “auténtica” de la realidad… La infinidad intensiva y extensiva del mundo objetivo impone, empero, a todos los seres vivos, y ante todo al hombre, una adaptación, una selección inconsciente en el reflejo.2

A pesar de que no comparto la teoría del reflejo, en la que subyace, a pesar de todas las advertencias, un rasgo mecánico del conocimiento, hay en la tesis de Lukács un residuo válido: se debe romper con una noción adaptativa del conocimiento. El sujeto, que necesita del lenguaje no sólo para expresarse, sino también para conocer, no se adapta al objeto que conoce ni el juicio es la mera adecuación del enunciado a la realidad. Más adelante, nos preguntaremos por el sentido del sintagma lo real o la realidad. Volvamos ahora al enunciado anterior, que aparenta ser de una sencillez abrumadora: “son exactamente las 12:00 MG”. Puede advertirse que se trata de un enunciado que ha superado la inmediatez de la certeza sensorial cotidiana: los meridianos y, entre ellos, el de Greenwich como punto central de referencia, sólo han sido establecidos por el trabajo anterior de todas las generaciones que nos han precedido. Es verdad que ese juicio, que tiene una base científica, se ha convertido a su vez, ahora, en un dato de nuestra percepción cotidiana. Esta naturaleza trabajada o, si se prefiere, esta proyección del trabajo humano sobre la naturaleza, al revertir sobre la sociedad, forma el plano general de la cotidianidad, a partir del cual el hombre de ciencia, el artista, el filósofo, el hombre de la calle, se elevan. Los datos de la “certeza sensorial” más simple son, pues, radicalmente distintos para la conciencia de un bosquimano, de un maya del periodo clásico, de un medieval o de un moderno.

Por ello, subrayo que el sujeto del conocimiento no es el individuo aislado (éste, como las flores árticas, no existe);3 el individuo se encuentra inmerso en un conjunto de relaciones sociales dentro de las que es, a un tiempo, creador y creatura: El sujeto del conocimiento no es, tampoco, “todo sujeto racional posible”; ni un ego considerado de por sí, al margen de la actividad transformadora de la sociedad, fuera del contexto de su evolución.4 El sujeto del conocimiento es, en última instancia, el hombre social tal y como las condiciones reales de su existencia determinan que sea. La razón es un producto histórico; los sentidos son un producto histórico también.5 De suerte que los sentidos se humanizan cuando, por medio del trabajo, han humanizado el objeto sobre el cual se depositan. “El trabajo y el lenguaje —escribe Lukács— desarrollan los sentidos humanos de tal modo que éstos, sin alteración ni perfeccionamiento biológicos y sin superar su inferioridad respecto de ciertos animales, se hacen mucho más útiles de lo que antes eran para los fines humanos”. A continuación, Lukács cita un pasaje de la Dialéctica de la naturaleza, en el que Engels observa que aun siendo biológicamente inferior el ojo del hombre respecto del ojo del águila, aquél ve más cosas que ésta; y prosigue:

Cuando Engels dice que el hombre percibe en las cosas más de lo que percibe el águila está indicando que la vista humana se ha acostumbrado a captar de un modo visual inmediato, en el marco del mundo fenoménico —extensiva e intensivamente infinito—, determinadas notas de los objetos, de sus conexiones, etc. Ya pues en la percepción visual tiene lugar una criba, una selección del mundo externo reflejado: el hombre tiene agudizada la sensibilidad para determinadas notas, reacciona con una ignorancia más o menos resuelta de otras notas, hasta el punto de no percibirlas siquiera de un modo inmediato. La clase y el grado, etc., de esa selección están determinados histórico-socialmente.6

Hay, pues, como queda dicho, un doble proceso de transformación del objeto (por sí y sus infinitas relaciones, y por la acción del trabajo) y, aunada a ello, una transformación del sujeto determinada por esta relación. Al modificarse uno de los polos del conocimiento, el objeto trabajado, el otro de los polos, el sujeto, no puede permanecer estático. Siguiendo las huellas marcadas por Hegel, cabe decir que el hombre se ha creado a sí mismo y es el producto de su propio trabajo.

En la primera Tesis sobre Feuerbach, Marx formula una doble crítica: contra el materialismo mecánico y contra el idealismo.

El defecto fundamental de todo el materialismo anterior —incluyendo el de Feuerbach— es que sólo concibe la realidad, la sensoriedad, bajo la forma de objeto [Objekt] o de contemplación, pero no como actividad sensorial humana, como práctica, no de un modo subjetivo. De aquí que el lado activo fuese desarrollado por el idealismo, por oposición al materialismo, pero sólo de un modo abstracto, ya que el idealismo, naturalmente, no conoce la actividad real, sensorial, como tal.7

El reproche al materialismo mecánico es en el sentido de que, concibiendo el objeto como externo a la conciencia, no advierte la capacidad humana de transformarlo; el sujeto, así, no es más que el espejo que, como la novela de Stendhal, se pasea a lo largo de una carretera; el materialismo mecánico hace hincapié en el conocimiento como si fuera un reflejo pasivo. No puede menos que recordarse el famoso ejemplo de la cera y el anillo que formula Aristóteles:8 “El sentido es lo que recibe la forma de los objetos sensibles sin recibir la materia, igual que la cera recibe la impresión del sello de un anillo sin el hierro o el oro”. Aristóteles muestra, siguiendo a Gorgias como a continuación veremos, que el objeto, la materia, no entra, por decirlo así, en el entendimiento y que, por lo tanto, hay una diferencia (no una contradicción antagónica) entre el objeto (la materia) y su representación formal en la mente. Dejemos de lado ahora el problema de las causas aristotélicas (forma y materia) y retengamos sólo el que, para el estagirita, el alma recibe pasivamente la impresión externa, del mismo modo como se escribe en una tablilla.9 Cuando Hegel comenta los anteriores pasajes aristotélicos, no puede menos que reprocharles, precisamente, el que conciban el entendimiento con “la pasividad de una tablilla de cera sobre la que se escriba”.10

Sin embargo, en esos pasajes Aristóteles intentaba dar respuesta al problema del conocimiento, tal y como fue por primera vez planteado, de la manera más rigurosa, por Gorgias, el famoso y calumniado sofista. En efecto, sobre pocas tesis filosóficas se ha vertido una mayor dosis de incomprensión histórica que sobre las del maestro de Leontini; despreciadas por casi todas las tendencias filosóficas, de ellas se dice que no son más que “juego”, “retórica”, “escepticismo”.11 Por el contrario, nosotros pensamos que las tres tesis y, en particular, las dos últimas, formulan de una manera rigurosa, increíblemente nueva, problemas fundamentales de la filosofía a los que ésta se ha empeñado en dar solución a lo largo de su historia. En la primera tesis, Gorgias lleva al absurdo la posición idealista de Parménides, al demostrar, desenvolviendo las premisas parmenideanas, que nada existe en absoluto. En la segunda plantea la radical separación entre sujeto y objeto. Que no haya dado una respuesta para nosotros satisfactoria a esta cuestión no es obstáculo para que menoscabemos su mérito. Veamos de qué manera desenvuelve Gorgias este segundo postulado.12 Dice: “Aunque sea, es de un modo incognoscible e impensable, pues lo representado no es el ente”, sino eso precisamente, añade Hegel, “lo representado”.

Si lo que me represento es blanco, me represento lo blanco; ahora bien, si lo que me represento no es el ente mismo, tanto vale como decir que no me represento lo que es. Pues si lo que me represento es el ente mismo, eso quiere decir que todo lo que nos representamos existe; pero a nadie se le ocurrirá decir que por el mero hecho de que nos representemos un hombre que vuele o un coche rodando sobre el mar, estas cosas existan.

Insistamos en que, desde el punto de vista histórico, es ésta la primera vez en que se establece, de una manera tajante, la separación entre sujeto y objeto y se busca el origen de la representación mental; piénsese que para un primitivo las imágenes de sus sueños son tan reales como las imágenes que recibe en la vigilia: Gorgias inquiere por la fuente del conocimiento, diríamos, empleando un lenguaje moderno que no le corresponde. Esta segunda tesis suele exponerse, de modo sucinto, así: “Aunque algo exista, no puede conocerse”. En efecto, para fundamentar tal afirmación, Gorgias establece la diferencia entre la materialidad del objeto y la representación mental del mismo (por ello, más atrás, decíamos que Aristóteles intentaba dar respuesta a la formulación del sofista, diciendo que lo que la cera recibía era la forma, no la materia del objeto que se conce). Pero la tercera de las tesis es más importante, a nuestro parecer.

Aunque pudiésemos representarnos lo que es, no podríamos decirlo ni comunicarlo. Las cosas son visibles, audibles, etc., es decir, se hallan sujetas a las percepciones en general. Lo visible se comprende viéndolo, lo audible, escuchándolo, y no a la inversa; no es posible, por consiguiente, señalar lo uno por medio de lo otro. Las palabras mediante las cuales podríamos expresar lo que es no son el ente; lo que se comunica no es, por lo tanto, el ente, sino solamente aquellas palabras.

Desde luego, Gorgias muestra el carácter incomunicante del lenguaje y, en un cierto sentido (precisamente en aquel que él trata), no carece de razón. Para él, la palabra es impotente: en tanto que es cosa distinta, como evidentemente lo es, del objeto que designa, no puede comunicarlo. Gorgias plantea el problema de la relación que guardan entre sí los distintos sentidos humanos; pero entiende que no es posible señalar lo visible por medio de lo audible. Se trata de nuevo, a nuestro entender, de la primera vez que se formula, aun cuando la respuesta sea equivocada, el problema de la comunicación y el lenguaje. En rigor, Gorgias permanece prisionero de una aprehensión sensible de los objetos y no se eleva a la consideración de lo particular, mucho menos de lo universal. Para él no es posible sino el conocimiento individual, sensible, directo (¿no encontramos un eco de estas afirmaciones en la vivencia de Bergson y en la imagen de Funes, el memoriso, es personaje insólito de Borges?). Las características especiales de un objeto que sólo una persona ha visto, en verdad, difícilmente pueden ser comunicadas en su vivencia individual a los demás: ello es cierto. Y en ese límite permanecen tanto la crítica como la respuesta de Gorgias.

Sobre ese terreno se eleva la filosofía socrática: dice Aristóteles que Sócrates fue “el primero que tuvo la idea de dar definiciones de las cosas”.13 Frente a la arbitrariedad de lo individual y de su representación sensible, Sócrates levantaría el concepto, lo general, la definición; así, “perro” designaría un conjunto de individuos cuyas características esenciales fuesen comunes, independientemente de sus notas individuales. Según Aristóteles, Platón tomaría la definición socrática y la transformaría en eidos dándole, al propio tiempo, un carácter sustancial.14 Platón habría realizado, pues, la típica hipostación idealista de la realidad y el concepto. Insistamos, de una manera enfática, que corresponde a Gorgias el inmenso mérito de haber señalado por primera ocasión este problema, obligando, con ello, a la filosofía posterior a discutirlo, independientemente de que él mismo no haya sido capaz de ofrecernos una respuesta valedera.

Como se sabe, el problema de las relaciones entre lo individual y lo general se plantea con mucha agudeza en la Edad Media en la famosa pugna entre “realistas” y “nominalistas”, de la que no vamos a ocuparnos aquí.15 Baste tan sólo con decir que sobre esos antecedentes se han de edificar las grandes construcciones de los sistemas modernos y que, sin esas pugnas (especialmente como más adelante veremos, por el acento puesto en los individuos que componen la definición), no sería posible buena parte de la filosofía moderna. Dos de los grandes fundadores de la metodología científica moderna, Bacon y Galileo, intentarán formular distintas respuestas a las tesis de Gorgias y al concepto aristotélico, retomado por la escolástica, de que el alma es una tabula rasa. De Galileo, en este aspecto, nos ocuparemos más adelante; por el momento, bastará decir que cuando afirma que “el libro de la naturaleza” está “escrito en lengua matemática”, nos ofrece una fórmula que supera precisamente la inmediatez de la experiencia cotidiana, individual y arbitraria (de la que Gorgias permaneció prisionero); para Galileo, la validez del juicio tiene que someterse a un instrumento (la matemática) de rango universal, ante el cual las diferencias particulares nada valen.

La posición de Bacon nos orienta aún más en el sentido que nos interesa, pues, en clara alusión a la formulación aristotélico-escolástica, nos dice que entre el entendimiento humano y las cosas existen interferencias (los ídolos); en otras palabras, el “alma” no es como una tabula rasa, una tablilla de cera limpia sobre la cual se escriba: por el contrario, de ella se han apoderado los ídolos que impiden un contacto directo con la realidad. Si el conocimiento fuera tan diáfano como parece suponerlo la definición aristotélica, no habría, en rigor, problema de conocimiento alguno. Pero es eso lo que no acontece. Bacon nos enseña que entre el entendimiento humano y la realidad se interponen obstáculos:

Cuatro son las clases de ídolos que tienen posesión del entendimiento humano. Para mejor distinguirlas les he puesto nombre: a la primera, ídolos de la tribu (ídola tribus); a la segunda, ídolos de la caverna (ídola, specus); a la tercera, ídolos del foro (ídola fori), y a la cuarta, ídolos del teatro (ídola theatri).16

Las dos primeras clases de ídolos son, por decirlo así, “naturales”: los de la tribu “tienen su fundamento en la misma naturaleza humana”, pues “el entendimiento humano es como un espejo desigual respecto a los rayos de los objetos y mezcla su propia naturaleza con las de aquéllos, contrahaciéndola y deformándola”;17 los de la caverna son los del hombre individual. Las otras dos clases de ídolos aluden, los del foro, a la palabra, los del teatro, a los sistemas filosóficos inventados hasta ahora y que “son otras tantas comedias compuestas y representadas que contienen mundos ficticios y teatrales”.18 Las dos últimas clases son de ídolos sociales; esta negatividad, utilizando el método propuesto por Bacon, puede ser superada. Centremos nuestra atención en el problema capital que Bacon plantea: el de que la aprehensión de la realidad, en el entendimiento humano, no puede ser comparada a la impresión pasiva que hace la forma del anillo sobre la cera. En otras palabras, el objeto no se presenta con nitidez y por sí, a la conciencia; entre la “cera” y el “anillo” hay mediaciones (tanto de signo positivo como negativo) y una de las primeras necesidades metódicas, en una correcta teoría del conocimiento, es la de esclarecer estas mediaciones. Nosotros reconocemos la necesidad de la “purga” (sea, en principio, como mera actitud, la establecida por Bacon o las de Descartes, Kant y Husserl); pero vamos más allá de estas purgas al investigar en la sociedad misma, de la que brota la mediación por sus relaciones con la naturaleza, las fuentes del error. Rigurosamente hablando, aquellas reducciones pecan por cualquiera de estos dos defectos: o por la ausencia de un método histórico, pues toman uno de los momentos del desarrollo (por ejemplo, la razón matemática y científica, actualmente adquirida por el hombre en su evolución) por el todo; o se quedan en la simple crítica del instrumento del conocer, reproche que ya Hegel enderezó contra Kant.19

Por lo que ve a la reducción que del proceso de construcción del sujeto del conocimiento hace el idealismo, cabría decir que tanto el sujeto como el objeto son productos sociales, productos del trabajo social humano. Veamos una de estas reducciones idealistas, la de Hegel. Para nosotros (y no porque hablemos desde el saber absoluto), el “esto” de la “certeza inmediata” que Hegel toma como punto de partida “originario” es, en realidad, un “esto” condicionado por el trabajo, y lo propio podemos decir de la conciencia sensible que lo aprehende. En última instancia, la “conciencia” de la que Hegel nos habla es la conciencia del Robinson económico tan caro a la economía política clásica, es decir, la del individuo de la moderna sociedad burguesa. Todo el proceso que recorre en Hegel el conocimiento, desde la certeza sensible, pasando por la percepción, hasta el espíritu y el saber absoluto, es un desarrollo que arranca del individuo como tal. Ello es particularmente palpable en el capítulo de la “Autoconciencia” en el que se muestran las mediaciones por medio de las cuales una “autoconciencia” se reconoce en otra y, en especial, en la dialéctica de “señor” y “siervo” (en esto último, además, encontramos un eco claro del homo homini lupus de Hobbes).20 En esta lucha entre “señor” y “siervo” hay una definida posición de clase.

Consideramos, pues, que Hegel parte (en un desarrollo abstracto y lógico que va de la conciencia a la autoconciencia, de ésta a la razón y de ésta, por último, al saber absoluto) de un punto muy concreto: por un lado, el “esto” (que no es originario sino derivado); por otro, la conciencia (también derivada y no originaria: es la conciencia del individuo de la sociedad burguesa). Estos dos “puntos de partida” están implícitamente condicionados por un desarrollo histórico (natural y social). Por lo que ve al primero, Tran-Duc-Thao escribe:

En la Fenomenología del espíritu, Hegel comenzaba la génesis de la conciencia por la certeza inmediata del objeto singular dado como tal a la intuición. Es claro que un “dato” de esta especie es “inmediato” sólo de un modo relativo: el “esto” mentado en la certeza sensible es ya un objeto e implica en cuanto tal una forma de intencionalidad que sólo ha podido aparecer a través de un largo proceso de constitución.21

Este proceso de constitución viene desde las formas prerreflexivas y preconscientes de los animales y los organismos unicelulares (Tran-Duc-Thao muestra este proceso filogenético de un modo preciso aunque breve) que reflejan el medio externo de una manera diferenciada, es decir, separándose en cierta medida del medio ambiente; este proceso “culmina” en la conciencia que aprehende el “esto” de la “certeza sensible” que se nos revela, así, no como un punto de partida cuando en realidad es un punto de llegada.

La certeza sensible no es el “comienzo”, sino uno de los eslabones de la mediación dialéctica absoluta. Se podría decir que la filosofía de Hegel no niega la existencia de esos momentos prehumanos y prerreflexivos que analiza la ciencia, pero que no le interesa aludir a ellos en la fenomenología de las experiencias de la conciencia. Mas estos “olvidos” de lo profano y lo científico, o estos “desdenes” por los datos que va proporcionando la ciencia, llevan a fin de cuentas en contra de la divisa de que todo lo real es racional y, viceversa, a escindir lo real de lo racional o (conservando la unidad) a idealizar lo real y “realizar” lo ideal.22

Por lo que ve al desarrollo social cabe decir que el esto viene dado a la conciencia como un fruto del trabajo social. Rechazamos, pues, la falsa idea del materialismo mecánico (y del idealismo objetivo) de que la naturaleza en la que nos movemos sea la naturaleza anterior a la historia humana; esta naturaleza teológica, abstracta, no existe ya hoy, “fuera de unas cuantas islas coralíferas de reciente formación”, en parte alguna. Pero, además, la conciencia misma es, aunque Hegel no lo advierta, una conciencia determinada por el devenir histórico. No es casual que al referirse a la “autoconciencia” nos hable Hegel de que trata, cada una, de imponer la “ley” de su “corazón”: es obvio que una “autoconciencia” tal está desgajada ya de las corporaciones medievales. Así debe entenderse el concepto de virtud, figura de la conciencia por la que se supera (aufheben) la dualidad de la singularidad y la universalidad quieta que oprime, como ley objetiva, a los individuos; y la dialéctica de la individualidad infatuada que se enfrenta a una mala ley del mundo para imponerse, aunque por ello encuentre la resistencia de las demás conciencias que tratan, a su vez, de imponer sus particulares “leyes del corazón”.23 Marx ha registrado “el hecho de que los llamados derechos humanos, los droits de l’ homme, a diferencia de los droits du citoyen, no son otra cosa que los derechos del miembro de la sociedad burguesa, es decir, del hombre egoísta, del hombre separado del hombre y de la comunidad”; así, “el derecho humano de la libertad no se basa en la unión del hombre con el hombre sino, por lo contrario, en la separación del hombre con respecto al hombre. Es el derecho a esta disociación, el derecho del individuo delimitado, limitado a sí mismo”; por consiguiente, concluye: “la aplicación práctica del derecho humano de la libertad es el derecho humano de la propiedad privada”.24 Lo propio acontece con las reflexiones hegelianas que son, en buena medida, trasposiciones al plano de la reflexión abstracta de las más desnudas contradicciones de la sociedad burguesa; en rigor, muchos de estos postulados de Hegel han sido dictados por el examen, de una parte, de los planteamientos de Kant y, de otra, por el examen de la sociedad burguesa misma.

Ahora bien, si relacionamos todo lo anterior con el punto de partida de la conciencia (el “esto”, la “certeza sensible”) llegamos a la conclusión de que Hegel arranca, en verdad, del individuo en tanto que tal, pero que intenta superarlo en los conceptos de pueblo y razón, es decir, en la universalidad de la ley. Concluyamos, pues, repitiendo nuestra aserción: el idealismo reduce el proceso de constitución de la conciencia, que es un proceso natural, histórico y social, al dato “actual” e inmediato, a la conciencia del hombre individual, a la razón que el hombre ha conquistado, en este momento, en su devenir.

En el mundo de la naturaleza inorgánica, el problema del conocimiento no existe; tampoco existe en el reino animal. Entendemos que el problema del conocimiento sólo se presenta para el hombre, justamente porque es un animal que, por medio del trabajo y el lenguaje, se ha diferenciado de la naturaleza. Este maravilloso acto de soberbia ha acarreado, de suyo, la pena capital de “adecuar” la imagen mental al objeto reflejado. A nuestro juicio, sólo cuando la sociedad ha superado las primeras etapas de la diferenciación y desarrollado un alto grado de la misma, se ha llegado al momento en que el juicio pierde su carácter antropomórfico y falseado para poder, en principio, coincidir con los objetos. Bien entendido, se trata de un proceso infinito, que jamás concluye, y en el que podremos marcar el punto en que se inicia pero no aquel en que termina.

Ahora bien, nosotros retenemos de las tesis del materialismo mecánico y del idealismo aquello que encierran de positivo: del materialismo, el acento puesto en la existencia exterior e independiente del objeto; del idealismo; la insistencia en la transformación llevada a cabo por el sujeto, su actividad, su espontaneidad. Pero, en ambos casos, nuestra formulación es nueva; no se trata de recoger mecánicamente “una parte” del idealismo y “otra parte” del materialismo; para expresamos con rigor, hemos de operar una negación de la negación sobre nuestros antecedentes filosóficos. El objeto, así, no es ya la fuente de la actividad, pero el sujeto no es la cera pasiva que aquél impresiona; el sujeto tampoco es la sola fuente de la actividad y su espontaneidad no es vista como la actividad abstracta del entendimiento puro. La actividad del sujeto, por el contrario, debe ser entendida como una transformación material de la objetividad: queda roto el lazo meramente intelectual que ataba al sujeto con el objeto y esta relación se apoya en el trabajo social y en su desenvolvimiento histórico.

El trabajo social establece, en una primera instancia, el mundo inmediato de la cotidianidad, un primer nivel indiferenciado, “antropomórfico”, del que debe desprenderse, mediante un proceso crítico, el mundo de la ciencia (proceso distinto sigue el arte). Estas tres esferas (cotidianidad, arte, ciencia) expresan de manera distinta una sola y misma realidad; la base de tal relación es el trabajo social humano (la técnica, las fuerzas productivas, las relaciones de producción e intercambio). Por lo tanto,

la conciencia humana es mucho más que una simple relación entre individuo y medio ambiente; es, en sus formas más simples, un producto social: la relación entre la sociedad y su medio ambiente tal como se expresa en el individuo.25

Que el mundo ha existido antes, en el sentido temporal, de la conciencia humana, no es el único elemento válido de prueba que nosotros rescatamos del materialismo anterior; pues queda en pie el hecho de que en la actualidad coexisten los dos (naturaleza y sociedad, objeto y sujeto, materia y conciencia). La primacía del objeto sobre el sujeto debe entenderse no en ese primario sentido temporal sino, por sobre todo y además, en un sentido lógico y ontológico: el determinante es el objeto, como es determinante la necesidad.26

Nuestra teoría del conocimiento se encuadra en la filosofía marxista de la praxis:

La intervención de la praxis en el proceso de conocimiento —escribe Sánchez Vázquez— lleva a superar la antítesis entre idealismo y materialismo, entre la concepción del conocimiento como conocimiento de objetos producidos o creados por la conciencia, y la concepción que ve en él una mera reproducción ideal de objeto en sí.27

Ahora bien, si la transformación material de la objetividad (naturaleza) por el sujeto (sociedad humana) es la base filosófica de nuestra teoría del conocimiento, es necesario concluir que, del modo específico como una determinada sociedad se apropia de la naturaleza, brota también la peculiar conciencia que tiene de sí misma y del mundo que la rodea. Trataremos de mostrar lo anterior en líneas muy gruesas.

La sociedad “salvaje” o “primitiva” (sin que estas palabras indiquen juicio alguno de valor sobre su “humanidad”, sino sólo sobre el grado de desarrollo de la misma), ha incorporado poca cantidad de trabajo en la naturaleza. Ha, ciertamente, fabricado herramientas y la herramienta, por sí sola, es un elemento desantropomorfizador, pero en grado muy escaso. Aparte de otras características no menos importantes que constituyen el modo específico de ser de esta conciencia, señalemos aquí una que nos parece primordial, a saber, el que vean el proceso entero de la objetividad como si estuviera sujeto a las mismas condiciones que su sistema social y; por si fuera poco, los objetos (es decir, los que ahora llamamos objetos, sean materia inorgánica o no) son vistos con radicales características humanas. Este tipo de conciencia ha recibido diversos nombres, desde mágica y animista, hasta prelógica y prerracional.28 Ni los impugnadores actuales de estas tesis antropológicas han dejado de observar que en la mentalidad, llamémosla, precautoriamente, “primitiva”, de estas sociedades, el mundo entero es visto como un conjunto de seres humanos, dotados de voluntad y carácter propios. En este tipo de conciencia no han aún aparecido las diferencias, que para la ciencia son fundamentales, entre el sujeto y el objeto: no sólo el conjunto de la realidad objetiva es visto como un “sujeto”, sino que las simples “representaciones” del sujeto propiamente dicho (el sueño, por ejemplo) adquieren “objetividad” y son “reales”. Que esta mentalidad prevalece todavía en épocas posteriores lo puede mostrar el hecho de que, ya en una época histórica, Solón entra en el templo para recibir, por sueños, las indicaciones del dios a fin de reformar la Constitución ateniense. Por otra parte, el grado de abstracción desarrollado por estas sociedades es increíblemente bajo; es verdad, y en ello ha hecho hincapié Lévi-Strauss,29 que estas sociedades son capaces de distinguir las características específicas de muchas “especies” y que su grado de concreción llega a un término que puede parecernos fantástico; pero en ello estriba precisamente su limitación: la ideología preclasista que pertenece a la etapa de la comuna primitiva. Escribe George Thomson:

se caracteriza, en contraste con la mera existencia animal por la conciencia, en cierto grado, de la objetividad del mundo externo al hombre, pero esta conciencia es completamente práctica. En comparación con la ideología de la sociedad clasista, su característica más sobresaliente es su deficiencia en capacidad de abstracción. Esta limitación está determinada por su base económica; es la ideología de una sociedad basada en la propiedad comunal y en un bajo nivel de producción que se confina a la producción de valores de uso. Mientras los bienes se producían para el uso y no para el intercambio, el aspecto bajo el cual se presentaban éstos ante la conciencia de los productores era predominantemente cualitativo y subjetivo.30

La conciencia totémica que brota de esta limitación, conciencia en la que no ha surgido aún la diferencia entre sujeto y objeto, es fruto del bajo nivel de desarrollo de las fuerzas productivas, que impide que la sociedad se diferencie conscientemente de la naturaleza. La escasa cantidad de trabajo social incorporado a la naturaleza determina también su calidad. La magia no es, por ello, más que el lado subjetivo del proceso del trabajo; lado subjetivo que no debe, sin embargo, entenderse como mera negatividad: la magia desempeña un papel necesario, como elemento ideológico, en el proceso de la producción.31 De suerte que esta radical “antropomorfización” de la naturaleza, o sea, el “entenderla” como otro “hombre” (un “tú”, dice Frankfort32), es algo que se da en proporción inversa al grado de “humanización” de la misma.33 Sin embargo, sería un error decir que en estas sociedades

el orden natural fue modelado a imagen del orden social, porque esto implica cierto grado de diferenciación consciente entre los dos. Naturaleza y sociedad eran una misma cosa. No había sociedad aparte de la naturaleza, y la naturaleza sólo era conocida mientras estuviera incluida en la órbita de las relaciones sociales, a través del trabajo de producción. Dada la unidad entre el hombre y el tótem, toda relación entre las personas era también una relación entre las cosas. El orden tribal y el orden natural eran parte el uno del otro. Así, pues, el totemismo es la ideología del salvajismo, la etapa inferior en la evolución de la sociedad humana.34

A medida que el hombre humaniza, por medio del trabajo, a la naturaleza, en esa misma proporción es capaz de verla menos antropomórficamente hasta llegar a una formulación científica. El siguiente juicio de Engels: “Concebir materialistamente a la naturaleza no es sino concebirla pura y simplemente tal y como se nos presenta, sin aditamentos extraños”,35 sólo es posible sobre la base de una gran cantidad de trabajo social, cualitativamente diferenciado, incorporado a la naturaleza de modo que, precisamente por ello, podamos verla de manera objetiva. El juicio de Engels alude al problema general, filosófico; es evidente que en juicios particulares la objetividad se había alcanzado infinidad de veces.

Nous36Nousteleologíafin que siempre