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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Clare Connelly

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un juego de venganza, n.º 2635 - julio 2018

Título original: Bought for the Billionaire’s Revenge

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-668-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

EL FERRARI devoraba kilómetros como si fuera consciente de la impaciencia de su conductor, cuya mente seguía en la llamada telefónica que había recibido esa mañana.

–Está arruinado, Nik, personal y económicamente arruinado. Ya no tiene nada que pueda hipotecar. Los bancos no le dan crédito. La fortuna de su familia se está yendo por el desagüe, y le falta poco para perderlo todo.

Nikos tenía motivos para alegrarse de la noticia. No era de buena familia. Había estudiado gracias a una beca, y siempre se había encontrado con la oposición de hombres como Arthur Kenington, que despreciaban a los pobres. Pero lo de aquel hombre iba más allá.

No contento con ofrecerle dinero para que se alejara de su hija, Kenington habló con ella y la convenció de que él no estaba a su altura. De la noche a la mañana, la mujer de la que Nikos creía estar enamorado le rompió el corazón y lo abandonó. La preciosa, enigmática y elegante Marnie lo expulsó de su vida con la misma frialdad que habría mostrado ante un objeto de poco valor.

La traición de Marnie había sido una experiencia verdaderamente dolorosa; pero, por otra parte, Nikos sabía que no habría llegado a lo más alto del mundo financiero si no hubiera sentido la necesidad de vengarse.

Al llegar al sur de Londres, sonrió y salió de la M25, una de las autopistas de circunvalación de la capital británica. Había conseguido lo que quería. Había triunfado. Aunque aún faltaba un pequeño detalle.

Marnie estaba a punto de descubrir que había cometido un error terrible con él. Ahora tenía poder; un poder más que suficiente para ayudar a Kenington, demostrar su valía y volver a conquistar el corazón de su antigua novia.

Y entonces, cuando lo tuviera entre sus manos, tomaría una decisión: apuñalarlo, como ella había hecho con el suyo, o mostrarse clemente.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

MARNIE SE lo repitió mil veces durante el camino a la ciudad. Se dijo que no fuera, que se diera la vuelta, que aún no era demasiado tarde.

Pero lo era.

Lo sabía desde que tuvo noticias suyas. La suerte estaba echada, y llegaba con aires de tormenta.

Nikos había regresado.

Y la quería ver.

El ascensor ascendió lentamente por la alta torre de acero y cristal, pero Marnie se sintió como si estuviera descendiendo a los infiernos. Estaba tan concentrada en su objetivo que ni siquiera se molestó en secarse su leve película de sudor. Necesitaba fuerzas para afrontar lo que le esperaba y sobrevivir a ello.

Tengo que verte. Es importante.

La voz de Nikos Kyriazis no había cambiado. Su tono seguía siendo tan firme como siempre. Incluso en los viejos tiempos, cuando solo era un joven de veintiún años sin un céntimo en el bolsillo, se comportaba con una seguridad rayana en la arrogancia. Y aunque ahora tenía muchos millones, no los necesitaba para ser quien era. Había nacido para ser líder.

La primera reacción de Marnie fue la de rechazarlo. Su relación era agua pasada, y era mejor que siguiera así; sobre todo, porque sabía que, en el fondo, seguía sintiendo algo por él. Pero Nikos dijo algo que le hizo cambiar de actitud:

Es sobre tu padre.

¿Su padre?

Marnie frunció el ceño entonces, y lo volvió a fruncir cuando llegó al edificio donde habían quedado. Sir Arthur Kenington ya no era el hombre que había sido. Se comportaba de forma extraña, y había perdido tanto peso que ella se había empezado a preocupar. Una preocupación que aumentó notablemente con la inesperada llamada de su antiguo novio, y la dejó sin más opciones que verlo.

Entró en el ascensor y pulsó el botón de la última planta del rascacielos de Canary Wharf, el distrito financiero de Londres. A su lado, iban dos desconocidos de traje y corbata, uno de los cuales la miró con interés. Marnie carraspeó y disimuló la incomodidad que sentía invariablemente cuando alguien la reconocía.

Al llegar a su destino, se encontró ante un enorme letrero que decía, sin más: KYRIAZIS. El corazón se le desbocó al instante, y su habitual aplomo la abandonó. De hecho, se había quedado tan pálida que uno de los desconocidos se preocupó por ella.

–¿Se encuentra bien? –le preguntó.

Marnie clavó en él sus ojos de color café y asintió con una sonrisa en los labios. Luego, respiró hondo y cruzó el vestíbulo hasta el mostrador de recepción.

–Buenas tardes, lady Kenington –dijo la recepcionista, admirando su cabello castaño y sus famosos y simétricos rasgos.

–Buenas tardes –replicó ella–. Tengo una cita con Nikos Kyriazis.

La recepcionista, una mujer de largo cabello rojo, señaló los sillones que estaban enfrente y dijo:

–Siéntese, por favor. El señor Kyriazis la recibirá enseguida.

En otras circunstancias, Marnie se habría reído. Llevaba toda la mañana y parte de la tarde esperando ese momento, como si fuera una especie de Día D. Y, en lugar de recibirla inmediatamente, la hacía esperar.

Disgustada, apretó los labios y se sentó en uno de los sillones. A su espalda, la pared de cristal ofrecía una vista espectacular de la capital inglesa, muy a tono con el éxito de Nikos.

Marnie estaba bien informada sobre su ascenso meteórico. Cualquiera lo habría estado, porque la prensa internacional había seguido sus pasos con sumo interés. Pero, naturalmente, ella tenía sus propios motivos para seguirlo y, como ya no estaban juntos, fantaseaba con la posibilidad de felicitarlo y buscaba noticias suyas en la Red.

Por desgracia, la vida emocional de Nikos atentaba una y otra vez contra sus sueños románticos, porque no había dejado de pensar en él. Salía con mujeres impresionantes, que siempre eran altas, rubias y extraordinariamente bellas; mujeres de carácter atrevido y pechos grandes que jugaban en una división muy superior a la suya, y frente a las que no habría tenido ninguna posibilidad.

Consciente de ello, se llevó una mano al elegante moño con el que se había recogido la melena y se lo retocó. No, nunca sería como aquellas mujeres. Estaba condenada a envidiarlas y admirarlas en la distancia, como todas las Marnie del mundo.

Veinte minutos después, la recepcionista cruzó la sala y se detuvo ante ella.

–¿Lady Kenington?

Marnie alzó la cabeza.

–¿Sí?

–El señor Kyriazis la está esperando.

Marnie respiró hondo, la siguió hasta el palaciego despacho y cruzó el umbral con la mente llena de preguntas.

¿Seguiría siendo el mismo?

¿Habría sobrevivido su antigua atracción? ¿O se habría disipado con el viento de los seis años transcurridos?

La recepcionista anunció su presencia y, a continuación, se fue.

–Hola, Nikos –dijo entonces Marnie.

Nikos estaba de pie, iluminado por el sol de media tarde. El tiempo había sido generoso con él. Tenía la misma cara de ojos oscuros, pestañas largas, pómulos altos y boca sensual, sin más defecto que una pequeña desviación en la nariz, consecuencia de un accidente que había sufrido en la infancia. Pero ya no era el jovencito que había sido, sino un hombre carismático que exudaba experiencia y poder.

Marnie tragó saliva, deseando acariciar su cabello, que llevaba más corto. Nikos la miró de arriba abajo, pasando por encima de su escote y terminando en su estrecha cintura.

–Hola, Marnie.

Ella se estremeció al oír su nombre en boca de Nikos. Siempre le había gustado su forma de pronunciarlo. Enfatizaba la segunda sílaba de tal manera que parecía sacado de una canción de amor.

¿Y bien? –dijo ella, haciendo un esfuerzo por mantener la calma–. Me pediste que viniera a tu oficina, y no creo que me lo pidieras por el simple placer de mirarme.

Él arqueó una ceja, y Marnie sintió un cosquilleo en el estómago. Había olvidado lo guapo que era en persona. Y no solo guapo, sino también vibrante. Cuando fruncía el ceño, todo su cuerpo lo fruncía con él; cuando sonreía, todo su cuerpo sonreía con él. Era un hombre apasionado, que no ocultaba nada.

–¿Te apetece una copa? –preguntó con su voz dulce y especiada a la vez, como una mezcla de canela y pimienta.

–¿A estas horas? –replicó ella con desaprobación–. No, gracias.

Nikos se encogió de hombros y avanzó hacia Marnie, quien se quedó clavada en el sitio como si hubiera perdido la capacidad de moverse. Pero, por suerte para ella, se detuvo a medio metro y se limitó a observarla con una expresión imposible de interpretar.

–Dijiste que necesitabas hablar conmigo, que era importante.

–Sí, en efecto.

Nikos no dijo nada más. La siguió mirando con detenimiento, como si los días, los meses y los años transcurridos fueran una historia que pudiera leer en su cara.

Marnie había cambiado bastante en seis años; ya no llevaba el pelo largo y de color rubio, sino por los hombros y de color mucho más oscuro, con un par de mechas. Además, ya no salía a la calle sin maquillaje, aunque no lo hacía por gusto, sino por estar preparada: los paparazzi podían estar en cualquier sitio, esperando a sacarle una foto.

¿Y bien? –preguntó, tensa.

–¿Tienes prisa, agapi mu? –dijo él.

Su cínica expresión de afecto le dolió tanto como si le hubiera clavado un puñal en el corazón, pero refrenó el impulso de responder de mala manera. Si no mantenía el aplomo, no saldría indemne de allí.

–Me has hecho esperar veinte minutos, y tengo un compromiso en otra parte –mintió ella–. Si quieres decirme algo, dímelo ya.

Nikos volvió a arquear una ceja y, esta vez, con desaprobación.

–No sé qué compromiso tienes, pero será mejor que lo canceles –replicó.

Veo que sigues tan dictatorial como siempre.

La carcajada de Nikos resonó en la habitación.

–Creo recordar que eso te gustaba mucho…

–No he venido a hablar del pasado –replicó.

–No sabes a qué has venido.

Ella lo miró a los ojos.

–Eso es cierto. No lo sé. Y francamente, tampoco sé por qué te hice caso. No debería haber venido.

Marnie dio media vuelta y se dirigió a la salida, pero él la alcanzó antes de que llegara.

–Basta, Marnie –dijo él.

Ella se sobresaltó, y Nikos se dio cuenta de que estaba asustada. Daba una imagen fría, distante y segura, pero estaba asustada. Y sus grandes ojos almendrados traicionaron sus sentimientos antes de que recobrara el aplomo perdido.

–Tu padre está al borde de la ruina y, si no escuchas lo que tengo que decir, se declarará en bancarrota antes de un mes.

Marnie se quedó helada. Sacudió la cabeza e intentó rechazar su afirmación, pero era evidente que su padre tenía problemas. Dormía poco, había perdido peso y bebía más de la cuenta. Pero, en lugar de presionarlo o de hablar con su madre para que le dijera la verdad, había preferido creer que no pasaba nada.

–No te estoy mintiendo –continuó él–. Siéntate, por favor.

Marnie asintió, cruzó el despacho y se sentó en una de las sillas de la mesa de reuniones. Nikos la siguió, le sirvió un vaso de agua y se acomodó enfrente.

–¿Qué ocurre? –preguntó ella entonces.

–Que tu padre ha cometido un error típico de los que no toman precauciones en el mundo financiero, y ahora está pagando las consecuencias de su estupidez.

Nikos lo dijo con desprecio, pero ella no intentó defender a su padre. Ya no era una niña, y sabía que Arthur Kenington no era precisamente un héroe.

Sin embargo, la muerte de su hermana había cambiado muchas cosas. Desde el fallecimiento de Libby, Marnie había convertido el amor por su familia en lealtad ciega. Su sentimiento de vacío le impedía hacer nada que molestara a las únicas personas que entendían y compartían su dolor. Habría hecho lo que fuera por evitarles más disgustos, aunque implicara abandonar al hombre que amaba porque sus padres desaprobaban su relación.

–Lo perderá todo si no lo ayudan. Necesita dinero, y lo necesita de inmediato.

Marnie se giró el anillo que siempre llevaba, en un gesto tan nervioso como inconsciente. Nikos miró su bello y casi etéreo rostro y sintió un conato de lástima. En otros tiempos, la idea de hacerle daño le habría parecido angustiosa. Si hubiera tenido que arrojarse delante de un autobús para salvarle la vida, se habría lanzado sin dudarlo.

Pero esos tiempos habían quedado atrás. Marnie había traicionado su amor y lo había rechazado con el argumento de que él no era suficientemente bueno para ella.

–Mi padre tiene muchos socios. Gente con dinero.

–Necesita una suma muy grande.

–La encontrará –dijo, con una seguridad que estaba lejos de sentir.

Nikos sonrió.

¿Crees que puede encontrar cien millones de libras esterlinas antes de finales de mes?

–¿Cien millones? –repitió ella, atónita.

Él asintió.

–Y eso es solo el principio. Pero si te quieres ir, no seré yo quien te lo impida –replicó, señalando la puerta.

Marnie se volvió a girar el anillo.

–¿Y qué ganas tú con esto? ¿Qué interés tienes en los asuntos de mi padre?

Nikos soltó una carcajada seca.

–¿En los asuntos de tu padre? Ninguno –contestó.

Marnie frunció el ceño, sin perder su actitud envarada. Todo en ella, desde el moño hasta las uñas, indicaba su procedencia social. Daba exactamente la imagen que sus padres querían.

–Y supongo que me has llamado porque tienes un plan –dijo, clavando en él sus ojos–. Pero preferiría que te dejaras de rodeos y me lo contaras de una vez.

–No estás en posición de darme órdenes, Marnie.

Ella lo miró con sorpresa.

–No era una orden. O al menos, no pretendía serlo –se defendió–. Dime lo que ha pasado, por favor.

Él se encogió de hombros.

–Malas decisiones, malas inversiones, malos negocios… El motivo no importa.

–A mí me importa.

En lugar de darle explicaciones, Nikos se echó hacia atrás y dijo:

–Dudo que haya más de diez personas en el mundo que estén en posición económica de ayudar a tu padre. Y prácticamente ninguna que quiera hacerlo.

Marnie se mordió el labio inferior, intentando pensar en alguien que quisiera inyectar liquidez en el moribundo emporio de Arthur Kenington. Pero solo se le ocurrió un nombre: el del empresario que la estaba mirando en ese momento.

Nerviosa, se levantó y se acercó a la ventana. Londres vibraba al pie del rascacielos, llena de gente y de coches que iban de un lado a otro.

–Mi padre no te ha gustado nunca. ¿Cómo sé que no me estás mintiendo?

–Sus problemas económicos no son precisamente un secreto. Lo sabe todo el mundo –comentó–. Yo lo sé porque Anderson Holt me lo dijo.

Marnie se quedó helada al oír el nombre de la persona que se habría casado con su hermana si no hubiera muerto.

–¿Anderson? –acertó a preguntar.

–Sí. Seguimos en contacto.

–¿Y cómo lo sabía él?

–Lo desconozco. Pero, como ya te he dicho, no es ningún secreto.

Marnie se preguntó si Anderson podría ayudar a su padre. A fin de cuentas, los Holt tenían mucho dinero. Sin embargo, desestimó la idea porque no se trataba de un par de millones, sino de cien millones de libras esterlinas.

–Bueno, reconozco que mi padre está bastante estresado últimamente…

–No me extraña. La perspectiva de perder el legado de sus antepasados y el trabajo de toda una vida debe de pesar sobre su conciencia.

–No entiendo por qué no me ha dicho nada.

¿Ah, no? –dijo con rencor, acordándose de la última conversación que Arthur y él habían mantenido–. Siempre te ha querido al margen de la realidad. Haría cualquier cosa por evitarte las complicaciones de vivir en el mundo real, como el resto de los mortales.

–¿El mundo real? ¿Esto es el mundo real para ti? –preguntó con sorna, señalando el lujoso despacho.

Él la miró con cara de pocos amigos, y ella se arrepintió de haberse burlado. Nikos no era como los miembros de su familia. Había nacido pobre, y había tenido que luchar mucho para salir adelante.

–Lo siento –se disculpó–. Tú no tienes la culpa de lo que ha pasado.

–No, no la tengo –dijo–. Pero tu padre lo va a perder todo, desde su reputación hasta sus propiedades, incluida Kenington Hall. Será el hazmerreír de todos, o se convertirá en una de esas historias que se cuentan en la bolsa de valores para advertir a los incautos.

Marnie tragó saliva, cada vez más angustiada.

–No sigas, por favor –le rogó.

–Mentiría si dijera que no siento la tentación de permitir que se hunda. Al fin y al cabo, es lo que él me deseó.

Ella sintió un escalofrío.

–¿Sigues enfadado por lo que pasó?

–Enfadado, no. Disgustado, sí –dijo, pasándose una mano por el pelo–. Pero eso carece de importancia en este momento. Tu padre se ha metido en un buen lío. Algunas de sus decisiones se podrían ver como negligencia criminal.

–Oh, Dios mío…

–Es la verdad, Marnie. ¿Preferirías no saberlo?

Claro que no. Pero prefería que no te regodearas en su desgracia.

Él sonrió como un lobo.

–No me estoy regodeando.

–¿Qué quieres, Nikos? ¿Por qué me estás diciendo todo esto?

–Porque podría solventar sus problemas.

–¿Lo dices en serio?

–Por supuesto. Me resultaría fácil.

–¿Aunque estemos hablando de cien millones?

–Soy un hombre muy rico. ¿Es que no lees los periódicos?

–Oh, Nikos… –dijo ella, inmensamente aliviada–. No sabes cuánto te lo agradezco.

–Deja los agradecimientos para después. Aún no conoces las condiciones.

–¿Las condiciones? –preguntó, desconcertada.

–Tengo los medios necesarios para ayudar a tu padre, pero me falta el incentivo.

–¿Qué incentivo?

Marnie respiró hondo, en espera de la respuesta de Nikos. Su corazón latía tan fuerte que tuvo la sensación de que se le iba a salir del techo.

–Tú, Marnie. Y en calidad de esposa –contestó–. Solo ayudaré a tu padre si te casas conmigo.