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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Stella Bagwell

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Amor y ley, n.º 1712- julio 2018

Título original: Her Texas Ranger

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-9188-606-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

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Capítulo 1

 

 

 

 

 

Para calmar una reyerta sólo hace falta un Ranger. ¿No es eso lo que se dice de vosotros?

La pregunta de su hermano menor, Ross, tomó por sorpresa a Seth Ketchum. Casi había olvidado cómo era reunirse de nuevo en el rancho T Bar K con su familia. Hacía dos años que no veía a su hermano ni a su hermana. El tiempo había pasado volando y solamente entonces, cuando estuvieron sentados junto a él en el salón de la casa del rancho, se dio cuenta de lo mucho que los había echado de menos.

—Eso es lo que se dice: una reyerta, un Ranger —respondió Seth—. Pero no soy un superhéroe.

—Es cierto, Seth. Eres mejor que un superhéroe. No tienes que perder tiempo en correr a una cabina de teléfonos para cambiarte de ropa.

—Ross, no sé cómo puedes bromear en unos tiempos como éstos —protestó Victoria, su hermana, sentada en un sillón junto a ellos.

—¿Quién está bromeando? —continuó Ross—. La compañía D de San Antonio no sería nada sin Seth.

Los dos hombres vestían pantalones vaqueros, botas y camisetas de algodón. Se parecían, aunque Seth era un poco más bajo y de complexión más fuerte que su hermano. Ross tenía el cabello moreno, mientras que el de Seth era más claro. Pero la diferencia más visible entre ambos eran sus gestos. En Ross era frecuente encontrar una sonrisa o una risa provocadora, y Seth solía ser callado y serio.

—Ross, mi capitán diría que tu confianza en mí es un poco exagerada —aseguró Seth.

—Ya eres sargento —replicó su hermano con una sonrisa—. Dentro de poco serás capitán.

Igual que su difunto padre, Tucker, Ross pensaba que todos los Ketchum estaban predestinados a llegar a lo más alto.

—No quiero ser capitán —dijo Seth—. Me gusta el puesto que tengo.

—Seth, tú…

—Ross, déjalo ya —le interrumpió Victoria—. Seth no te dice a ti cómo llevar el rancho. Además, acaba de llegar. ¿Por qué no le dejas que recupere el aliento?

Seth miró agradecido a Victoria. No sólo era una mujer hermosa, también era un buen médico y, en su opinión, era la más juiciosa de los cuatro hermanos. Tras tantos años de soltería, no podía creer que se hubiera casado con Jess Hastings y estuviera esperando un hijo. Pero aquello no le había sorprendido tanto como enterarse de que el mujeriego de su hermano se había casado con Isabella Corrales, una bella abogada de la reserva Apache Jicarilla.

Pero bodas y amoríos no era lo único que había ocurrido en su ausencia. Habían disparado contra su nuevo cuñado, ayudante del sheriff del condado de San Juan, y casi lo habían matado. Por suerte, el peón del rancho que había cometido el crimen había sido apresado y estaba entre rejas. Sin embargo, aún no estaba resuelto el caso del asesinato del capataz, Noah Rider, y toda la familia tenía puestos los ojos en Seth para que averiguara qué había pasado.

Ross se levantó para acercarse al sofá donde estaba sentada su esposa.

—Sólo quiero presumir un poco de mi hermano, Victoria. No trato de decirle cómo hacer su trabajo. Por eso lo llamamos. Él sabe cómo investigar un caso de asesinato, y nosotros, no. Excepto Jess, claro. Pero Jess nos ha dicho que el condado de San Juan da la bienvenida a quien quiera ayudarlos.

—Bueno, como os dije por teléfono a los dos, Nuevo México no está bajo mi jurisdicción, a no ser que un crimen de Texas esté relacionado con este estado —señaló Seth.

—Pues tiene mucho que ver, porque Noah Rider vivía en Texas. Eso da todo el derecho a un Texas Ranger para investigarlo —opinó Victoria.

—Depende de dónde fuera asesinado —respondió Seth.

—No sabemos dónde fue asesinado —indicó Isabella.

—Bien dicho, cariño —comentó Ross, besando la mano de su esposa Isabella.

—Seth, no es necesario que esto esté bajo tu jurisdicción para que investigues un poco por tu cuenta, ¿no crees? —preguntó Victoria—. Quiero decir que no tienes por qué trabajar con la oficina del sheriff de San Juan, ¿verdad?

Seth le dedicó una breve sonrisa a su hermana. Una de las razones por las que lo había dejado todo en Texas para salir corriendo y atender su llamada de ayuda era darle algo de tranquilidad a Victoria. Según Ross le había contado, ella estaba muy disgustada con el tema del asesinato y le preocupaba qué consecuencias podría tener para su familia y para el rancho si no se descubría pronto al asesino. La ansiedad que estaba sufriendo no podía ser buena para su embarazo. Y, más que nada en el mundo, él quería que su hermana diera a luz a un niño sano.

—No te preocupes, Victoria. Puedo indagar sin molestar a nadie. Si necesito alguna información de la base de datos de los Ranger, en Texas hay una persona a la que puedo llamar para pedírsela.

—¿Una mujer? —preguntó Ross.

Seth estaba acostumbrado a que su hermano se metiera con él. Y, al tener casi cuarenta años y seguir soltero, esperaba ese tipo de comentarios provocativos del recién casado Ross.

—No. Un compañero.

—Seth, eres muy aburrido.

—No he venido para divertirte, hermanito.

—De acuerdo. No te diviertes nada en Texas y no planeas hacerlo aquí —bromeó Ross, sin molestarse—. ¿Entonces qué vas a hacer?

—Pretendo encontrar al asesino de Noah —contestó Seth, mirando a su hermano con seriedad.

 

 

A la mañana siguiente, Seth se levantó temprano. Tras desayunar con su hermano, salió al porche y se quedó allí, viendo cómo Ross se dirigía al granero a comenzar su día de trabajo.

Casi había olvidado lo seca que era la tierra en Nuevo México. Era un gran cambio comparado con el húmedo San Antonio.

Pero las vistas eran hermosas desde el rancho. No podía negarlo, pensó, mientras contemplaba el sol saliendo por encima de las montañas. Era una tierra salvaje y dura, tanto como su clima. Había dejado el rancho hacía dieciocho años, con sólo veintiuno.

Por aquel entonces, Tucker había puesto el grito en el cielo, lo que no había sorprendido a Seth. Su padre había querido que sus hijos siguieran sus pasos. Lo último que había deseado para su primogénito era verlo convertido en agente de la ley. Y mucho menos en Texas Ranger, porque eso le obligaba a dejar su casa. Pero él lo había desafiado para hacer su sueño realidad. Había entrado a formar parte de un cuerpo de elite como los Ranger, un reto que muy pocos hombres conseguían. Y lo había hecho solo, sin ayuda de Tucker Ketchum. Algo que lo había llenado de orgullo pero también le había hecho sentir un poco triste.

—Aquí estás.

Al oír la voz de Marina, la cocinera, Seth se giró y la vio en la puerta. La robusta mexicana trabajaba para los Ketchum desde hacía más de cuarenta años y era considerada más como un miembro de la familia que como una empleada. Ella siempre se alegraba de ver a Seth.

—¿Querías algo, Marina?

Ella lo miró con cariño, y Seth se sintió un poco culpable por no haber estado más en contacto con su familia.

—Acabo de hacer café. ¿Quieres?

Había pasado casi una hora desde que había desayunado con Ross, y Seth aceptó la invitación que, además, le daría la oportunidad de hacerle algunas preguntas a Marina.

La siguió hasta la cocina. Era un espacio cálido, con una mesa grande pino de y el olor a beicon frito de los desayunos aún en el aire. La música country sonaba desde una pequeña radio sobre la nevera, intercalada con resúmenes de noticias de la región.

Todo estaba tal y como él la recordaba de niño. A excepción de que su madre no estaba allí sentada, acariciando su cabello o recordándole que terminara de comer sus cereales.

Sus padres habían muerto hacía unos años, y también su hermano Hugh. Su hermano había sido el primero en morir, hacía seis años, aplastado por uno de los toros del rancho. Un año después, su madre había muerto de un infarto y su padre también había sufrido un paro cardíaco.

Tratando de sacudirse los recuerdos tristes de encima, Seth ofreció un asiento a Marina.

—Ponte una taza para ti también y siéntate conmigo.

Marina lo miró con curiosidad mientras se secaba las manos en el delantal.

—No necesito sentarme. Tengo trabajo que hacer.

—No pasará nada porque descanses unos minutos. ¿Qué pasa? ¿No quieres charlar conmigo?

—Tú no quieres charlar. Quieres hacerme preguntas. Sobre el asesinato —protestó ella, tendiéndole su taza de café.

—¿Cómo lo sabes? —dijo él, riendo—. Aún no he dicho nada.

—Lo sé por la mirada en tus ojos. Te conozco Seth Ketchum. ¿Por qué no te pones la placa de Ranger mientras hablas conmigo?

Seth se llevó la mano a la parte izquierda de su pecho, sobre el bolsillo de su camisa. Siempre solía llevar su placa pero, oficialmente, estaba de vacaciones en Nuevo México y no quería entrometerse en el terreno del sheriff.

—No voy a preguntarte por el asesinato, Marina. No sabes nada de eso, de todas maneras.

—Bueno, entonces, ¿de qué quieres hablar? ¿De ti?

—No. Ya sabes todo de mí —contestó él, riendo por lo bajo, y tomó un trago de café—. ¿Cómo andas de memoria, Marina?

Ella sonrió y se relajó.

—Recuerdo que tienes una marca de nacimiento en una cadera.

—No tienes que remontarte tan atrás. Sólo hasta el tiempo en que Noah Rider era capataz aquí, en T Bar K.

—De acuerdo. ¿Qué quieres saber de él?

—De él, nada. Quiero que intentes recordar a todas las personas que podían estar enemistadas con mi padre por aquel entonces.

—Oh, cielos —rugió ella—. Eso nos llevaría un buen rato.

 

 

Aquella tarde, Seth observó la lista que había confeccionado con ayuda de Marina. No estaba seguro, pero tenía la intuición de que su padre había estado relacionado de alguna manera con el asesinato. No era que pensara que Tucker hubiera sido capaz de matar a nadie, ni siquiera en uno de sus ataques de furia. Y, en cualquier caso, cuando Noah murió, su padre ya no vivía. El capataz siempre había respaldado y apoyado a Tucker. Los dos juntos podían haber enojado a alguien tanto como para querer vengarse. No tenía mucho sentido pero, que él supiera, el homicidio nunca tenía sentido.

Había quince nombres en la lista. Pero sólo uno de ellos le llamó la atención. Rube Dawson. Por lo que Ross le había contado, Rube era aún vecino del rancho. Según Ross, el viejo era la última persona capaz de matar a Noah. Pero aún era pronto para excluir a ningún sospechoso de la lista. Además, recordaba muy bien que, en una ocasión, Tucker y Rube habían tenido una fuerte disputa sobre la propiedad de un caballo de carreras.

Con la lista en el bolsillo, se acercó a la cocina para informar a Marina de que iba a salir. Se subió a su ranchera y salió en dirección a la casa de Rube Dawson. Veinte minutos después, llegó a un camino, cruzó una valla para ganado y condujo unos metros más por un sendero bordeado de pinos y enebros.

Cuando al fin divisó la casa de los Dawson, se quedó impresionado. Habían pasado varios años desde la última vez que había visitado el lugar con su padre, pero no esperaba encontrarlo tan descuidado. La pequeña casa de madera necesitaba varias manos de pintura. También el granero y los establos estaban en un estado pésimo. Las vallas que solían rodear el lugar estaban casi todas en el suelo. Parecía ser que Rube no estaba trabajando mucho para cuidar su tierra, pensó y aparcó junto a un viejo sedán y una ranchera oxidada.

Al bajarse de su vehículo, se le acercó un perro blanco que tenía algo de border Collie. Por el movimiento de su cola, parecía ser un animal amistoso, y Seth se detuvo unos momentos a saludarlo antes de dirigirse camino a la casa.

—No se preocupe, señor, Cotton no lo morderá.

Seth levantó la vista y vio a un niño de entre diez y doce años, parado en el porche. Estaba extremadamente delgado y un tupido flequillo rubio le caía sobre los ojos.

—Hola —saludó Seth—. ¿Vive Rube Dawson aquí todavía?

—Sí. Es mi abuelo —dijo el niño, achicando los ojos con desconfianza.

Seth dio un respingo al escuchar la noticia. Rube tenía una única hija, Corrina. ¡Aquél tenía que ser el hijo de Corrina! No debería sorprenderle tanto, se dijo. Habían pasado muchos años. Más que suficientes para que ella tuviera tiempo de casarse y tener hijos.

—¿Podría hablar con él? —preguntó Seth.

El niño se apartó el pelo color paja que le tapaba los ojos. Necesitaba un corte de cabello y comidas generosas para engordar un poco, pensó Seth.

—¿De qué quieres hablarle?

—¡Matt! ¡Ésas no son formas de recibir a una visita!

Seth reconoció la voz de mujer antes de que ella saliera al porche. Era Corrina. Por un momento, se quedó sin habla. Después de tantos años, no había esperado verla de nuevo y, al encontrarse frente a ella, se sintió invadido por recuerdos de otros tiempos, más sencillos y más inocentes.

—Hola, Seth —saludó ella en tono cálido.

Corrina lo miró con sus ojos azules muy abiertos, y Seth se dio cuenta de que su visita la había tomado por sorpresa también.

—Hola, Corrina. ¿Cómo estás? —saludó él, acercándose al porche con la mano tendida.

Tras unos instantes de titubeo, ella se la estrechó. Fue un contacto breve, y Seth notó su mano endurecida por el trabajo. Ella bajó los ojos y apartó la mirada.

—Yo… bien, Seth. Estoy bien.

Cuando ella levantó la mirada, Seth pudo ver cómo sus mejillas se habían sonrosado. Si la resultaba embarazoso encontrarlo en su porche, él no entendía por qué. Hacía más de veinte años que no se veían e, incluso en los viejos tiempos, no habían llegado a ser más que conocidos que en un par de ocasiones habían intercambiado alguna palabra en el instituto. No era posible que Corrina supiera que había estado enamorado de ella. Porque él no se lo había dicho a nadie.

—Me alegro. Me sorprende verte aquí —comentó Seth, sonriendo, para disipar la tensión.

Corrina soltó una risita nerviosa y miró al niño antes de dirigirse de nuevo a Seth.

—No creo que estés tan sorprendido como yo lo estoy de verte. ¿Qué estás haciendo aquí?

Seth carraspeó mientras sentía la intensa mirada del hijo de Corrina clavada en él.

—Quería hablar con Rube. Pensé que podría… ayudarme.

—¿Ayudarte? —repitió ella.

Era tan bonita como la había recordado, pensó Seth. Incluso más, después de que los años la habían hecho madurar para convertirse en una mujer. Tenía la piel blanca como la leche, lo que resaltaba el azul de sus ojos. Una cascada de rizos color canela le llegaba hasta los hombros. Algunos mechones rebeldes le molestaban en las mejillas y se los apartaba con el mismo gesto impaciente que tenía el muchacho.

—Sí. Supongo que has oído hablar de los problemas que ha habido en T Bar K…

Ella asintió, y Seth se quedó mirando sus labios carnosos y rosados. ¿Estaría casada?, se preguntó. No llevaba anillo. Pero aquello no significaba que no tuviera pareja.

—Sí —respondió ella—. Lo siento, Seth. Seguro que ha sido muy difícil para tu familia.

—¿Y cómo puede ayudarte el abuelo con eso? —inquirió Matt, acercándose al lado de su madre.

Corrina le puso un brazo por encima de los hombros a su hijo.

—Seth, éste es mi hijo, Matthew. No estamos acostumbrado a las visitas, disculpa sus modales.

—Hola, Matthew. Yo soy Seth Ketchum —saludó él, ofreciéndole su mano al niño, y se preguntó si ella y el niño vivirían allí.

Matthew se mostró complacido de ser tratado como un adulto, pero la mirada de sospecha no desapareció de sus ojos mientras estrechaba la mano de Seth.

—¿Eres uno de los ricos Ketchum que viven aquí al lado?

—¡Matt! —lo regañó su madre—. ¡No es correcto preguntarle a alguien por su dinero!

—Bueno, yo no soy tan rico —replicó Seth con una risita—. Y sí, parte de mi familia vive aquí cerca. Pero yo no. Vivo en Texas. En San Antonio. En El Álamo.

—Oh —murmuró Matt, con el rostro iluminado por la curiosidad—. ¿Conoces a Aaron?

—Es mi primo. ¿Sois amigos?

—Sí. Vamos en el mismo autobús al cole. Él es más joven que yo, pero me cae muy bien.

—El señor Ketchum es un Ranger de Texas —indicó Corrina a su hijo.

—¿Cómo los de la tele? —preguntó el niño con incredulidad.

—Eso es —contestó Corrina—. Pero de verdad.

—Pero no llevas placa ni pistola —señaló Matt con la boca abierta.

Seth sonrió. Había algo en Matt que lo enternecía. Acaso era un toque de vulnerabilidad en su mirada o la forma en que se pegaba a su madre, como si no confiara en el mundo exterior.

—Eso es porque he venido como vecino, no como Ranger —explicó Seth.

—Papá está dentro. Si quieres hablar con él… —invitó Corrina, señalando hacia la puerta de entrada.

—Si está ocupado, puedo volver en otro momento.

—Papá nunca está ocupado. Está jubilado.

Entonces, Corrina abrió la puerta y se hizo a un lado, haciéndole una señal para que entrara. Seth pasó a su lado y entró en una sala de estar débilmente iluminada y repleta de viejos muebles.

—Papá está sentado en el porche trasero —indicó Corrina, mientras lo guiaba a través del pasillo y la cocina, hasta una puerta de cristal corredera.

—Despierta, papá —dijo ella, levantando la voz—. Alguien ha venido a verte.

Rube Dawson estaba sentado, con la cara enrojecida y los ojos inyectados en sangre. Una camiseta gastada se apretaba contra su vientre abultado.

Seth no necesitó ver las botellas vacías de cerveza que se apilaban a su lado para comprender que Rube era un bebedor habitual.

—Hola, señor Dawson. ¿Me recuerda?

El viejo giró la cabeza y miró a Seth un largo rato.

—Sí, creo que sí. Eres un Ketchum. Seth, ¿no es así?

Seth asintió y pensó que Rube no había aún ahogado todas sus neuronas en alcohol.

—Eso es. Soy Seth. El hermano mayor de Ross.

Rube le tendió una mano, y los dos hombres se saludaron.

—Siéntate —invitó el viejo con calidez—. Y cuéntame qué te trae por aquí.

Seth se sentó a la derecha de Rube. Por el rabillo del ojo, podía ver a Corrina junto a la puerta corredera, como si temiera dejar a su padre solo con él.

—¿Quieres una taza de café, Seth? ¿O té helado? —ofreció ella.

—Té sería estupendo, gracias —dijo él.

Corrina desapareció en la cocina, y Seth centró su atención en el viejo amigo de su padre.

—Pensé que podría ayudarme, Rube. Estoy aquí para averiguar quién mató a Noah Rider.

—Fue algo terrible. No pude creerlo cuando me enteré. Noah llevaba años sin venir por aquí. ¿Quién iba a querer matarlo?

—¿Usted no se mantuvo en contacto con él mientras estuvo fuera? —inquirió Seth, mirando de cerca a su interlocutor.

—No. Hace casi veintitrés años que se fue de aquí. Ha pasado mucho tiempo.

Teniendo en cuenta que el cuerpo de Noah había sido encontrado en T Bar K, el departamento de justicia del condado de San Juan había enviado a uno de sus oficiales, Daniel Redwing, a Hereford, para investigar la última residencia conocida de Noah. Redwing no había encontrado nada interesante. Noah parecía haber vivido una vida sencilla y modesta. Sus vecinos aseguraban que había vivido solo y había recibido pocas visitas. En el momento de su muerte, estaba contratado por una criadero, un trabajo que requería gran esfuerzo físico, teniendo en cuenta que el hombre pasaba de los sesenta años. Lo que podría significar que Noah no tenía ahorros guardados para sus años de vejez.

—Cuando lo mataron, trabajaba a tiempo completo en un criadero. Su jefe le dijo al oficial de policía de San Juan que Noah nunca había faltado al trabajo, y le había sorprendido que le pidiera un día libre para ir a Nuevo México.

—Humm. Así que el viejo Noah estaba trabajando —murmuró Rube—. No me sorprende. Siempre fue mucho más ambicioso que yo.

Seth echó un vistazo al patio trasero y pensó que aquello era poco decir. No había nada más que tierra comprimida, piedras y malas hierbas. Un poco más lejos, una hilera de verjas rotas era lo que quedaba del corral. En el establo, sólo había un caballo negro. Por el aspecto que tenía todo, sacó la conclusión de que estaban arruinados desde hacía años.

—Está jubilado ahora, ¿no es así? —comentó Seth.

—Sí —afirmó Rube, incorporándose para frotarse las rodillas—. Tuve que dejar la vida de ranchero. Me he vuelto demasiado viejo y no podía contratar ayuda. Vendí todo el ganado y los caballos.

Entonces, Seth oyó pasos, se giró y vio llegar a Corrina con una bandeja. Mientras se acercaba, sus miradas se encontraron por un momento.

—Espero que te guste dulce —dijo ella—. Ya lo tenía hecho.

Cuando se inclinó para ofrecerle la bandeja, Seth percibió el aroma a flores de su pelo. Aquello le recordó el largo tiempo que llevaba sin estar con una mujer.

—Seguro que estará bien. Gracias, Corrina.

—Apuesto a que no hace falta que te diga que Corrina es la luz de mi vida —señaló Rube mientras su hija le tendía el otro vaso—. No sé qué habría sido de mí si no hubiera venido a vivir conmigo. Cuida de mí igual que tu hermana hizo con Tucker antes de que el viejo muriera.

—Seguro que aprecia a su hija —replicó Seth.

—Como te he dicho, es la luz de mi vida. No estaría aquí sin ella —afirmó Rube, tras dar unos largos tragos al vaso de té helado.

Ignorando la alabanza de su padre, Corrina se dio media vuelta y salió del patio. En la cocina, se apoyó en el mostrador, agachó la cabeza y cerró los ojos. ¡Seth Ketchum!, se dijo. ¿Qué podía estar haciendo allí un sargento de los Ranger de Texas?

—Mamá, ¿te pasa algo?

La voz de Matt la sobresaltó. Ella giró deprisa y escondió sus manos temblorosas tras la espalda. No quería que su hijo, ni nadie, se diera cuenta de la reacción que sentía al ver a Seth.

—No, Matt. No pasa nada. Todo está bien —mintió.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Pocos minutos después, Seth terminó su vaso de té y se levantó de la silla. No iba a conseguir ninguna información de utilidad de Rube. Y, para ser honestos, el viejo no era una compañía de la que él disfrutara.

—Bueno, gracias por su tiempo, Rube. Es mejor que me vaya ya.

—Claro, Seth. Ven cuando quieras —replicó el viejo—. Por cierto, ¿encontró Ross su caballo semental?

—¿Sabía que Snip había desaparecido? —preguntó Seth, parado junto a la puerta.

—Ross me llamó cuando ocurrió. Pensó que yo podía haberlo visto. Pero no salgo mucho, sólo voy de vez en cuando al pueblo. Le dije que no lo había visto.

—Ross aún no lo ha encontrado —dijo Seth.

—Lo lamento. Entonces, estará muerto —comentó Rube.

Seth se preguntó por qué el viejo pensaría eso, cuando podían haberle pasado muchas otras cosas al caballo. Pero no dijo nada. No quería dar la impresión de haber ido allí a interrogarlo.

—Ross no se ha rendido. Sigue buscándolo —afirmó, y se despidió de Rube.

Al entrar en la cocina, se encontró con Corrina, que estaba secando los platos.

—Gracias por el té. ¿Dónde dejo el vaso?

Ella lo miró un momento, y Seth tuvo la sensación de que la estaba poniendo nerviosa con su presencia. Aquello lo intrigó.

—Déjalo en la pila.

Seth así lo hizo y, luego, se detuvo junto a ella.

—Yo… me ha sorprendido mucho verte aquí, Corrina. Creí que te habías ido hacía años.

—Me fui unos años. Pero cuando papá comenzó a decaer, vine a ocuparme de él.

Sus ojos azules mostraban fatiga. ¿O era tristeza? En cualquier caso, Seth se sintió fatal al ver a aquella hermosa mujer con una mirada tan apagada.

—Siento que Rube ande mal de salud.

—Bueno. Al menos está vivo. Es más de lo que tú tienes —replicó Corrina, y lo miró antes de añadir—: Me cuesta creer que tu padre se haya ido. Lo siento mucho, Seth. Era… todo un personaje. Creo que todos los echamos de menos.

—No sé si yo diría tanto. Podía ser un hombre muy difícil. Pero tienes razón… yo lo echo de menos, y mis hermanos también.

Corrina asintió y, al darse cuenta de que tenía el paño de cocina aún agarrado, lo metió dentro del armario. No podía dejar de pensar en lo fuerte y masculino que era Seth. Habían pasado muchos años desde que los dos habían ido al mismo instituto. Por aquel entonces, Seth había sido un chico guapo y muy maduro, lo que la había impresionado.

Aunque vestía vaqueros, botas y un sombrero como la mayoría de los hombres del lugar, el aspecto del Seth que tenía frente a sus ojos era especial. No sólo porque tenía un cuerpo alto y fuerte que exudaba sensualidad. Tenía un aire de autoridad que se veía incrementado por el hecho de que fuera un Ranger.

—Yo… no esperaba volver a verte, Seth. Te fuiste hace mucho tiempo.

—Dieciocho años —respondió él—. Pero he venido de visita de vez en cuando. Es raro que no nos hayamos encontrado alguna vez.

—Bueno, no nos movemos en los mismos círculos —observó ella.

Seth no era un tipo muy sociable pero, tal vez, Corrina pensaba que sí. La gente del lugar acostumbraba a ponerle etiquetas a todos, sobre todo a los Ketchum. Casi siempre equivocadas.

—No sabía que vivías aquí —admitió él—. Oí que te habías casado y mudado.